En el caso de la novela que ahora me ocupa[1] tenemos a un Cervantes espadachín, pendenciero y reñidor, galán y enamoradizo, que acabará loco y enfermo de amor, consumido por unas ardientes fiebres derivadas de la pasión que siente por doña Guiomar. Ciertamente, la obra de Manuel Fernández y González bien podría ser calificada de novela ígnea, pues todo son llamas, volcanes y fuegos diversos en los que abrasarse, consumirse y, casi, terminar pereciendo de amor. Por ejemplo, en el capítulo VIII, leemos que «íbase embraveciendo Miguel, y crecía tanto en su pecho su amorosa llama, que harto claros indicios de ello daban la brava y siniestra mirada de sus ojos, y el ardoroso aliento que de su pecho salía» (p. 98). Y así, por el estilo, en muchos otros lugares.
Antes, en el capítulo III, titulado «De cómo, sin esperarlo, hallose la hermosa viuda con aquel su amor que tan acongojada la tenía», se nos había mostrado a doña Guiomar enamorada, primero preocupada por las cuchilladas que se sentían fuera de su casa, y luego hablando apasionadamente con el enamorado galán que la ronda. Veamos esta descripción de la dama:
Saliose Florela, y doña Guiomar fue a sentarse a su tocador, y contemplose al espejo, y hallose más hermosa que nunca; que el amor hace hermosos aun a los ojos feos, y a los hermosos los sublima, haciendo de ellos un cielo; y un cielo veía en sus ojos doña Guiomar, porque en el amor que en sus ojos hallaba, la parecía como que veía la imagen de aquel por quien el amor acongojaba su alma; y la sucedía que cuanto más se contemplaba, más la parecía ver en sus ojos la fugitiva sombra de su deseo; y a tal llegó su amorosa ilusión, que creyó que no en sus ojos, sino detrás de ella, sobre las rubias trenzas de sus cabellos, aparecía la imagen de su anhelado, mirándola ansioso, copiado por el espejo, y como si detrás de ella hubiese estado de rodillas. Pareciola asimismo que una mano trémula asía una mano suya que pendía descuidada, y que en ella unos labios ardientes posaban un amoroso beso (pp. 32-33).
Ocurre, en efecto, que su anónimo rondador ha logrado entrar en la casa huyendo de la riña y ahora, al encontrarla, le besa la mano y se dirige a ella con estas palabras:
—Hermosa señora —dijo levantándose aquel hombre—, no mi voluntad, sino los no sé si para mí crueles o propicios hados son los que, cuando yo pensaba solo en libertarme de ser preso, aquí me han traído, para que postrado a vuestros pies pueda deciros que vos sois mi vida, sin la cual vivir no puedo, ni quiero; y que si en vos no hallo esperanza a mi pena, alivio a mi enfermedad, alegría a mi tristeza, luz a mis ojos, a mi pecho aliento y gloria a mi deseo, por condenado me doy y sin vislumbre de redención que me salve (p. 34).
Este es otro ejemplo de los dulces coloquios que mantienen ambos:
—¿Y quién os ha dicho —exclamó ella— que yo os amo, ni en amaros piense, ni para vos me haya criado, ni al cabo la dureza mía para el amor por vos se haya deshecho?
—Dícenmelo —respondió él— vuestros divinos ojos, que en vano de mí se apartan para no verme, porque con más afición y más encendidos rayos de amor, ¿qué digo?, de gloria, a mirarme tornan; dícemelo vuestro hermoso seno, que los amantes latidos de vuestro corazón mueven; dícemelo vuestra voz enamorada, que en vano pretende remedar al enojo; dícemelo, en fin, mi deseo, señora mía, porque si vos no me amarais, tormento insoportable sería para mí la desesperada memoria de vuestra adorada imagen, muerte mi vida, infierno mi esperanza (pp. 47-48).
Y aunque el avisado lector podría imaginar de quién se trata, no es hasta el capítulo IV, «En que se sabe quién era el incógnito amante de doña Guiomar», cuando averiguamos que ese valiente y constante enamorado que ronda con músicas a la bella viuda indiana es Cervantes, que se presenta a sí mismo con estas palabras:
—De buenos y honrados padres vengo, señora —respondió él—; hidalgo soy; Alcalá es mi patria; cursé en las aulas de su famosa universidad; tirome la afición a las armas, y muy más el amor a las letras; soldado soy, y a poeta aspiro por mi desgracia, porque la poesía es sueño que devora el alma y la finge lo que no existe, y en los espacios imaginarios la pierde: Miguel de Cervantes Saavedra me llamo, y vuestro esclavo soy.
—¿Miguel de Cervantes Saavedra sois vos? —exclamó con encarecimiento doña Guiomar—; pues por ahí andan en unos papeles impresos los versos que se recitan en casa de Arquijo [sic] por todos los buenos ingenios de Sevilla, y entre ellos haylos, y no de los peores, que según el papel han sido compuestos por vos.
—Si yo hubiera podido creer —dijo Cervantes— que los pobres versos míos habían de llegar a tan hermosas manos, puede ser bien que el deseo de contentaros hubiera sido inspiración que los hiciese dignos de Píndaro; ¿pero qué poesía queréis que haya sin amor, y cuando solo se escribe para ejercitar el ingenio?
—¿Y sin amor vivíais cuando esos versos compusisteis? Pues o no me amáis como decís, o me amáis desde muy poco tiempo, que ha ocho días se vendía el papel nuevo, y versos vuestros había en él (pp. 49-50).
Como vemos, Cervantes se muestra apasionado, y confiesa galante que prefiere el amor de ella al propio laurel de Apolo:
—Enjugáraos yo, hermosa señora mía, esas lágrimas que por vuestras alabastrinas mejillas corren con mis labios, si tan bienaventurado fuera que ya me llamara vuestro esposo; y tal procuraría que fuese para vos mi amor, que no lágrimas de amargura, sino de contento del alma enamorada vertieseis, si es que mi amor podía enamoraros, cosa en la que no espero, porque si la esperara, ya en la sola esperanza encontraría la ventura milagrosa de este amor que por vos me abrasa las entrañas, y es mi vida en mi muerte y mi contento en mi tristeza (pp. 54-55).
Esto sucede ya en el capítulo V, «En que doña Guiomar comienza a contar su historia a Miguel de Cervantes». Asistimos ahora, casi, a una escena propia de un libro de caballerías, con Cervantes asimilado, de alguna manera, a un caballero andante protector de mujeres desvalidas, esto es, parangonable con su futura creación, don Quijote:
—No digo yo —respondió Miguel de Cervantes— por el temor de un viejo, que tal debe serlo quien, teniendo vos veintidós años, pretendió a vuestra madre antes que vos nacierais, sino por el de todos los trasgos, gigantes, enanos y vestiglos de los libros de caballería, y aun por el de los doce de la Tabla Redonda que vinieran a reñiros con toda la cohorte de magos y de encantadores que en los tales libros se nombran, dejara yo de venir a daros música y a hablar con vos, si era que vos me concedíais esta merced venturosa (pp. 57-58)[2].
Y en esta línea continúa el relato de Fernández y González, que nos muestra a un Cervantes galante y enamorado, pero también pendenciero, aficionado a las bravatas y presto a las riñas, que es un soldado pobre, pero al mismo tiempo un escritor que asiste, ahí en Sevilla, a la tertulia literaria de Juan de Arguijo, etc. No parece necesario seguir acumulando más ejemplos y citas similares…[3]
[1] Todas las citas de El manco de Lepanto son por esta edición de 1874: Manuel Fernández y González, El manco de Lepanto. Episodio de la vida del Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra, por don…, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Muñoz y Reig, 1874.
[2] Y en otro pasaje, en diálogo ahora con Margarita, se dirige a ella de esta caballeresca manera: «—Aunque yo no tuviera más valor que el que el encanto de vuestra hermosura y el amor que me mostráis me infunden, dígoos que no ya ese capitán que de tal modo os espanta, sino el mismísimo Orlando con toda una cohorte de encantadores y vestiglos, no bastaría para contrarrestar el poder de mi brazo, que vengada ha de haceros, mal que le pese al brío y a la fama de vuestro enemigo; y tened más confianza en el aliento de quien bien os ama, y no tembléis ni empalidezcáis, mi dulce señora, que en verdad os digo que para vos y para mí han empezado ya días más bonancibles de amor, de ventura y de esperanza. Y en esto no porfiemos, porque ved que yo no he de dejaros por todos los hombres del mundo, así sean gigantones de los que por los libros de caballería se encuentran , y que si no os dejo, él sobre mí vendrá y provocarame, y en trance me pondrá de que yo le ponga de manera que más mal que el que ha hecho no pueda hacer a nadie en este mundo; y otrosí, señora mía, que a doña Guiomar tengo prometido castigar a ese su contumaz y peligroso contrario» (pp. 183-184).
[3] Para el análisis completo de la novela remito a Carlos Mata Induráin, «Cervantes a lo folletinesco: El manco de Lepanto (1874) de Manuel Fernández y González», en Carlos Mata Induráin (ed.), Recreaciones quijotescas y cervantinas en la narrativa, Pamplona, Eunsa, 2013, pp. 167-193.