El número IV de El libro de la creación[1] nos presenta a «el hombre en su proyecto, salido de su sueño», siendo ya «vertida / carne que se ilumina»; se reiteren imágenes de nacimiento: «todo nace vibrante, / de albor y de silencio y de luces fatigado». Las distintas reiteraciones (aquí de los adjetivos «Suprema y esplendente») confieren el ritmo poético a la composición. El V nos anuncia que «Todo queda arrancado de su noche tranquila», nos habla de «arpegios / luminosos y sangrantes». Los seres, en su pasión, salen de la noche; es un instante «de oculto prodigio». La luz es aquí el símbolo esencial:
Se agiganta radiante el penumbroso límite de seres al acecho;
ya el horizonte pisa seguro, desdoblando
límpido la maroma templada de la noche, de su luz revestida.
El VI nos transmite otra vez la sensación del nacimiento de un nuevo día: «Nace supremo el día» (frase que se reitera), día que «emerge en osadía y en fuego de ser» y es «síntesis radical de luz y bravo mundo». Por su parte, el VII nos muestra al hombre como centro de todo este universo («hombre centralmente suyo»). «Todo guarda salvaje relación» ahora y hay una «rotunda ligazón de destinos»: expresiones e imágenes, en suma, que nos reiteran el prodigio de esa nueva mañana.
El VIII desarrolla la idea de una «entonada ascensión luminosa», de «la luz que invade todo», de «ascensiones de mundos sin confines» y de nuevo, en medio de todo, el hombre:
Y de amplio relieve se aísla,
centra el ser,
sublime, en su rotunda y preñada mañana.
La unidad de tema e imágenes que preside este poemario[2] se confirma en el poema noveno, donde se alude a inmensas sombras que se disipan y a horizontes que se abren. Es un poema de afirmación, con el hombre en el centro de todo, iluminado:
Estoy, está aquí, coronación nocturna,
sedición diaria, eterna, vertiendo su horizonte.
[…]
Estoy, está aquí, coronación nocturna,
y por todo parece que se abre limpiamente entregada,
rompiendo las pesadas arenas, las densas sales blancas,
frescamente doblándolo
todo en adelantos, definidos futuros que pueblan el presente.
Estoy, está aquí, coronación nocturna,
vivamente cogido por todo,
iluminado.
El siguiente se refiere a la «ordenación más elaborada» del mundo, a la llegada del color (ahora «el grisáceo campo resplandece en colores»); en este proceso, el hombre se muestra como ser que pertenece a una «estirpe milagrosa» que cumple un destino. Y acaba:
Ya, de opacas sombras, arde en el brío del sol más glorioso,
la regia y más colmada concentración de ser.
El XI nos presenta a «el ser», es decir, al ser esenciado «en el redondo y fértil nacimiento»: «el ser, / que en su más exultante renovación se ofrece». Y el número XII trata del decaer de la noche: «La mañana acepta, alegre y complacida, la incandescente senda que le lleva incipiente / al ser»[3]. A su vez, el que figura bajo el número XIII insiste en la dicotomía luz que nace / sombras que se disipan. Seguimos asistiendo a ese momento de plenitud en que, «enfrentados y amorosos la tierra y el cielo en primitivo abrazo», «Todo nace» y la luz de la mañana saca de su remanso «al ser íntimo y lleno de progreso inaudito y creciente marea»[4]. En suma, seres formándose, que salen de la nada o del caos primigenio y nacen al ser (igual que sucede, en otro orden de cosas, en el momento creativo de la inspiración poética).
Lo mismo ocurre en el XIV, donde se insiste en la aparición del color («Y gama terminada, se viste en su color la hora»), y «a cada ser toda el alma le sale en su vital frescura», y se hace «consumada belleza», mientras se avanza hacia una perfección que podríamos calificar de guilleniana:
Hay brillante y angélica alegoría,
empeño, apenas dominado, del ser al recrearse en pura entrega a otro,
hay una expresión muda del amor indiviso, un presente que anuncia
muy lejanos futuros de fervientes mañanas y de innúmeros seres
que cumplen, manifiestos, el esplendor que en todo les eleve
y les sobre, en su gran oleada y corriente divina.
En el XV, «Sucede que la gran población se conjunta de luz y vida»[5], luz, vida y fe son sinónimos, hay destinos nuevos («el destino desciende limpio sobre nosotros»); el poeta se recrea en la plasmación de todo ese mundo salido de la nada[6] y atrás quedan la noche y el dolor[7].
[1] José Luis Amadoz, El libro de la creación, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.
[2] De hecho, varios poemas, incluso el primero, empiezan con una conjunción y, que enlaza unos con otros y da continuidad al poemario (véanse los números X, XI, XIV, XVIII y XXVI).
[3] Termina así: «Ya el esplendente ser, de su noche devuelto, revuela hacia su nido».
[4] Destaco además la sinestesia «la brisa que verdea».
[5] Véase supra (poema X) «la estirpe milagrosa que diariamente nace del populoso ámbito», la «espesa población»; y en este poema XV, más abajo, «la multitud radiante».
[6] Nótese la anáfora de «Sucede que…»; se repite también a lo largo del poema la frase «cuesta creer».
[7] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
