«Las gallinas de Cervantes» (1967), de Ramón J. Sender: la metamorfosis de doña Catalina (1)

En Las gallinas de Cervantes[1], la descripción de esa metamorfosis de la esposa de Cervantes en gallina, que se va produciendo poco a poco, es verdaderamente magistral. Un día doña Catalina comenta que se ve «un poco paviosa» y su esposo la llama con cariño gallipavísima (p. 20). Entonces, «Cervantes comenzó a observarla de cerca y comprobó que la cabeza se reducía y las piernas adelgazaban» (p. 20). No solo eso: además doña Catalina empieza a tartamudear, como se pone de manifiesto cuando Miguel recibe una carta de un amigo que está en las Indias («—¿De Bogotá? ¿Carta de Bobobogatttáaa…?», p. 21; «Y parecía que cacareaba como las gallinas después de poner un huevo», p. 21). De hecho, la progresiva pérdida de la voz humana, sustituida por el cacareo, será nota destacada en este proceso transformador. Con breves pinceladas, y dentro de la necesaria brevedad de un relato corto, el narrador va dando cumplida cuenta de ese proceso de engallinamiento o gallinificación («El mismo Cervantes, que solía preocuparse de las palabras, no sabía cómo se decía, aquello», p. 56).

Carlos Sobrino, Mujer con gallina (1936). Colección de Arte Afundación. Obra Social ABANCA (Vigo, España)
Carlos Sobrino, Mujer con gallina (1936). Colección de Arte Afundación. Obra Social ABANCA (Vigo, España).

Tal metamorfosis, destaca el narrador, empezó el mismo día de la firma del contrato matrimonial:

Desde el día que Cervantes firmó aquel contrato de boda comenzó a ver en el perfil de doña Catalina alguna tendencia a identificarse con las aves de corral. Un día descubrió que podía mirar de medio lado sin volver el rostro, con un solo ojo, y que estos tenían tendencia a hacerse planos, como en las pinturas egipcias, e independientes el uno del otro (pp. 13-14).

Y el proceso se irá agudizando poco a poco:

La cara de la muchacha estaba haciéndose más afilada, el hociquito saledizo y puntiagudo, la nariz en pico, y las orejas disminuían debajo del pelo. Un día, acariciándoselo, descubrió Cervantes dos plumas, quiso quitárselas y doña Catalina se quejó. Estaban bien enraizadas en su piel. Dos plumas largas como las plumas remeras de las alas o las del rabo (pp. 26-27).

Entretanto, doña Catalina seguía dejando de ser mujer y convirtiéndose en ave doméstica. […] Doña Catalina no disminuía de tamaño. Si llegaba a convertirse en una gallina por entero sería una gallina enorme, con pico y cresta y alas de una grandeza disforme (pp. 35-36).

En cuanto a la forma de hablar de doña Catalina, también el cacareo irá haciéndose cada vez más notable:

—¿Y vuestro camarada el de la carta de Caracas?

En aquella repetición de la sílaba «ca», con tonos diversos y un poco quebrados, se volvió a percibir a la gallina: Camarada de la carta de Caracas (p. 37).

El narrador explica que sus palabras «iban tomando cacofonías de ave de corral»:

—Esa cacatúa no la cargaría yo cabe el corazón, que con un picotazo sería capaz de acabar conmigo. Tiene el pico reganchado. […]

Cuando ella pronunciaba voces próximas al cacareo, se le quebraba la voz: Cacatúa-reganchado-cabe-corcon-cabar-cargar. La ilusión del cacareo era tan perfecta que los jugadores levantaron la cara de las cartas… (p. 52)[2].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.