Más que la lucha, lo que aparece reflejado en la novela de Rafael García Serrano[1] es el entramado político que explica las razones de quienes fueron a ella en las escuadras de Falange: «La guerra —opina Antonio Valencia— no se ve mucho: unas estampas del avance navarro, una patrulla en la frontera, unas acciones del batallón de Ramón […]. Pero si no se ve mucho la guerra, se ven los hombres que hacían la guerra hechos borbotón de ideología, discutiendo y rehaciendo todo lo divino y humano»[2]. La guerra está concebida, desde el punto de vista ideológico, como instrumento de convicción[3]. El narrador se refiere al día del Alzamiento como «la mañana en que los españoles decidimos aceptar los tiros como estupenda dialéctica» (p. 68). Estas otras palabras son también muy reveladoras:
Por las cunetas se veía a los falangistas, en hilera, avanzar. Sin darnos cuenta nos quedamos inmóviles mirándolos: todavía no nos acostumbrábamos a ver camaradas con fusil, combatiendo por los campos, fecundando a tiros la Patria. En quince días habíamos pasado de la clandestinidad a la intemperie, de la sorda lucha contra el estado a ser otro Estado, ofensivo, con sus tropas, sus códigos sin escribir, su justicia elemental; de estar fuera de la ley a imponer nuestra ley a tiro limpio. Era hermoso y costaba trabajo creerlo; pero allá estaba la guerra, la más real de las realidades, diciéndonos que sí, que aquello era una verdad ganada a puños (p. 19).
La apología del uso de las armas —o, como dijera José Antonio, «la dialéctica de los puños y las pistolas»— va unida al desprecio de las instituciones democráticas: el sufragio, los partidos políticos, el juego parlamentario, como se aprecia en estas dos citas:
Hace unos meses —cuatro meses contados día por día, noche por noche, asalto por asalto— creíamos haberle dado una patada en las posaderas a un mundo viejo. En sus amplias posaderas de congresista podrido, asqueroso, eternamente sentado. Nuestra intención era fecundar la Patria con la pólvora violenta del Alzamiento y que naciese otro mundo distinto (p. 94).
La guerra devolvía a las gentes hispanas aquel temple antiguo que no llegaron a perder por completo ni con la sucia costumbre de salvar la Patria a papeletazos. Juego de idiotas el sufragio, juego de idiotas este de aguaitar, esperando la muerte, a cara o cruz de la buenaventura (p. 168).
Algunos de los jóvenes falangistas que aparecen en la novela se consideran seres superiores, con un vitalismo que raya en lo nietzscheano: con un arma en las manos y un enemigo delante se consideran más que semidioses. El ejemplo más evidente es el de Ramón, que considera que el mundo sólo es de los más fuertes y se cree «un elegido entre muchos». Suyas son estas palabras:
Nosotros somos superiores a los que nos precedieron porque ellos decían diputado, correligionario y descanso y nosotros decimos capitán, camarada y maniobra. Ellos decían estúpido fanatismo y nosotros fe. Ellos, yo, nosotros, nosotros […]. Nosotros bandera y ellos antorcha, nosotros guardia y ellos incomodidad, nosotros camisa y ellos levita. Ellos rey o roque y nosotros Patria. Ellos cantaban seguidillas canallas los ratos alegres y nosotros marchas. Da gusto sentirse superior (p. 151).
En la primera parte de la novela se describen algunas escenas bélicas correspondientes a los primeros días de la contienda; entonces la lucha estaba vista por estos muchachos casi como un juego o un pasatiempo, y así escribe Miguel: «Recorríamos España en alegre turismo armado» (p. 45). Poco después añade: «La guerra se nos mostraba en deporte, con buen sol, con buen aroma, con buen campo; de no estar preocupados por esa enorme obsesión que era el obedecer, seguro que nos hubiésemos parado a aplaudirnos; tal orgullo nacía de nuestra conducta» (p. 58). Los soldados creen que los combates no se prolongarán demasiado: «Los primeros días de una guerra son los mejores, porque se piensa cada anochecer que la guerra acaba al día siguiente» (p. 52). La victoria está cercana: todo consiste en tomar Madrid, lo que se hará muy pronto. Sin embargo, la capital resistió y de esta circunstancia se hará eco Miguel (cfr. p. 68).
Hay que mencionar también el carácter de guerra santa —Cruzada de Liberación— contra los nuevos infieles que tuvo la lucha para el bando nacional: es un deber religioso combatir la impiedad y el ateísmo achacados a los contrarios; para hacer frente a los nuevos enemigos de Cristo es lícito el empleo de la fuerza: «a tiros eres un perfecto misionero», se lee en la p. 81. Un sacerdote dice a los soldados después de confesarlos: «Los que vais a morir en defensa de la Patria lo hacéis en el Santo Nombre de Dios Padre» (p. 29). Las ideas de Religión y de Patria van, pues, unidas: «La Patria nos une en el inexorable camino de Dios». Ahora bien, esto no quita para que a veces el patriotismo se anteponga al sentimiento religioso; así de contundente se muestra Mario: «Lo primero, España. Y sobre España ni Dios» (p. 82). El sentimiento religioso acompaña siempre a los jóvenes protagonistas de La fiel infantería, que rezan, se confiesan, comulgan y mueren con alguna palabra piadosa en los labios[4].
[1] Cito por Rafael García Serrano, La fiel infantería, Barcelona, Planeta, 1980 (3.ª edición en Colección Fábula).
[2] Antonio Valencia, «Prólogo» a Rafael García Serrano, La guerra, Madrid, Fermín Uriarte, 1964, p. 17.
[3] Según José Luis Ponce de León, La novela española de la guerra civil, Madrid, Ínsula, 1971, p. 130, la novela «constituye un canto a la fuerza como argumento dialéctico». Como señala José Luis Martín Nogales, este «militarismo literario» contrasta con la escasa participación del autor en acciones bélicas (Cincuenta años de novela española (1936-1986). Escritores navarros, Barcelona, PPU, 1989, p. 97).
[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «La guerra civil y la ideología falangista en La fiel infantería, de Rafael García Serrano», Anthropos, núm. 148, septiembre de 1993, pp. 83-87.