Carlos llega a una ciudad donde va a pasar tres días en un hotel; quiere una habitación grande y fresca, pero solo está libre la del doctor Gaudencio Pestillas, que la tiene reservada[1]. Carlos finge conocerlo y afirma que no hay problema en que le den su habitación. Ya instalado, se bebe su vino y fuma varios de sus cigarros. Esa noche escucha los gritos de una mujer alojada en la habitación de al lado, que, víctima de sus vicios, sufre terribles pesadillas. Al día siguiente Carlos habla con Jerónima, una muchacha de su pueblo que trabaja en el hotel, quien le informa de que se trata de una mujer perdida, que bebe y viste indecentemente, aunque no en el hotel. Él cree que tiene algo de bueno, porque, al menos, se oyen sus lamentos; al día siguiente la ve en el comedor; es una joven de treinta años, pero está ajada por los vicios, circunstancia que sirve para introducir la correspondiente dosis moralizante:
Parece mentira que haya personas que empleen y destruyan de modo tan inicuo los dones preciosos de salud y belleza que Dios concede, y se reduzcan a sí mismos a una despreciable miseria (p. 111).
Al marcharse, Carlos da una propina al encargado para que no se entere Pestillas de que ha ocupado su habitación, porque no le conoce de nada. Jerónima manda con Carlos cincuenta duros y un paquete de ropas a su familia (hecho que sirve para elogiar los «santos afectos» de la familia). Carlos regresa al hotel unos meses después y le cuentan que Tina murió, completamente sola, en su habitación. El doctor Pestillas, que encontró el cadáver con el rostro desencajado, explica que Tina sufrió una crisis al corazón: los viciosos llegan a este «suicidio moral y físico» (p. 121); las luchas interiores les hacen parecer siempre mucho más viejos de lo que son: Tina, al morir, parecía que tenía sesenta años. Además —se insiste— falleció sin auxilio de nadie, sufriendo padecimientos terribles, porque a los libertinos se les aviva la sensibilidad y su agonía se convierte en una cruel tortura; y no solo se hacen daño a sí mismos, sino también a la sociedad. El relato termina con el concluyente comentario de Carlos: «La verdad es que la vida licenciosa, con sus anejos y derivados, por cualquier lado que se mire constituye un mal negocio y una detestable carrera» (p. 124)[2].
[1] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.
[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «La producción narrativa de Mariano Arrasate», Príncipe de Viana, año LIX, núm. 214, mayo-agosto de 1998, pp. 549-570.
