Clasificación de la novela histórica romántica española según el personaje y el universo novelescos

Existen distintos criterios para agrupar todas las novelas que forman el amplio corpus de la novela histórica romántica española: según la época en que sitúen la acción, según los temas que traten, según la procedencia regional de sus autores, según la forma de publicación y según sean el personaje y el universo novelescos[1]. Abordaré hoy este último criterio.

Ferreras[2] clasifica la producción de novela histórica española de los años 1830-1870 en tres tendencias, según sean el personaje y el universo novelesco: la novela histórica de origen romántico, la novela histórica de aventuras y la novela de aventuras históricas[3]. Esta clasificación responde también a un criterio de “espesor” histórico, pues la segunda viene a ser una degeneración respecto de la primera en lo referente a la documentación histórica y a la verosimilitud, y la tercera, a su vez, supone un nuevo empobrecimiento en este sentido. La tradicional clasificación establecida por la crítica en dos generaciones (una hasta los años 40, con López Soler, Larra, Espronceda, Vayo, Gil y Carrasco…, y otra posterior, que incluiría a Fernández y González, Escalante, Cánovas, Navarro Villoslada, etc.) no es del todo inexacta pero, como señala el propio Ferreras, siempre es arriesgado hablar de generaciones literarias, además de que existen autores que pueden producir novelas en las tres tendencias citadas. En este sentido, su clasificación me parece bastante acertada. Detengámonos, pues, un momento en la consideración de cada uno de sus tipos:

1) Novela histórica de origen romántico[4]

Esta tendencia «se caracteriza por la materialización de la ruptura insalvable de un protagonista héroe romántico y el universo»[5], que pueden ser trasunto del autor y de la sociedad del autor, respectivamente. Este héroe solitario, enfrentado con el mundo en el que vive, rara vez haya solución a sus problemas personales, viendo frustrados sus deseos y expectativas, de tal forma que suele verse abocado a un destino fatal de desesperación que le conduce a la huida del mundo o acaso a una muerte violenta (los mejores ejemplos son Álvaro en El señor de Bembibre, y Macías en El doncel de don Enrique el Doliente). Los protagonistas suelen ser personajes inventados, en tanto que las figuras históricas importantes no ocupan un lugar relevante. Por lo que toca a la ambientación histórica, existe una preocupación seria por la documentación y aunque no es la reconstrucción de la época en que sitúan su novela lo que más interesa a estos autores (con la notable excepción de Martínez de la Rosa en su Doña Isabel de Solís), sí que ofrecen minuciosas descripciones de armas, vestidos, usos y costumbres.

Empieza a aparecer este tipo de novela entre 1823 y 1830, si bien no se desarrolla plenamente hasta la década siguiente (su triunfo coincide de forma aproximada con el del Romanticismo en España), para continuar cultivándose también entre 1840 y 1850. Ya señalé en otra ocasión, al establecer las etapas de la novela histórica, el abandono momentáneo del género entre 1838 y 1844, dejando aparte el año 40, que sí produce varios títulos; viene después la fecha importante de 1844, con la aparición de la obra de Gil y Carrasco, que constituye otro hito en el desarrollo del género (el primero, el cenit de esta novela, fue en 1834-1835), pero que marca también el principio del fin de la novela histórica de origen romántico; la decadencia comienza, pues, aproximadamente en 1845, viniendo a coincidir con la aparición en ese año de La mancha de sangre, primera novela de Fernández y González[6], y con la decadencia del movimiento romántico español.

Los_poetas_contemporáneos

En definitiva, esta tendencia es la primera, no solo en el tiempo, sino también por la importancia de sus autores: López Soler, Trueba y Cossío, Vayo, Escosura, Cortada y Sala, Larra, Espronceda, García de Villalta, Martínez de la Rosa, Eugenio de Ochoa, Gil y Carrasco o Navarro Villoslada[7], que escriben en estos años las mejores novelas de todo el género (tras un primer momento de imitaciones, muy pronto llegan las obras originales españolas, desde La conquista de Valencia por el Cid, de 1831, de Vayo). También sería importante aunque únicamente fuera por el número de títulos, unos 110 entre 1830 y 1844, copiosa producción para quince años, que ayuda a consolidar el género novelesco en España.

2) Novela histórica de aventuras[8]

Esta tendencia es intermedia entre las otras dos, pues si bien degenera respecto de la novela histórica de origen romántico al suprimir el héroe problemático, es superior a la novela de aventuras históricas por conservar, al menos, el universo novelesco histórico, en el que el protagonista podrá encontrar su sitio y solucionar sus problemas, sin estar condenado por un destino hostil e inexorable[9].

De todas formas, las fronteras entre las tendencias no son precisas, sobre todo porque se van superponiendo una a otra en el tiempo, pero con años en los que conviven novelas de dos tendencias distintas: primero, la novela histórica de aventuras convive con esa «segunda generación» de novelistas históricos (Gómez de Avellaneda, Vicetto Pérez, Navarro Villoslada); después, al mismo tiempo que se sigue cultivando, van apareciendo ya novelas de aventuras históricas. En cualquier caso, esta segunda tendencia produce entre 1845 y 1855 unos 117 títulos. Los autores más conocidos son Fernández y González, Pablo Alonso de la Avecilla, Ayguals de Izco, Ariza y África Bolangero[10].

En este tipo de novela, la documentación histórica y, por tanto, la reconstrucción del pasado presentan ya una importancia muy secundaria, adelgazada en beneficio de la pura aventura. Predominan con mucho los temas de la historia nacional, medievales y del Siglo de Oro, con sus tópicos habituales; decae el tema musulmán hispano, aunque se siguen escribiendo novelas sobre la Reconquista; el americano, apenas encontrará eco hasta la tendencia siguiente, cuando sea explotado por los entreguistas (también algunas de las novelas de esta tendencia se empiezan a cultivar por entregas, aunque el fenómeno no se generalizará sino con la tendencia siguiente). En definitiva, la novela histórica de aventuras supone la decadencia, que es al mismo tiempo divulgación, de la novela histórica de origen romántico, aunque no sea todavía su liquidación.

3) Novela de aventuras históricas[11]

Si la novela de aventuras históricas suprimía el héroe romántico de la primera tendencia, esta tercera supone la desaparición además del universo novelesco, siguiendo con la progresiva decadencia del género histórico y la degeneración en lo literario: «La novela de aventuras históricas remata, en paraliteratura, lo que empezó como un proceso romántico literario»[12].

Efectivamente, esta tendencia, que va unida al procedimiento editorial de la entrega, convierte a los personajes en tipos: el héroe, la heroína, el traidor, sin el más mínimo asomo de profundidad psicológica; repite hasta la saciedad temas, recursos y situaciones melodramáticas; y, simplemente, complica y complica la peripecia o trama aventurera, que suple todo lo demás. La reconstrucción histórica, obvio es decirlo, se reduce a un mínimo imprescindible[13]: la época en que transcurre la acción, pintada con dos pinceladas y los tópicos convencionales (el carácter de tal rey, una descripción en dos líneas de un castillo…), sirve como telón de fondo para que los personajes se puedan mover de un sitio para otro siguiendo las indicaciones del autor, que crea los espacios, sin describirlos, por medio de breves indicaciones. La aventura y los diálogos llenan la novela. Veamos cómo lo explica Ferreras:

En la novela histórica de aventuras el autor comienza por aligerar todo el “espesor” […]; suele contentarse con evocar la época, sin reproducirla: no se documenta o se informa mal y a trompicones. A partir de aquí, la aventura se hincha, la acción tiende a rellenar el vacío dejado por un paisaje, clímax, tiempo, época, que el autor no sabe reconstruir o no quiere reconstruir. Las descripciones tienden a desaparecer y en su lugar aparecen interminables diálogos, típicamente dramáticos en el peor sentido de la palabra. Los personajes hablan y hablan, y cuando no hablan actúan, corren, suben, bajan…, nunca parecen reflexionar, porque la reflexión de un personaje histórico obligaría al autor a resucitar la época que ignora[14].

La novela de aventuras históricas aparece desde finales de los 40, a la vez que la tendencia anterior, y desde 1860 aproximadamente domina todo el panorama de la novela histórica española. Entre 1856 y 1870 se pueden catalogar más de 200 títulos, “fabricados”, se puede casi decir, por numerosísimos especialistas en la entrega[15]. En cualquier caso, hay diferencias de escritor a escritor y así, aun dentro de su mediocridad, Fernández y González destaca con mucho, colocadas sus obras frente a las de un Parreño o un Ortega y Frías. Ferreras llama a estos autores «los sepultureros paraculturales»[16] de la novela histórica; en efecto, por una parte, continúan la divulgación de los temas históricos pero, al aumentar el empobrecimiento de ese novelar histórico, apuntillan la novela histórica romántica española[17]. Por supuesto, la novela histórica se seguirá cultivando durante el resto del siglo, pero la aparición de La Fontana de Oro, de Galdós, en 1870[18] y de sus Episodios Nacionales después, supone ya otra forma de entender la novelización de asuntos históricos.


[1] Paso por alto la distinción de tres tipos (novela histórica de argumento, novela histórica ambiental y novela de problema histórico) establecida por Ramón Solís Llorente, Génesis de una novela histórica, Ceuta, Instituto Nacional de Enseñanza Media, 1964, pp. 41-43, por resultar poco interesante.

[2] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, pp. 99 y ss.

[3] Indica que ha excluido de su clasificación algunas obras: leyendas, cuentos y novelas cortas de tema histórico, aparecidas en periódicos y revistas, que están todavía por recoger; novelas de origen romántico pero no históricas (sentimentales, sociales); las novelas de ambiente contemporáneo que ha denominado «históricas nacionales» (esto es, los antecedentes del episodio nacional galdosiano); y la novela histórica arqueológica (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 71-72).

[4] Esta tendencia la estudia Ferreras, al que sigo en lo fundamental, en El triunfo del liberalismo…, pp. 105-143.

[5] Y añade: «La historicidad de esta novela obedece a que solamente en un idealizado pasado histórico es posible construir un universo voluntario; a que solamente creando un universo novelesco, el héroe romántico puede, aún puede, expresar toda su desesperación y falta de destino en la sociedad» (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 100).

[6] De hecho, en estos últimos cinco años de la década las únicas novelas importantes son las dos de Navarro Villoslada, Doña Blanca de Navarra en 1846 y Doña Urraca de Castilla en 1849 (dejando aparte alguna de tema americano o de ambiente contemporáneo).

[7] Ferreras incluye también en esta tendencia a Estébanez Calderón, Pusalgas y Guerris, Gómez de Avellaneda, Aguiló, Vicetto Pérez y Quadrado, así como al problemático García Bahamonde.

[8] Cfr. Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 145-177.

[9] «En esta tendencia —explica Ferreras— lo primero que llama la atención es la desaparición del héroe romántico, en el sentido de que el nuevo protagonista, aunque en ruptura con el mundo, encontrará al final de la obra su destino personal […]. En la novela histórica de aventuras, la ruptura del héroe romántico ha sido sustituida por la peripecia aventurera y arriesgada, por las correrías del nuevo héroe en un mundo histórico. Las mediaciones de este mundo no son rupturales, y la novela histórica de aventuras no tiene por qué acabar mal, ya que la muerte no es obligatoria en un mundo en el que la ruptura romántica ha desaparecido» (El triunfo del liberalismo…, p. 101).

[10] Estudia también Ferreras en esta tendencia las novelas de García Tejero, Muñoz Maldonado, Miguel Agustín Príncipe, Velázquez y Sánchez, Ribot y Fontseré, García Varela, Juan de Dios Mora, Goizueta, Antonio Trueba y Quintana, Vicente Barrantes y Moreno, Boix, Cánovas del Castillo, Orellana y Carolina Coronado.

[11] Ver Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 179-209 para esta tendencia en los años 1845-1870. Además, puede consultarse su libro La novela por entregas (1840-1900). Concentración obrera y economía editorial, Madrid, Taurus, 1972.

[12] Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 101.

[13] «Claro está que el universo de esta novela aparece como histórico, pero no lo es, si consideramos que carece de efectividad, que es incapaz de engendrar relaciones, mediaciones, de operar sobre el protagonista, de mediarlo, exactamente» (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 101).

[14] Ferreras, La novela por entregas…, p. 262. Poco después resume la fórmula de este tipo de novela: «Acción y diálogos, he aquí la verdadera estructura de una novela histórica de aventuras y después, pero mucho después, viene lo que podemos llamar “aspecto histórico”» (p. 265).

[15] Además de los tres citados, Ferreras ofrece los nombres de Rafael del Castillo, Pérez Escrich, Sales Mayo, Moreno de la Tejera, Luis de Val, Angelón y Broquetas… y muchos otros que no merece la pena mencionar.

[16] Ferreras, El triunfo del liberalismo…, p. 181.

[17] «La novela de aventuras históricas viene pues muy a tiempo para salvar, siempre hasta cierto punto, una moda literaria, y para liquidar una problemática que ya no tiene porvenir» (Ferreras, El triunfo del liberalismo…, pp. 183-184).

[18] Además, la España de 1870 está bastante lejos de la España de 1850 y no digamos de la de 1830; en lo social, el triunfo de la burguesía ha culminado en 1868 con la revolución de Septiembre; en lo literario, el Romanticismo queda ya muy lejos, y los escritores que publican ahora son ya los grandes nombres del Realismo español; en este sentido, las novelas históricas con características románticas estaban ya fuera de lugar, pese a la aparición de obras importantes en fecha tan tardía como 1877.

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