Francisco Navarro Villoslada[1] ofrece en Amaya[2] una visión idílica de la vida en la escualerría (emplea esta variante de la expresión euskal-erria o ‘pueblo vasco’): es un territorio donde no se conoce el crimen ni la mentira: «No hay entre los vascos un traidor ni un desleal», dice Munio (p. 344). Por eso el asesinato de los dos ancianos de Goñi supondrá un acontecimiento inaudito y más al saberse que el asesino ha sido su propio hijo. Pelayo reconoce la sencillez patriarcal[3] de sus enemigos (pp. 283-284) cuando los visita en el valle de Goñi; ha acudido como enemigo, pero cambia su forma de pensar respecto a ellos en cuanto entra mínimamente en contacto con su forma de ser y de comportarse y observa personalmente su nobleza. Favila, que les había llamado «bárbaros» (p. 38), cambia de opinión tras escuchar las explicaciones de Amaya, y se convence de que son «gente pacífica que ningún mal nos haría si la dejásemos en paz» (p. 42).
Una de las notas más destacadas con que aparecen caracterizados los vascos es la de su «santa independencia», su «amor salvaje a la independencia», «su nunca domada independencia» (mito difundido por el fuerismo vasco), amparados en su baluarte de los Pirineos[4]. Dice Eudón: «Dominadores del mundo he conocido; dominadores de los vascos, no» (p. 352). Navarro Villoslada señala como prueba de ello en la «Introducción» la propia frase «Domuit vascones» que los cronistas atribuyen a todos los monarcas godos: si todos tuvieron la necesidad de sujetar a los vascos es que ninguno los logró domeñar por completo; de ahí que casi todos los reyes tuviesen que comenzar su reinado con una campaña en el norte (cfr. p. 10).
Es un pueblo aferrado a la tradición, tal como se ve de principio a fin de la novela; dice Ranimiro: «En el pueblo vasco no se extinguen nunca los recuerdos. Dejaría de existir esa raza si llegara a perder la tradición» (p. 39); y Amagoya: «En la casa de Aitor se conserva, como archivada, la ciencia y doctrina de nuestros mayores» (p. 638). Eso se refleja en el respeto a los mayores: «Ningún hijo de Aitor desobedece a sus padres» (p. 55); «Nosotros no somos nadie delante de la gente de más edad» (p. 207); «No hay nadie superior al padre entre los vascos» (p. 402). En cuanto a la religión, Navarro Villoslada se aleja un poco de la verdad histórica; en primer lugar, cuando afirma que los primitivos vascos fueron monoteístas (otro de los mitos de los fueristas); así se refleja en el mandato dado por Aitor a sus hijos y sucesores: «Creed en un solo Dios remunerador y obedeced a vuestros padres» (p. 217). O como dice García: «Hay un Dios en el cielo y un pueblo vasco en la tierra», a lo que responde Miguel: «Eso es. Dios para disponer y nuestro pueblo para ejecutar» (p. 254). Sin embargo, los modernos estudios de antropología como los de Caro Baroja señalan que los primitivos vascos fueron politeístas. Otro error o anacronismo consiste en imaginar cristianizados a todos los vascos en pleno siglo VIII (su cristianización fue varios siglos más tardía, y no se completó hasta el XIII o el XIV, especialmente en las zonas más inaccesibles del territorio). En algunos pasajes de la novela se habla de la antigua religión natural (pp. 47 y 209) y, particularmente, al describir las celebraciones de la noche del pleniliunio (pp. 212-213), con la sacerdotisa Amagoya, personaje que simboliza y encarna el pasado pagano de los vascos. Unamuno, quien dijo que Amaya fue una de las obras que le llenó de romanticismo el alma, cree que esta pintura de los vascos no es realista:
Y ahora pregunto yo: ¿qué idea se ha de formar del pueblo vascongado quien lo estudie, verbigracia, en las bellísimas pero poco reales creaciones del señor Navarro Villoslada, que en su Amaya presenta una sociedad de astrólogos vascongados, enemigos del cristianismo, y todo lo referente a aquella hermosa figura de Amagoya que, abigarradamente vestida, muere helada en una noche de plenilunio, en lo alto de una roca?[5]
[1] Para el autor y el conjunto de su obra, ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1995. Y para su contexto literario, mi trabajo «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.
[2] Cito por esta edición: Amaya o los vascos en el siglo VIII, San Sebastián, Ttarttalo Ediciones, 1991. Otra más reciente es: Amaya o los vascos en el siglo VIII, prólogo, edición y notas de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Ediciones y Libros / Fundación Diario de Navarra, 2002 (col. «Biblioteca Básica Navarra», 1 y 2), 2 vols.
[3] El patriarcalismo vasco está representado por las figuras de Miguel de Goñi (ver especialmente las pp. 105 y ss.) y Millán (en el episodio que protagoniza en las pp. 392 y ss.).
[4] Los vascos son «poco disimulados en los afectos, extremados en el odio y amor, generosísimos y confiados con quien respetaba sus tradiciones e independencia, y tan celosos de ellas al propio tiempo que, sin duda por el salvaje amor con que las guardaban, los autores árabes dicen que el pueblo vascón era como de bestias» (p. 293).
[5] Miguel de Unamuno, Obras completas, IV, Madrid, Escelicer, 1966, p. 169.