El fenómeno más característico de la relación literatura-nobleza es sin duda el del mecenazgo, fenómeno nada nuevo, pero que en el Siglo de Oro conoce una expansión extraordinaria[1].
Quizá la manifestación más superficial del mecenazgo es la constituida por las omnipresentes dedicatorias de libros que los escritores enderezan a los nobles, generalmente para conseguir poco más que los gastos de impresión o como muestra de deferencia, pleitesía u ofrecimiento de servicios. Para el duque de Béjar va la Primera parte del Quijote, y para el conde de Lemos la segunda, las Novelas ejemplares y el Persiles; al duque de Uceda dedica las Tardes entretenidas Castillo Solórzano, cuya Huerta de Valencia se ofrece al marqués de Molina, don Pedro Fajardo; Quevedo dedica al conde de Lemos el Sueño del Juicio final y El alguacil endemoniado; en el Sueño del infierno redacta una dedicatoria irónica «Al ingrato y desconocido lector», pero El mundo por de dentro se dirige al duque de Osuna… La lista sería, claro está, inacabable.
[1] El texto de esta entrada está extractado del libro de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin Vida y obra de Lope de Vega, Madrid, Homolegens, 2011. Se reproduce aquí con ligeros retoques.
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