La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Poemas para un acorde transitorio» (1992-1994) (2)

«Se hace simple la mente…»[1], que juega con la anáfora de «se hace», es una evocación de la muerte y de lo que hay —o, más bien aquí, no hay— tras ella: «Sopla el silencioso mar de la nada, […] se ha quedado dormida en su sueño inexistente. […] Se hace simple la mente / y ya no eres nada…». Algo más misterioso es «Ay, este cerrar mis ojos» («Ay» se repite anafóricamente en las cuatro estrofillas del poema). Habla la voz lírica de «volver mis ojos al río triste de la noche» (expresión que se repite); después se dirige a un tú femenino («iluminada y bella»), que bien podría referirse a la muerte.

Con «Poesía» (también glosado antes) volvemos al asunto del poder creacional de la palabra poética y la solidaridad humana. Destaca la anáfora de «así» y varios encabalgamientos abruptos, y por ello muy expresivos. Citemos el comienzo, donde apreciamos algunos ejemplos:

Así, en este mundo desconocido
e idéntico de los que sufren como
yo sufro, de los que viven y mueren
cual yo vivo y muero, así en este mundo
solitario, en el inmenso silencio
atravesado de la soledad
derramada, luciente
y fría…

Silla solitaria

El poeta es, por definición, un solitario: habla de «esta gelidez de las almas / solas» y dice que «mi alma / partida apenas llora»; apunta entonces la solidaridad del poeta con el que es como él solitario, con el que sufre:

Voy llorando contigo
que lloras, hermano, sin tú saberlo,
amando contigo esto
que tú amas.

Y concluye:

… esta parda
ceniza que en tu amor late, este beso
que, pendido de mis labios,
a ti me ofrece enteramente, a ti.

En «Recóndita vena» (este sintagma ya se había utilizado al final del canto XXIII de El libro de la creación) el yo lírico se dirige a un Tú, con mayúscula, que se hace importante, que lo es todo para él:

Ya sé que Tú eres
el aire puro que gravita y fija
mi centro. Sé que eres
el brillo de mis años
y la densidad de mis noches,
eres el final ya hecho
de esta emprendida
y aún no comenzada
carrera.

Y sé que estás conmigo
en vuelo perenne,
y que sobre mis lados
has de posar tu peso
de Dios humanado.

Aunque mi muerte
me robe, verdecida rosa tuya
ha de brindar perfume
que vitalice así mis huesos.

En ese constante movimiento pendular entre duda y fe a que nos tiene acostumbrados, el poeta se inclina ahora claramente por la trascendencia, por la confianza en ese Dios humanado que es Cristo (destaquemos, en el haber estilístico, la bella aliteración «posar tu peso» y la anáfora «Ya sé… Sé… Y sé…»).

«Rumores nocturnos» presenta una dedicatoria «A Guillermo Rivell Amadoz, pequeño niño»; se trata de un nieto, visto poéticamente como un «pequeño animal desnudo» de mirada franca, de «frágil y abierta sonrisa». El poema se carga en su primera parte de imágenes positivas: amanecer de pájaros, profundo mar, estrellas amantes, color inmarcesible de los besos castos, espuma, manantial, sonrisa, encanto, para ponderar la alegría de esa nueva vida que se abre a la vida, a «esta hegemonía de ser / entre tanta ventana abierta a lo imperfecto». Pese a su pequeñez, pese a su desnudez («y asomas como una creación balbuciente, impregnadora, / como un animal que camina manso y dulce sin espolearse»), el niño puede ser contemplado como un «rico vástago, capaz de mirar sin turbarte al Dios escondido». Se cierra con estos dos versos:

… te he visto en tu ausencia como si no tuvieras límites,
te he visto en la sombra dibujada de mi nuevo mundo[2].


[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Poemas para un acorde transitorio» (1992-1994) (1)

Esta nueva entrega[1] insiste en ese cambio en el tratamiento de los temas poéticos con respecto a los primeros poemarios, en tanto en cuanto el poeta se sigue abriendo a un mundo nuevo de relaciones con los demás. El primer poema sirve para hacer balance, mira hacia el pasado, pero al mismo tiempo encara el futuro. Los que vienen después, otros diecisiete, son poemas bellos repletos de vivencias personales. Por lo demás, cabe destacar —de nuevo— la coherencia temática y de pensamiento que percibimos en todos los poemarios de José Luis Amadoz, los cuales se desarrollan en torno a unas pocas ideas nucleares que responden a unas mismas preocupaciones del autor. Por un lado, apreciamos que el poeta ha vuelto a caer en la noche fría, en la noche oscura (noche de la no fe, noche del miedo a lo desconocido tras la muerte): es el hombre que tiene la conciencia de su propia finitud y de la inexorabilidad de la muerte, en suma, el hombre que sigue caminando en medio de una aventura todavía irresuelta, en el permanente debate entre inmanencia y trascendencia (aunque aquí se acentuará ya el giro hacia la trascendencia).

Hombre frente a la noche estrellada

Se trata de un tema largamente transitado en la producción lírica de Amadoz, pero renovado aquí en los poemas dedicados al nacimiento de los nietos, que reiteran el milagro del hombre que nace al ser. Ahora el yo lírico se muestra alegre por la llegada de esos nietos, el poeta se siente rejuvenecido, recobra la ilusión al ver y sentir esas nuevas vidas que se abren al gran misterio de ser hombre, no exento de dolores y tristezas. El poeta cantará, gozoso, ese regalo de la vida, la heroicidad cotidiana de ser hombre, el largo camino que cada hombre, que todos los hombres deben recorrer. Y en ese contexto se manifestará extraordinariamente la sensibilidad del poeta, que desea ahora vivirlo todo, estar en todo y con todos… Por otra parte, encontraremos la idea de que la poesía, como acto de creación, «diviniza» (hay un par de composiciones dedicadas específicamente al quehacer poético).

«Todos y solo» se abre con un lema de Kierkegaard; el poeta se encuentra solo y desea «salir de sí y hablar de tú a todo»; es entonces cuando recuerda tardes otoñales, tardes viejas cargadas de nostalgias y, «casi feliz a ratos», se pregunta por «este destino que Dios sólo / conoce». El poema se cierra con la expresión de su conciencia de la muerte, pero también con el apunte —tímido— de la esperanza en una vida futura:

Con todos,
conmigo, con el gozo colmado
del sol de cada día, con este techo que me cubre,
todavía sin muerte,
y estas rosas crecidas
del jardín de la vida, con la entrega sobrada
que comúnmente nos hace la dicha,
con todo,
y, sin embargo, qué
solo, solo mirando
hacia lugares nuevos que presiento,
hacia parajes que reflejan vida plenamente,
libre de obscurecidas
apariencias, solo,
desgarrado, deseando
verlo todo, y amarlo todo con este
fuego tan hundido, desconocido,
solo, rasgado, en esta
mordedura sangrante
que a mí la vida me ha hecho
con todo.

«Emanación poética» (poema dividido en nueve secuencias numeradas en romanos) lleva un lema y dedicatoria a Antonio Machado y es un apóstrofe a la palabra, una reflexión sobre la creación poética que ya comentamos al trazar la poética de Amadoz[2].


[1] Poemario no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Elegías innominadas» (1981-1993) (3)

El siguiente poema[1], «Vieja naturaleza», lleva como lema una pregunta de Guillermo Rivell[2]. Se reiteran, a modo de estribillo, estos versos: «Vieja naturaleza / violada por el hombre». Alude al poder destructor del hombre, llevado por el deseo de «cremoso oro negro», a los «dientes asesinos / de las máquinas destructoras», a la deforestación, al cambio climático («vientos y climas contrariados»), a la amenaza que se cierne sobre determinadas especies animales en peligro de extinción («este ocaso de especies / corneadas por el hombre»). Apreciamos, pues, un tono más comprometido del poeta, aquí en concreto frente a esa destrucción de la naturaleza, cuando «sólo la fusta del hombre resuena»,

y el río y el viento
melancólicos pasan rezando
en la noche silenciosa
bajo las libres estrellas
distantes y frías[3].

Hombre mirando las estrellas

En «Entonces todo parecía posible» oímos resonar «un unísono grito de hombres libres»: apunta el deseo y la esperanza de «un nuevo mundo» que permita «saciar la paz de tantos hombres destruidos», donde «héroes y niños tomarán su camino nuevo». Atrás quedarán los tiempos de guerra: «hasta los cielos se abren al grito unánime / de paz», y habrá libertad y amor para todos.

Tras la repetición de «Naturaleza sabia» (poema segundo de «Sangre y vida», ya comentado) se incluye «Nadie puede ser sometido»[4], que desarrolla el pensamiento anunciado en el lema: «Libertad, frágil esposa, / tantas veces violada». Se dice que «la libertad se nos ofrece / como una rosa no nacida», «una hogaza reciente / de libertad mañanera». Hay aquí otra vez la esperanza de un «hombre nuevo», de un tiempo nuevo en el que «todos los hombres tendrán su barca / y serán marineros de nuevos mares». El poeta aconseja mimar a la libertad, celebrar los esponsales con esa joven esposa. Frente a la «fría ausencia» de Dios que a veces percibe el hombre, él introduce un apóstrofe al Señor para defender esa libertad:

Para entonar la canción de libertad
con más fuerza que nunca
te llamaremos,
hasta que tus oídos
ahítos de silencio ejerciten,
una vez más,
el bello recorrido de nuestras vidas.

En «Muerte maldita» (el subtítulo lo asocia a la serie de «Elegías innominadas») el yo lírico se dirige en apóstrofe a un «amigo», al otro:

Me lloro a mí mismo sin que nadie me escuche,
sin que nadie enjugue mis lágrimas,
busco mi hombre entre tanta ceniza y podredumbre,
al hombre que se esconde detrás de mi miedo,
al hermano y al amigo, al triste y desasistido.

Las imágenes negativas («ramas de sangre me han nacido cuando te contemplo», «hijos de sangre me han herido», «odio nauseabundo», «un aleluya triste») nos hablan del dolor y de la «condición fratricida» del hombre. Pero ese hombre es capaz de buscar más allá: «mi vástago de hombre se empina, imposible, buscando / la amistad del amigo y su ternura»; y acaba con esta súplica:

Búscame, amigo,
no me dejes solo a la intemperie de la sangre entre tanto desheredado,
entre tanto huérfano mordido por el odio y la venganza,
búscame entre tanta muerte maldita.

Se repiten después un par de poemas del libro anterior: «Es difícil rendir al hombre con un beso o caricia» y «Te ha de vencer», textos que Amadoz considera importantes, y que reitera según la técnica o licencia que ya hemos encontrado antes de la aliteración poética (véase lo dicho en el apartado dedicado a la poética).

Más adelante, «Y en su faz silenciosa llora como un niño pequeño» es otro poema que reitera la idea del mito cainita: encontramos sufrimiento, heridas, «la laya gris de la violencia», «sangre fratricida», «la playa gris de la violencia», el «hombre dormido en su sueño violento», en suma, la constatación de que «por cualquier parte se ve al hombre solitario en lucha con el hermano». El hombre vuelve a ser un peregrino, un navegante en medio de las sombras de la noche[5]. Pero a veces brilla la esperanza, y se ve hermanado con todo, surge el «deseo de infatigable permanencia y comunión con todo». La poesía de Amadoz adquiere ahora tintes de poesía ética, en lucha contra el sentir fratricida, contra la insolidaridad: «En cada hombre nace otro hombre», anuncia. El hombre se debate entre la desesperanza de la soledad («Y está frente a su sendero como un niño perdido», «está frente a su mundo encadenado con su libertad sumisa y poblada de vacíos») y la esperanza de la compañía solidaria («tan sólo le anima saber que su camino fue multitudinariamente recorrido»).

La siguiente composición, «Se siente tan irresuelto en su cavidad de hombre», insiste en una temática parecida: habla de «días tan plenos de noche» y de su «sed de luz», «esa sed vieja que le nutre tan llena de antepasados»; el hombre desea buscar —aunque no sabe dónde— «el Espíritu que le conduce», «la promesa que le anida». Se siente solo («extraña al hombre que consigo lleva») en esta tierra, y acaba con un toque de esperanza:

De luz y sombra recogido ha de acallar su llanto para elevarse por encima de sus cenizas,
y cumplir la promesa que le anida,
de luz y sombras recogido ha de caminar en solitario hacia su muerte,
hacia su penumbra más confiada, hacia su imperio que seguro de sí le lanza pleno de suertes,
de heredades que ensanchan las fronteras de su reino terrenal.
Y extraña su camino…
aunque su muerte ilumine su vida,
aunque en ese final se cumplan para él todas las promesas de vida,
y sean virginales fuegos los que le alcen flagelado de llamas
como a una espiga dorada y madura[6].


[1] Poemario no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Más adelante encontraremos dos composiciones de Poemas para un acorde transitorio dedicadas a Guillermo Rivell Amadoz: «Rumores nocturnos» presenta una dedicatoria «A Guillermo Rivell Amadoz, pequeño niño», mientras que «Pasión oculta» se dirige «A mi nieto Guillermo Rivell Amadoz».

[3] Desde el punto de vista estilístico, llaman la atención algunos símiles: «como una sigilosa nube azul», «como una novia ataviada / para el tálamo»; y la paronomasia: «un cielo en celo».

[4] Este es un poema que se repetirá más adelante en Mito de Andrós.

[5] Se repiten imágenes marineras (andadura, sin velas ni faros) y relativas a la maternidad (cada mañana, que es sinónimo de esperanza, trae el «dulzor de una madre encinta»). Se recuperan, pues, motivos ampliamente utilizados en Límites de exilio.

[6] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Elegías innominadas» (1981-1993) (2)

El poema «Apología de la paz»[1], con el subtítulo «(Poemas apocalípticos)» y cita de Vicente Aleixandre, se tiñe de imágenes y metáforas negativas, de violencia y destrucción: «tus entrañas vestidas de negro», «flor sangrienta», «mordedura de sangre», «el eco fratricida de los vientos», «la proscrita raza de hombres empequeñecidos con sabor a huerto podrido», «alta pared de sangre», «heridas caínicas». Todavía podemos añadir otras imágenes negativas: turbio caminar, Gólgota, mordaza, luna enmudecida, llanto, verdes praderas calcinadas, camino tronchado, eco fratricida, madres encanecidas, noche fría, calcinados rocíos, etc. Todo en este poema nos habla de dolor, de guerra, de destrucción, no hay espacio para el amor, y hasta la luz es aquí negativa (se trata de «una luz que se mete sin piedad por entre los ojos para despertar torrentes de lloro»). En este caos, el «hombre seco y perdido» es un peregrino sin ojos, en «la noche más de las noches», con su fe quebrada, mordida. El final es verdaderamente descorazonador:

… hoy son las fiestas de la sangre y el bárbaro martirio de los muertos,
el agazapado lazo de las fieras que pugnan por seguir viviendo,
hoy es la fiesta del hombre seco y perdido entre los siglos sin brújula ni galaxia,
un peregrino sin ojos
metido en la noche más noche de las noches,
con la fe quebrada y el torso herido,
con la fe mordida por los siete gólgotas destruidos,
como una brizna lamida por las sienes viejas de los tiempos,
el resto del hombre mordiendo su polvo.

Guerra del Golfo (1990-1991)

Si el primer poema hablaba de guerras en general, el segundo, «Alguien llora en las dunas», que desarrolla un pensamiento de Rilke, es un alegato contra una guerra en concreto, la del Golfo Pérsico (se repite en un par de ocasiones el sintagma «mercenarios del GOLFO»[2], se habla del «oro negro de codicia», etc.): es una proclama del yo lírico contra la guerra, el sinsentido de la muerte, la sangre derramada, la esclavitud, la confusión («un clamor de hierros eleva su torre de Babel»), contra todos los males que genera «la sangrienta verbena de aquel Caín de todos los tiempos». Frente a ello, el poeta pregunta a la diosa de la paz por su ausencia y afirma que levantará su voz donde nadie le oiga, aunque sea la voz perdida que clame en el desierto, con un tono esperanzado:

Levantaré mi voz donde nadie me oiga,
mi niño pequeño
pondrá la palabra precisa donde suena hermana,
esperaré la fortuna de la paz pegada a sus labios,
al fin me tomará de su mano,
un silencio de oro sacudirá mi voz en la noche,
la paz emergerá de mi sueño
como el rocío de la hierba matutina[3].


[1] Poemario no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] No es infrecuente en la poesía de Amadoz este recurso de poner algunas palabras destacadas tipográficamente con mayúsculas.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Elegías innominadas» (1981-1993) (1)

Este poemario —no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006— supone un cambio de registro, de tonos y temas, en la evolución poética de José Luis Amadoz. El poeta constata ahora que el hombre es un mundo pequeño, que puede achicarse más todavía. Pero, al mismo tiempo, el poeta sale de sí y se abre a los otros; se hace transeúnte del exterior y descubre el nosotros, el otro, el amigo y el hermano, en suma, el sentimiento de la solidaridad. En palabras del propio Amadoz, de poeta-niño pasa a ser niño-poeta, pero un niño-poeta que es ya más maduro y ve y descubre lo que hay alrededor de él. Encontramos poemas con alusiones a situaciones y acontecimientos contemporáneos (la caída del muro de Berlín, incluso el cambio climático…), entre los que no faltan los aspectos negativos, los conflictos en los que se transparenta el mito cainita: la bomba atómica sobre Hiroshima, la guerra de la exYugoslavia, la del Golfo, etc. Apreciamos cierto cambio a un tono negativo, tras la esperanza y el optimismo trascendente que prevalecen en los anteriores libros. El poeta desea transmitir la idea de que el hombre es siempre el mismo, con una asombrosa dualidad: puede albergar, por un lado, los mayores odios y protagonizar todo tipo de bajezas, pero es capaz también, por otro, de ser casi un ángel que crea en su entorno condiciones de paz, de esperanza y de milagro.

Hombre en medio de las sombras

En cualquier caso, reaparecen ahora temas presentes en los poemarios previos: el hombre que vive en la noche oscura de la no fe, que quiere salir de las sombras y se dirige a un tú que es Dios, un Dios que a veces calla o se esconde, un Dios que se oculta, que no se muestra claro, y por eso puede hablar el poeta de «la luz de tu sombra» o de una «oscura luz» (esta temática se irá acentuando cada vez más en los próximos poemarios). En alguna ocasión se presenta a este hombre como un soldado que porta el lábaro de la fe, que busca o quiere al menos buscar a Dios. En estas ocasiones se trata de un hombre que, más que de una fe propia, se nutre de la fe de sus antepasados.

Son en total dieciséis poemas, sin numerar, algunos con título y subtítulo. Varios de ellos llevan lemas y/o dedicatorias. La expresión poética se hace en este libro más clara, menos conceptual. Ángel Raimundo Fernández —que estudió estos poemas cuando aún no se habían publicado como libro exento: es ahora [2006] cuando salen reunidos por primera vez en forma de poemario— aludía al tono de elegía anunciado por el título:

Los mismos títulos (sombra, muerte maldita, elegía, elegías, el paso de los años, muerte transeúnte, etc.) remiten al tema elegíaco, cantado aquí en un tono sostenido pero no estridente y declamatorio, sino desde la perspectiva de un pensamiento que siente y de un sentimiento contenido y controlado en el vestido de la palabra[1].

Y añadía que la mayor parte de estos poemas se escriben «en verso libre, con un ritmo más interior que exterior». Pasaremos a examinarlos por separado en próximas entradas[2].


[1] Ángel Raimundo Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 2002, p. 75. En el poemario abundan las anáforas: «La anáfora, en estos casos, es un elemento que subraya el paralelismo conceptual y rítmico», explica Fernández González.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «El libro de la creación» (1968-1974) (y 5)

El poema XXIV de El libro de la creación[1], que anuncia «fértiles y transparentes frutos», insiste en la blancura del día («Inicia el blanco día, y suena blanco, blanco»; «en tu sed y viento se pronuncie / la palabra que crea / y liga absorto vuelo, de luces blancas, blancas»). Se ponderan también aquí «hábiles destinos luminosos». Más importante es el XXV, «Es difícil rendir al hombre con un beso o caricia», que se repetirá luego en el siguiente poemario, Elegías innominadas. Destaca en su construcción la repetición anafórica de «Es difícil» o de «difícil». Centrado de nuevo en el hombre y el universo, contrapone imágenes negativas (opacas negruras, densas noches) y otras positivas, que predominan (luces transparentes, fe, luz, llama victoriosa, día, atrevida esperanza, «el lejano sueño que irreal nos sume donde el vacío vive»)[2]. Es un buen ejemplo de esta poesía densa, conceptual, hasta cierto punto difícil de Amadoz, pero que no es necesario entender lógicamente: basta con dejarse llevar por las sugerencias que nos transmite.

Amanecer

El XXVI[3] nos presenta como ya nacido al hombre, que es de «estirpe dorada», salido de su sombra a la vida y la belleza, que está en un «navío en nuevos mares», que es «mensajero sabio de nuevos mundos». Notemos, una vez más, la unidad del poemario lograda por la repetición de unos mismos temas, motivos y expresiones[4].

Un tono afirmativo preside el XXVII, que repite en posición anafórica «Es», y luego «Es. Es»: «Hombre en su pura ceniza por detrás de los ojos, / pletórica rama de esplendorosos frutos de luz y vida». Una vez más el poema se llena de iluminados días, de luces, de frutos… (luz y vida se identifican, y también luz y frutos).

El XXVIII habla de un ir «hacia la vida toda, hacia la recogida calma». Efectivamente, el signo del hombre es recobrar la esperanza, la ilusión, llegar a «la mañana y sus horas más altas, / resurgidas». También el XXIX transmite sensaciones de armonía, amor, fuerza, concordia y sinceridad: «Senda es este destino, en su torre de luz, camino de nuevos destinos que él crea». El hombre triunfa plenamente de su noche:

Todo luz,
se entrega victorioso y firme en las avenidas nuevas que le inflaman y ponen temporal y sumiso,
en la abierta y cumplida epopeya de su hombre.

Su filial entrega lo eleva en triunfo sobre la desnudez de su llanto, lo arranca de «sus oscuras y dóciles sombras». El hombre sigue siendo el único protagonista de esta gran epopeya del ser. El XXX, tras contraponer caos y sombras a vida, claror y sosiego, insiste en que «luce la vida / más allá de las sombras» y adopta un tono más claramente cristológico:

Y el testigo que no muere,
el que abre sus solitarios brazos y da forma en su cobijo a todo lo que se presta a beber su aire puro,
descansa,
duerme en la vieja senda de su vida,
y camina sin prisa ordenando sus vientos,
arrastrando tras sí al hombre en sus sombras latido.

A este respecto ha señalado Fernández González:

En principio uno se sorprende de que en un poema como El libro de la Creación el nombre de Dios no aparezca profusamente. Sin embargo, el espíritu religioso del libro es evidente porque es evidente la fuerza creadora y porque ésta es «una gran oleada y corriente divina» […]. Dios aparece como «dueño» de todo lo creado que descansa (al final, como dice el Génesis)[5].

En el XXXI el hombre se nos aparece en altura, está por encima de todas las cosas creadas, y no siente dolor, ni soledad, ejerce «su hondo imperio milenario», vive «el día soberano que no muere», «se erige sobre sus raíces infinitas y conquista las cumbres más olvidadas». Se remata con este largo verso: «Por detrás de su mar se plasma la luz inabarcable de un final potente que retumba espumosa calidad de hombre».

Por último, el XXXII (que se repetirá en Poemas para un acorde transitorio) es una composición de tono interrogativo, que nos presenta al hombre en el momento en que «va completar su filial desgarro, su sentencia de cielo», acercándose allí «donde todo es viento de luz clara», y concluye:

Donde se extraen miserias de mundo han de conjurarse en secreto acuerdo los mejores deleites,
se ha de cumplir la violenta paz que los cielos y la tierra albergan ya desde el principio[6].

Como rasgos estilísticos, destacamos la decantación por el versolibrismo y las repeticiones constantes, que consiguen el ritmo de estos poemas, subrayadas en ocasiones por las anáforas, muy frecuentes (me he limitado a señalar unos pocos ejemplos, pero son muchos más), y los encabalgamientos[7]; así lo ha señalado Fernández González, cuando escribe que el libro «se organiza en cantos (treinta y dos) y formalmente es de tono versicular sostenido por el ritmo de la palabra y de las ideas, conjugadas ambiciosamente para lograr un resultado único final»[8].


[1] José Luis Amadoz, El libro de la creación, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.

[2] Notemos el símil «las luces corran frescas y puras, como ríos de vivo fuego».

[3] Empieza por la conjunción «Y…», marca de continuidad ya anotada supra.

[4] Aparece repetido ahora el leit motiv de la madre, de la maternidad.

[5] Ángel Raimundo Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 2002, p. 72.

[6] La alusión a «tantos ciclos no acabados» viene a enlazar textualmente con el último poema del libro anterior («El ciclo se culmina»).

[7] Para algunos ejemplos, véase Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, pp. 72-73.

[8] Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, p. 70. Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «El libro de la creación» (1968-1974) (4)

El XVI y el XVII son los poemas centrales del poemario[1], muy importantes. En el primero vemos a los hombres («la gran población»), a cada hombre, salido de la noche y de la sombra, irrumpiendo de su sueño en la mañana, y la acumulación de imágenes positivas es muy notable: «alba silenciosa y reciente», «luz que de dentro le guía», «mágico reinado», «poderosa armonía / de seres en triunfo», «mañana, suprema y virginal», «nevada blancura», «la luz del alba silenciosa y bella» (hermoso endecasílabo ocasional; es, en realidad, la parte final de un largo verso de treinta sílabas), «vivos horizontes», «alba silenciosa, blanqueada y novísima». En suma, ideas de luz, armonía y triunfo. El XVII, por su parte, desarrolla una bella imagen del «gran árbol del día» que en sus raíces puebla de luz el universo; hay ahora «caminos arrogantes y nuevos», luz filial y pura, luz infinita, y el poema se remata con estos versos:

El gran árbol del día en sus raíces puebla de luz el universo,
y no hay ya sino dobles de luz infinita, aires que se quiebran
y mueven al fuego de las ondas nuevas.
Sólo hay seres que salidos de ignorados ríos discurren hasta descansar al fin en el mar
verdeante del tiempo de los días y las noches,
del tiempo que da cita al hombre con el hombre,
al hombre salido en pleamar desde su hondo ímpetu,
y de ser ya entregado a la fe de su luz propia y evidente.

Árbol de luz con raíces

El XVIII transmite —sigue la unidad de contenido— sensaciones de orden, armonía, luz y hermosura; los seres, en esta mañana nueva, se abren a destinos de plenitud: «Es buena la mañana que dispone las cosas y abre cada ser / en su destino lleno». El hombre, que es «príncipe altanero» de «cuna eterna» (ya nos aparecieron expresiones similares en Límites de exilio), «puebla todo de nombres, cosas y personas», como sucedía en el Génesis. Todo es belleza y plenitud: hay un «orden de espacio» y «cada rincón de luz herido brota ya hecho hermosura».

Positivo es también el ambiente creado por el poema XIX: «labora en su luz de nardo la mañana», «extraña belleza», «manso arrullo», «exacto colorido de los seres»; esa luz «crea al hombre en cada instante que se crece» y «rueda el porvenir en céntrica voz de hombre». Merece la pena citar el final del poema (hay logrados finales, muy rotundos, en este libro):

Cerca, ya muy cerca, labora en su luz de nardo la mañana,
y rompe el yo que vela dormido hasta hacerlo rememorado y nuevo;
crea al hombre en cada instante en que se crece,
resolviendo su estrecha confinación y acallando su enceguecido llanto.
Cerca, ya muy cerca, todo se engrandece y gira en su calmado grito de azules y rosas,
y rueda el porvenir en céntrica voz de hombre.

La luz y el color renovados («manantial de luz de color renovado y puro») siguen presidiendo en el poema XX, con idea de pura ascensión (las imágenes positivas son aquí «entrañada vida», «su beso de amante convulso y rosa primeriza», «todo le ofrece oculta gracia y azulados desmayos, que lo elevan del lecho retornado»). Seguimos estando en ese momento emergente de la creación, cuando surgen de la nada las cosas y el hombre se alza, en medio, como rey de todo el universo.

En la creación insiste el XXI, en el que el hombre —que es calificado como «príncipe de supremos y fértiles páramos solitarios, / rey de estériles reinos e inalcanzables frutos»— aprende qué es el día. Un tono exclamativo y paralelístico domina en el XXII, que a través de la anáfora exclamativa «¡Oh corporal presencia…» abunda en ponderar esa «armonía de seres / prodigiosos». Se trata de un poema admirativo que muestra el optimismo del poeta ante la prodigiosa ordenación del cosmos, que no está hecho, sino que se va haciendo lenta y maravillosamente.

En la poesía XXIII[2] el yo lírico se dirige a un tú, que es el «hombre dormido» en una opaca y densa sombra, al que la mañana lanza «a su imperio de luces»; a partir de ahí, imágenes gratas como «azules besos», «mañana espléndida», «altitud luminosa»… Como en el resto del poemario, noche, sueño, sombra son símbolos negativos, en tanto que mañana, día, luz representan los aspectos positivos[3].


[1] José Luis Amadoz, El libro de la creación, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.

[2] Este poema se repetirá luego en Elegías innominadas.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «El libro de la creación» (1968-1974) (3)

El número IV de El libro de la creación[1] nos presenta a «el hombre en su proyecto, salido de su sueño», siendo ya «vertida / carne que se ilumina»; se reiteren imágenes de nacimiento: «todo nace vibrante, / de albor y de silencio y de luces fatigado». Las distintas reiteraciones (aquí de los adjetivos «Suprema y esplendente») confieren el ritmo poético a la composición. El V nos anuncia que «Todo queda arrancado de su noche tranquila», nos habla de «arpegios / luminosos y sangrantes». Los seres, en su pasión, salen de la noche; es un instante «de oculto prodigio». La luz es aquí el símbolo esencial:

Se agiganta radiante el penumbroso límite de seres al acecho;
ya el horizonte pisa seguro, desdoblando
límpido la maroma templada de la noche, de su luz revestida.

Amanecer

El VI nos transmite otra vez la sensación del nacimiento de un nuevo día: «Nace supremo el día» (frase que se reitera), día que «emerge en osadía y en fuego de ser» y es «síntesis radical de luz y bravo mundo». Por su parte, el VII nos muestra al hombre como centro de todo este universo («hombre centralmente suyo»). «Todo guarda salvaje relación» ahora y hay una «rotunda ligazón de destinos»: expresiones e imágenes, en suma, que nos reiteran el prodigio de esa nueva mañana.

El VIII desarrolla la idea de una «entonada ascensión luminosa», de «la luz que invade todo», de «ascensiones de mundos sin confines» y de nuevo, en medio de todo, el hombre:

Y de amplio relieve se aísla,
centra el ser,
sublime, en su rotunda y preñada mañana.

La unidad de tema e imágenes que preside este poemario[2] se confirma en el poema noveno, donde se alude a inmensas sombras que se disipan y a horizontes que se abren. Es un poema de afirmación, con el hombre en el centro de todo, iluminado:

Estoy, está aquí, coronación nocturna,
sedición diaria, eterna, vertiendo su horizonte.
[…]
Estoy, está aquí, coronación nocturna,
y por todo parece que se abre limpiamente entregada,
rompiendo las pesadas arenas, las densas sales blancas,
frescamente doblándolo
todo en adelantos, definidos futuros que pueblan el presente.
Estoy, está aquí, coronación nocturna,
vivamente cogido por todo,
iluminado.

El siguiente se refiere a la «ordenación más elaborada» del mundo, a la llegada del color (ahora «el grisáceo campo resplandece en colores»); en este proceso, el hombre se muestra como ser que pertenece a una «estirpe milagrosa» que cumple un destino. Y acaba:

Ya, de opacas sombras, arde en el brío del sol más glorioso,
la regia y más colmada concentración de ser.

El XI nos presenta a «el ser», es decir, al ser esenciado «en el redondo y fértil nacimiento»: «el ser, / que en su más exultante renovación se ofrece». Y el número XII trata del decaer de la noche: «La mañana acepta, alegre y complacida, la incandescente senda que le lleva incipiente / al ser»[3]. A su vez, el que figura bajo el número XIII insiste en la dicotomía luz que nace / sombras que se disipan. Seguimos asistiendo a ese momento de plenitud en que, «enfrentados y amorosos la tierra y el cielo en primitivo abrazo», «Todo nace» y la luz de la mañana saca de su remanso «al ser íntimo y lleno de progreso inaudito y creciente marea»[4]. En suma, seres formándose, que salen de la nada o del caos primigenio y nacen al ser (igual que sucede, en otro orden de cosas, en el momento creativo de la inspiración poética).

Lo mismo ocurre en el XIV, donde se insiste en la aparición del color («Y gama terminada, se viste en su color la hora»), y «a cada ser toda el alma le sale en su vital frescura», y se hace «consumada belleza», mientras se avanza hacia una perfección que podríamos calificar de guilleniana:

Hay brillante y angélica alegoría,
empeño, apenas dominado, del ser al recrearse en pura entrega a otro,
hay una expresión muda del amor indiviso, un presente que anuncia
muy lejanos futuros de fervientes mañanas y de innúmeros seres
que cumplen, manifiestos, el esplendor que en todo les eleve
y les sobre, en su gran oleada y corriente divina.

En el XV, «Sucede que la gran población se conjunta de luz y vida»[5], luz, vida y fe son sinónimos, hay destinos nuevos («el destino desciende limpio sobre nosotros»); el poeta se recrea en la plasmación de todo ese mundo salido de la nada[6] y atrás quedan la noche y el dolor[7].


[1] José Luis Amadoz, El libro de la creación, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.

[2] De hecho, varios poemas, incluso el primero, empiezan con una conjunción y, que enlaza unos con otros y da continuidad al poemario (véanse los números X, XI, XIV, XVIII y XXVI).

[3] Termina así: «Ya el esplendente ser, de su noche devuelto, revuela hacia su nido».

[4] Destaco además la sinestesia «la brisa que verdea».

[5] Véase supra (poema X) «la estirpe milagrosa que diariamente nace del populoso ámbito», la «espesa población»; y en este poema XV, más abajo, «la multitud radiante».

[6] Nótese la anáfora de «Sucede que…»; se repite también a lo largo del poema la frase «cuesta creer».

[7] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «El libro de la creación» (1968-1974) (2)

El libro[1] se abre con una cita del primer capítulo del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» y una nota «Sobre El Libro de la Creación», unas palabras de presentación debidas a la pluma de un poeta amigo, Ángel Urrutia, quien acertadamente expresa:

El Libro de la Creación, como casi toda la obra poética de José Luis Amadoz, es una poesía dinámica e interiormente conflictiva, resuelta en tono mayor y con signo de trascendencia. Estamos ante un poeta que consigue conjugar felizmente su poesía con su vida.

Urrutia precisó las dos características principales del poemario: su unidad, pues lo califica de «poema metafísico y teológico» (aunque está formado por treinta y dos poemas numerados en romanos, todos ellos forman una unidad compleja), y su carácter existencialista:

Hay que destacar que El Libro de la Creación (escrito en los años 1964-1965) es un poema total por unitario, orgánico, cíclico; libro de una gran concentración ideológica y expresiva, pero no de elucubración filosófica, que esterilizaría la emoción poética, sino de re-creación metafísica, de un esencialismo existencial capaz, por eso mismo, de humanizar y vitalizar la naturaleza y el hombre.

En El Libro de la Creación el poeta busca, en su actitud de intimidad y entrega, la comunicación, la identificación con el ser que, lejos de un panteísmo cósmico, supone una interpretación humano-existencial de positivo signo religioso.

Quiero también resaltar que el caudal interior de este libro no sigue una trayectoria lineal, sino circular y concéntrica; que es un poema de variaciones, de desdoblamientos: de desbordamiento; en el que el lector ha de abandonarse emocionalmente para lograr impregnarse del ritmo de su palabra y de su pensamiento.

Por su parte, Ángel Raimundo Fernández también ha subrayado el carácter trascendente enunciado en estos versos:

Como en los dos poemarios anteriores, la poesía surge de un interior que asume fuerzas diversas y que busca una armonía final entre todas ellas en una subida a la trascendencia que unifica[2].

Y, al mismo tiempo, ha llamado la atención sobre la circunstancia de que, en las fechas de redacción de El libro de la creación, ese aliento poético era vanguardia en Pamplona.

Noche

Como acertadamente resume este último crítico citado, «El canto de la creación tiene un centro: el hombre que vive entre todas las cosas», cuyo proceso es «la búsqueda y conquista de la armonía y paz de los cielos y la tierra habitados por el hombre»[3]. Pues bien, esa búsqueda apunta ya en el primer poema, donde se nos habla de una actual «luz muy oscura y escondida», pero se preanuncia un «futuro día» de destino y horizontes:

Va añadiendo imposibles la mañana, promesas
de prodigiosa fe escondida en las cosas;
y ya el ser se proclama firme en la elevación de su armonía interna,
y un beso el pensamiento liga, en soplo con soplo,
como en íntimo abrazo.

El segundo poema insiste en imágenes de nacimiento: «alborada / naciente» (sintagma destacado por el encabalgamiento), «vuelo de imperio enardecido», «llanto poderoso de ardiente parto». Poco a poco, la luz y el amor se van abriendo paso. El número III alude al nacimiento de un nuevo día y a la emergencia de la ciudad, que pasa de la niebla al sol cuando se borran las «últimas sombras de la adensada noche». En ese contexto en que emerge la ciudad y nace el día llama la atención la imagen de un «hombre ancianizado», que es en todo caso «ser y destino en triunfo»[4].


[1] José Luis Amadoz, El libro de la creación, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.

[2] Ángel Raimundo Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 2002, p. 70.

[3] Fernández González, «Río Arga» y sus poetas, pp. 70 y 71.

[4] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «El libro de la creación» (1968-1974) (1)

En el momento de su aparición original (Pamplona, Gráficas Iruña, 1980), era un poemario de 75 páginas que se presentaba con un subtítulo que anunciaba la unidad del libro: El libro de la creación. Poema[1]. Y la solapa interior nos ofrecía esta explicación:

El poeta ya conocido entre nosotros, José Luis Amadoz, nacido en Marcilla y residente en Pamplona, donde trabaja como médico-psiquiatra, publica este nuevo libro con el título de El libro de la Creación. Se trata de un poema total dividido en cantos que conservan su unidad a lo largo de la obra. Formalmente de tono versicular, con un ritmo donde se funden la palabra y la idea de un modo preciso, ofrece al lector un intento de descubrir el nacer del hombre cada día en su juego múltiple de luces, cosas, seres y símbolos, destacando el hombre como en un rumor que lo llena todo y desea ser libre sin poderlo, por sentirse atado a su destino. Para leer este libro hay que sumirse en él no tanto en un afán de comprensión como de fe para encontrar a través del mismo su propio destino, su propio poema, su propia existencia[2].

Analizado desde el punto de vista temático, podríamos considerar que este nuevo poemario de Amadoz constituye una continuación de lo ya expuesto en el anterior, Límites de exilio. El tema nuclear es la idea de un hombre trascendido más allá de la muerte y sus limitaciones: un hombre que avanza hacia la luz, la altura, la vida… El mundo se concibe como un caos que poco a poco se va ordenando en forma de cosmos, como un inmenso material que va pasando de lo informe a lo con forma, de lo gris a lo coloreado…

Caos cósmico

Igualmente, el hombre, que es de cuna eterna, yace caído en un prolongado destierro, vive en medio de su noche de dolor. Pero, convertido en niño recién nacido, será capaz de protagonizar una ascensión luminosa, en la que se va abriendo a lo que de divino hay en su interior[3]. Como en el libro anterior, el hombre debe, por tanto, salir de la noche y el sueño a la vida y el sol. En efecto, en este poemario la imagen del sueño se concibe en sentido negativo, pues es sinónimo de vacío, mientras que encontraremos imágenes positivas como alba, amanecer, nacimiento, creación… Así lo ha destacado Ángel-Raimundo Fernández González:

Los grandes símbolos del poema son la luz, la alborada, la mañana. Sobre todo la luz. […] el símbolo de la luz, en «un Génesis» bíblico, es la máxima expresión del poder creador y de la vida. En casi todos los casos, […] luz y vida se emparejan. […] Frente al símbolo de la luz aparece el de la noche, las sombras. El día vence y crea. La noche, las sombras, son el símbolo de la nada[4].

En definitiva, el hombre se concibe ahora como un ser nacido, un ser esenciado, portador de un alto destino, y debe por ello recorrer un largo camino hacia lo alto (lo Alto) y hacia la luz (la Luz), debe experimentar, mejor dicho, debe protagonizar un lento proceso que se concibe en términos de subida, de ascenso hacia al orden, hacia la luz, hacia una «mañana» en la que se disipan todas las sombras. Aquí los hombres son ríos «que van a dar en la mar», pero no entendida la frase a la manera manriqueña como mera desembocadura en la muerte, sino como final esperanzado en Dios. De ahí que apreciemos un tono marcadamente optimista en algunos poemas e, incluso, ciertas referencias cristológicas que ya se hacían presentes en Límites de exilio.

Desde el punto de vista estilístico, y a tenor de lo que llevamos dicho, fácil será comprender que el poeta vuelva a manejar dicotomías esenciales del tipo noche / día, cuerpo / alma, vacío y esterilidad / frutos y cosecha, tiempo / eternidad, etc. Todo ello de nuevo en versos libres de larga extensión que tratan de recrear la fluida cadencia de los salmos bíblicos[5].


[1] Llevaba entonces la siguiente dedicatoria: «A las últimas y pequeñas de mis hijas, M.ª Juana (Anuka) y M.ª Victoria (Toyoya)». Con respecto al título, el autor prefiere escribir la palabra creación en minúscula, porque se está refiriendo a un fenómeno creacional de índole universal, a la evolución del cosmos, sin un valor necesariamente trascendente.

[2] En la otra solapa interior se anunciaban las «Obras publicadas» del autor: Sangre y vida y Límites de exilio, mientras que figuraban «En preparación» Callado retorno, Poemas primeros y Elegías del hombre.

[3] Escribe Ángel Raimundo Fernández: «Como en los dos poemarios anteriores, la poesía surge de un interior que asume fuerzas diversas y que busca una armonía final entre todas ellas en una subida a la trascendencia que unifica» («Río Arga» y sus poetas, «Río Arga» y sus poetas, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 2002, p. 70).

[4] Fernández, «Río Arga» y sus poetas, pp. 71-72.

[5] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.