Vayamos ahora con la presentación de los personajes godos en Amaya[1]. Exceptuados los personajes principales (Ranimiro, Favila, Pelayo), nobles y generosos, Francisco Navarro Villoslada[2] pinta a los godos enervados por el lujo y la molicie; la rápida caída de su imperio se explica por la degradación a que había llegado aquella sociedad; a lo largo de toda la novela se va contrastando el lujo de los godos con la sencillez de los vascos (cfr. especialmente las pp. 291-292 y 294). Sin embargo, el autor se encarga de presentar a los godos como los unificadores de España, no tanto por la unidad territorial como por la religiosa, tal como explica Ranimiro a García:
¿Pero no veis que España no ha sido nación hasta que Recaredo la hizo toda católica? ¿Qué fue antes? Hormiguero de tribus, razas y pueblos; montón de piedras mal labradas, que no formaban muros ni edificios; pedazos sin zurcir, que no componían una vestimenta; y cuando eso no, vasta provincia del romano Imperio. Los godos mismos, ¿qué fuimos hasta Leovigildo, y sobre todo hasta Recaredo, sino súbditos del cetro de Occidente? España es España por los godos; España es pueblo independiente y libre por la fe católica. Perdidos los godos, perdida España, perdida en ella la religión, si vos no la salváis, García (p. 279).
La misma idea se expresa en el lamento por la pérdida de la España gótica entonado por Ranimiro, «el más godo de los godos»:
¡Adiós, reino visigodo, a quien tantos beneficios debe el mundo! ¡Bárbaros vinimos a la Iberia; pero menos bárbaros que los vándalos, suevos, hunos y alanos, a quienes dominamos, haciéndoles entrar en la civilización! Encontramos una España partida entre la verdad y la herejía, y dejamos un pueblo completamente iluminado con la luz de la fe. Tardamos en ser verdaderos reyes; pero hemos sido al fin los primeros monarcas españoles (p. 384).
Dejando aparte la discusión de si los godos eran españoles o no —pese a que Villoslada hable ya de España en su novela como de una entidad constituida, está claro que no nace como nación hasta siete siglos después—, uno de los principales defectos que se puede atribuir a Amaya es el hecho de que los personajes hagan gala de una conciencia histórica que, evidentemente, no podían tener; me refiero a que personajes como Ranimiro o García Jiménez son perfectamente conscientes de que están viviendo un momento de trascendental importancia histórica, no solo para el presente, sino para lo futuro (ver pp. 133, 234, 258), pues disponen de una visión casi profética —es, por supuesto, la del autor— de lo que sería la Reconquista.
[1] Cito por esta edición: Amaya o los vascos en el siglo VIII, San Sebastián, Ttarttalo Ediciones, 1991. Otra más reciente es: Amaya o los vascos en el siglo VIII, prólogo, edición y notas de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Ediciones y Libros / Fundación Diario de Navarra, 2002 (col. «Biblioteca Básica Navarra», 1 y 2), 2 vols.
[2] Para el autor y el conjunto de su obra, ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1995. Y para su contexto literario, mi trabajo «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.