«La fiel infantería» de Rafael García Serrano: el bando enemigo y los indiferentes ante la guerra

En La fiel infantería[1], de Rafael García Serrano, los combatientes del lado republicano a veces están vistos muy hostilmente. El odio y el deseo de venganza se transparentan en estas palabras de Ramón, cuando se refiere a la situación padecida por los falangistas en Madrid, de donde él consiguió escapar:

Nos cercaron como a bichos peligrosos, como a alimañas. No teníamos derecho a morir limpiamente; para nosotros el balazo en la nuca, el paseo, la mutilación, el suplicio. Tú los has tenido siempre enfrente, no alrededor, como yo, en Madrid. Ya no son ni fieras, porque no se hartan; son otra vez hombres enfurecidos, bebedores de sangre. Hombres, mierda, eso son. —Escupió—. Y ahora yo también odio y me paso el amor por el arco de triunfo. Para ellos y para los de fuera mi odio, mi venganza (p. 148).

En ocasiones se les niega a los enemigos —«borrachos de barbarie»— su valentía e incluso su condición de soldados; pero lo más frecuente es que se reconozca su valor en la lucha: «Benditos los de enfrente, que también saben manejar las armas» (p. 208). La comprensión del autor aparece asimismo cuando la muerte iguala a unos y otros: «Acabamos con un responso por todos los muertos de la campaña, por sus muertos también» (p. 21). Todos los críticos coinciden en destacar ese carácter abierto de García Serrano, pese a que ni por un momento ceja en sus ideas[2]. El dolor provocado por la lucha entre los compatriotas españoles se expresa claramente en estas bellas palabras:

Entender el idioma del enemigo, hablar la misma lengua de los que matan, de los que tienes que matar, es un suplicio que deprime como si una montaña cayese en los hombros o un grano de arena en la conciencia…. Disparar sobre un hombre que dice madre igual que tú. Como tú lo dirías en su trance de muerte. O que repicaría la palabra igual que tú al ir de permiso o al escribir una carta luego de quebrar un peligro, cuando se desea contar que se vive. Un hombre que dice como nosotros, novia y amigo, árbol y camarada. Que se alegra con las mismas palabras y jura también con las palabras que juras tú. Que iría a tu lado bajo tú bandera, cargando sobre gentes extrañas. Al principio, todo esto me hacía cerrar los ojos y orar de noche, aislado, por el pecado sin perdón: más tarde aprendí a encoger los hombros por necesidad (p. 65).

Combatientes

Toda guerra es triste. Pero mucho más triste, si cabe, una guerra entre hermanos. Los republicanos tuvieron al menos el valor y el coraje de defender con las armas sus ideas: «[…] entonces combatíamos los fanáticos de los dos bandos, los que sólo podíamos luchar sin cuartel. Los que forzosamente teníamos que ser eliminados con el triunfo del adversario. La gente de caricruz, los generosos» (p. 65). Frente a los hombres «voz y voto», ellos —todos los que pelearon— fueron hombres «voz y fusil» que se echaron al campo para «garantizar el vítor con la bayoneta». García Serrano critica duramente la cobarde pasividad burguesa de quienes se quedaron tranquilamente en sus casas mientras se resolvía a tiros el futuro de España[3] y lo mejor del país, de uno y otro bando, moría en el empeño: «Cuando la Patria se parte en dos, son pocos los indiferentes, los del tercer estado, que deberían de ahorcar, puestos de acuerdo, los bandos combatientes» (p. 175). Las posiciones de unos y otros quedan claramente perfiladas al estallar la guerra:

El 19 de julio calibró a las gentes: unos salimos y otros no. Aquel día se jugaba España definitivamente y mientras nosotros marchábamos al choque cubiertos de rosas, ellos nos lanzaban las rosas desde el cielo de su indiferencia o de su cobardía. Bien limpia la chaqueta, entonada la corbata y lustrosos los zapatos, veían pasar la Patria en mangas de camisa, ronca y brava, un poco callejera para su británica elegancia. Sin los que entonces salimos a dar un paseo militar, como después han dicho los rencorosos, los mariquitas y los tacaños, nada hubiera sido posible. En las primeras semanas, minuto a minuto, hora a hora, día a día, íbamos ganando España para nosotros, para los que nos amaban, para nuestros enemigos y hasta para los miserables que, por ocultar su pánico, fingían ignorar cómo muchas veces se nos secaba la boca en los peligros de un divertido paseo militar (p. 62).

Para ellos, para los indiferentes ante la tragedia patria, se reserva un odio mayor que para el enemigo combatiente: «Porque aun gustando la miel que nos brindaban al pasar los caciques y los cobardes, estábamos todos seguros —todos— de que un día habríamos de volver los fusiles contra sus aplausos, que tenían voluntad de asqueroso dinero con que hacernos mercenarios» (pp. 62-63)[4].


[1] Cito por Rafael García Serrano, La fiel infantería, Barcelona, Planeta, 1980 (3.ª edición en Colección Fábula).

[2] En el Prólogo de la edición manejada señala García Serrano que «cuando se escribió la novela de Ramón, Miguel y Matías los vencedores ya habían firmado la reconciliación con sus hermanos vencidos simplemente por su manera de comportarse en los campos de la guerra».

[3] También se ataca la actitud de algunos países extranjeros, en particular de Francia, donde en los caseríos y villas cercanas a la frontera se anunciaba «café con vistas a la guerra de España», como si de un espectáculo se tratara (cfr. las pp. 107 y 110). Este será el tema central de otra novela de García Serrano, La ventana daba al río.

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «La guerra civil y la ideología falangista en La fiel infantería, de Rafael García Serrano», Anthropos, núm. 148, septiembre de 1993, pp. 83-87.

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