Notas sobre «El canto de las moscas» (1998), de María Mercedes Carranza (y 2)

Son los de Carranza versos donde se observa la presencia amenazante del asesino (canto 8, «El doncello»), donde los sueños, tapados por la tierra, se equiparan con la podredumbre: «En Amaime / los sueños se cubren / de tierra como / si fueran podredumbre» (canto 10, «Amaime», p. 49)[1]. Más adelante, alguien convoca a los gusanos (canto 15, «Caldono», p. 69). De nuevo aparece la unión de cuerpo y tierra en «Uribia» (canto 13): «Cae un cuerpo / y otro cuerpo. / Toda la tierra / sobre ellos pesa» (p. 61). Por ello, el paisaje común en estos territorios castigados por la violencia es un páramo de desolación, o mejor, una desolación de páramo: «Lluvia y silencio / es el mundo en / Confines. / Desolación de páramo» (canto 14, «Confines», p. 65). Aquí los ríos corren rojos, o son más bien ríos quietos, ríos de aguas muertas (canto 16, «Humadea», p. 73, donde se juega con el cromatismo del rojo y del blanco, «ríos rojos» / «garzas blancas»).

María Mercedes Carranza
María Mercedes Carranza.

Un par de versos estremecedores los leemos en el canto 17, «Pore»: «La muerte: / carne de la tierra». Merece la pena copiar entero el poema: «En Pore la muerte / pasa de mano en mano. / La muerte: carne de la tierra» (p. 77). Y también las flores se equiparan con las bocas de muertos en el canto 18, «Paujil»:

Estallan las flores sobre
            la tierra
de Paujil. En las corolas
aparecen las bocas
            de los muertos (p. 81).

O bien son las nubes las que se identifican con la muerte, nubes que son aquí «difunta blancura» (canto 19, «Sotavento»):

Como las nubes,
            la muerte
hoy en Sotavento.
Difunta blancura (p. 85).

Más cadáveres, cadáveres de muertos, el cadáver también de la risa, en el siguiente canto, «Ituango»:

       El viento
ríe en las mandíbulas
            de los muertos.
            En Ituango,
el cadáver de la risa (p. 89).

Mientras que el recuerdo de la vida se mezcla con la tierra y el olvido (canto 21, «Taraira»):

       En Taraira
el recuerdo de la vida
            duele.
            Mañana
será tierra y olvido (p. 93).

Cuerpos y sueños caen por tierra al mismo tiempo en el canto 22, «Miraflores»:

Caen los cuerpos
            en Miraflores
caen los sueños.
            Miraflores:
cementerio de sueños (p. 97).

En fin, la muerte reaparecenunca desaparece, en realidad, a lo largo de todo el libro— en la p. 101, el canto final, «Soacha»:

       Un pájaro
negro husmea
las sobras de
            la vida.
Puede ser Dios
            o el asesino:
da lo mismo ya (p. 105).

El poemario acaba, por tanto, con este toque de desesperanza. Como epílogo figuran unas palabras «De Juan Liscano» (pp. 107-108). Es una carta a la autora, fechada en Caracas, 9-8-1998, donde indica que le interesaron sus libros anteriores y que los versos de estos nuevos poemas le maravillaron:

Ese poder de síntesis suyo, ese decir en unas cuantas líneas los acontecimientos más profundos, es la poesía liberada de la literatura. Sus poemas son símbolos, adivinanzas, suspiros, terrores y en su brevedad alcanzan una elocuencia interior poco frecuente. Usted redime el poema breve de su chatura personalizadora y ególatra. Alcanza otra dimensión del decir, dice lo no dicho en unas palabras, encerrando lo esencial si es que una esencia puede ser apreciada. La vida y la muerte se encaran en un tiempo metafísico, el de la memoria, único tiempo real. Su trabajo poético vale por mil páginas de versificación. […] Su poder interior de percibir lo invisible en lo visible, calles de aire, flores rojas en las aguas y hasta en rito: la reyerta de Cumbal-Colombia transporta a un poeta como yo hacia la “sola evidencia” que ya sólo me interesa a mí: la otredad, materia y espíritu de sus mini-poemas inagotables (pp. 107-108).

Poesía sencilla y comprometida la de María Mercedes Carranza. Es el suyo un verso social cantado con una voz personal, de epigramática concisión. No es la suya poesía pura, pero sí pura poesía. El territorio radiografiado es el de Colombia, sí, como indican los topónimos de cada canto; pero es también, simbólicamente, el de cualquier otra tierra que padezca dolor y sufrimiento, que esté azotada por la violencia y muerte. El canto de las moscas nos retrata ese triste e infecundo paisaje de desolación, con una belleza y una intensidad lírica verdaderamente sobrecogedora[2].


[1] Cito por María Mercedes Carranza, El canto de las moscas (Versión de los acontecimientos), Barcelona, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2001.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“La muerte, carne de la tierra”: notas sobre El canto de las moscas, de María Mercedes Carranza», Tierra de Nadie. Revista literaria, 5, septiembre de 2002, pp. 97-99.

Notas sobre «El canto de las moscas» (1998), de María Mercedes Carranza (1)

Este libro se publicó originalmente el año 1998, y luego fue reeditado en el 2001: María Mercedes Carranza, El canto de las moscas (Versión de los acontecimientos), Barcelona, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2001 (en la «Colección de Poesía» dirigida por Ana María Moix). La autora, María Mercedes Carranza (nacida en Bogotá en 1945) es licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de los Andes de su ciudad natal. Ha trabajado como crítica literaria y como periodista cultural en varios medios de comunicación de su país. Fue delegataria de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, con el grupo que representó al movimiento guerrillero M-19, ya entonces en la legalidad. Desde 1986 dirige la Casa de Poesía Silva de Bogotá. Ha dado a las prensas los siguientes poemarios: Vainas y otros poemas (1972), Tengo miedo (1983), Hola soledad (1987), Maneras del desamor (1993) y El canto de las moscas (1998), así como las antologías Estravagario (1976), Nueva poesía colombiana (1972), Siete cuentistas jóvenes (1972), Antología de la poesía infantil colombiana (1982) y Carranza por Carranza: antología y texto crítico de la poesía de Eduardo Carranza (1985).

Cubierta de El canto de las moscas, de María Mercedes Carranza (Arango Editores)

El canto de las moscas es un poemario con un claro valor testimonial, según indica ya el subtítulo Versión de los acontecimientos: la escritora colombiana nos brinda en él su versión personal de la situación de su país, marcado en los últimos años por la violencia y la muerte. El libro lleva una Dedicatoria «A Luis Carlos: siempre», y en las palabras preliminares de Mario Rivero, «Parte de guerra» (pp. 7-9), se nos explica que se trata de un homenaje a Luis Carlos Galán, «la más intensa y representativa víctima de estos convulsos años de violencia en Colombia». Sigue explicando Rivero que la poesía de María Mercedes Carranza es un doloroso parte de guerra:

En sagas muy breves, que por su precisión geométrica compararía al haiku, Carranza elabora estéticamente el espectáculo de la barbarie diaria en la comunicación cercada por la muerte. El érase-una-vez de los hechos consumados y de la violencia nacional que se incorpora como temática a nuestro acontecer artístico, como una zona literaria en sombra, que ella quiere iluminar, sacar a luz con su palabra poética (p. 7).

Líneas después explica el significado del título del poemario:

En una larga meditación que madura al paso de las heridas del país, página a página, Carranza siluetea un panorama de arrasada belleza: parajes sin arco iris, donde sólo florecerá el olvido, signados apenas por la ráfaga oscura y el bordoneo de las “cumplidas moscas”, las convocadas bajo el embate del terror, a todo lo ancho y lo largo de nuestras comarcas y de nuestros días. Con sus vuelos pautados, tiene licencia su sombra en el suelo. En los invisibles estratos del aire, estas moscas sostienen, como en las líneas audibles de una partitura, la sorda modulación de un canto sospechoso y siniestro (pp. 7-8).

Habla, en fin, de «estos fragmentos de espacio patrio hechos poemas. Poemas exactos, que por su contenido, su forma y su serenidad quisiera llamar clásicos, es decir, con la excelencia del poeta que descubre sus poderes» (p. 8). La revista Golpe de Dados al llegar a sus 25 años de vida seleccionó a Carranza como la poetisa más significativa del país, publicando este «conmovedor mapa de lugares arrasados por la violencia», poemas «absolutamente antologables» en los que se escucha el sonido de «los tiempos oscuros».

El libro recoge veinticuatro cantos, cuyos títulos son: «Necoclí», «Mapiripán», «Tamborales», «Dabeiba», «Encimadas», «Barrancabermeja», «Tierralta», «El doncello», «Segovia», «Amaime», «Vista hermosa», «Pájaro», «Uribia», «Confines», «Caldono», «Humadea», «Pore», «Paujil», «Sotavento», «Ituango», «Taraira», «Miraflores», «Cumbal» y «Soacha». En varios de estos poemas se repite un esquema estructural muy parecido: la preposición en + un topónimo colombiano + algún elemento en principio positivo (ríos, flores, nubes…), que sin embargo se carga con connotaciones negativas al verse manchado por la sangre y la violencia (gusanos, difuntos, podredumbre…). Las composiciones van trazando, por tanto, una geografía colombiana teñida de tristeza, llanto, luto y muerte. Todo ello con una concisión estilística envidiable. El canto 1, «Necoclí», abunda en el sentido del título del poemario:

       Quizás
el próximo instante
de noche, tarde o mañana
            en Necoclí
se oirá nada más
el canto de las moscas (p. 13).

En el canto 3, dedicado a Mario Rivero, encontramos una bella aliteración: «Bajo / el siseo sedoso / del platanal / alguien / sueña que vivió» (p. 21). El canto 4, «Dabeiba», explicita la metáfora rosas=sangre:

El río es dulce aquí
            en Dabeiba
y lleva rosas rojas
esparcidas en las aguas.
            No son rosas,
            es la sangre
que toma otros caminos (p. 25).

Por su estructura circular, y el juego con las preposiciones bajo / sobre, destaca el canto 5, «Encimadas»: «Bajo la tierra de Encimadas / el terror fulgura aún / en los ojos florecidos / sobre la tierra de Encimadas» (p. 29). Mientras que el canto 6, «Barrancabermeja», insiste de nuevo en la presencia de la sangre:

Entre el cielo y el suelo
            yace
pálida Barrancabermeja.
            Diríase
la sangre desangrada (p. 33).

El canto 7, «Tierralta», nos recuerda un soneto barroco de Lope de Vega, el dedicado «A una calavera»: «Esto es la boca que hubo, / esto los besos. / Ahora sólo tierra: tierra / entre la boca quieta» (p. 37). Otro eco clásico, esta vez de Manrique, lo encontramos en el canto 12, «Pájaro», con la identificación de mar=morir: «Si la vida es el morir / en Pájaro / la vida sabe a mar» (p. 57). Difícilmente se pueden alcanzar mayores dosis de expresividad, difícilmente se puede decir más con menos: en Pájaro, la vida sabe a mar, y el mar es el morir, luego en Pájaro la vida es muerte, todo es muerte en Pájaro[1].


[1] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“La muerte, carne de la tierra”: notas sobre El canto de las moscas, de María Mercedes Carranza», Tierra de Nadie. Revista literaria, 5, septiembre de 2002, pp. 97-99.