Como decía en entradas anteriores, lo histórico hay que buscarlo en esta novela[1] en la descripción de la época, sobre todo en el enfrentamiento de cuatro pueblos distintos, vascos y godos, judíos y musulmanes. Si en las dos primeras novelas de Francisco Navarro Villoslada[2], Doña Blanca de Navarra (1847) y Doña Urraca de Castilla (1849), encontrábamos guerras civiles, enfrentamientos entre bandos, en Amaya tenemos enfrentamientos entre pueblos, siendo el más importante el que ha separado durante tres siglos, en una lucha encarnizada, a vascos y a godos (no lo inventa Navarro Villoslada: para los reyes godos fueron un problema endémico los continuos alzamientos de los vascones y otros pueblos de la cordillera cantábrica, nunca sujetados del todo). Uno de los personajes, Ranimiro, habla del «hormiguero de guerras intestinas» en que se encuentran (p. 34). Esta lucha también puede considerarse, en cierto modo — y siguiendo el pensamiento de Navarro Villoslada— como una guerra civil (cfr. la p. 612) porque tanto godos como vascos son cristianos y españoles. Las posibilidades de unión parecen escasas, al principio: «Hoy, la luz y las tinieblas podrán antes unirse y amalgamarse que godos y vascos», dice Ranimiro (p. 43); más adelante insiste en que antes que estos dos pueblos harán las paces los lobos y los corderos. Sin embargo, las circunstancias harán cambiar la situación; la presencia del enemigo común actuará como revulsivo y servirá para que ambos pueblos se den la mano en defensa de la Cruz. El matrimonio de García y Amaya será el símbolo que marque el camino de la reconciliación.
Veamos ahora cómo retrata Villoslada a cada uno de estos pueblos, empezando por los vascos (vascones), que cuentan con toda la simpatía del autor[3]. Su carácter se resume en las primeras líneas de la «Introducción» de la novela:
Los aborígenes del Pirineo occidental donde anidan todavía con su primitivo idioma y costumbres […] no han sido nunca ni conquistadores ni verdaderamente conquistados. Afables y sencillos, aunque celosos de su independencia, no podían carecer de esa virtud característica de las tribus patriarcales llamada hospitalidad. Tenían en grande estima lo castizo, en horror lo impuro, en menosprecio lo degenerado; pero se apropiaban lo bueno de los extraños, procuraban vivir en paz con los vecinos, y unirse a ellos, más que por vínculos de sangre, con alianzas y amistad (p. 9).
A lo largo de la novela se caracteriza al vasco como un pueblo sencillo, «escogido por Dios para muestra perdurable de pueblos primitivos»; los vascos tienen una misión providencial que cumplir —el providencialismo es un concepto que no se puede olvidar al hablar de las novelas de Villoslada—, una tarea que les ha sido especialmente encomendada por Dios: la de defender su independencia y la independencia de España; de ahí que sean agresivos cuando se les molesta, pero pacíficos cuando se les deja en paz (ver, por ejemplo, pp. 95 y 130; Pelayo, en la p. 302, reconoce expresivamente: «Como enemigos, leones; pero corderos como amigos»). Es un pueblo lleno de virtudes: valor, honor, lealtad, constancia, justicia («Antes que la escualerría están la justicia y la verdad», dice Teodosio, p. 187); reciamente aferrados a sus costumbres, rudos y bravos, los vascos aman la libertad (cfr. pp. 10-11, 15, 38…), pero tienen que vivir día y noche con las armas al alcance de la mano. Separados del resto de Europa por el idioma y las costumbres, les une a otros pueblos la religión cristiana (pp. 527-528). Siguiendo las enseñanzas de su antiguo patriarca Aitor, han permanecido junto a sus montañas pirenaicas, porque saben que la riqueza corrompe; prefieren vivir pobres, pero libres, en sus abruptos valles a vivir ricos, pero esclavos, en las fértiles llanuras que tienen cerca[4]. Como dice Ranimiro, «la patria de los vascos son los Pirineos» (p. 258), montes que han sido por siglos el baluarte de su independencia (pp. 204 y 357).
Además de indómitos, los vascos son altivos, como lo demuestran estas frases pronunciadas por García: «Nosotros sabemos morir, pero no aceptar humillación ni infamia» (p. 249); «No han de faltarnos campos en Vasconia para enterrar a los godos» (p. 285). Tradicionalmente han venido funcionando siempre de forma colectiva, como pueblo unido, sin personalismos, hasta el punto de que apenas se recuerdan los nombres de sus principales caudillos primitivos. Pero ha llegado un momento en que ven la necesidad de contar con una cabeza única, con un rey (pp. 54, 190, 111-113, 133, 357, 389, 529-530, 541).
[1] Cito por esta edición: Amaya o los vascos en el siglo VIII, San Sebastián, Ttarttalo Ediciones, 1991. Otra más reciente es: Amaya o los vascos en el siglo VIII, prólogo, edición y notas de Carlos Mata Induráin, Pamplona, Ediciones y Libros / Fundación Diario de Navarra, 2002 (col. «Biblioteca Básica Navarra», 1 y 2), 2 vols.
[2] Para el autor y el conjunto de su obra, ver Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1995. Y para su contexto literario, mi trabajo «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.
[3] Ya desde la «Introducción», al referirse a la guerra que durante tres siglos mantuvieron godos y vascos: «¡Qué sublime espectáculo, sin par tal vez en los anales del mundo, ofrece esa tenaz y desesperada resistencia del débil contra el fuerte, coronada al fin con la victoria del poseedor pacífico y honrado contra el injusto agresor!» (p. 12).
[4] Recordemos que esta misma idea la exponía también Navarro Villoslada en su artículo «La mujer de Navarra».