La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: nombres, expresiones, cantares y leyendas vascas en «Amaya»

En la novela[1], aparte de los nombres de Amaya y Asier, ‘fin’ y ‘principio’, que tanta importancia simbólica poseen, se incluyen otras palabras vascas, que van destacadas en cursiva (a veces con su significado entre paréntesis o en nota al pie): escualerri o escualerría, escuara, escualdunac (el autor usa siempre estas formas escua-, no eusca-, propias del bajo navarro y del labortano), lauburu, zorcico, Jaungoicoa[2], jaun, andra, amá, echecojaun, ezpata, guecia, ilarguia, leheren, Basajaun, deyadara o deihadara, erecia, irrinzina o irrintza, agur, sagardua, chori, jaiarin, ezcua, on, ezcuonda, eztia, ezteia[3], baatzarre, gau-illa; hay también algunas expresiones más extensas: «junac, jun» ‘al que se muere, lo entierran’; «aurrerá, mutillac» ‘adelante, muchachos’; «Jaungoicoa eta escualdunac» ‘Dios y los vascos’; «Leloan, Lelo, Leloán dot gogo» ‘Dale que le das con Lelo, nunca lo puedo olvidar’; el grito «Iaó, iaó, iaó»; o la expresión «Amaya da asiera»[4], que es la inscripción grabada en el brazalete de Amaya, de gran importancia, a la que me referiré en otra entrada[5].

Palabras vascas son también los nombres de algunos personajes: Mendoza ‘monte frío’, Iturrioz ‘fuente fría’, Echeverría ‘casa nueva’, Amagoya ‘madre de lo alto’[6]; y algunos topónimos: Iruña («Buena población, en vascuence», p. 195, nota), Urbasa ‘agua brava’, Andía ‘la grande’ («Andia significa La Grande; Urbasa, agua brava montaraz», p. 204, nota), Jaureguía ‘el Palacio’, Gazleluzar ‘castillo viejo’, Aitormendi ‘monte de Aitor’, Aitorechea ‘casa de Aitor’, Auñemendi (nombre del Pirineo: «El Pirineo: monte de los corderos», p. 406, nota), Goñi (interpretado como Go-iñi, ‘en alto yo’); algunas de las notas de la novela explican algunas etimologías de palabras vascas:

Jaun, señor; andra o andría, señora. Tan honoríficos son antepuestos al nombre propio, que Andra María se llama por antonomasia a la Madre de Dios (p. 62, nota).

Pero más importantes son los cantares y las leyendas que se intercalan entre sus páginas. En cuanto a los primeros, se incluyen versiones de varios y se dan algunas noticias de ellos: el canto de Aníbal (pp. 38-41), el canto de Altabiscar o Altobiscar (pp. 141-143[7]), el himno de Lecobide y Uchín Tamayo (pp. 222-223) y la cancioncilla de Zara y Lelo (pp. 580 y 585-586); también hay una alusión al himno sobre el combate de Lara (p. 106)[8]. El autor los califica de «cantos éuscaros de tiempo inmemorial» (p. 325); del himno de Lecobide, en concreto, dice que es «el suspiro más lejano, más antiguo que nos ha dejado la musa éuscara, como un eco de la primitiva independencia, eco de vida que va repitiendo la santa libertad de todos los siglos» (p. 222[9]).

Serpiente de fuego

Además introduce Navarro Villoslada la leyenda de Aitor (pp. 216-218); la de Luzaide y Maitagarri (pp. 204, 207, 217 y 430); la fábula de Leheren, una serpiente de fuego (p. 218, con esta nota etimológica: «Leheren, de Lehen, primero, y Eren, último. Esta fábula, confusa reminiscencia de la serpiente infernal, lleva en sí la creencia de que el fuego será el destructor de lo criado») y la del Basajaun o señor del bosque (cfr. el cap. II, III, IV, «En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre», especialmente la p. 571: «Su nombre puede traducirse por Señor de la selva, o Señor salvaje»); y, por supuesto, la leyenda de Teodosio de Goñi, parricida involuntario y luego penitente en el monte Aralar. A propósito del canto de Petronila, se alude a otros cantos vascos: «La canción que en perdurable tono de salmodia recitaba era uno de esos romances o cuentos de muchachas emparedadas, tan comunes en la literatura popular vascongada» (p. 127); también cuando se habla de la gau-illa se hace una referencia general a otros cantos fúnebres vascongados (p. 598)[10].


[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.

[2] En las pp. 199-200 leemos: «… el astro de la noche, al que ciertas familias comienzan a llamar Jaungoicoa (Señor de lo alto, dios)) en lugar de Ilarguía (luz de los muertos, luna)», y en nota al pie: «Así lo deja sospechar Luciano Bonaparte. Este príncipe, que lo es también de los vascófilos, observó que los roncaleses dan a la luna el nombre de goicoa, y de aquí la indicación de que Jaun goicoa pudiera ser síncopa de Jaun goicocoa, que en rigor significaría: Señor de la luna».

[3] Al describir la ceremonia de los antiguos matrimonios, escribe: «Partían después un panal de miel, que a su presencia se comían los dos amantes, símbolo de la dulzura y pureza de sus amores; por lo cual ha quedado el nombre de Ezcuonza al matrimonio, y de Ezteia al día de la boda» (p. 402), y se añade en nota: «De Ezcua, mano, y on, bueno. Ezteya viene de Eztia, la miel. Véase la Leyenda de Aitor, de Mr. Agustín Chaho».

[4] El autor incluye una nota sobre su pronunciación: «Esta frase es del dialecto vizcaíno. Amaija se pronuncia Amaya con un poco de fuerza en la y, que es tan dulce en labios guipuzcoanos. En este dialecto, asieria es asierá, y amaija es asquena, atsena y ataendea» (p. 47, nota).

[5] La versión abreviada publicada en Buenos Aires, 1956, por Lore de Gamboa, trae como apéndice una «Traducción al castellano de palabras y expresiones vascas que aparecen en el texto»; son veinte las recogidas, con su correspondiente traducción y, en su caso, breve explicación: Lauburo o Lauburu, Etxe berria, Etxekojaun, Agur, Junak jun, Sagardua, Ezpata, Deihadara, Jaun, Andra, Eskualerria, Jaungoicoa eta Goiñi, Txori, Ama, Ilargia, Eskuara, Gezia, Batzarre, Basajaun y Gau-illa.

[6] «Amagoya es la predestinada, y […] por eso lleva el nombre de vuestra primera madre, la mujer de Aitor, la madre superior», se lee en la p. 56. Y en nota al pie explica el autor: «De ama, madre, y goia, la altura, lo de arriba. Todavía en algunos de los dialectos del vascuence, y en el más noble sentido de superioridad, Amagoya es la abuela».

[7] El escritor anota al pie: «Creo que se me perdonará fácilmente el anacronismo de poner en boca de Petronila esta rapsodia del canto de Roldán, más de medio siglo antes de la derrota de Roncesvalles; pero he creído que semejante canción, acerca de cuya antigüedad no es ésta ocasión de discurrir, debía entrar de una manera u otra en un libro de la índole de Amaya, centón de tradiciones éuscaras. / Harto más difícil de perdonar es el atrevimiento de haber puesto en verso tan precioso poemita, cosa que nadie ha intentado, que yo sepa. Sírvame de disculpa que el romance de Petronila resulta una imitación, no traducción literal, del Altobiscaren cantua» (p. 143, nota).

[8] «Miguel imponía a todos silencio, y los ángulos de la sala resonaban con los ecos de un canto guerrero de los antiguos tiempos, el himno de Lecóvide y Tamayo, el combate de Lara, la canción de Aníbal, por ejemplo, que ensordecían la voz de las más violentas pasiones en aquellos pechos en que dominaba amor salvaje a la independencia y odio implacable a toda servidumbre en general, y a la de los godos en particular» (p. 106).

[9] Ya vimos que en su artículo «La mujer de Navarra» parece reconocer que todos estos cantos son versiones modernas, al estilo de las recreaciones ossiánicas de Mcpherson. Juaristi ha estudiado el origen de estas falsificaciones: el «Canto de Altabiscar» se debe a Francisque-Eugène Garay de Monglave; el «Canto de Aníbal», a Joseph-Augustin Chaho, etc. En las pp. 291-295 de El linaje de Aitor ofrece un apéndice con versiones de cuatro «Cantares apócrifos vascos del siglo XIX».

[10] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

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