El retrato de don Mario de Ugarte en «Blancos y negros» (1898) de Arturo Campión (1)

BlancosyNegros_TtarttaloEn la novela de Arturo Campión, la primera alusión a don Mario se produce en un diálogo entre el cacique liberal don Juan Miguel Osambela y el indiano don Santiago Gastaminza; el primero, al verlo pasar por la calle, lo califica despectivamente con el término señorón, en tanto que el narrador predica de él que es «un joven de arrogante aspecto […] a quien los aldeanos cedían la acera, saludándole respetuosamente» (p. 195)[1]. Este respeto que los campesinos sienten por el linaje de Ugarte —respeto que va acompañado de cariño sincero— será una de las notas repetidas a lo largo de la novela. Don Santiago, por su parte, es quien hace notar la pobreza que acecha a la familia, al comentar que a don Mario se lo comen las ratas. La distancia que separa a Osambelas y Ugartes —y la inquina de Juan Miguel contra el linaje hidalgo— se pone de manifiesto en el capítulo III, cuando su hija Robustiana le explica el proyecto de boda entre su hermano Perico y doña María Isabel de Ugarte, hermana de don Mario. En primera instancia, la idea aparece completamente disparatada a los ojos de Osambela, precisamente por la distancia que separa a las dos familias (comienza aquí el empleo de esa técnica de contraste o polarización, que seguirá utilizando el autor a lo largo de toda la novela):

—¡Badajo! ¿Has olvidado quiénes son los Ugartes, o qué? ¿Ignoras que son hidalguillos raídos, aristócratas ratonados, con más fachenda, pretensiones y orgullo de sangre azul y armas parlantes que deudas, que es cuanto hay que decir? ¿Olvidas que esa damisela es prima de condes, sobrina de marqueses, tía de duques, descendiente por línea recta y no interrumpida del mismísimo sobaco de Cristo? ¿Que es hija de doña María de Axpe-Salazar, descendiente, por lo menos, del gran Tamerlán? ¿Que esa maldita bruja tiene más humo en la cabeza que todos los bizcaínos, sus paisanos, juntos? ¿Que esa familia ugarteña es más antigua que la sarna y más limpia que el sol? ¿Que era casa armera y del brazo militar, ricos-hombres en Nabarra —¡más les valdría ser hombres ricos!—, infanzones en Bizcaya, de los parientes mayores en Guipúzcoa, obispos en Roma y calamidad en todas partes? ¿Que tienen sobre la puerta un escudo con más fieras y animalazos que muchú Bidel? ¿Se te ha ido de la sesera que Perico es hijo de Juan Miguel de Osambela, notario y villano por los cuatro abolorios, nieto de Lucas y bisnieto de Chaparro, el más insigne esquilador de toda esta barranca? ¿Que sus abuelas paterna y materna eran labradorazas de tomo y lomo, más cerriles, si cabe, que las de ahora, layaterruños y rascaboñigas? ¿Que si miran a nuestro linaje no encuentran asa señoril por donde agarrarnos? ¿Que don Mario es un carlistón fanático y yo un gran liberal? (pp. 218-219).

Como vemos, al resentimiento por la diferencia de clase se une en Juan Miguel Osambela la animadversión derivada de la militancia en bandos políticos irreconciliables. Sin embargo, los Ugartes están arruinados y tienen sus bienes hipotecados en 15.000 duros a don Juan Leoz. Este, un buen amigo de la familia, nunca hubiese cedido la hipoteca a una tercera persona; pero Leoz ha fallecido recientemente y a su hermano don Timoteo, que está entrampado, no resultará complicado comprarle la hipoteca. El maquiavélico plan de venganza ideado por Robustiana inmediatamente encandila a su padre: acuciados por la deuda, los orgullosos Ugartes habrán de acceder a la desigual boda. El narrador, adoptando aquí el punto de vista de Osambela (estilo indirecto libre), glosa así el plan maquinado:

¡Dónde mayor venganza, ni más completa y sonada, que injertar en el noble cedro del Líbano un tosco chaparro! Lograrlo por la fuerza y violencia, bien vistas las cosas, era recibir nuevos desaires. El precioso mueble se había de abrir con su llave propia. Descerrajarlo de un puñetazo, era confesarse ladrón de él: ¡hazaña digna de rufianes, en resumidas cuentas! ¡Pero contemplarse aceptado, ya que las circunstancias lo imponían, por el predominio de la razón sobre el sentimiento, aunque fuese a regañadientes, de igual modo que el enfermo consiente una amputación para no morirse, ¡qué triunfo, qué gloria, qué encumbramiento! ¡Cuánta consideración personal le tocaría a él, que en mil diversas ocasiones, a pesar de su dinero e influjo, había tenido envidia a la mayor veneración, al más cumplido afecto y al menos temeroso respeto que las gentes del país profesaban a los Ugartes, con quienes estaban unidos por esos invisibles lazos que la historia anuda silenciosamente! (p. 223).

En las líneas siguientes, se añaden nuevos datos que explicitan todo lo que separa a las dos familias, representante una de la tradición y otra de la modernidad:

Don Juan Miguel era «el escribano»; su familia «los del escribano»; don Mario era «el señor» (jauna); las personas de su casa «los del señor» (jaunenak). ¿Y cómo no, si todo hablaba a las gentes de la comarca de los Ugartes, y nada de los Osambelas? El puente de soberbia fábrica, tendido sobre el Arakil a costa de los antecesores de don Mario; la ruina de la torre, vestida de yedra y musgo, a cuyo amparo los progenitores de don Mario, allá en tiempos de Mari Castaña, rechazaban las incursiones de los guipuzcoanos, que se derramaban por el valle, saqueando y talando, desde las gargantas de Elkorre; la inscripción de la iglesia, reconstruida, así como dos manzanas de casas que formaban la calle denominada Eliza-kalea, con dinero de los abuelos de don Mario, después del voraz incendio del año 1604. Los Ugartes eran patronos de la iglesia, y el cabeza de la familia todavía se sentaba, durante las ceremonias religiosas, en puesto preferente, ocupando el majestuoso banco de roble tallado, con las armas de la casa y de la villa entrelazadas, aunque cuando asistía de oficio la corporación municipal, por cortesía dejaba el asiento al alcalde. Durante siglos y siglos los Ugartes fueron los cabos, los conductores, los guiones, el ejemplo, el sostén de aquellos montañeses, cuyas vidas y haciendas mil veces defendieron, de cuyas aspiraciones mil veces fueron portavoz y enseña. Ni aun la época moderna, letal para las tradiciones, había conseguido romper las que unían a esa familia con sus conterráneos, pues siempre los corazones de éstos y aquélla al unísono latieron. Ugartes fueron los capitanes del valle en la guerra contra la República francesa, y en la de la Independencia y en la de los realistas del año 22 y en las civiles de 1833 y 1872, y junta corrió su sangre, vertida por el plomo francés y el liberal. Los Ugartes eran el bosque centenario; los Osambelas el hongo efímero sin raíces, que nace de la corrupción de la tierra. Representaban éstos, en vez de servicios históricos, la improvisación social, los caprichos del acaso, la inmoralidad del éxito, la conquista de la influencia por medios ilícitos y mantenida por procedimientos torpes y artimañas repugnantes, el endiosamiento plebeyo, el poder envilecedor del dinero (pp. 223-224)[2].


[1] Cito por Arturo Campión, Blancos y negros, en Obras completas, vol. IX, Pamplona, Mintzoa, 1983, pp. 171-469, pero restituyendo las grafías originales de la edición de 1898. Una edición más reciente es esta: Arturo Campión, Blancos y negros. Guerra en la paz, prólogo, edición y notas de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Ediciones y Libros / Fundación Diario de Navarra, 2002 (col. «Biblioteca Básica Navarra», 17).

[2] Para más detalles, remito a Carlos Mata Induráin, «“Chocarán el puchero y la olla”: conflictos sociales e ideológicos en Blancos y negros, de Arturo Campión», en Carmen Erro Gasca e Íñigo Mugueta Moreno (eds.), Grupos sociales en la historia de Navarra. Relaciones y derechos. Actas del V Congreso de Historia de Navarra (Pamplona, septiembre de 2002), Pamplona, Ediciones Eunate / Sociedad de Estudios Históricos de Navarra, 2002, vol. II, pp. 165-178.

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