El paisaje de Toledo en «Don Amor volvió a Toledo» (1936), de Félix Urabayen

Como ya anticipaba, Félix Urabayen es gran paisajista, y en el desarrollo de la novela[1] describe con acierto los pintorescos lugares de la ciudad, las vistas del paisaje circundante, etc. El narrador siente y nos hace sentir el dolor de las heridas visibles en la piel de la ciudad, sus ruinas (p. 31); describe el tañido de sus innumerables campanas (por ejemplo, en la p. 90); menciona la costumbre de los paseos por el Tránsito, la «estufa toledana», con sus vistas de San Cristóbal, la Vega Baja, Buenavista, los cigarrales… (pp. 85-86), sin olvidar una alusión a los numerosos turistas que recorren la ciudad. Gran importancia adquiere su visión del río Tajo (pp. 86-87). La vieja Toledo aparece como un remanso de paz y de arte que está sufriendo los efectos devastadores de la piqueta y de las empobrecedoras reconstrucciones con ladrillo (p. 88). La idea —expuesta por el capellán— es que debería construirse una ciudad nueva, en vez de destrozar la antigua de forma tan tosca.

Vista panorámica de Toledo

A veces Urabayen se detiene a pintar el crepúsculo toledano: «En el oro de la tarde Toledo empezaba a sumergirse en deleite místico» (p. 90), para recrearse a continuación con el panorama de San Servando y el valle (p. 91). Una nueva descripción panorámica de Toledo la encontramos en las pp. 102-103, cuando el narrador compara sus atardeceres y sus amaneceres. También nos habla Urabayen de los privilegiados rincones de Toledo para el amor (p. 106). La introducción del pintor Gaitán sirve para reflexionar sobre el color de Toledo y «la interpretación simbólica de la ciudad» (p. 117); la conclusión es que no hay un pintor de Toledo, porque se trata de una ciudad inaprensible en su totalidad. En el capítulo V de la segunda parte leemos: «Toledo posee el silencio heroico, la soledad indispensable que ha de acompañar a toda creación artística» (p. 187[2]), y el narrador se explaya en una evocación de sus casas llenas de sol, su silencio y sosiego…[3]


[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936.

[2] En otro momento se habla de la plaza de las Capuchinas, donde vive el capellán, como «último reducto artístico que guarda el sabor eclesiástico de Toledo» (p. 45).

[3] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla»Pregón Siglo XXI, núm. 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.

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