«Se hace simple la mente…»[1], que juega con la anáfora de «se hace», es una evocación de la muerte y de lo que hay —o, más bien aquí, no hay— tras ella: «Sopla el silencioso mar de la nada, […] se ha quedado dormida en su sueño inexistente. […] Se hace simple la mente / y ya no eres nada…». Algo más misterioso es «Ay, este cerrar mis ojos» («Ay» se repite anafóricamente en las cuatro estrofillas del poema). Habla la voz lírica de «volver mis ojos al río triste de la noche» (expresión que se repite); después se dirige a un tú femenino («iluminada y bella»), que bien podría referirse a la muerte.
Con «Poesía» (también glosado antes) volvemos al asunto del poder creacional de la palabra poética y la solidaridad humana. Destaca la anáfora de «así» y varios encabalgamientos abruptos, y por ello muy expresivos. Citemos el comienzo, donde apreciamos algunos ejemplos:
Así, en este mundo desconocido
e idéntico de los que sufren como
yo sufro, de los que viven y mueren
cual yo vivo y muero, así en este mundo
solitario, en el inmenso silencio
atravesado de la soledad
derramada, luciente
y fría…

El poeta es, por definición, un solitario: habla de «esta gelidez de las almas / solas» y dice que «mi alma / partida apenas llora»; apunta entonces la solidaridad del poeta con el que es como él solitario, con el que sufre:
Voy llorando contigo
que lloras, hermano, sin tú saberlo,
amando contigo esto
que tú amas.
Y concluye:
… esta parda
ceniza que en tu amor late, este beso
que, pendido de mis labios,
a ti me ofrece enteramente, a ti.
En «Recóndita vena» (este sintagma ya se había utilizado al final del canto XXIII de El libro de la creación) el yo lírico se dirige a un Tú, con mayúscula, que se hace importante, que lo es todo para él:
Ya sé que Tú eres
el aire puro que gravita y fija
mi centro. Sé que eres
el brillo de mis años
y la densidad de mis noches,
eres el final ya hecho
de esta emprendida
y aún no comenzada
carrera.Y sé que estás conmigo
en vuelo perenne,
y que sobre mis lados
has de posar tu peso
de Dios humanado.Aunque mi muerte
me robe, verdecida rosa tuya
ha de brindar perfume
que vitalice así mis huesos.
En ese constante movimiento pendular entre duda y fe a que nos tiene acostumbrados, el poeta se inclina ahora claramente por la trascendencia, por la confianza en ese Dios humanado que es Cristo (destaquemos, en el haber estilístico, la bella aliteración «posar tu peso» y la anáfora «Ya sé… Sé… Y sé…»).
«Rumores nocturnos» presenta una dedicatoria «A Guillermo Rivell Amadoz, pequeño niño»; se trata de un nieto, visto poéticamente como un «pequeño animal desnudo» de mirada franca, de «frágil y abierta sonrisa». El poema se carga en su primera parte de imágenes positivas: amanecer de pájaros, profundo mar, estrellas amantes, color inmarcesible de los besos castos, espuma, manantial, sonrisa, encanto, para ponderar la alegría de esa nueva vida que se abre a la vida, a «esta hegemonía de ser / entre tanta ventana abierta a lo imperfecto». Pese a su pequeñez, pese a su desnudez («y asomas como una creación balbuciente, impregnadora, / como un animal que camina manso y dulce sin espolearse»), el niño puede ser contemplado como un «rico vástago, capaz de mirar sin turbarte al Dios escondido». Se cierra con estos dos versos:
… te he visto en tu ausencia como si no tuvieras límites,
te he visto en la sombra dibujada de mi nuevo mundo[2].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.








