Hemos visto al hablar de la mezcla del elemento histórico y el elemento ficticio cómo el novelista suele tomar la época histórica como telón de fondo sobre el que inventar la trama novelesca. Eso mismo es lo que sucede a la hora de crear los personajes de su novela: normalmente (siempre hay excepciones), los personajes históricos reales no son los protagonistas sino que desempeñan un papel secundario[1]; no importan tanto para el desarrollo de la acción como para la labor de reconstrucción de ese pasado[2]. En general, el novelista inventa los protagonistas principales para poder jugar así con distintos sentimientos y pasiones, ya que el carácter de los personajes históricos está fijado de antemano, y si el novelista los situara en primer término de su obra, correría el riesgo de convertir la novela histórica en una historia novelada. Como indica Juan Ignacio Ferreras, los personajes reales vienen predeterminados por la historia y, por tanto, su relación con el universo novelesco creado por el novelista queda prefigurada, no es libre[3].
Georg Lukács muestra en su estudio cómo los protagonistas principales de las novelas de Scott (y Scott es el representante típico de la novela histórica clásica) son «héroes medios» que muchas veces sirven para relacionar grupos opuestos. Scott explica sus figuras a partir de la época a la que pertenecen, y no al revés, como harán los románticos. Los suyos son personajes «apropiados para encontrarse en el punto crítico de las grandes colisiones socio-históricas», de tal forma que los destinos individuales se entrecruzan con lo histórico-social colectivo[4]; dicho de otra forma, esos personajes son representación de la vida del pueblo. Scott jamás moderniza la psicología de sus personajes, cosa que sí harán los novelistas románticos españoles. De hecho, captar la psicología verdadera de los hombres de tiempos pasados constituye una de las mayores dificultades de este tipo de novelas, aspecto al que ya hizo referencia Azorín:
Y aquí tenemos uno de los escollos capitales de la novela histórica; podréis reconstruir paciente, minuciosamente, con toda clase de detalles, el vivir de un siglo pasado —un tanto remoto—; podréis hacernos ver los trajes, las calles, las casas, los espectáculos, etc. Pero, ¿y la psicología de los personajes? ¿Y esa materia tan sutil, tan efímera, tan alada que constituye el carácter? Un peligro estará en creer que la naturaleza humana ha cambiado fundamentalmente en el espacio de tres siglos; otro, no menos grave, en juzgar que no ha cambiado casi en nada. Y siempre el novelista, instintivamente, al simpatizar con un personaje, le prestará a este maneras de ver y sentir de su tiempo, del tiempo del autor[5].
Para Baroja, esta dificultad era insalvable, al menos en las novelas que alejan su acción hasta tiempos remotos[6]. Una posible solución para que los personajes resulten interesantes y creíbles, sin necesidad de modernizar su psicología, consiste en enfrentarlos con problemas eternos, como el amor, la ambición o la envidia. En cualquier caso, la libertad del novelista es bastante amplia, sobre todo si no sitúa grandes personajes históricos en primera línea de su novela, esto es, si los protagonistas del relato son personajes de ficción, en cuyo caso puede describir a su antojo su carácter. Los experimentos posibles son muchos: en la novela de Néstor Luján En Mayerling una noche, encontramos personajes históricos, personajes de ficción de la novela y lo que podríamos denominar «personajes de ficción en segundo grado», es decir, personajes de ficción tomados de otras novelas (Sherlock Holmes y Hércules Poirot). Ahora bien, los grandes personajes de la historia han atraído la atención de los novelistas, siendo frecuente la presentación de sus vidas en primera persona, como autores de sus diarios o memorias: así, Yo, Claudio, de Robert Graves; Vida de Napoleón contada por él mismo, de André Malraux; o Urraca, de Lourdes Ortiz. Por cierto, este último ejemplo sirve para ilustrar magníficamente la evolución de la novela histórica: en efecto, en esta novela los protagonistas son los mismos que en Doña Urraca de Castilla, de Francisco Navarro Villoslada o en El conde de Candespina, de Patricio de la Escosura, pero la caracterización de los mismos y las técnicas narrativas y estructurales han variado ya mucho respecto al simple relato lineal en tercera persona, con narrador omnisciente, característico de la novela histórica romántica española[7].
[1] Cf. Hans Hinterhäuser, Los «Episodios nacionales» de Benito Pérez Galdós, Madrid, Gredos, 1963, p. 230.
[2] Ver Ángel Antón Andrés, «Estudio preliminar» a José de Espronceda, Sancho Saldaña, Madrid, Taurus, 1983, pp. 13-14.
[3] Cf. Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica, Madrid, Taurus, 1976, p. 31.
[4] Georg Lukács, con sus presupuestos marxistas, concibe la novela histórica como expresión de un «destino popular»: «¿Qué es lo importante en la novela histórica? En primer término, que se plasmen destinos individuales tales que se expresen en ellos de forma inmediata y a la vez típica los problemas vitales de la época» (La novela histórica, trad. de Jasmin Reuter, México, Era, 1977, p. 354). Este hecho es negado por María de las Nieves Muñiz (La novela histórica italiana. Evolución de una estructura narrativa, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1980, p. 22).
[5] José Martínez Ruiz (Azorín), «La novela histórica», en Clásicos y modernos, 6.ª ed., Buenos Aires, Losada, 1971, pp. 133-134.
[6] Pío Baroja, «Condiciones de la novela histórica», en Divagaciones apasionadas, Obras Completas, V, Madrid, Caro Raggio, 1948, p. 499.
[7] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Retrospectiva sobre la evolución de la novela histórica», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 13-63; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 11-50.