En otro orden de cosas, aparece reflejada en algunos momentos de la novela de Néstor Luján la decadencia de España, y se apunta una de sus razones, la inexistencia de una burguesía fuerte, de una clase media capaz de articular los distintos estamentos del país. Es Hugo de nuevo quien pronuncia estas palabras:
—Al atravesar la frontera iba pensando en qué tierra estaba, qué rey gobernaba a estos reinos y cómo podía tener tan gran rey tan despoblada la triste y espaciosa nación. Luego, en Madrid me di cuenta de lo que decía antes: una capital crecida con la supremacía de la aristocracia terrateniente, convertida de pronto en un mundillo mezquino y cortesano. Me espanté, como hombre educado en Flandes, de la ausencia de una burguesía que en nuestros países es tan importante […] y no digamos en Londres o en Venecia. Y no hay tal burguesía no tan sólo a causa del sorprendente menosprecio de los españoles por los trabajos serviles, sino por la emigración a América. Así pues, ha quedado tan sólo una nobleza nula, emperejilada y débil (p. 209; cito por la 1.ª ed., Barcelona, Planeta, 1988).
Y en otro lugar leemos:
—Paréceme —dice don Juan— que el español, a medida que se va dejando ganar por la desilusión, por la falta de fuerzas para hacer grandes cosas, se ha entregado al vicio de mirarlas. España se pierde en su laberinto teatral y lo hace para enterarse de lo que ha sido y lo que debería ser (p. 27).
Sin embargo, la crisis económica no es óbice para el lujo y el despilfarro que presiden la vida cortesana:
En los cortejos, la prodigalidad, la ostentación y los gastos se lleva a un exceso tan extraordinario que parece ser que cuesta trabajo creerlo. Hasta las damas de mayor alcurnia, las más honestas y entonadas, aceptan regalos. No obstante, aquí se considera la cosa más corriente del mundo porque la rivalidad y la emulación entre los nobles acaban con cualquier moderación impuesta por las leyes contra el lujo. Quienes llegan a mayores extremos de liberalidad son tenidos en mayor estima, no solamente por los cortesanos en general, sino también por las personas reales, que se entretienen comentando la relación de los regalos dados y de las atenciones mostradas que las damas refieren a diario (p. 75).
Esta nobleza anquilosada y, en muchos casos, arruinada estima mucho más la sangre, la antigüedad de su linaje, que el dinero, del que empieza a carecer. Así nos lo muestran estas palabras que dirige a Hugo don Francisco, noble portugués que hace referencia a la condición de sus compatriotas, muy pagados de sus títulos:
—Sé, porque habéis tenido la generosidad de contármelo, vuestra historia y la de vuestra familia. He de decir que en fortuna no cede, sino que quizá supera, a la dote que tendrá María pero, en cambio, y permitidme que lo diga sin falsos circunloquios, para casaros en Madrid o en Lisboa, con todo el boato que acostumbran las familias de nuestra hidalguía, no tenéis títulos nobiliarios ni arraigo entre nosotros. Posesiones, dominios, legajos, cuarteles de nobleza y frondosidad genealógica. Será una boda muy difícil, a la cual no sé si el rey daría su autorización… (p. 101).
El afán de ostentar se extiende a las clases inferiores: todo el mundo desea disponer de coche.
Contra esa moda (y contra los actos pecaminosos que encubre) clama Quevedo (en la novela) de la siguiente manera:
—Señores, perdonadme, pero he estado estorbado por este mar de coches que es la Corte en un día de fiesta real de toros. Los hay como naves en el mar. […] Dícese que las mujeres, aun de las clases más modestas, deben proteger sus pies. Llevan como empeño de honor circular en coche, que se han convertido, por otra parte, en verdaderos navíos de iniquidad. No podéis figuraros lo que rueda el pecado en ellos. Doncella sube por una ventana que, con sólo pasar el carruaje, sale madre en vísperas por la otra. […] ¡Oh, coches, coches, cuánto daño hacéis a nuestro reino! ¡Cuántas casas habéis de destruir, cuántos casados habéis de descasar, cuántos ricos habéis de empobrecer, cuántos celos y recelos habéis de engendrar, cuántas honras habéis de poner en disputa, cuántas familias habéis de descomponer! (pp. 155-156).
Estas alusiones al abuso de los coches[1], y también indirectamente a los lodos (la suciedad) de las calles de Madrid, son eco de muchos pasajes de la prosa y la poesía satírico-burlesca de Quevedo[2].
[1] Tirso aludiría a esa costumbre con el neologismo cochizar; y menciones parecidas se encuentran en muchos otros autores.
[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «La sociedad española del Siglo de Oro a la luz de las novelas históricas de Néstor Luján: Por ver mi estrella María (1988)», en Álvaro Baraibar, Tapsir Ba, Ruth Fine y Carlos Mata (eds.), Textos sin fronteras. Literatura y sociedad, Pamplona, Eunsa, 2010, pp. 283-300.