Regionalismo y naturalismo en «Blancos y negros» (1898) de Arturo Campión

Tampoco puedo detenerme ahora en el comentario de las bellas descripciones del paisaje navarro que salpican las páginas de la novela[1] de Arturo Campión. El costumbrismo regional se aprecia con nitidez en el capítulo VI, «Maizachuriketa», dedicado a la festiva deshoja del maíz, amenizada por los cuentos del viejo Fralle, que es «costal de historias y relatos» (p. 274); y en las descripciones de los bailes al son del silbo y el tamboril o de las faenas agrícolas, como esta briosa evocación de la siega:

Cuadrillas de segadoras interrumpían el incesante cantar de las cigarras. Envueltas las cabezas por un paño blanco, que no dejaba al descubierto sino la frente, nariz y ojos, en mangas de camisa y con justillo o corsé y enaguas cortas, por el traje blanco y la piel morena parecían árabes. Baja la cabeza, doblada la cintura, recibía su cara el hálito abrasador de la tierra, más aún que el del aire, sofocante. Sus espaldas se recocían al sol, cual si las cubriese una plancha de acero candente desde la nuca a los riñones. Manchas de sudor, especialmente a lo largo de la columna vertebral y en los sobacos, jaspeaban la blancura del lienzo. El trigo iba cayendo; por las heredades serpeaban las hoces de plata entre los tallos de oro. De tanto en tanto, al amontonar los manojos de un haz, interrumpían las segadoras por breves instantes la faena, y sedientas como el caminante del desierto, vaciaban ávidamente medio cántaro, entornando por el placer los ojos bajo los resplandores del cielo. Y allá, a la tardecica, cuando Aralar y Urbasa unían sus aterciopeladas sombras con el broche diamantino del río, y el lucero enviaba sus primeros fulgores entre frescas bocanadas de cierzo, sobre el pandero de las cigarras, el crótalo de los grillos, el cuarreo de las ranas, el gemido del búho y la flauta cristalina del sapo, sobre todos los rumores, susurros y voces de la noche misteriosa y elocuente, resonaba el coro de las segadoras, celebrando la alegría de sus pechos con melancólicas canciones éuskaras, que parecían aumentar la serena majestad del crepúsculo (pp. 466-467).

Segadoras

Dos pasajes con clara influencia naturalista son el de la muerte de Martinico y el de la descripción de la enfermedad de doña María. El jorobado Martinico[2], «triplemente herido por la escrófula, el raquitismo y la miseria» (p. 324), muere como consecuencia de la brutal paliza que le propina el maestro por hablar vascuence (capítulo IX[3]), cuyos efectos —unidos a su mermada constitución física— hacen que su enfermedad degenere en una bronco-neumonía. Así se describe la casa donde vive con su abuela (alcoholizada y también con un horrible bocio[4]):

Cerca ya del anochecer entró doña María en una desvencijada casuca, cuya mayor parte era ruina cubierta de vegetación parietaria, la cual, lejos de vestirla y ennoblecerla como otras ruinas, semejaba horrenda lepra que le royese el grietoso frontis, cuyas paredes húmedas, cubiertas de manchones verduzcos, sobre todo en las combas de la fachada, provocaban el recuerdo de vientres exantematosos. El alero, de mucho vuelo, más agujereado que criba, con los salientes astillosos laciamente inclinados cual las orejas de animal rendido; el trozo de balcón que colgaba sobre la calle, rotos su antepecho y pasamano; sin marcos ni hojas las ventanas, a medio cerrar, con tablones carcomidos, los huecos; las vigas que asomaban las esponjosas cabezas por entre los dislocados ladrillos; los cachos de teja y montones de cascote esparcidos al pie de las paredes: el aspecto y los detalles todos de la casuca parecían vaticinar un derrumbamiento próximo, una súbita barredura, por medio del viento y la lluvia, de aquella inmunda vivienda, orillada en la charca negruzca de lóbrega callejuela, donde el fango hasta la canícula no se secaba (p. 361).

El deterioro de tan sórdida vivienda es trasunto del deterioro físico de sus moradores: la ruina física del edificio es símbolo de la ruina de los cuerpos. Con la misma técnica detallista, con morosa minuciosidad cuasi-científica y sin obviar la mención de aquellos aspectos más desagradables, se describe asimismo la enfermedad de doña María, aquejada de una lesión cardiaca que estalla violentamente tras la discusión con su desnaturalizada hija María Isabel (capítulo XV, «Sombras»). En fin, en la ceguera de la anciana Madalen de Ermitaldea podríamos ver también un símbolo de la turbia historia que oculta su pasado (ceguera física de los ojos / ceguera pasional del entendimiento)[5].


[1] Cito por Arturo Campión, Blancos y negros, en Obras completas, vol. IX, Pamplona, Mintzoa, 1983, pp. 171-469, pero restituyendo las grafías originales de la edición de 1898. Una edición más reciente es esta: Arturo Campión, Blancos y negros. Guerra en la paz, prólogo, edición y notas de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Ediciones y Libros / Fundación Diario de Navarra, 2002 (col. «Biblioteca Básica Navarra», 17).

[2] Véase su descripción en las pp. 227-228.

[3] Es el único momento en que Cuadrau aparece caracterizado positivamente; tras ser testigo del maltrato, da una ochena al muchacho para que no llore: «La compasión ennoblecía a sus ojos, de ordinario procaces, y en su voz ruda vibraba la nota tierna de la piedad» (p. 327).

[4] Véase su descripción en la p. 365.

[5] Para más detalles, remito a Carlos Mata Induráin, «“Chocarán el puchero y la olla”: conflictos sociales e ideológicos en Blancos y negros, de Arturo Campión», en Carmen Erro Gasca e Íñigo Mugueta Moreno (eds.), Grupos sociales en la historia de Navarra. Relaciones y derechos. Actas del V Congreso de Historia de Navarra (Pamplona, septiembre de 2002), Pamplona, Ediciones Eunate / Sociedad de Estudios Históricos de Navarra, 2002, vol. II, pp. 165-178.

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