En el acto segundo de la obra de Dicenta[1] se destacará la soledad y tristeza de Villamediana:
VILLAMEDIANA.- Mi compañía es tristeza,
mi hábito la pesadumbre,
donde el pesar, por costumbre,
se ha hecho naturaleza.
Todo es prolija cadena
cuanto pienso y cuanto miro,
y lo mismo que respiro,
o me ahoga o me condena… (pp. 30-31).
El conde ha sido un seductor, pero ahora apreciamos (diálogo con el conde de Haro) que está enamorado de verdad. Tenemos además la mirada de los enemigos; por ejemplo, el alguacil Vergel le dice a Olivares:
VERGEL.- Al que es persona discreta
deben ponerle en cuidado
la lengua de un mal criado,
la pluma de un buen poeta.
Y oyendo al murmurador
don Juan de Tassis Peralta,
comprendí que os hace falta
que un celoso servidor
corte tales desafueros
y sus versos maldicientes
no digan más entre dientes
por losas y mentideros.
Pues si es su lengua mordaz,
con que mi puñal no falle,
yo haré que el conde se calle
para que viváis en paz (pp. 44-45).
También insisten en la soledad del conde estos versos suyos plenamente modernistas, casi —pudiéramos decir— rubendarinianos:
VILLAMEDIANA.- ¡Relojes de la noche, campanas del nocturno!
¡La canción del sepulcro, la canción de la cuna!
Misticismo… Misterio… El tiempo, taciturno,
se pinta con la nieve del claro de la luna.
Del alma en estas horas todo huracán se calma
y yo siento que nacen dos alas en mi alma,
en mi alma que siembran quimeras y altiveces,
y en su rincón más hondo se recoge, propicia
a forjar con las más diversas pequeñeces
infiernos de dolores y mundos de delicia.
Como pájaros vuelan por la noche, dispersos,
mis ensueños; alguno remontarse quisiera
a la pálida luna para decirla versos
mientras deshojo el mágico rosal de la quimera.
¡Relojes de la noche! ¡Campanas milenarias,
cuyos tañidos tienen murmullos de plegarias…!
En la noche yo vivo los más grandes placeres,
y en la noche yo bebo los besos del amor…
Como Dios, creo mundos con hombres y mujeres,
y me siento más fuerte que el mismo Creador.
En mis hombros la luna pone manto imperial
y me hallo sobre el bien y [me hallo] sobre el mal,
y contemplo, sin verlo, lo que nadie aún ha visto…
[…]
¡Son las sublimes horas de los secretos versos,
de los versos que solo para nosotros riman!
Verso que no se escribe, ése es verso sincero;
es el verso, que el otro es como un pordiosero,
mendigo de la gloria, triste mano implorante;
es verso que se vende como una cortesana
que en medio del camino se ofrece al caminante
y todo caminante le goza y le profana.
El otro no se mancha; es virgen, limpio, pulcro;
al salir de la cuna va a buscar su sepulcro…
Trovador de sí mismo y de sí mismo oyente,
es uno como Dios, y como Dios, diverso…
¡El verso que se calla es verso que se siente,
y ese verso del alma es el alma hecha verso!
Místico y silencioso, es ángel taciturno
este verso que vuela para hundirse en la luna;
es el verso en que cantas, campana del nocturno,
la canción del sepulcro, la canción de la cuna (pp. 50-52).
En otro momento Villamediana se muestra exultante al saber —a través de doña Francisca Tabora— que la reina corresponde a su amor:
VILLAMEDIANA.- ¿Qué me decís, señora?
¿Es verdad que me ama?
¿Tal vez, Dios mío, soñaré despierto?
¿Por mí la reina llora?
¿Es cierto que me llama?
¡Señor, Señor!, ¿qué cielos has abierto
a mi alma, que advierto
como una luz divina
que de pronto desciende
del cielo y que desprende
un resplandor que todo lo ilumina,
igual que si rompiera
niebla invernal un sol de primavera? (pp. 69-70).
A su vez, esto despertará los celos de doña Francisca, que se siente despechada:
FRANCISCA.- ¿Sin atender mi queja,
sin mirar que me hiere,
porque le ama da gracias a los cielos
y por ella me deja?…
¡Sea, pues que lo quiere!
¡Arda amor en la hoguera de los celos!
El desengaño alcanza
en el odio ventura.
¡Vuélvase amor locura
y la locura tórnese en venganza! (p. 70)[2].
[1] Las citas son por Joaquín Dicenta, Son mis amores reales…, Barcelona, Cisne, 1936.
[2] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.