«Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender: final

Las gallinas de Cervantes (1967) de Ramón J. Sender[1] es un relato divertido que describe la alegórica y surrealista transformación de doña Catalina, la esposa de Cervantes, en una gallina. Este sería el hecho que explicaría la verdadera razón de la marcha —¿huida, abandono?— de Cervantes del hogar familiar en Esquivias. Ahora bien, tras su apariencia insustancial, la novelita esconde una veta más seria, que requiere una lectura más profunda, al mostrarnos a un Cervantes que tiene grandes sueños, que no puede cumplir encerrado como está en aquella casa, sabiéndose además ninguneado por la familia de su esposa, pues aunque lo aprecian por ser hidalgo con derecho al tratamiento de don, lo tienen en menos tanto por sus sospechosos orígenes conversos como por su poco lucrativo oficio de escritor, que apenas da dineros.

Halcón volando alto

En este sentido, el símbolo del halcón herido que Cervantes se encarga de cuidar, pero al que su esposa le ha cortado las alas, resulta transparente: «el halcón miraba a veces a lo alto y debía extrañarse de su incapacidad para seguir su instinto de ave de altura» (pp. 44-45)[2]. Al final, tanto el halcón como Cervantes volarán en pos de sus respectivos destinos… Por lo demás, esta recreación cervantina senderiana ofrece el interés de mostrarnos a diversos personajes que estarían en la futura génesis del Quijote, en particular el hidalgo Alonso de Quesada, tío de Catalina, personaje dual mezcla de grandeza y miseria que bien podría servir al escritor como germen para la genial creación de don Quijote[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002. Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

[2] Como escribe Antonio Román Román, «El paralelismo entre el halcón y Cervantes es perfecto»; ver «Un homenaje de Sender a Cervantes: Las gallinas de Cervantes», en Juan Fernández Jiménez, José Julián Labrador Herraiz y L. Teresa Valdivieso (coords.), Estudios en homenaje a Enrique Ruiz-Fornells, Erie (Pennsylvania), Publicaciones de la Asociación de Licenciados y Doctores Españoles en los Estados Unidos, 1990, p. 566.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

Para la génesis del «Quijote» en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender: el hidalgo don Alonso de Quesada (y 2)

Poco a poco los lectores de Las gallinas de Cervantes[1] iremos adivinando cierta identificación entre Cervantes y don Alonso, especialmente en el tramo final del relato, cuando alcanzamos a saber que, al igual que Miguel, está interesado por lo hebreo (seguramente por descender también él de conversos):

Cervantes se pasó la mano por la frente, suspiró con pesadumbre y entró en la casa. En aquel momento encontró al hidalgo, que llegaba aunque no era domingo. Llevaba un libro en la mano. Un pequeño libro de Luis de Ávila que se llamaba Jardín Espiritual, una paráfrasis del Zohar, de Sem Tob (don Hombre Bueno, en castellano). Fue una gran sorpresa para Cervantes. El Zohar era el libro más importante después del Talmud judío, por entonces. La crema de la crema del pensamiento hebraico en el que se recordaba que David había sido una especie de bufón de Dios. David, que bailaba desnudo para sus sirvientes y que no rehuía lo grotesco risible porque sabía que, por encima de todas las manifestaciones más impúdicamente bufonescas del hombre, estaba la divinidad invulnerable e invilificable. Por encima de lo ridículo sublime y de lo grandioso mezquino. Del hidalgo que aconsejaba apuntar las gallinas y recibía una paliza en un camino y hasta de la esposa engallinecida.

Cervantes creyó comprender al hidalgo con sus ambivalencias, incluida la del silencio noble y el habla risible (pp. 109-111).

Primera edición del Zohar (Mantua, 1558)
Primera edición del Zohar (Mantua, 1558).

Y si don Alonso Quesada podría dar lugar a la futura creación de don Quijote, la propia doña Catalina es trasunto de Dulcinea del Toboso:

Antes de casarse había querido informarse sobre la familia de la novia y supo que sus abuelos venían del Toboso. Se inclinó a soñar un poco, como cualquier novio en su caso. Toboso es un nombre compuesto de dos voces hebreas, como otros nombres españoles de ciudades o aldeas. Tob quiere decir bueno y sod quiere decir secreto. Así, pues, el Toboso significa en hebreo el bien secreto o la bondad escondida. Recordaba Cervantes que, antes de casarse, había dado a doña Catalina un nombre que le pareció a un tiempo poético y justo. Era Cervantes un gran admirador de la Celestina y, a la hora de dar a su novia un nombre idílico, se le ocurrió hacerlo a imitación del de Melibeo y Melisendra, la amada del infante Gaiferos. Si ellas eran dulces como la miel, dulce debía ser también doña Catalina. Así pues, la llamó Dulcinea y por alusión a su linaje del Toboso. En su conjunto, el nombre quería decir Dulzura de la bondad secreta. Mitad en romance y mitad en hebreo. Nadie sabía que Cervantes conocía el idioma hebreo. No era que pudiera hablarlo o escribirlo, sino que había sentido curiosidad por los idiomas semíticos y aprendido algo de ellos durante su larga estancia en Argel (pp. 83-84).

En fin, cabe señalar más concomitancias con el Quijote: la sobrinita podría inspirar en el futuro la creación de Antonia Quijana, la sobrina de don Quijote; en la novela intervienen dos curas, el hermano clérigo de doña Catalina y el cura párroco de Esquivias, un barbero, etc. Todavía podríamos mencionar algunos detalles narrativos que son claras reminiscencias cervantinas, como la alusión a los diversos «autores»: la historia de lo sucedido a doña Catalina es algo «fabuloso e increíble», sin embargo el narrador anota: «Pero era verdad y se puede comprobar con documentos de la época» (p. 7), se habla de «los documentos que yo he podido recoger» (pp. 8-9), se introducen expresiones del tipo «Entre las graves personas que han estudiado la materia…» (pp. 11-12), «En esto están todos los autores de acuerdo» (p. 14). En sentido contrario, tenemos la limitación de la omnisciencia del narrador en algunos detalles nimios: «En aquella comedia, cuyo título no recuerdo…» (p. 15)[2].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Ver Pol Madí Besalú, Una aproximación a la narrativa breve de Ramón J. Sender: las «Narraciones parabólicas» (1967), Tesis de Máster inédita, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona (Facultat de Filosofia i Lletres), 2017, pp. 11-12. Por su parte, Juan Ramón Rodríguez de Lera escribe: «Sender recrea, desde la erudición, una realidad ficticia que podría haber sido el embrión de la posterior novela cervantina» («Las gallinas de Cervantes, de Ramón J. Sender», Cuadernos Cervantes de la lengua española, año 10, núm. 54, 2004, p. 40b). Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

Para la génesis del «Quijote» en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender: el hidalgo don Alonso de Quesada (1)

En Las gallinas de Cervantes[1], varios de los personajes con los que convive Cervantes en la casa familiar de Esquivias son claros antecedentes de los futuros personajes del Quijote. De todos ellos, el más notable es el tío de doña Catalina, el hidalgo don Alonso de Quesada:

El día de la boda, cuando se marcharon los vecinos, quedó en un extremo de la sala un tío de doña Catalina, que se llamaba don Alonso de Quesada y Quesada, por lo cual se supone que sus padres fueron primos hermanos y tal vez era esa la causa de algunas de las rarezas de su carácter. Iba vestido mitad de caballero a la soldadesca y mitad de cortesano, y era alto, flaco, membrudo y de expresión noble y un poco alucinada (pp. 9-10).

Cervantes lo mira con respeto por su decorativa presencia y su llamativo silencio (se insistirá varias veces en ese «silencio noble» del hidalgo). Curiosamente, se le llama primero hidalgo (p. 10), pero de seguido caballero (p. 11). Es él quien añade, junto a la lista de enseres y otros objetos del ajuar de la novia, la indicación de las veintinueve gallinas (y anotará también el gallo, a petición de Cervantes). La dualidad realismo/idealismo es nota destacada de su retrato:

Le parecía a Cervantes que aquel figurón era espantosa e increíblemente contradictorio. En su cuerpo vivían dos seres distintos. Lo último que podía haber imaginado Cervantes era que aquel don Alonso saliera con la ocurrencia de las gallinas, él, que parecía reunir las apariencias y las secretas cualidades de generosidad y largueza de los héroes del linaje de Amadís (p. 11).

Este Quesada en tiempos pasados había seguido, explica el clérigo, los negocios familiares del pollerío con ciertos comerciantes de Valdemoro que tenían puestos en el mercado de Medina del Campo, y en cierta ocasión fue protagonista de una equívoca anécdota que le valió una paliza:

El hidalgo, con su prestancia de condestable de Castilla, había sido en tiempos un buen agente de compras de huevos para el abuelo de doña Catalina. Y, según ella decía, una vez que supo que un arriero iba a Pinto con una carreta y que llevaba una carta de su hermano el cura para un campesino que criaba aves de corral, el hidalgo le pidió la carta sellada al clérigo y escribió en el sobrescrito: «El día 15 pasaré por ese camino de Valdemoro. Si tenéis huevos salid al camino.» Y firmó.

Quería que saliera con huevos para comprárselos, pero el rústico entendió mal, salió y le dio una paliza al condestable. Ese incidente desgraciado, que doña Catalina contó de buena fe, hizo reír a Cervantes (pp. 73-74)[2].

Huevos

Pero luego se retiró del negocio: «Viendo en el viejo señor Quesada, una vez más, aquella dualidad de grandeza y miseria, Cervantes no sabía qué pensar» (p. 75). Ya antes había anotado el narrador: «Por un momento pensó Cervantes que sería bueno separar a aquellas dos personas que parecían vivir en el cuerpo de don Alonso» (p. 12). Otros pasajes van completando su descripción física y su retrato moral:

… cuando llegaba de tarde en tarde don Alonso Quesada, evitaba discutir con él porque se obstinaba el buen viejo en decirle que las heridas de arcabuz no implicaban heroísmo ni mérito, ya que se tiraba a distancia, y el mérito estaba solo en la espada y la pica. Él arrastraba un enorme espadón, que llevaba colgado de un tahalí de piel de cabra, porque padecía de los riñones el buen hombre.

[…] Aquel viejo tenía manías raras. Por ejemplo, prohibía que se dijera su nombre de noche porque veía en esa peregrina circunstancia no sé qué riesgos en relación con Urganda la desconocida. Leía libros de caballerías y, cuando, un día, el hermano de doña Catalina, el clérigo, […] le preguntó al hidalgo si se podía saber qué hacía en Esquivias, él respondió, atusándose el bigote lacio y caído:

—Esperar. Eso es lo que hago. Esperar.

—¿Y qué esperáis?

—Espero el ineluctable desenlace (pp. 23-24).

Cervantes, que está familiarizado con el hebreo y el Antiguo Testamento, encuentra interesantes los nombres del anciano:

Los nombres de aquel viejo hidalgo (Alonso y Quesada) le parecieron a Cervantes especialmente sugestivos. Pero Quesada podría haber sido Quijano y Quijada, y se le ocurrió que añadiéndole el sufijo ote (despectivo) la sugestión era más completa. En hebreo resultaría el nombre Quichot (o quechote), que quiere decir certidumbre, verdad, fundamento, y que se cita constantemente en las escrituras religiosas judías. Quesada era un nombre lleno de alusiones a grandezas humanas y el ote lo hacía grotesco. Sin dejar de ser grandioso y grotesco era, sobre todo, la verdad. Una gran verdad hebraica. Como Ezequiel y, más aún, como David, el hidalgo Quesada parecía a un tiempo loco, sabio, grave, grotesco, y Cervantes lo miraba a distancia y reflexionaba. Le producía aquel viejo admiración, respeto y risa (pp. 85-86)[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Aquí podríamos ver un antecedente de las numerosas palizas que recibe don Quijote en la novela cervantina.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

La semblanza de Cervantes (escritor y descendiente de conversos) en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender (y 2)

A lo largo de la novela[1], Cervantes irá sintiendo cada vez con más premura la necesidad de escapar de allí, y no solo por la preocupante metamorfosis de su esposa, sino también por el ninguneo que sufre por parte de su familia y la falta de perspectivas vitales y literarias en aquella aldea de Toledo:

El descubrimiento de la extravagancia del tío, de la sordidez del cuñado clérigo y, sobre todo, del acelerado proceso de gallinificación de doña Catalina decidió a Cervantes a pensar en salir un día de Esquivias (p. 25).

Casa de Cervantes en Esquivias (Toledo).
Casa de Cervantes en Esquivias (Toledo).

Al ver que su esposa ha cortado las alas al halcón herido, el narrador menciona que Cervantes siente «una sombría y profunda angustia» (p. 31), y luego se añade que «se sentía triste por sí mismo [y] por el falconete» (p. 46). A este estado de melancolía contribuye también la conciencia de su fracaso como autor teatral: en un determinado momento marcha a Madrid, pero regresa sin haber conseguido vender una comedia que había escrito. Distintas indicaciones textuales van insistiendo en esta cuestión de la tristeza y el cansancio cervantinos: se siente «fatigado y perplejo» (p. 35) por tener que agradecer la atención de que nunca mengüen las veintinueve gallinas del contrato matrimonial, algo que se encarga de cumplir escrupulosamente el hermano clérigo como una «deuda de decoro»: si se mata una gallina para comer, inmediatamente se repone con otra; luego se insiste en que «Sonreía irónico y melancólico» (p. 39) al comprobar que su esposa y su cuñado no se descuidaban jamás en esta contabilidad del gallinero. «Estaba Cervantes cada vez más preocupado con todo aquello» (p. 48), hasta el punto de haber perdido las ganas de reír: «Pero Cervantes solía reír pocas veces […] aquello comenzaba a ser una tremenda extravagancia del destino» (p. 55)[2]. La única solución posible es huir, escapar de la casa, de su esposa y de su familia: «El día que se celebró la primera misa en el hogar, Cervantes, profundamente impresionado por la transformación de su esposa, decidió marcharse» (p. 56). Y luego, ya completado el proceso de transformación de doña Catalina de mujer en gallina:

Doña Catalina seguía hablando y, cuando se sentía locuaz al modo gallinesco, Cervantes quería ya una sola cosa. Quería marcharse de aquella aldea. Lo más lejos posible. A las Indias no le dejaban ir por el momento, pero le habría gustado por lo menos ir a Andalucía o bien a Castilla la Vieja, a Valladolid, donde estaba la corte (p. 103).

Al final, la atmósfera resulta tan asfixiante que solamente siente el anhelo de la libertad: «Llegó un momento en que Cervantes habría querido salir de la casa y de Esquivias con las manos vacías y solo por sentirse libre» (p. 107).

Dada la brevedad del relato, Sender no puede ofrecer una semblanza completa del escritor; sea como sea, sí se van dejando caer aquí y allá algunos datos esenciales sobre su vida, su carácter y su producción literaria: fue soldado y resultó herido en combate (p. 23); estuvo cautivo en Argel, «seis años» (p. 72), donde se interesó por los idiomas semíticos, y pasó además por Chipre y por Italia; antes había sido estudiante en Salamanca (p. 57); es hidalgo y tiene derecho al tratamiento de don (pp. 35 y 105); gusta de releer la primera parte de La Galatea y piensa escribir su continuación; tiene una hija natural y mató a un hombre en duelo (p. 103); ha fracasado como autor teatral; tiene el deseo de pasar a América en busca de mejor fortuna, etc. Se dice de él que «tenía una sensibilidad muy aguda» y «solía leer los secretos pensamientos de la gente, especialmente cuando percibía en ella alguna tendencia a la animosidad» (p. 81). Esa sensibilidad, claro, es especial en materia el lenguaje («Él se interesaba por las palabras como los niños por los confites y los jugadores por sus bazas», p. 77). En fin, el Cervantes de Sender es, sobre todo, un hombre sin rencor (p. 46), un hombre prudente y bueno:

Era Cervantes extremadamente prudente. Nunca habló mal de nadie. Si alguno lo maltrataba lo comentaba tal vez, doliéndose, pero su dolor era conciliador. Parecía como si tuviera un sentimiento de culpabilidad. ¿Tal vez por saberse de origen judío? / Era un hombre bueno, secretamente bueno y digno como nadie de Dulcinea del Toboso, es decir de la mujer dulce de la bondad secreta (pp. 93-94)[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Las ocurrencias de la sobrinita de doña Catalina y los picotazos «sin malicia y solo por juego» (p. 45) que le daba el halcón en el dedo son dos de las pocas cosas que le hacían reír.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

La semblanza de Cervantes (escritor y descendiente de conversos) en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender (1)

Por debajo de la “cáscara” cómica y aparentemente intrascendente, hay en el relato de Sender[1] un meollo de contenido más hondo que deja en el lector un poso de angustia y dolor, no exento de cierto sentido trágico. Ciertamente, la metamorfosis de doña Catalina es solo la anécdota externa, pero está cargada de valor simbólico: Cervantes, en Esquivias, vive en medio de un mundo de gallinas, valga decirlo así, inmerso en una realidad prosaica y cotidiana —opresiva también— que coarta su libertad como escritor y como persona. En este sentido, la acción de doña Catalina cortando las alas del halcón herido que cuida su marido constituye una metáfora transparente de esa realidad que cercena la libertad del escritor, impidiéndole volar a regiones más altas. Así, la formulación «Cervantes repetía que sería injusticia hacer esclava a un ave a quien Dios había hecho libre» (p. 28) recuerda claramente las palabras de don Quijote en el episodio de la liberación de los galeotes: «… porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres» (Quijote, II, 22). Al final, el halcón se recupera y logra escapar volando hacia las alturas (pp. 67-68), anticipando el final de la novela y el destino del escritor:

Y Cervantes salió aquel día de Esquivias y no volvió nunca. Sin los majuelos. Se fue a Andalucía a reunir víveres para la expedición de la Invencible, que fue vencida poco después. Sabido es el soneto que escribió más tarde, burlándose del duque de Medinasidonia y el que dedicó a Felipe II. De aquellos dos sonetos estaba Cervantes justamente satisfecho. Él que tanto empeño puso en escribir poesía (p. 111)[2].

Halcón

Como vamos viendo, la presencia de los animales, con un valor simbólico, es constante en la obra, y se extiende más allá de la gallinificación de doña Catalina. Así, otro símbolo muy notable es el de la gallina herida por un gato; tras el asalto al gallinero, esta gallina ha quedado muy maltrecha y todas las demás la picotean (p. 76). Cervantes, en su manquedad, se identifica con ella:

Veía Cervantes su propia mano manca por heridas de guerra y recordaba el arcabuzazo en el pecho. Creía hallar alguna congruencia en la actitud de toda aquella gente con él. Tampoco él se podía valer con las dos manos (p. 77).

Durante el día seguía preocupándole lo que sucedía en el corral con la gallina herida. Si reflexionaba un poco no tardaba en comprender que en la casa, y tal vez en la vida, pasaba lo mismo con él. Sabiéndolo manco, deseaban hacerle sentir su vulnerabilidad, tal vez (pp. 78-79).

Y es que, en efecto, él se siente ninguneado por los familiares de doña Catalina, que ni aprecian el valor heroico de sus heridas recibidas en combate, ni consideran el oficio de escritor un trabajo, una ocupación rentable en términos de dineros:

Iban haciéndose las cosas difíciles para Cervantes y no sólo por la metamorfosis de doña Catalina. Algunos comenzaban a pensar que Cervantes no trabajaba, no hacía nada dentro ni fuera de la casa (p. 69).

Por el contrario, constantemente se le recuerda que el abuelo de Catalina tuvo un próspero negocio de venta de pollos y huevos (cierta vez logró vender 600 gallinas a los polleros de Valdemoro), del que todos se sienten muy orgullosos. Para su familia política el dinero es más importante que el valor. Por ejemplo, tienen un pariente arrendador de alcabalas que ha hecho dinero, y doña Catalina comenta: «Ese, vale mucho» (p. 70); y su hermano clérigo añade: «Ese arbitrista no se anda en Galateas ni galateos» (p. 70), dardo envenenado contra Cervantes, porque por esos días está pensando en redactar la segunda parte de La Galatea (pero no se decide, entre otras cosas porque no se atreve a usar para escribir «unas resmas de estracilla que había en la casa y que figuraban también en el contrato de boda», p. 61; se alude otra vez a ellas en la p. 104). La situación hace que Cervantes se sienta consternado: «Tenía el deseo de marcharse de Esquivias cuanto antes, pero no sabía cómo» (p. 91).

Pero todavía hay más, y se trata de algo más grave: el hermano clérigo de doña Catalina, del que se destaca su «sordidez» (p. 25), simboliza una España autoritaria en el que no hay lugar para los seres marginales, sean estos gitanos (ver pp. 26 y 47), moriscos[3] o conversos. En este sentido, la novela de Sender no pasa por alto el tema de los antecedentes conversos de Miguel de Cervantes, con varias alusiones explícitas, que se acumulan en la parte final del relato:

No tardaron en descubrir que Cervantes rehusaba a veces comer carne de cerdo. No todas las clases de carne de cerdo. Por ejemplo, el jamón serrano bien curado, cuando tenían un pernil colgado en la despensa, le gustaba y, en las tardes de invierno, una loncha con un poco de tomate en conserva, un trozo de pan y medio vaso de vino era una buena merienda que le entonaba. Quedarse entonces al amor del fuego una hora sin hacer nada, soñando y dormitando, era una delicia (p. 79).

Aquella tarde el clérigo dijo al hidalgo: «Mi cuñado don Miguel de Cervantes viene de conversos.» Cervantes era rubio, de frente despejada y expresión abierta. Es verdad que tenía una nariz corva y afilada y los labios gruesos y saledizos, aunque la boca era pequeña. En todo caso, el carácter de Cervantes, un poco solitario y evasivo, distaba del de otros escritores que no venían de conversos, como por ejemplo Lope de Vega (p. 80).

Un día se dio cuenta Cervantes de que la transformación de doña Catalina era menos sensacional para sus amigos que la sospecha creciente de haber habido judíos en su linaje. No era Cervantes judío, pero venía de conversos (p. 92).

Había pensado también seriamente Cervantes en salir para Indias, común refugio de los desventurados. Pero para conseguir la autorización necesitaba una justificación de limpieza de sangre, porque había recelo y ojeriza con los sospechosos de judaísmo e incluso con los conversos de reciente data. Esta era una ley nueva (p. 94).

Cervantes sabía un poco de árabe y más hebreo, aunque en ninguno de esos idiomas era maestro. Algunos pasajes de Ezequiel podía leerlos en el idioma original, pero aquella era una virtud no comunicable (pp. 101-102).

Un día, el párroco se permitió una alusión que alarmó un poco a Cervantes. Habló de los que preferían el aceite a la grasa de tocino para freír huevos. Luego le preguntó a Cervantes si el nombre Ana era judío y lo que quería decir (p. 106).

Comenzaba el clérigo a mirar de reojo a Cervantes por alguna de las siguientes causas. Por haberse enterado de que tenía una hija natural nacida de sus amores con la comediante Ana Franca (una hija a quien Cervantes amaba y que se llamaba Isabel de Saavedra). Por su arrepentimiento de haber casado a la hermana joven con un converso o hijo o nieto de conversos veinte años más viejo y manco. Por haber averiguado que, antes de ir Cervantes a Italia, mató a un hombre en duelo por lo cual fue condenado a diez años de destierro y a la amputación de la mano derecha, sentencia que afortunadamente no se cumplió. O, simplemente, porque recelaba de aquel interés varias veces manifestado por los majuelos de Seseña (p. 106)[4].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Los majuelos aludidos formaban parte también de la dote aportada por la novia. Luego se refiere a los célebres sonetos que comienzan «Vimos en julio otra Semana Santa…» y «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza…», dedicado este segundo al túmulo de Felipe II en la catedral de Sevilla.

[3] La primera alusión, aparentemente casual e inocente, ocurre al hablar de unos guarismos («Por entonces, supo [la sobrina de doña Catalina] que los guarismos eran de origen árabe, y les tomó ojeriza. Eran moriscos, es decir, cosa del diablo», p. 54). La Inquisición se menciona varias veces (ver por ejemplo p. 67).

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

«Las gallinas de Cervantes» (1967), de Ramón J. Sender: la metamorfosis de doña Catalina (y 2)

Los cambios en el cuerpo y en la voz de su mujer —descritos con humor por Sender en la novela[1]preocupan, como no podía ser de otra manera, a Cervantes:

En aquellos días, los brazos de doña Catalina se hacían más cortos y la piel se ponía granulosa como la de las gallinas. Además, ella los agitaba de vez en cuando, como si fueran alas (p. 48).

Razonable o no, aquella misma semana advirtió que el fustán de su mujer se alzaba un poco en la espalda. Era que le crecían las plumas del rabo. Al mismo tiempo, las piernas se enflaquecían y aparecían cubiertas de una piel seca y escamosa.

El vientre de doña Catalina formaba una masa redonda con los pechos (casi atrofiados) y los hombros. El cuello se hacía más flaco y la cabeza, ligera y fisgadora, miraba a un lado y otro con recelo (pp. 50-51).

Se habla del trémolo (p. 59), del tartamudeo (p. 62) de su voz… Poco a poco, el proceso transformador se va completando: «Sin duda, doña Catalina era ya una gallina hecha y derecha» (p. 64). En este sentido, un primer clímax narrativo ocurre cuando la esposa de Cervantes se pone a dormir sobre la barra del cabecero de la cama, desnuda —«vestida de sus plumas» (p. 66)— y dejando ver claramente su pico, «porque la nariz se le había endurecido hasta ser primero cartilaginosa y luego ósea y escindida. La boca desapareció» (p. 66). Igualmente, se habla de su «mano atrofiada» (p. 76)[2]. Cuando se desnuda para ir a dormir, «quedaba en cueros, llena de plumas, gallina como cualquier otra gallina, pero tan grande que causaba asombro» (p. 77). Se comprende el temor del escritor, que pasa las noches en vela, sin poder pegar ojo, con el miedo de que su esposa-gallina le caiga encima. Cervantes, que siente una mezcla de compasión y de asombro ante lo que sucede, no sabe qué hacer. Los demás habitantes de la casa, o no se dan cuenta de la transformación o fingen no apreciarla. En cambio, para el escritor no pasa desapercibida:

Quería Cervantes evitar que saliera a la calle y llamara la atención. Era una gallina enorme. El rabo se alzaba debajo del fustán y habían tenido que coserle una franja supletoria para que no se vieran sus patas secas de gallina. Todavía usaba zapatos en los que acomodaba como podía sus cinco dedos leñosos (pp. 88-89).

Juana de Juan, Mujer gallina (detalle). Fuente: https://juanadejuan.blogspot.com/p/blog-page_4982.html

En el tramo final del relato el narrador insiste en que doña Catalina va perdiendo el habla humana y todo son palabras pronunciadas «con altibajos y disonancias de ave de corral» (p. 87), su habla es «un gorgoreo de gallina, que sonaba en tono menor (gargaaaaaaarearrrrr)» (p. 96):

—Lallina muerta era oñaCoquita yora quedan sol oventiocho pero mirmano lopondrán el papel (p. 87).

—Los gallingeneral tien mamamamamala reputa, pero nannadie como Caracalla pararañar el suelo y encontrar, encontrar, encontrar… Es muyencontrador Caracalla (p. 98).

—Mirandiyo que hacéis señor hermano, que ahora se me hace que el batiaguas rompido parece una gallinita muerta y el señor Caracaracaracalla se nos acoquina y conduela (p. 100).

—Es que la Mantudiya está cococococobandiando (p. 100).

Solo un detalle faltaba para completar definitivamente el proceso de transformación de mujer en gallina, y ese también va a llegar: un día, doña Catalina se acurruca en un rincón del cobertizo y pone un huevo. «Cervantes se sintió desolado» (p. 83). No es para menos, tras ver a su esposa «ya del todo gallina —enorme gallina» (p. 107). «El mundo de las gallinas —apostilla el narrador— parecía interesar más cada día a doña Catalina, lo que no tiene nada de extraño sabiendo lo que le sucedía» (p. 95), y eso explicará también el temor que «la esposa engallinecida» (p. 110) siente por el halcón herido que ha recogido Cervantes, contra el que mostrará toda su inquina cortándole las alas (en una próxima entrada me referiré al simbolismo de este animal).

En definitiva, todo este proceso de la metamorfosis de doña Catalina en gallina, descrito con tanto detalle como humor, resulta sin duda alguna divertido. Sin embargo, no deja de ser una especie de envoltorio amable que aloja en su interior un contenido más amargo[3] que tiene que ver con la melancolía de un Cervantes encerrado en Esquivias y falto de una perspectiva vital ilusionante[4].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Luego se añade que «conservaba cuatro deditos medio atrofiados (el pulgar había desaparecido ya)» (p. 87).

[3] Aspecto ya notado por Ángeles Pons Laplana: «El humor y la ironía nos hacen sonreír en este proceso de gallinificación, pero la amargura subyace en todo el relato» («Autobiografismo en Las gallinas de Cervantes», en Fermín Gil Encabo y Juan Carlos Ara Torralba, eds., El lugar de Sender. Actas del I Congreso sobre Ramón J. Sender. Huesca, 3-7 de abril de 1995, Huesca / Zaragoza, Instituto de Estudios Altoaragoneses / Institución «Fernando el Católico», 1997, p. 491). Carlos Bravo Suárez, por su parte, apunta que se trata de «un relato que tiene más intenciones críticas y enjundia literaria de las que pudiera aparentar» («Sender y las gallinas de Cervantes», Diario del Alto Aragón, 10 de agosto de 2016, p. 48). Sobre la pluralidad interpretativa del relato de Sender (lectura en clave autobiográfica, lectura metaliteraria, crítica de la España franquista, etc.) habla Pol Madí Besalú, Una aproximación a la narrativa breve de Ramón J. Sender: las «Narraciones parabólicas» (1967), Tesis de Máster inédita, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona (Facultat de Filosofia i Lletres), 2017, pp. 6-7.

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

«Las gallinas de Cervantes» (1967), de Ramón J. Sender: la metamorfosis de doña Catalina (1)

En Las gallinas de Cervantes[1], la descripción de esa metamorfosis de la esposa de Cervantes en gallina, que se va produciendo poco a poco, es verdaderamente magistral. Un día doña Catalina comenta que se ve «un poco paviosa» y su esposo la llama con cariño gallipavísima (p. 20). Entonces, «Cervantes comenzó a observarla de cerca y comprobó que la cabeza se reducía y las piernas adelgazaban» (p. 20). No solo eso: además doña Catalina empieza a tartamudear, como se pone de manifiesto cuando Miguel recibe una carta de un amigo que está en las Indias («—¿De Bogotá? ¿Carta de Bobobogatttáaa…?», p. 21; «Y parecía que cacareaba como las gallinas después de poner un huevo», p. 21). De hecho, la progresiva pérdida de la voz humana, sustituida por el cacareo, será nota destacada en este proceso transformador. Con breves pinceladas, y dentro de la necesaria brevedad de un relato corto, el narrador va dando cumplida cuenta de ese proceso de engallinamiento o gallinificación («El mismo Cervantes, que solía preocuparse de las palabras, no sabía cómo se decía, aquello», p. 56).

Carlos Sobrino, Mujer con gallina (1936). Colección de Arte Afundación. Obra Social ABANCA (Vigo, España)
Carlos Sobrino, Mujer con gallina (1936). Colección de Arte Afundación. Obra Social ABANCA (Vigo, España).

Tal metamorfosis, destaca el narrador, empezó el mismo día de la firma del contrato matrimonial:

Desde el día que Cervantes firmó aquel contrato de boda comenzó a ver en el perfil de doña Catalina alguna tendencia a identificarse con las aves de corral. Un día descubrió que podía mirar de medio lado sin volver el rostro, con un solo ojo, y que estos tenían tendencia a hacerse planos, como en las pinturas egipcias, e independientes el uno del otro (pp. 13-14).

Y el proceso se irá agudizando poco a poco:

La cara de la muchacha estaba haciéndose más afilada, el hociquito saledizo y puntiagudo, la nariz en pico, y las orejas disminuían debajo del pelo. Un día, acariciándoselo, descubrió Cervantes dos plumas, quiso quitárselas y doña Catalina se quejó. Estaban bien enraizadas en su piel. Dos plumas largas como las plumas remeras de las alas o las del rabo (pp. 26-27).

Entretanto, doña Catalina seguía dejando de ser mujer y convirtiéndose en ave doméstica. […] Doña Catalina no disminuía de tamaño. Si llegaba a convertirse en una gallina por entero sería una gallina enorme, con pico y cresta y alas de una grandeza disforme (pp. 35-36).

En cuanto a la forma de hablar de doña Catalina, también el cacareo irá haciéndose cada vez más notable:

—¿Y vuestro camarada el de la carta de Caracas?

En aquella repetición de la sílaba «ca», con tonos diversos y un poco quebrados, se volvió a percibir a la gallina: Camarada de la carta de Caracas (p. 37).

El narrador explica que sus palabras «iban tomando cacofonías de ave de corral»:

—Esa cacatúa no la cargaría yo cabe el corazón, que con un picotazo sería capaz de acabar conmigo. Tiene el pico reganchado. […]

Cuando ella pronunciaba voces próximas al cacareo, se le quebraba la voz: Cacatúa-reganchado-cabe-corcon-cabar-cargar. La ilusión del cacareo era tan perfecta que los jugadores levantaron la cara de las cartas… (p. 52)[2].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

«Las gallinas de Cervantes» (1967), de Ramón J. Sender: el matrimonio de Miguel y Catalina

Comenzaré mi comentario de Las gallinas de Cervantes[1] recordando estas palabras de Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres:

El volumen que lleva por título Las gallinas de Cervantes y otras narraciones parabólicas (1967) está encabezado por una curiosa novelita en la que el autor rinde tributo de admiración a ese hombre «tan pobre de medios económicos y tan rico de mente y espíritu» [Sender: OC, I, 15]. Se trata de una fantasía surrealista, graciosa y de excelente factura, en la que asistimos al proceso mediante el cual doña Catalina de Salazar, la esposa joven, tonta y mezquina que deparó el destino al autor del Quijote, se va transformando poco a poco en gallina[2].

En efecto, el relato senderiano constituye una explicación —desde la ficción, claro está— de las razones que llevaron a Cervantes a escapar de Esquivias. Como ya indiqué, el matrimonio vivió mucho tiempo separado, pues, al poco de la boda, Cervantes marchó lejos, a Andalucía: Miguel y Catalina se habían casado a finales de 1584 (los esponsales se celebraron el 15 de diciembre en Esquivias), y ya en 1587 empiezan los vagabundeos del escritor por el sur, primero como comisario de abastos, más tarde como alcabalero real cobrando los impuestos atrasados.

Busto dedicado a Catalina de Palacios Salazar en Esquivias (Toledo).
Busto dedicado a Catalina de Palacios Salazar en Esquivias (Toledo).

Debemos recordar además que Cervantes doblaba en edad a Catalina y que, en efecto, ambos no pasaron mucho tiempo juntos (aunque a la altura de 1604 Catalina sí está con su esposo en Valladolid). Sea como sea, el relato arranca con la explicación —novelesca, ficcional— del motivo que tuvo Cervantes para su rápida marcha de Esquivias:

Algún lector se extrañará de que yo escriba estas páginas sobre la esposa de Cervantes, pero creo que ha llegado el momento de decir la verdad, esa verdad que en vano ocultaban Rodríguez Marín, Cejador y otros, queriendo preservar y salvar el decoro de la familia cervantina. Siempre hubo un misterio en las relaciones conyugales de Cervantes y eso nadie lo niega. ¿Por qué no aparece su mujer viviendo con él en Madrid, en Valladolid? Es como si el escritor quisiera recatarla en la media sombra rústica de la aldea. ¿Por qué no la llevaba consigo? Algunos cervantistas lo saben, pero guardan todavía el secreto. Yo creo que ha llegado el momento de revelarlo. Es que la dulce esposa se estaba volviendo gallina, aunque ella no se daba cuenta, sobre todo al principio (pp. 18-19).

Y en la nota preliminar a este texto en Obra completa, el autor explicaba:

Alguien tenía que escribir sobre las gallinas de la esposa de Cervantes y una de las modas de vanguardia (el surrealismo) me ha ofrecido a mí, tan enemigo de modas, la manera. […] Había que hacer justicia con Cervantes en las cosas pequeñas, al menos, ya que las grandes si no le hicieron justicia en vida se la hicieron después de su muerte, cuando la consagración vino de los países extranjeros y de las opiniones de escritores y filósofos de fuera. […] Eso de poner doña Catalina de Salazar las gallinas en el acta de matrimonio me había ofendido siempre y revelaba de pronto esa clase de ignominia a la que el hombre de imaginación ha estado siempre expuesto en España, por lo menos en el marco de ciertos sectores de la llamada clase media[3].

En próximas entradas centraré mi comentario en los que, a mi juicio, constituyen los tres principales núcleos de interés del relato de Sender: 1) el “kafkiano”, absurdo y surrealista proceso de metamorfosis de doña Catalina en gallina; 2) la semblanza de Cervantes como escritor y descendiente de conversos; y 3) el retrato de varios personajes de Esquivias, sobre todo del núcleo familiar de doña Catalina, que habrían podido servir de inspiración a Cervantes a la hora de redactar el Quijote, en especial el hidalgo Alonso de Quesada, tío de Catalina, personaje dual, mezcla de grandeza y miseria, que constituye un claro antecedente de la dupla Alonso Quijano / don Quijote[4].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, Manual de literatura española, tomo XIII, Posguerra: narradores, Pamplona, Cénlit Ediciones, 2002, p. 61.

[3] Sender, en su nota preliminar a Las gallinas de Cervantes, en Obra completa, Barcelona, Ediciones Destino, 1977, vol. 2, p. 317; ahí mismo escribe también: «el caso es que las gallinas llevan ya más de tres siglos cacareando y pidiendo un cronista, como le decía yo a Américo Castro cuando él me hablaba de lo poco que se había escrito sobre la vida privada de Cervantes».

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

Una recreación cervantina: «Las gallinas de Cervantes», novela corta de Ramón J. Sender (1967)

El matrimonio de Miguel de Cervantes con Catalina de Salazar[1] ha dado lugar a muchas elucubraciones por parte de los biógrafos e investigadores cervantinos: ¿fue un mero matrimonio de conveniencia en el que faltó el amor? Y, en consecuencia, ¿estaría ahí la explicación de las largas ausencias de Cervantes del hogar familiar en Esquivias? Es una posibilidad. Por el contrario, hay quienes defienden que tal situación —la necesidad de que el varón se ausentase de casa por largos periodos en busca de trabajo— era algo habitual en la época, sin que sea necesario buscar otro tipo de explicaciones[2]. Sea como sea, el matrimonio del escritor —y, más concretamente, las gallinas que se incluyen en el contrato matrimonial como aportación de la novia, junto con varios majuelos de olivos y vid, un huerto, algunos muebles y otros objetos domésticos— es el punto de partida de una novela corta (o, si se prefiere, un cuento largo) de Ramón J. Sender publicada originalmente en 1967, con reediciones posteriores[3] que ha generado cierta —no mucha— bibliografía[4]. Es de destacar asimismo que la novelita ha dado lugar a una versión cinematográfica.

Carles Fontserè, Sender en Los Ángeles (1968)
Carles Fontserè, Sender en Los Ángeles (1968).

Como es sabido, Ramón J. Sender (Chalamera de Cinca, Huesca, 1901-San Diego, California, 1982) es uno de los principales escritores españoles de posguerra, representante en su caso de la narrativa que hubo de desarrollarse en el exilio. Su carrera había empezado antes de la guerra civil (Imán, Siete domingos rojos, Mister Witt en el Cantón…), títulos a los que a partir de los años 40, ya fuera de España —el autor vivió en Francia, México y Estados Unidos—, se irán sumando otros: Crónica del alba, Réquiem por un campesino español, Carolus Rex, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, etc. Su figura y su obra resultan bien conocidas y existe abundante bibliografía al respecto[5]. Ahora me interesa entresacar un par de detalles bio-bibliográficos que conectan a Sender con Cervantes, a saber: 1) nos consta que el escritor aragonés leyó el Quijote siendo muy joven y tenemos el testimonio de que tal lectura le impresionó fuertemente, dejándole un poso de tristeza[6]; y 2) Sender es autor de un libro titulado Novelas ejemplares de Cíbola (1961)[7], que —al igual que la colección de novelas cortas de Cervantes publicada en 1613— consta de doce relatos[8].


[1] Abundantes datos sobre su esposa, Catalina Palacios Salazar y Vozmediano, y su familia se recogen en Krzysztof Sliwa, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, Kassel / Fayetteville, NC, Edition Reichenberger / Fayetteville State University, 2006. Ver también la recreación literaria de Segismundo Luengo Catalina de Esquivias. Memorias de la mujer de Cervantes, Madrid, Sial, 2004; y el más reciente monólogo teatral de José Manuel Lucía Megías Soy Catalina de Salazar, mujer de Miguel de Cervantes, Barcelona, Ediciones Huso y Cumbres, 2021.

[2] Escriben Mariela Insúa Cereceda y Carlos Mata Induráin: «En 1584 mantiene una relación amorosa con Ana Franca de Rojas, una «bella malmaridada» con un mesonero, fruto de la cual nace su hija natural Isabel de Saavedra. Más tarde, ese mismo año, se casa en Esquivias con Catalina de Palacios Salazar Vozmediano y la pareja se instala en ese pueblo de donde ella era natural. Al parecer, fue este un matrimonio de conveniencia y no resultó demasiado dichoso: la edad de los contrayentes era desigual (Cervantes tenía treinta y siete años y su esposa diez y nueve), y ciertamente no nos han quedado en la obra cervantina evocaciones de una vida conyugal feliz; además, fue mucho el tiempo que los esposos vivieron separados, en distintos momentos». Sender, en la nota preliminar a Las gallinas de Cervantes en Obra completa, escribe: «Por ese afán de simetría que existe en la vida moral —lo mismo que en el mundo físico— le correspondió a Cervantes (que buscaba en vano a su Dulcinea) la esposa más tonta —ella nos perdone— de la Mancha» (El «Quijote». Guía de Lectura, Tafalla, Cénlit Ediciones, 2006, pp. 23-24).

[3] La «Carta dotal de Miguel de Cervantes Saavedra a Catalina de Palacios Salazar y Vozmediano, su esposa», dada en Esquivias, el 9 de agosto de 1586, se reproduce en Krzysztof Sliwa, Documentos de Miguel de Cervantes Saavedra, Pamplona, Eunsa, 1999, pp. 138-142. En ella se hace constar entre los bienes aportados por la esposa «Cuarenta e cinco gallinas e pollos e un gallo, [valorados] en cuatro ducados».

[4] Véanse los trabajos de Antonio Román Román, «Un homenaje de Sender a Cervantes: Las gallinas de Cervantes», en Juan Fernández Jiménez, José Julián Labrador Herraiz y L. Teresa Valdivieso (coords.), Estudios en homenaje a Enrique Ruiz-Fornells, Erie (Pennsylvania), Publicaciones de la Asociación de Licenciados y Doctores Españoles en los Estados Unidos, 1990, pp. 560-567; Ángeles Pons Laplana, ; «Autobiografismo en Las gallinas de Cervantes», en Fermín Gil Encabo y Juan Carlos Ara Torralba (eds.), El lugar de Sender. Actas del I Congreso sobre Ramón J. Sender (Huesca, 3-7 de abril de 1995), Huesca / Zaragoza, Instituto de Estudios Altoaragoneses / Institución «Fernando el Católico», 1997, pp. 487-498; Alfredo Castellón, «Las gallinas de Sender», Turia, 55-56, 2001, pp. 239-242; Mary S. Vásquez, «Cervantes written by Ramón J. Sender or the case of the twenty-nine chickens», Vanderbilt e-journal of Luso-Hispanic Studies, 2, 2005, pp. 199-205; Carlos Bravo Suárez, «Sender y las gallinas de Cervantes», Diario del Alto Aragón, 10 de agosto de 2016, pp. 48-49; o Pol Madí Besalú, Una aproximación a la narrativa breve de Ramón J. Sender: las «Narraciones parabólicas» (1967), Tesis de Máster inédita, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona (Facultat de Filosofia i Lletres), 2017.

[5] Ver por ejemplo Marcelino C. Peñuelas, La obra narrativa de Ramón J. Sender, Madrid, Gredos, 1971; y Jesús Vived Mairal, Ramón J. Sender: biografía, Madrid, Páginas de Espuma, 2002, entre otros muchos trabajos.

[6] Ver José Antonio Dueñas Lorente, «Cervantes y el Quijote, según Ramón J. Sender», Alazet. Boletín Senderiano, 14, 2005, pp. 461-468.

[7] Ver Dulce Maria H. Lawrence, Estructura y sentido en las «Novelas ejemplares de Cíbola», Richmond (Virginia), University of Richmond, 1975 (Master’s Theses, 382).

[8] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.