Los «Cuentos sin espinas» de Mariano Arrasate Jurico: valoración final

Como hemos tenido ocasión de comprobar en sucesivas entradas, las dos series de Cuentos sin espinas[1] de Mariano Arrasate responden perfectamente al título bajo el que se agrupan: en ellos no hay espinas, sino buenas enseñanzas morales. Evidentemente, más que por su importancia o su calidad literaria estos relatos nos interesan como exponente de una etapa, de una forma de hacer cuentos que tiene todavía mucho de decimonónica, pues el autor no ha conseguido desprenderse de la pesada carga didáctica que encorseta al relato y le impide volar hacia el campo de la pura ficción. Los personajes no ofrecen actitudes vivas, sino que están al servicio de lo que se quiere enseñar; todos están vistos, más que con simpatía, con cierta actitud paternalista, incluso los más negativos (Laura, el zurdo que roba el ochavo a Germán, Eugenia), pues de ellos se puede esperar su regeneración moral. Hay algún caso de onomástica elocuente (así, el amigo que da malos consejos a Aquilino se llama Simplicio).

Cerebro y bolígrafo

Nótase en estos relatos cierto prosaísmo, patente en la abundancia de frases hechas (ser un juerguista de marca mayor, no contar con la huéspeda, fumar como una locomotora, cortar por lo sano, equivocarse de medio a medio, ponérsele a uno un buen temple, estar en lo que se celebra, tomar el pelo de lo lindo, hacerse rogar, andarse con chiquitas, meter el miedo en el cuerpo, coger una pítima ‘emborracharse’, estar más alegre que una gaita, estar hecho una uva, poner el grito en el cielo, conocer al dedillo, ser simpático como él solo, no dar algo frío ni calor ‘dejar indiferente’, estar a punto de caramelo, despachar un asunto en un periquete, estar de buen temple, vivir a sus anchas, tener la mano como una bota ‘muyhinchada’, parecerse como un huevo a otro huevo, echar a alguien a [con] cajas destempladas, dejar con la boca abierta, estar hecho un basilisco, ser un cero a la izquierda) y términos y expresiones coloquiales (a palo seco, a renglón seguido, a la primera de cambio; Natalio, el amigo de Aquilino, es un mal trabajas; ¡rechufla!, parrandero, endina ‘enfermedad, molestia’, petardo ‘cosa molesta’, correntón ‘calavera’). Aparecen ciertos diminutivos afectivos: defectillo, cuidadito, veladorcito, historieja. Algunos rasgos son navarrismos, ya léxicos, ya morfosintácticos: demasiau poco (dice Teresa, p. 20); mujericas (p. 31); falso ‘cobarde’ (p. 31); «Si Vd. tendría el dolor, puede ser que estaría más mansico» (p. 31); mocetes (p. 64); peloticas (p. 65); zambaco ‘modalidad de juego de pelota’ (p. 64, anotado al pie por el autor).

Además de en el lenguaje, cierto tipismo hay también en el reflejo de algunas costumbres: los vecinos de los pueblos, montañeses y riberos, que acuden a Pamplona para vender sus productos (p. 20); la mención de los medios (los medios vasos de vino, los «chiquitos») que toman Aquilino y sus amigos en las tabernas; los escaparates de la capital provinciana donde se exhiben «sedas, lanillas, pieles, sombreros, medias y zapatos»; la salida de la misa, y la importancia del qué dirán en una ciudad donde todo el mundo se conoce; los veraneos en ciudades costeras para las clases acomodadas (San Sebastián, Santander, Biarritz…); los indianos que regresan enriquecidos al pueblo tras pasar muchos años en América; la mención de algunos juegos infantiles (el marro, justicias y ladrones, los bolos y la pelota)…

Otro rasgo característico es el humor: aunque no se puede hablar de cuentos humorísticos, la nota cómica se hace presente en forma de ligeras pinceladas: a Aquilino le gusta beber ron de Jamaica… o de China (p. 20); un reumático echa a correr para escapar de las friegas de Dionisio el barbero (p. 31)… Recuérdese además todo lo dicho a propósito de «Cambio de papeles». En el plano estilístico, lo más destacado es la presencia de construcciones trimembres, que a fuerza de repetidas llegan a cansar[2].

En los cuatro relatos de la segunda serie comentada se observa el mismo didactismo que en los siete de la anterior. Y, respecto al estilo, lo más destacado vuelve a ser el empleo de palabras coloquiales (vulgarismos, y algunas palabras que son navarrismos), que suelen ir destacadas en negrita o entre comillas: cubico, aparatico, ir a escape, calentica, practicanta, marchar como un reloj, rusiente, melico ‘ombligo’, jicarica, echando chispas, tiempo de perros, batiaguas ‘paraguas’, chirriau ʻmojado, caladoʼ, frío morrocotudo, vasico, masada, presente (de la matanza), pollada, la saca (del vino), a hacer cuentas, penau, esgarra, chismico, hogaril, dejarse de dibujos, tullina ‘paliza’, navarzal (en nota al pie se explica su significado, ‘boyero’), peloteras ‘enfados’, andar a tres menos cuartillo, caérsele la casa encima, meter en vereda, no poder ver a alguien ni en pintura, atravesado en el estómago, charla que charla, canastos, otra que te pego, mastuerzo, zamueco, zopenco, zascandil, hacérsele la boca agua, camueso, sorber el seso, perder la chaveta, plancha ‘sorpresa, decepción’, seguir en sus trece, echar una parrafada, sudar tinta, estar de morro ‘estar enfadado’, cubrirlo de elogios hasta el cogote, estar chocha con algo, más alegre que unas castañuelas, callandico, salir algo a pedir de boca, dormir como un leño, mocica, faldica, mesica, pocos pecaus y buenos bocaus, durico, más contentos que unas Pascuas, cosica, hatico

En definitiva, los Cuentos sin espinas coinciden con el resto de la corta producción narrativa de Mariano Arrasate en una serie de rasgos, que podrían resumirse en dos: el carácter eminentemente moralizador y el tipismo regional; desde el punto de vista técnico, se trata de una narrativa anquilosada, sin novedades, de tono sentimental (y a veces sensiblero), anclada todavía en el regionalismo de finales del siglo XIX[3].


[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico. Y también el volumen Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.

[2] Por ejemplo: «a unos por razón de la cirugía, a otros por razón de la barbería, a otros por razón de la odontología» (p. 30); «era duro, despiadado, terrible» (p. 31); «fatua, simple e insoportable» (p. 31); «Así vivió una porción de años, escandalizando, perturbando, triunfando» (p. 37); «Estaba Laura en la plenitud de su juventud, de su belleza y de su salud» (p. 37); «le parecía no habían de quebrantarse jamás su salud, su juventud ni su belleza» (p. 37); «¡Esto es inicuo, infame, criminal!» (p. 43); «si no puedo, si tengo mucho que hacer, si me esperan…» (p. 54); «para extremar con ella las atenciones, los cuidados, la afabilidad…» (p. 72); «¡Dios mío!, qué soledad, qué desamparo, qué atroz sufrimiento» (p. 74); «el alivio de sus congojas, la alegría que ilumina sus desalientos, la felicidad» (p. 77); «está profundamente disgustado, alterado y acobardado» (p. 78); «molestarlo, maltratarlo y desatenderlo» (p. 85); «reconocer la suya [su culpa], cargar con ella y deplorarla» (p. 86), etc.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «La producción narrativa de Mariano Arrasate», Príncipe de Viana, año LIX, núm. 214, mayo-agosto de 1998, pp. 549-570.

«Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender: final

Las gallinas de Cervantes (1967) de Ramón J. Sender[1] es un relato divertido que describe la alegórica y surrealista transformación de doña Catalina, la esposa de Cervantes, en una gallina. Este sería el hecho que explicaría la verdadera razón de la marcha —¿huida, abandono?— de Cervantes del hogar familiar en Esquivias. Ahora bien, tras su apariencia insustancial, la novelita esconde una veta más seria, que requiere una lectura más profunda, al mostrarnos a un Cervantes que tiene grandes sueños, que no puede cumplir encerrado como está en aquella casa, sabiéndose además ninguneado por la familia de su esposa, pues aunque lo aprecian por ser hidalgo con derecho al tratamiento de don, lo tienen en menos tanto por sus sospechosos orígenes conversos como por su poco lucrativo oficio de escritor, que apenas da dineros.

Halcón volando alto

En este sentido, el símbolo del halcón herido que Cervantes se encarga de cuidar, pero al que su esposa le ha cortado las alas, resulta transparente: «el halcón miraba a veces a lo alto y debía extrañarse de su incapacidad para seguir su instinto de ave de altura» (pp. 44-45)[2]. Al final, tanto el halcón como Cervantes volarán en pos de sus respectivos destinos… Por lo demás, esta recreación cervantina senderiana ofrece el interés de mostrarnos a diversos personajes que estarían en la futura génesis del Quijote, en particular el hidalgo Alonso de Quesada, tío de Catalina, personaje dual mezcla de grandeza y miseria que bien podría servir al escritor como germen para la genial creación de don Quijote[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002. Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

[2] Como escribe Antonio Román Román, «El paralelismo entre el halcón y Cervantes es perfecto»; ver «Un homenaje de Sender a Cervantes: Las gallinas de Cervantes», en Juan Fernández Jiménez, José Julián Labrador Herraiz y L. Teresa Valdivieso (coords.), Estudios en homenaje a Enrique Ruiz-Fornells, Erie (Pennsylvania), Publicaciones de la Asociación de Licenciados y Doctores Españoles en los Estados Unidos, 1990, p. 566.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

Los «Cuentos sin espinas» de Mariano Arrasate Jurico: «La alegre “Tina”»

Carlos llega a una ciudad donde va a pasar tres días en un hotel; quiere una habitación grande y fresca, pero solo está libre la del doctor Gaudencio Pestillas, que la tiene reservada[1]. Carlos finge conocerlo y afirma que no hay problema en que le den su habitación. Ya instalado, se bebe su vino y fuma varios de sus cigarros. Esa noche escucha los gritos de una mujer alojada en la habitación de al lado, que, víctima de sus vicios, sufre terribles pesadillas. Al día siguiente Carlos habla con Jerónima, una muchacha de su pueblo que trabaja en el hotel, quien le informa de que se trata de una mujer perdida, que bebe y viste indecentemente, aunque no en el hotel. Él cree que tiene algo de bueno, porque, al menos, se oyen sus lamentos; al día siguiente la ve en el comedor; es una joven de treinta años, pero está ajada por los vicios, circunstancia que sirve para introducir la correspondiente dosis moralizante:

Parece mentira que haya personas que empleen y destruyan de modo tan inicuo los dones preciosos de salud y belleza que Dios concede, y se reduzcan a sí mismos a una despreciable miseria (p. 111).

Pablo Picasso, Femme ivre se fatigue (1902).
Pablo Picasso, Femme ivre se fatigue (1902).

Al marcharse, Carlos da una propina al encargado para que no se entere Pestillas de que ha ocupado su habitación, porque no le conoce de nada. Jerónima manda con Carlos cincuenta duros y un paquete de ropas a su familia (hecho que sirve para elogiar los «santos afectos» de la familia). Carlos regresa al hotel unos meses después y le cuentan que Tina murió, completamente sola, en su habitación. El doctor Pestillas, que encontró el cadáver con el rostro desencajado, explica que Tina sufrió una crisis al corazón: los viciosos llegan a este «suicidio moral y físico» (p. 121); las luchas interiores les hacen parecer siempre mucho más viejos de lo que son: Tina, al morir, parecía que tenía sesenta años. Además —se insiste— falleció sin auxilio de nadie, sufriendo padecimientos terribles, porque a los libertinos se les aviva la sensibilidad y su agonía se convierte en una cruel tortura; y no solo se hacen daño a sí mismos, sino también a la sociedad. El relato termina con el concluyente comentario de Carlos: «La verdad es que la vida licenciosa, con sus anejos y derivados, por cualquier lado que se mire constituye un mal negocio y una detestable carrera» (p. 124)[2].


[1] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «La producción narrativa de Mariano Arrasate», Príncipe de Viana, año LIX, núm. 214, mayo-agosto de 1998, pp. 549-570.

Para la génesis del «Quijote» en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender: el hidalgo don Alonso de Quesada (y 2)

Poco a poco los lectores de Las gallinas de Cervantes[1] iremos adivinando cierta identificación entre Cervantes y don Alonso, especialmente en el tramo final del relato, cuando alcanzamos a saber que, al igual que Miguel, está interesado por lo hebreo (seguramente por descender también él de conversos):

Cervantes se pasó la mano por la frente, suspiró con pesadumbre y entró en la casa. En aquel momento encontró al hidalgo, que llegaba aunque no era domingo. Llevaba un libro en la mano. Un pequeño libro de Luis de Ávila que se llamaba Jardín Espiritual, una paráfrasis del Zohar, de Sem Tob (don Hombre Bueno, en castellano). Fue una gran sorpresa para Cervantes. El Zohar era el libro más importante después del Talmud judío, por entonces. La crema de la crema del pensamiento hebraico en el que se recordaba que David había sido una especie de bufón de Dios. David, que bailaba desnudo para sus sirvientes y que no rehuía lo grotesco risible porque sabía que, por encima de todas las manifestaciones más impúdicamente bufonescas del hombre, estaba la divinidad invulnerable e invilificable. Por encima de lo ridículo sublime y de lo grandioso mezquino. Del hidalgo que aconsejaba apuntar las gallinas y recibía una paliza en un camino y hasta de la esposa engallinecida.

Cervantes creyó comprender al hidalgo con sus ambivalencias, incluida la del silencio noble y el habla risible (pp. 109-111).

Primera edición del Zohar (Mantua, 1558)
Primera edición del Zohar (Mantua, 1558).

Y si don Alonso Quesada podría dar lugar a la futura creación de don Quijote, la propia doña Catalina es trasunto de Dulcinea del Toboso:

Antes de casarse había querido informarse sobre la familia de la novia y supo que sus abuelos venían del Toboso. Se inclinó a soñar un poco, como cualquier novio en su caso. Toboso es un nombre compuesto de dos voces hebreas, como otros nombres españoles de ciudades o aldeas. Tob quiere decir bueno y sod quiere decir secreto. Así, pues, el Toboso significa en hebreo el bien secreto o la bondad escondida. Recordaba Cervantes que, antes de casarse, había dado a doña Catalina un nombre que le pareció a un tiempo poético y justo. Era Cervantes un gran admirador de la Celestina y, a la hora de dar a su novia un nombre idílico, se le ocurrió hacerlo a imitación del de Melibeo y Melisendra, la amada del infante Gaiferos. Si ellas eran dulces como la miel, dulce debía ser también doña Catalina. Así pues, la llamó Dulcinea y por alusión a su linaje del Toboso. En su conjunto, el nombre quería decir Dulzura de la bondad secreta. Mitad en romance y mitad en hebreo. Nadie sabía que Cervantes conocía el idioma hebreo. No era que pudiera hablarlo o escribirlo, sino que había sentido curiosidad por los idiomas semíticos y aprendido algo de ellos durante su larga estancia en Argel (pp. 83-84).

En fin, cabe señalar más concomitancias con el Quijote: la sobrinita podría inspirar en el futuro la creación de Antonia Quijana, la sobrina de don Quijote; en la novela intervienen dos curas, el hermano clérigo de doña Catalina y el cura párroco de Esquivias, un barbero, etc. Todavía podríamos mencionar algunos detalles narrativos que son claras reminiscencias cervantinas, como la alusión a los diversos «autores»: la historia de lo sucedido a doña Catalina es algo «fabuloso e increíble», sin embargo el narrador anota: «Pero era verdad y se puede comprobar con documentos de la época» (p. 7), se habla de «los documentos que yo he podido recoger» (pp. 8-9), se introducen expresiones del tipo «Entre las graves personas que han estudiado la materia…» (pp. 11-12), «En esto están todos los autores de acuerdo» (p. 14). En sentido contrario, tenemos la limitación de la omnisciencia del narrador en algunos detalles nimios: «En aquella comedia, cuyo título no recuerdo…» (p. 15)[2].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Ver Pol Madí Besalú, Una aproximación a la narrativa breve de Ramón J. Sender: las «Narraciones parabólicas» (1967), Tesis de Máster inédita, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona (Facultat de Filosofia i Lletres), 2017, pp. 11-12. Por su parte, Juan Ramón Rodríguez de Lera escribe: «Sender recrea, desde la erudición, una realidad ficticia que podría haber sido el embrión de la posterior novela cervantina» («Las gallinas de Cervantes, de Ramón J. Sender», Cuadernos Cervantes de la lengua española, año 10, núm. 54, 2004, p. 40b). Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Elegías innominadas» (1981-1993) (1)

Este poemario —no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006— supone un cambio de registro, de tonos y temas, en la evolución poética de José Luis Amadoz. El poeta constata ahora que el hombre es un mundo pequeño, que puede achicarse más todavía. Pero, al mismo tiempo, el poeta sale de sí y se abre a los otros; se hace transeúnte del exterior y descubre el nosotros, el otro, el amigo y el hermano, en suma, el sentimiento de la solidaridad. En palabras del propio Amadoz, de poeta-niño pasa a ser niño-poeta, pero un niño-poeta que es ya más maduro y ve y descubre lo que hay alrededor de él. Encontramos poemas con alusiones a situaciones y acontecimientos contemporáneos (la caída del muro de Berlín, incluso el cambio climático…), entre los que no faltan los aspectos negativos, los conflictos en los que se transparenta el mito cainita: la bomba atómica sobre Hiroshima, la guerra de la exYugoslavia, la del Golfo, etc. Apreciamos cierto cambio a un tono negativo, tras la esperanza y el optimismo trascendente que prevalecen en los anteriores libros. El poeta desea transmitir la idea de que el hombre es siempre el mismo, con una asombrosa dualidad: puede albergar, por un lado, los mayores odios y protagonizar todo tipo de bajezas, pero es capaz también, por otro, de ser casi un ángel que crea en su entorno condiciones de paz, de esperanza y de milagro.

Hombre en medio de las sombras

En cualquier caso, reaparecen ahora temas presentes en los poemarios previos: el hombre que vive en la noche oscura de la no fe, que quiere salir de las sombras y se dirige a un tú que es Dios, un Dios que a veces calla o se esconde, un Dios que se oculta, que no se muestra claro, y por eso puede hablar el poeta de «la luz de tu sombra» o de una «oscura luz» (esta temática se irá acentuando cada vez más en los próximos poemarios). En alguna ocasión se presenta a este hombre como un soldado que porta el lábaro de la fe, que busca o quiere al menos buscar a Dios. En estas ocasiones se trata de un hombre que, más que de una fe propia, se nutre de la fe de sus antepasados.

Son en total dieciséis poemas, sin numerar, algunos con título y subtítulo. Varios de ellos llevan lemas y/o dedicatorias. La expresión poética se hace en este libro más clara, menos conceptual. Ángel Raimundo Fernández —que estudió estos poemas cuando aún no se habían publicado como libro exento: es ahora [2006] cuando salen reunidos por primera vez en forma de poemario— aludía al tono de elegía anunciado por el título:

Los mismos títulos (sombra, muerte maldita, elegía, elegías, el paso de los años, muerte transeúnte, etc.) remiten al tema elegíaco, cantado aquí en un tono sostenido pero no estridente y declamatorio, sino desde la perspectiva de un pensamiento que siente y de un sentimiento contenido y controlado en el vestido de la palabra[1].

Y añadía que la mayor parte de estos poemas se escriben «en verso libre, con un ritmo más interior que exterior». Pasaremos a examinarlos por separado en próximas entradas[2].


[1] Ángel Raimundo Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 2002, p. 75. En el poemario abundan las anáforas: «La anáfora, en estos casos, es un elemento que subraya el paralelismo conceptual y rítmico», explica Fernández González.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

Los «Cuentos sin espinas» de Mariano Arrasate Jurico: «Los disgustos de una novia»

Rosita es una joven bella y culta, hija única de padres ricos; varios pollos la pretenden, pero ella quiere a su novio, el médico Ignacio Orgaiz[1]. Sea como sea, la muchacha no es feliz, sufre porque su padre, don Cástor, se opone a la relación con el facultativo: «Todo lo que la hija le encontraba de inteligente, bondadoso, circunspecto y distinguido, le encontraba el padre de atrevido, vulgarote, zopenco y zascandil» (p. 54).

Novios

Asistimos a un diálogo entre padre e hija en el que discuten al respecto (don Cástor no duda en llamar a Ignacio mediquín y pobretón). Rosita decide poner en ejecución una idea, compinchada con su abuela: hay un amigo del padre, don Zoilo, de cincuenta años, que hizo un mal matrimonio[2] y quedó viudo a los treinta. Rosita habla con él y le pide una cita para tratar de una boda; don Zoilo dice que una boda es siempre algo importante: «en la boda se decide el porvenir y hasta la manera de ser de las personas» (p. 66); es una cuestión capital, quizá la más grave de la vida; defiende que la libertad que tienen los hombres para elegir pareja, también deben tenerla las mujeres: el derecho a buscar ellas el compañero con quien compartir su vida. El cincuentón cree que ha sido elegido como compañero por Rosita, pero ella le cuenta que ama a un médico joven, que es todo un caballero, pese a la contraria opinión paterna. Don Zoilo, recuperado de la plancha inicial, dice que intervendrá en su favor.

En efecto, visita a la familia (la forman, además de Rosita y don Cástor, doña Clara, la abuela, y doña Clotilde, la madre) una tarde de lluvia y, al final, cuenta que un médico, Ignacio, ha curado a su primo Ramón, operándolo del riñón. Otro día pasean los padres y don Zoilo; don Cástor no sabe por qué no le gusta Ignacio: cree simplemente que las tres mujeres están confabuladas contra él para imponérselo. Don Zoilo rompe de nuevo una lanza en favor del muchacho: «Le tengo por buen católico y por hombre caballeroso y de intachables costumbres» (p. 89). La madre ha hecho sus averiguaciones y también sabe que es «sólidamente católico», un modelo de jóvenes. Así pues, el padre cede: Rosita e Ignacio se casan y don Zoilo asiste como invitado, recordando para sí la debilidad de haber pensado que Rosita se había enamorado de él[3].


[1] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.

[2] De hecho, entre los amigos corrió el rumor de que quiso poner en el epitafio: «En 18… pasó a mejor vida la costilla de don Zoilo… Desde dicha fecha descansan la costilla y don Zoilo» (p. 59).

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «La producción narrativa de Mariano Arrasate», Príncipe de Viana, año LIX, núm. 214, mayo-agosto de 1998, pp. 549-570.

Para la génesis del «Quijote» en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender: el hidalgo don Alonso de Quesada (1)

En Las gallinas de Cervantes[1], varios de los personajes con los que convive Cervantes en la casa familiar de Esquivias son claros antecedentes de los futuros personajes del Quijote. De todos ellos, el más notable es el tío de doña Catalina, el hidalgo don Alonso de Quesada:

El día de la boda, cuando se marcharon los vecinos, quedó en un extremo de la sala un tío de doña Catalina, que se llamaba don Alonso de Quesada y Quesada, por lo cual se supone que sus padres fueron primos hermanos y tal vez era esa la causa de algunas de las rarezas de su carácter. Iba vestido mitad de caballero a la soldadesca y mitad de cortesano, y era alto, flaco, membrudo y de expresión noble y un poco alucinada (pp. 9-10).

Cervantes lo mira con respeto por su decorativa presencia y su llamativo silencio (se insistirá varias veces en ese «silencio noble» del hidalgo). Curiosamente, se le llama primero hidalgo (p. 10), pero de seguido caballero (p. 11). Es él quien añade, junto a la lista de enseres y otros objetos del ajuar de la novia, la indicación de las veintinueve gallinas (y anotará también el gallo, a petición de Cervantes). La dualidad realismo/idealismo es nota destacada de su retrato:

Le parecía a Cervantes que aquel figurón era espantosa e increíblemente contradictorio. En su cuerpo vivían dos seres distintos. Lo último que podía haber imaginado Cervantes era que aquel don Alonso saliera con la ocurrencia de las gallinas, él, que parecía reunir las apariencias y las secretas cualidades de generosidad y largueza de los héroes del linaje de Amadís (p. 11).

Este Quesada en tiempos pasados había seguido, explica el clérigo, los negocios familiares del pollerío con ciertos comerciantes de Valdemoro que tenían puestos en el mercado de Medina del Campo, y en cierta ocasión fue protagonista de una equívoca anécdota que le valió una paliza:

El hidalgo, con su prestancia de condestable de Castilla, había sido en tiempos un buen agente de compras de huevos para el abuelo de doña Catalina. Y, según ella decía, una vez que supo que un arriero iba a Pinto con una carreta y que llevaba una carta de su hermano el cura para un campesino que criaba aves de corral, el hidalgo le pidió la carta sellada al clérigo y escribió en el sobrescrito: «El día 15 pasaré por ese camino de Valdemoro. Si tenéis huevos salid al camino.» Y firmó.

Quería que saliera con huevos para comprárselos, pero el rústico entendió mal, salió y le dio una paliza al condestable. Ese incidente desgraciado, que doña Catalina contó de buena fe, hizo reír a Cervantes (pp. 73-74)[2].

Huevos

Pero luego se retiró del negocio: «Viendo en el viejo señor Quesada, una vez más, aquella dualidad de grandeza y miseria, Cervantes no sabía qué pensar» (p. 75). Ya antes había anotado el narrador: «Por un momento pensó Cervantes que sería bueno separar a aquellas dos personas que parecían vivir en el cuerpo de don Alonso» (p. 12). Otros pasajes van completando su descripción física y su retrato moral:

… cuando llegaba de tarde en tarde don Alonso Quesada, evitaba discutir con él porque se obstinaba el buen viejo en decirle que las heridas de arcabuz no implicaban heroísmo ni mérito, ya que se tiraba a distancia, y el mérito estaba solo en la espada y la pica. Él arrastraba un enorme espadón, que llevaba colgado de un tahalí de piel de cabra, porque padecía de los riñones el buen hombre.

[…] Aquel viejo tenía manías raras. Por ejemplo, prohibía que se dijera su nombre de noche porque veía en esa peregrina circunstancia no sé qué riesgos en relación con Urganda la desconocida. Leía libros de caballerías y, cuando, un día, el hermano de doña Catalina, el clérigo, […] le preguntó al hidalgo si se podía saber qué hacía en Esquivias, él respondió, atusándose el bigote lacio y caído:

—Esperar. Eso es lo que hago. Esperar.

—¿Y qué esperáis?

—Espero el ineluctable desenlace (pp. 23-24).

Cervantes, que está familiarizado con el hebreo y el Antiguo Testamento, encuentra interesantes los nombres del anciano:

Los nombres de aquel viejo hidalgo (Alonso y Quesada) le parecieron a Cervantes especialmente sugestivos. Pero Quesada podría haber sido Quijano y Quijada, y se le ocurrió que añadiéndole el sufijo ote (despectivo) la sugestión era más completa. En hebreo resultaría el nombre Quichot (o quechote), que quiere decir certidumbre, verdad, fundamento, y que se cita constantemente en las escrituras religiosas judías. Quesada era un nombre lleno de alusiones a grandezas humanas y el ote lo hacía grotesco. Sin dejar de ser grandioso y grotesco era, sobre todo, la verdad. Una gran verdad hebraica. Como Ezequiel y, más aún, como David, el hidalgo Quesada parecía a un tiempo loco, sabio, grave, grotesco, y Cervantes lo miraba a distancia y reflexionaba. Le producía aquel viejo admiración, respeto y risa (pp. 85-86)[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Aquí podríamos ver un antecedente de las numerosas palizas que recibe don Quijote en la novela cervantina.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «El libro de la creación» (1968-1974) (y 5)

El poema XXIV de El libro de la creación[1], que anuncia «fértiles y transparentes frutos», insiste en la blancura del día («Inicia el blanco día, y suena blanco, blanco»; «en tu sed y viento se pronuncie / la palabra que crea / y liga absorto vuelo, de luces blancas, blancas»). Se ponderan también aquí «hábiles destinos luminosos». Más importante es el XXV, «Es difícil rendir al hombre con un beso o caricia», que se repetirá luego en el siguiente poemario, Elegías innominadas. Destaca en su construcción la repetición anafórica de «Es difícil» o de «difícil». Centrado de nuevo en el hombre y el universo, contrapone imágenes negativas (opacas negruras, densas noches) y otras positivas, que predominan (luces transparentes, fe, luz, llama victoriosa, día, atrevida esperanza, «el lejano sueño que irreal nos sume donde el vacío vive»)[2]. Es un buen ejemplo de esta poesía densa, conceptual, hasta cierto punto difícil de Amadoz, pero que no es necesario entender lógicamente: basta con dejarse llevar por las sugerencias que nos transmite.

Amanecer

El XXVI[3] nos presenta como ya nacido al hombre, que es de «estirpe dorada», salido de su sombra a la vida y la belleza, que está en un «navío en nuevos mares», que es «mensajero sabio de nuevos mundos». Notemos, una vez más, la unidad del poemario lograda por la repetición de unos mismos temas, motivos y expresiones[4].

Un tono afirmativo preside el XXVII, que repite en posición anafórica «Es», y luego «Es. Es»: «Hombre en su pura ceniza por detrás de los ojos, / pletórica rama de esplendorosos frutos de luz y vida». Una vez más el poema se llena de iluminados días, de luces, de frutos… (luz y vida se identifican, y también luz y frutos).

El XXVIII habla de un ir «hacia la vida toda, hacia la recogida calma». Efectivamente, el signo del hombre es recobrar la esperanza, la ilusión, llegar a «la mañana y sus horas más altas, / resurgidas». También el XXIX transmite sensaciones de armonía, amor, fuerza, concordia y sinceridad: «Senda es este destino, en su torre de luz, camino de nuevos destinos que él crea». El hombre triunfa plenamente de su noche:

Todo luz,
se entrega victorioso y firme en las avenidas nuevas que le inflaman y ponen temporal y sumiso,
en la abierta y cumplida epopeya de su hombre.

Su filial entrega lo eleva en triunfo sobre la desnudez de su llanto, lo arranca de «sus oscuras y dóciles sombras». El hombre sigue siendo el único protagonista de esta gran epopeya del ser. El XXX, tras contraponer caos y sombras a vida, claror y sosiego, insiste en que «luce la vida / más allá de las sombras» y adopta un tono más claramente cristológico:

Y el testigo que no muere,
el que abre sus solitarios brazos y da forma en su cobijo a todo lo que se presta a beber su aire puro,
descansa,
duerme en la vieja senda de su vida,
y camina sin prisa ordenando sus vientos,
arrastrando tras sí al hombre en sus sombras latido.

A este respecto ha señalado Fernández González:

En principio uno se sorprende de que en un poema como El libro de la Creación el nombre de Dios no aparezca profusamente. Sin embargo, el espíritu religioso del libro es evidente porque es evidente la fuerza creadora y porque ésta es «una gran oleada y corriente divina» […]. Dios aparece como «dueño» de todo lo creado que descansa (al final, como dice el Génesis)[5].

En el XXXI el hombre se nos aparece en altura, está por encima de todas las cosas creadas, y no siente dolor, ni soledad, ejerce «su hondo imperio milenario», vive «el día soberano que no muere», «se erige sobre sus raíces infinitas y conquista las cumbres más olvidadas». Se remata con este largo verso: «Por detrás de su mar se plasma la luz inabarcable de un final potente que retumba espumosa calidad de hombre».

Por último, el XXXII (que se repetirá en Poemas para un acorde transitorio) es una composición de tono interrogativo, que nos presenta al hombre en el momento en que «va completar su filial desgarro, su sentencia de cielo», acercándose allí «donde todo es viento de luz clara», y concluye:

Donde se extraen miserias de mundo han de conjurarse en secreto acuerdo los mejores deleites,
se ha de cumplir la violenta paz que los cielos y la tierra albergan ya desde el principio[6].

Como rasgos estilísticos, destacamos la decantación por el versolibrismo y las repeticiones constantes, que consiguen el ritmo de estos poemas, subrayadas en ocasiones por las anáforas, muy frecuentes (me he limitado a señalar unos pocos ejemplos, pero son muchos más), y los encabalgamientos[7]; así lo ha señalado Fernández González, cuando escribe que el libro «se organiza en cantos (treinta y dos) y formalmente es de tono versicular sostenido por el ritmo de la palabra y de las ideas, conjugadas ambiciosamente para lograr un resultado único final»[8].


[1] José Luis Amadoz, El libro de la creación, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.

[2] Notemos el símil «las luces corran frescas y puras, como ríos de vivo fuego».

[3] Empieza por la conjunción «Y…», marca de continuidad ya anotada supra.

[4] Aparece repetido ahora el leit motiv de la madre, de la maternidad.

[5] Ángel Raimundo Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 2002, p. 72.

[6] La alusión a «tantos ciclos no acabados» viene a enlazar textualmente con el último poema del libro anterior («El ciclo se culmina»).

[7] Para algunos ejemplos, véase Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, pp. 72-73.

[8] Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, p. 70. Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

Los «Cuentos sin espinas» de Mariano Arrasate Jurico: «El espejo del señor Blas»

Comienza con la descripción de la localidad de Iturraga (que significa ‘muchas fuentes’ en euskera), un lugar ameno, con coquetas casas blancas, rebosante de felicidad; pero también hay en el pueblo familias que sufren, por ejemplo la del señor Blas: sufre sobre todo él, anciano de setenta y dos años, ya que su hijo, el labrador Hilario, su nuera y los nietos le tienen antipatía y le tratan sin cariño[1]. ¿Cuál es la razón? «No lo sabemos, ni el que lo ignoremos afecta en nada al fondo de nuestro objeto» (p. 39). Quizá —se apunta— sea cuestión de los parentescos políticos, que son un invento diabólico. Los hijos se meten con el abuelo azuzados por la madre (igual que en uno de los cuentos de la otra serie, «En el pecado…»). El maltrato llega incluso al extremo de darle poca comida a don Blas. Hilario, se explica, era bueno con él hasta que quedó imposibilitado para el trabajo; ahora, agobiado por penalidades y privaciones, lo ve como una carga, aunque todavía se hace respetar: si el padre está en casa, hay paz; pero cuando sale al campo, todos la emprenden con el abuelo; por eso don Blas se suele alejar paseando (está mejor solo que mal acompañado).

Asilo de Herencia a comienzos del siglo XX

Llega a la conclusión de que sería mejor para todos que él ingresase en el Hospital Provincial y, en efecto, un día marcha a Pamplona en un carro con su hijo Hilario; paran en una alameda junto a una fuente para almorzar. Entonces don Blas cae de rodillas rezando a Dios: han ido a detenerse en el mismo sitio donde él paró a almorzar cuando llevaba a su padre al Hospital, pues también lo consideró en su momento una carga inútil; la historia se repite ahora con su persona; el anciano siente tardíos remordimientos y considera que lo que le pasa es un castigo de Dios. Por otra parte, la enseñanza que saca Hilario viene indicada por el narrador: «No era tonto, y pronto dedujo enseñanzas: aquello era un castigo para su padre y una lección soberana para él» (p. 47).

Vuelven ambos a casa, porque también Hilario es presa de remordimientos y decide imponer su autoridad: el pan, poco o mucho, se repartirá entre todos y habrá paz en la familia; consciente de haber sido mal hijo y mal cristiano, entona el mea culpa y se propone enseñar a sus hijos la recién aprendida lección, por la cuenta que le trae para el futuro. Blas vive desde entonces mimado, aunque muere poco después.

En definitiva, el tono didáctico es también patente en este cuento, insistiendo en el respeto y cariño debidos a los mayores; además, todo hecho, bueno o malo, de nuestras vidas constituye una lección de la que podemos aprender algo positivo. Al final hay una nota del autor indicando que este caso lo oyó referir en Navarra, pero que ha sucedido igualmente en Jaca, en Calahorra, etc.:

De cualquier modo, el hecho —haya sucedido donde quiera— es tan educativo, que no he tenido inconveniente en recogerlo, darle la forma literaria en que lo presento y traerlo a este librito (p. 50)[2].


[1] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «La producción narrativa de Mariano Arrasate», Príncipe de Viana, año LIX, núm. 214, mayo-agosto de 1998, pp. 549-570.

La semblanza de Cervantes (escritor y descendiente de conversos) en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender (y 2)

A lo largo de la novela[1], Cervantes irá sintiendo cada vez con más premura la necesidad de escapar de allí, y no solo por la preocupante metamorfosis de su esposa, sino también por el ninguneo que sufre por parte de su familia y la falta de perspectivas vitales y literarias en aquella aldea de Toledo:

El descubrimiento de la extravagancia del tío, de la sordidez del cuñado clérigo y, sobre todo, del acelerado proceso de gallinificación de doña Catalina decidió a Cervantes a pensar en salir un día de Esquivias (p. 25).

Casa de Cervantes en Esquivias (Toledo).
Casa de Cervantes en Esquivias (Toledo).

Al ver que su esposa ha cortado las alas al halcón herido, el narrador menciona que Cervantes siente «una sombría y profunda angustia» (p. 31), y luego se añade que «se sentía triste por sí mismo [y] por el falconete» (p. 46). A este estado de melancolía contribuye también la conciencia de su fracaso como autor teatral: en un determinado momento marcha a Madrid, pero regresa sin haber conseguido vender una comedia que había escrito. Distintas indicaciones textuales van insistiendo en esta cuestión de la tristeza y el cansancio cervantinos: se siente «fatigado y perplejo» (p. 35) por tener que agradecer la atención de que nunca mengüen las veintinueve gallinas del contrato matrimonial, algo que se encarga de cumplir escrupulosamente el hermano clérigo como una «deuda de decoro»: si se mata una gallina para comer, inmediatamente se repone con otra; luego se insiste en que «Sonreía irónico y melancólico» (p. 39) al comprobar que su esposa y su cuñado no se descuidaban jamás en esta contabilidad del gallinero. «Estaba Cervantes cada vez más preocupado con todo aquello» (p. 48), hasta el punto de haber perdido las ganas de reír: «Pero Cervantes solía reír pocas veces […] aquello comenzaba a ser una tremenda extravagancia del destino» (p. 55)[2]. La única solución posible es huir, escapar de la casa, de su esposa y de su familia: «El día que se celebró la primera misa en el hogar, Cervantes, profundamente impresionado por la transformación de su esposa, decidió marcharse» (p. 56). Y luego, ya completado el proceso de transformación de doña Catalina de mujer en gallina:

Doña Catalina seguía hablando y, cuando se sentía locuaz al modo gallinesco, Cervantes quería ya una sola cosa. Quería marcharse de aquella aldea. Lo más lejos posible. A las Indias no le dejaban ir por el momento, pero le habría gustado por lo menos ir a Andalucía o bien a Castilla la Vieja, a Valladolid, donde estaba la corte (p. 103).

Al final, la atmósfera resulta tan asfixiante que solamente siente el anhelo de la libertad: «Llegó un momento en que Cervantes habría querido salir de la casa y de Esquivias con las manos vacías y solo por sentirse libre» (p. 107).

Dada la brevedad del relato, Sender no puede ofrecer una semblanza completa del escritor; sea como sea, sí se van dejando caer aquí y allá algunos datos esenciales sobre su vida, su carácter y su producción literaria: fue soldado y resultó herido en combate (p. 23); estuvo cautivo en Argel, «seis años» (p. 72), donde se interesó por los idiomas semíticos, y pasó además por Chipre y por Italia; antes había sido estudiante en Salamanca (p. 57); es hidalgo y tiene derecho al tratamiento de don (pp. 35 y 105); gusta de releer la primera parte de La Galatea y piensa escribir su continuación; tiene una hija natural y mató a un hombre en duelo (p. 103); ha fracasado como autor teatral; tiene el deseo de pasar a América en busca de mejor fortuna, etc. Se dice de él que «tenía una sensibilidad muy aguda» y «solía leer los secretos pensamientos de la gente, especialmente cuando percibía en ella alguna tendencia a la animosidad» (p. 81). Esa sensibilidad, claro, es especial en materia el lenguaje («Él se interesaba por las palabras como los niños por los confites y los jugadores por sus bazas», p. 77). En fin, el Cervantes de Sender es, sobre todo, un hombre sin rencor (p. 46), un hombre prudente y bueno:

Era Cervantes extremadamente prudente. Nunca habló mal de nadie. Si alguno lo maltrataba lo comentaba tal vez, doliéndose, pero su dolor era conciliador. Parecía como si tuviera un sentimiento de culpabilidad. ¿Tal vez por saberse de origen judío? / Era un hombre bueno, secretamente bueno y digno como nadie de Dulcinea del Toboso, es decir de la mujer dulce de la bondad secreta (pp. 93-94)[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Las ocurrencias de la sobrinita de doña Catalina y los picotazos «sin malicia y solo por juego» (p. 45) que le daba el halcón en el dedo son dos de las pocas cosas que le hacían reír.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.