En el caso de esta novela de Félix Urabayen[1], como en otras del autor, no se puede hablar propiamente de un argumento. El tono ensayístico, la introducción de estampas paisajísticas, la evocación de hechos y personajes históricos o literarios (a veces con digresiones que ocupan varias páginas) rompen el hilo del normal desarrollo narrativo y remansan la acción, que se ve disgregada en cuadros sucesivos ligados, eso sí, por la presencia de unos personajes comunes. La obra consta de un prólogo (muy importante, porque en él el autor explicita las claves para la interpretación simbólica de la novela y de sus personajes[2]) y dos partes. La primera, «La terrible familia de los Meneses», sirve para presentar a los protagonistas, los tres hermanos Meneses y Leocadia, más los tres primeros pretendientes de la joven. La segunda parte, «La última aventura», está centrada en la figura del ingeniero Lorenzo Santafé, que puede convertirse, gracias a su amor, en el salvador tanto de Leocadia como de Toledo.
Las dos ideas centrales desarrolladas en la novela son el despojo artístico de la ciudad y la imposibilidad de la recuperación de su estado de deterioro por la falta de industrialización. En este sentido, los personajes de los tres hermanos Meneses son claramente simbólicos; Inocente, el capellán, representa a la Iglesia; Daniel, el padre de Leocadia, es militar y simboliza al ejército; en fin, el tercero, Sebastián, el arquitecto-chamarilero, es una de las «larvas» improductivas que contribuyen poderosamente al expolio de los tesoros de la ciudad. Los tres forman parte de las fuerzas inmovilistas, retrógradas, incapaces de adaptarse a las nuevas situaciones y de dar entrada a ideas modernizadoras.
Ya en el prólogo Urabayen caracteriza a Toledo como una ciudad vieja, cargada de historia y que destila el aroma de las ciudades vetustas. Es precisamente ese peso de su pasado histórico que tiene que soportar el que la ha dejado en un estado de decrepitud y somnolencia. Toledo aparece, en efecto, como una ciudad moribunda y vencida por el peso de los recuerdos:
Ciudad vieja; ciudad celestina hecha para el amor tapado de clérigos y seglares, con sus callados entresijos de plazoletas y sus callejones amoriscados y solemnes, Toledo guarda en una sola de sus arrugas la historia de veinte ciudades juntas […] Precisamente por ser tan vieja nunca pasará de moda. Toledo es historia y no gesto ocasional. Envuelta en un paisaje de desaliento, presa entre cumbres cortadas verticalmente y rocas capaces de aguantar el empuje de los modernos Prometeos, la ciudad duerme un sueño agitado por convulsiones de angustia, pesadillas de epopeya y hedores malsanos destilados por la agotadora roña de sus rodaderos (pp. 14-15).
Urabayen menciona las tres virtudes que serían necesarias para sacarla de ese estado de sopor y decadencia: «Escuelas, ríos y árboles» (p. 16), si bien añade inmediatamente que carece de ellas tres.
La segunda gran idea expuesta en el prólogo —uno de los pilares sobre los que se sostendrá luego la identificación con Leocadia— es la presentación de la vieja ciudad como una mujer[3] que ha tenido algunos amantes fieles y muchos admiradores «más o menos dispuestos a explotarla»; los tres amantes verdaderos han sido el godo, el árabe y el judío, pueblos que la amaron de verdad y contribuyeron a su ornato y esplendor; en cambio, los admiradores circunstanciales y externos han sido los romanos, los cristianos, los artistas que la han reflejado de forma esporádica…
En próximas entradas estructuraré mi comentario en cuatro apartados: en primer lugar, esbozaré el retrato físico que de la ciudad ofrece Urabayen en esta novela; en segundo lugar, trazaré el retrato moral de Toledo y sus gentes; hablaré luego de las evocaciones de tipo histórico-literario; y, en fin, como aspecto más interesante, me detendré en la identificación entre Leocadia y la ciudad de Toledo, la mujer de carne y la mujer de piedra[4].
[1] Citaré por Félix Urabayen, Don Amor volvió a Toledo, Madrid, Espasa-Calpe, 1936. Esta edición lleva una nota aclaratoria: «Se terminó esta obra el mismo día en que estalló en España la intentona fascista. El autor no ha querido tocar ni una línea del original, aun sabiendo que lo que fueron audacias ayer serán ingenuidades mañana». Y una cita de Fernando del Pulgar, a modo de lema: «¿Qué diré, pues, Señor, de aquella noble cibdad de Toledo, donde chicos e mayores todos viven una vida bien triste e desventurada?…».
[2] Otra de las funciones del prólogo (pp. 11-17) es explicar el título de la novela: al principio del mismo afirma Urabayen que una vez vino don Amor a Toledo, en tiempos del Arcipreste de Hita, y le echaron de la ciudad, concluyendo que «Desde entonces Toledo es una ciudad jubilada por Don Amor» (p. 13). Y al final, tras recordar que la estrella de todas las ciudades viejas es Venus, nos dice que don Amor —que es ya cincuentón— ha regresado a Toledo, en pleno siglo XX, y se ha refugiado en el corazón de una mujer, Leocadia Meneses, de los Meneses de Orgaz.
[3] La identificación entre ciudad y mujer cortejada tiene hondas raíces, especialmente en las literaturas orientales. Recuérdense también, por ejemplo, los versos del romance: «Si tú quisieras, Granada, / contigo me casaría…», etc.
[4] Remito para más detalles a mis trabajos: Carlos Mata Induráin, «La herencia del 98. Félix Urabayen o el idilio entre Vasconia y Castilla», Pregón Siglo XXI, 12, Navidad de 1998, pp. 23-27; «Toledo, ciudad dormida. El retrato físico y moral de la “imperial ciudad” en la narrativa de Félix Urabayen», en Kay M. Sibbald, Ricardo de la Fuente y Joaquín Díaz (eds.), Ciudades vivas / ciudades muertas: espacios urbanos en la literatura y el folklore hispánicos, Valladolid, Universitas Castellae, 2000, pp. 217-234; y «Toledo en la narrativa del 98 y del Regeneracionismo: Camino de perfección (1902) de Pío Baroja y Toledo: Piedad (1920) de Félix Urabayen», en Manuel Casado Velarde, Ruth Fine y Carlos Mata Induráin (eds.), Jerusalén y Toledo. Historias de dos ciudades, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2012, pp. 215-231.