Si se tiene en cuenta el hecho de que la obra fue escrita para ser presentada a un concurso convocado con motivo del aniversario de la aprobación del libro de Ejercicios de San Ignacio, así como la exactitud e incluso las coincidencias existentes entre la obra de Manuel Iribarren y la autobiografía del santo[1], podemos afirmar que esta fue, sin lugar a dudas, la fuente principal de la que el autor navarro bebió para escribir su drama. Este hecho permite deducir que el argumento de la obra está cuidadosamente documentado, por lo que también resulta lógico suponer que los datos ofrecidos por el autor en relación con el espacio y el tiempo son rigurosos.
Los datos cronológicos que aporta esta pieza son exactos, como se puede comprobar si se confrontan con las fuentes históricas. En este sentido, según se indica en la primera acotación, la obra se inicia en «mayo de 1521» (p. 7), coincidiendo con las revueltas de los comuneros en Castilla y el levantamiento de Navarra, y concluye con la «última etapa de la vida de San Ignacio» (p. 157), en 1557.
Por otro lado, los lugares en los que se desarrolla la acción son reales y variados: el interior de la fortaleza de Pamplona, una habitación en la casa de Loyola, un lugar en el camino hacia Montserrat, este monasterio mariano, el camino entre Montserrat y Manresa, Salamanca y Roma. Esta abundancia de espacios resulta lógica si se considera que la obra abarca también un largo periodo de la vida del protagonista, y que esta transcurrió en lugares diversos.
Los diferentes espacios que aparecen ante los ojos del espectador están minuciosamente detallados en las acotaciones que el dramaturgo les dedica. Para conseguir un mayor realismo y una mejor ambientación utiliza el autor diversos recursos técnicos, como por ejemplo la iluminación. Así, en los momentos de éxtasis del santo, una luz muy intensa le rodea:
Íñigo se postra de hinojos, se persigna y queda en actitud recogida, con las manos cruzadas sobre el pecho. Poco a poco, esta parte de la escena se ilumina hasta alcanzar caracteres deslumbradores (p. 7).
Tampoco olvida el dramaturgo el empleo de los recursos sonoros. En esta misma escena, sin ir más lejos, para ambientar el monasterio, indica en una acotación que debe oírse el tañido de las campanas y las voces de los monjes orando. En varias ocasiones, además, Manuel Iribarren confiere un mayor realismo y más complejidad al escenario dividiéndolo en dos partes. Estas representan ámbitos distintos y contiguos, con lo que consigue una sensación de movilidad mucho mayor para sus personajes.
Es quizá en los niveles de las figuras y del lenguaje donde la dimensión histórica está menos trabajada en esta obra. En efecto, el lenguaje empleado por el autor no pretende recrear el utilizado en la época y tan solo se puede señalar la presencia de algunos términos que designan realidades de aquel entonces como un índice con dimensión histórica. Más elaborado resulta el nivel de los personajes. Además de todos los datos relativos al personaje central, algunas de las figuras que aparecen en la obra tienen una dimensión histórica desde el momento en que el protagonista da cuenta de su existencia en su autobiografía. Es lo que sucede en el caso del moro con el que traba la violenta discusión teológica, el pobre al que entrega sus ropas en el monasterio de Montserrat o algunos de los miembros de la Compañía que aparecen en el epílogo[2].
[1] Compárense, por ejemplo, los siguientes fragmentos: «—Pues luego ¿qué es lo que predicáis? / —Nosotros, dice el peregrino, no predicamos, sino con algunos familiarmente hablamos de cosas de Dios, como después de comer con algunas personas que nos llaman. / Mas dice el fraile, ¿de qué cosas de Dios habláis?, que eso es lo que queríamos saber. / —Hablamos, dice el peregrino, cuándo de una virtud, cuándo de otra, y esto alabando; cuándo de un vicio, cuándo de otro, y reprehendiendo» (San Ignacio de Loyola, El peregrino. Autobiografía de San Ignacio de Loyola, p. 68) y «Íñigo.- Nosotros no predicamos, / que hablamos con voz callada / de las verdades eternas / como en amigable plática./ Algunos hombres de bien, /por escucharnos nos llaman / y estamos de sobremesa / con ellos. Fray Nicolás.- (Burlón.) ¡Curiosa cátedra! / ¿Y qué verdades son esas? / ¿De qué habláis? Íñigo.- De cosas santas. / Fray Nicolás.- ¿Y vos qué entendéis por tales? / Íñigo.- Las que el corazón ensanchan / y elevan el pensamiento / y robustecen el alma. / Hablamos de Dios con Dios. / De la fe nuestra que salva. / De culpas, para temerlas. / De virtudes, para honrarlas» (El capitán de sí mismo, pp. 137-138).
[2] Para más detalles remito a María Ángeles Lluch Villalba y Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola en el teatro español del siglo XX: El caballero de Dios Ignacio de Loyola (1923) de Juan Marzal, SI y El capitán de sí mismo (1950) de Manuel Iribarren», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 315-337. Sobre el tratamiento literario del santo en los siglos XVI y XVII, puede verse Carlos Mata Induráin, «San Ignacio de Loyola, entre historia y literatura (I). El Siglo de Oro», Anuario del Instituto Ignacio de Loyola, 13, 2006, pp. 145-176.