La burla a Otáñez en «El astrólogo fingido»: el vuelo mágico

Ya en la escena final de la obra de Calderón, «Sale Otáñez, muy galán, con botas y espuelas» (se trata, por supuesto, de una galanura ridícula), muy ufano y muy impaciente, como muestra su parlamento:

¡Adiós, Madrid! Desta vez
no pienso volver a verte,
que va a buscar buena muerte
quien tuvo mala vejez.
¿Habrá cosa más extraña
que, viéndome anochecer
en Madrid, amanecer
en medio de la Montaña?
Este fuera buen estilo,
aunque costara dineros,
por no tratar con venteros.
¿Si serán las ocho en hilo?
¿Cómo no viene Morón?» (p. 160a) [1].

Llega, sí, Morón y pondera: «¡Qué cabalgadura os tengo!», al tiempo que se introduce una broma sobre los «mozos de diablos», que existen igual que los «mozos de mulas». Entonces Morón le da las últimas instrucciones:

                          Prevengo
que aunque mucho ruido oigáis
de voces muy lastimosas,
confusiones u otras cosas,
ni os turbéis ni lo temáis.
En llegando, os quitarán
los cordeles con extraña
presteza, y en la Montaña
muy contento os dejarán,
muy alegre y descansado (p. 160a).

Otáñez le pregunta qué mula tendrá y Morón responde, con nuevas bromas, que es «un sastre / antiguo, que ha profesado / ya de demonio» (p. 160a; la mala fama de los sastres era proverbial). Le pide que se tape con la capa y se arreboce (él le vendará los ojos) y que salte sobre «el diablo»; indica la acotación: «Morón hace a Otáñez ponerse a caballo en un banco, en el fondo del jardín»[2]; le da una cuerda a modo de rienda y lo ata contra la silla. Otáñez pide que no lo sujete tan fuerte. Y comienza el supuesto vuelo mágico:

MORÓN.-   [Apartándose.] Escudero
que por esos aires vas…

OTÁÑEZ.-   Ya siento que voy volando;
que la voz se va quedando.

MORÓN.-   Camina con Barrabás (p. 160b).

Silla voladoraOtáñez se queda solo y a partir de ese momento oirá las distintas conversaciones del jardín; al escuchar a don Juan y doña María, cree que pasa por un primer núcleo de población: «Que paso sin duda ahora / por algún lugar parece, / porque en el aire he escuchado / hablar a diversas gentes» (p. 160). Salen otros personajes y comenta: «Ya es otro lugar aqueste, / pues, de las que oí no ha mucho, / son las voces diferentes. / O están los lugares cerca, / o yo ando mucho» (p. 161a). Más tarde se quejan doña Violante y el viejo Leonardo, y él comenta: «Las voces son lastimosas, / que prevenidas me tiene / Morón; no hay de qué espantarme» (p. 161a-b).


[1] Cito por Pedro Calderón de la Barca, El astrólogo fingido, en Obras completas, tomo II, Comedias, ed. de Ángel Valbuena Briones, Madrid, Aguilar, 1956, pp. 127-162. Ahora contamos con la edición crítica de las dos versiones de El astrólogo fingido por Fernando Rodríguez-Gallego, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2011.

[2] Esta montura preparada por Morón contrasta con el brioso corcel que monta don Diego para pasear la calle de doña María, según el relato de Beatriz a su ama al comienzo de la comedia: «Al tiempo que ya dejaba / la calle don Juan, entró / en ella don Diego; y yo, / como en la ventana estaba, / le vi en un caballo tal, / que, informado dél el viento, / dejó de ser elemento / por ser tan bello animal. / Con el freno conformaba / los pies con tanta armonía, / que el son con la boca hacía, / a cuyo compás danzaba. / Saltaron centellas puras / de las piedras; que el castizo / bruto, por llamarte, hizo / aldabas las herraduras. / Cuando don Diego el sombrero / quitó, sus pies se doblaron; / que tu puerta respetaron / el caballo y caballero» (p. 128a).

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