Tres sonetos de Garcilaso de la Vega (I, V y VIII)

Dejando de lado sus coplas en octosílabos castellanos, tres son las secciones principales que podemos establecer en el conjunto de la producción lírica de Garcilaso de la Vega: el cancionero petrarquista, formado por treinta y ocho sonetos (más dos de atribución dudosa, incluidos en el manuscrito Gayangos) y cinco canciones; sus ensayos epistolares (dos elegías en tercetos y una epístola en versos sueltos); y, en fin, sus tres églogas. Pero es sobre todo en el corpus de los sonetos donde mejor podemos apreciar lo que Rafael Lapesa, en un estudio clásico (La trayectoria poética de Garcilaso, Madrid, Revista de Occidente, 1968), llamó la «trayectoria» o el aprendizaje poético garcilasiano.

Cubierta del libro La trayectoria poética de Garcilaso, de Lapesa

Hoy copiaré tres de sus sonetos más conocidos, con unas glosas mínimas a modo de comentario.

En el Soneto I, el yo lírico analiza su situación anímica, en un ejercicio de introspección que le lleva a conocer, a tener plena consciencia de que el amor le aboca a la muerte: «sé que me acabo» (v. 7), «Yo acabaré» (v. 9). El enamorado presiente, pues, la muerte, pero más que la propia muerte teme que con ella tenga fin su cuidado (palabra que, en el contexto de la poesía petrarquista, hay que entender en el estricto sentido de ‘preocupación amorosa’). Y, si su voluntad lo mata —argumenta—, más lo matará la de la bella e ingrata amada enemiga, a la que se ha entregado por completo (el sin arte del v. 9 quiere decir ‘sin malicia’), que no es parte suya, y que por eso mismo no tendrá con él piedad alguna:

Cuando me paro a contemplar mi ’stado
y a ver los pasos por dó me han traído,
hallo, según por do anduve perdido,
que a mayor mal pudiera haber llegado;

mas cuando del camino ’stó olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido;
sé que me acabo, y más he yo sentido
ver acabar comigo mi cuidado.

Yo acabaré, que me entregué sin arte
a quien sabrá perderme y acabarme
si quiere, y aun sabrá querello;

que pues mi voluntad puede matarme,
la suya, que no es tanto de mi parte,
pudiendo, ¿qué hará sino hacello?[1]

El Soneto V desarrolla un conocido motivo de raigambre neoplatónica: el del rostro (gesto) de la amada grabado (escrito) en el alma del amante. Y no es sólo que en su alma esté impreso el retrato de su enamorada (v. 1), sino que además está también allí todo cuanto va a escribir de ella, de forma que él tan sólo debe leerlo (vv. 2-4). El amante, con su inteligencia, no es capaz de aprehender toda la belleza y bondad de la amada («no cabe en mí cuanto en vos veo», v. 6), pero se fía ciegamente de ella, tiene fe («lo que no entiendo creo», v. 7; no olvidemos que las teorías amorosas vigentes desarrollan la idea de la religio amoris), una fe que, más que misterio religioso, es en este caso confianza plena en la superioridad del objeto amado. Los tercetos finales son, sin duda, espléndidos: la mujer amada es como un vestido (hábito) cortado a la medida del alma del amante quien, en una contradicción muy típica —el amor es una cosa y también la opuesta, el amor es siempre contrario de sí mismo…—, por ella vive y muere igualmente por ella:

Escrito ’stá en mi alma vuestro gesto
y cuanto yo escribir de vos deseo:
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de vivir, y por vos muero[2].

En fin, el Soneto VIII es una explicación del nacimiento del amor según las teorías neoplatónicas: de los ojos de la amada salen unos espíritus que, entrando por los ojos del enamorado, inflaman su corazón (llegan «hasta donde el mal se siente», v. 4). Pero, por desgracia, no existe correspondencia: los espíritus que salen de los ojos de él no encuentran entrada en los de la esquiva mujer objeto de su amor. Así pues, el texto pone de relieve la importancia de la vista, de la mirada, en el surgimiento del amor (motivo del que Lope se burlaría en su soneto «Dice cómo se engendra amor, hablando como filósofo», el que comienza «Espíritus sanguíneos vaporosos…», incluido en sus Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos):

De aquella vista pura y excelente
salen espirtus vivos y encendidos,
y siendo por mis ojos recebidos,
me pasan hasta donde el mal se siente;

éntranse en el camino fácilmente
por do los míos, de tal calor movidos,
salen fuera de mí como perdidos,
llamados d’aquel bien que ’stá presente.

Ausente, en la memoria la imagino;
mis espirtus, pensando que la vían,
se mueven y se encienden sin medida;

mas no hallando fácil el camino,
que los suyos entrando derretían,
revientan por salir do no hay salida[3].


[1] Cito por Garcilaso de la Vega, Poesías castellanas completas, ed. de Elias L. Rivers, 6.ª ed., Madrid, Castalia, 1989, p. 37; pero en el v. 11 edito «aun» en vez de «aún». Ver sobre este poema Nadine Ly, «La reescritura del soneto primero de Garcilaso», Criticón, 74, 1998, pp. 9-29.

[2] Garcilaso de la Vega, Poesías castellanas completas, ed. de Elias L. Rivers, p. 42; introduzco algunos retoques en la puntuación.

[3] Garcilaso de la Vega, Poesías castellanas completas, ed. de Elias L. Rivers, p. 44.

6 comentarios en “Tres sonetos de Garcilaso de la Vega (I, V y VIII)

  1. Pingback: Versionando a Garcilaso («Cuando me paro a contemplar mi estado») | Ínsula Barañaria

  2. Pingback: Tres sonetos más de Garcilaso (X, XIII y XV) | Ínsula Barañaria

  3. Pingback: Otros dos sonetos de Garcilaso comentados (XXIII y XXXVIII) | Ínsula Barañaria

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