«Toda, reina de Navarra» (1991) / «El viaje de la reina» (1996) de Ángeles de Irisarri (4)

Los otros dos personajes más destacados de la novela[1] son don García y don Sancho, hijo y nieto, respectivamente, de doña Toda. García es un personaje ridículo que se encierra durante todo el viaje en la torre de asalto y llora la tristeza que le causa la ausencia de su esposa Teresa, que es «la mujer más hermosa y dulce de Navarra entera» (p. 41). Durante todo el viaje permanece en la atalaya de la torre mirando con dirección a Pamplona, y no desciende en ninguno de los pueblos y castillos del camino. En un determinado momento, enfurece y arroja varios objetos desde la torre; todo ello porque Elvira y Andregoto le han ganado a las tablas[2]. Cuando recibe una carta de Pamplona, queda de nuevo sumergido en las penas de amor, y lleva la misiva colgada del cuello hasta que casi se deshace por la humedad del sudor. García trata de consolarse acudiendo a un burdel para acostarse con una morica, pero entonces le sobreviene una visión de Teresa y vuelve a caer en el estado de profunda melancolía que le caracteriza durante todo el viaje.

El retrato de Sancho el Craso es menos intenso. Y aunque el viaje se realiza para curar su obesidad —y es, por tanto, la excusa para su relato—, queda en un segundo plano de importancia. Al final Sancho es curado por el médico judío Hasday, quien le hace perder setenta arrobas pamplonesas (la mitad de su volumen corporal) por el expeditivo medio consistente en coserle la boca y darle de comer tan solo alimentos líquidos. Tras este tratamiento de choque sigue siendo un hombre recio, pero ya no obeso. No solo cambia físicamente, sino también en su carácter: deja de ser taciturno e indolente para convertirse en animado y hablador.

Sancho I de León, el Craso
Sancho I de León, el Craso

La novela está poblada además por un sinnúmero de personajes, más o menos episódicos. En efecto, su censo es muy extenso: Ebla de Lizarra, la cocinera de la expedición; Munio Fernández, el despensero; Garci García, el agorador; Nuño Fernández, el abanderado; don Lope Díaz, el alférez real; don Gómez Assuero, el gobernador de Pamplona; el obispo don Arias; Martín Francés, el dinerero; Boneta, Adosinda, Alhambra (o Lambra) y Nunila, las damas de doña Toda; don Abaniano, preste de la expedición; Galid, capitán de la compañía mora que les acompaña; Hasday, médico judío; doña Elvira, monja leonesa, y doña Nuña de Xinzo, priora del convento de San Salvador; la niña Sancha, encontrada a orillas del Ebro; Aamar y su escudero Glauco; Munda de Aizgorri, la costurera que corta un traje a la reina; la monja leonesa doña Ermisenda; Al Katal, caid moro de Guadalajara; Aura de Larumbe, una «puta sabida» que al final pide permiso para quedarse en Córdoba y casar con un mercader; Lulu-al-Guru, rector de los baños del castillo de Castra Julia; la mora Aixa, esclava entregada a «doña Toya» (así pronuncian los árabes el nombre de la anciana navarra); don Florio, obispo de Oviedo; don Rodrigo, joven clérigo; Chaafar, jefe de la guardia del califa; Abd-ar-Rahmán Al Nasir (Abderramán III), sus hijas Wallada y Zulema y el príncipe heredero Al-Hakam; Berenguer de Orri y Ferrante de Aramunt, condes liberados por Abderramán; Zoraida, favorita negra de Chaafar; Farah ben Haz, la regente del hospital de locos de Córdoba; Gaudiosa y su hombre Mimo Ordóñez, etc.[3]


[1] Citaré por la reedición de Emecé de 1996, que es la más fácilmente localizable para el público lector.

[2] Toda, que sabe cómo manejar a su hijo, las reprende diciéndoles que deberían haberse dejado ganar; y es que sólo ella «era quien conocía los interiores de su hijo, de palacio y del reino todo» (p. 84).

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las novelas históricas de Ángeles de Irisarri», en Marina Villalba Álvarez, Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 361-374.

«Toda, reina de Navarra» (1991) / «El viaje de la reina» (1996) de Ángeles de Irisarri (3)

Por lo que toca a los personajes, uno de los aspectos más destacados de la novela[1] es precisamente el retrato de la reina doña Toda, viuda de Sancho Garcés I de Navarra. En la publicación original, su protagonismo quedaba resaltado al figurar su nombre en el propio título: Toda, reina de Navarra. En la reedición de 1996, al nuevo título de El viaje de la reina se le añaden unas palabras-resumen que prefiguran el contenido: «De cómo la intrépida reina Toda de Navarra realiza un viaje de Pamplona a Córdoba en el año mil». Y, en efecto, es esa intrepidez de la anciana viuda la que domina toda la novela, desde el comienzo hasta el final.

Toda Aznárez de Pamplona

El rey propietario del trono de Navarra es su hijo García Sánchez, casado en segundas nupcias con doña Teresa, pero ella sigue siendo la verdadera soberana en Pamplona: «Si hacía lo que hacía, si disponía más de lo que una reina viuda y anciana debería disponer, era porque los demás no disponían, porque nadie hacía, y alguien debía hacer, en puridad, en el reino de Navarra…» (p. 18). Toda, a sus ochenta y dos años, semeja una emperatriz; fue la regente de su hijo, árbitro y capitana en un reino de hombres; compartió la regencia con su cuñado Jimeno Garcés y conservó el reino para su García apoyada en unos pocos leales. Con su hijo llorando melancolías de amor en la torre de asalto y con su nieto, el rey gordo, encerrado también en la misma, Toda se convierte en la verdadera responsable de la expedición. Cuando han de cruzar un viejo puente de madera sobre el río Arga y el miedo atenaza a los miembros de la comitiva, ella sube decidida a lo alto de la torre y grita «¡Adelante, por Navarra!», enardeciendo a los suyos. Más tarde Toda recorrerá el campamento sin que le arredre el fuerte viento del Ebro, mostrando una vez más su carácter enérgico. En todo momento Toda actúa como señora, reina y madre. Como madre, se preocupa de su hijo y de los demás familiares; como reina, sueña con una alianza de todos los reinos cristianos y pretenderá reconquistar al califa la ciudad de Córdoba. De hecho, ese es uno de los motivos secretos que le guían a emprender tan pesado viaje: tomar nota personalmente de las condiciones defensivas de la ciudad andaluza, para poder apoderarse de ella en el futuro.

Sin embargo, Toda a veces se siente sola. Sola y cansada. En un determinado momento de la acción leemos estas palabras que resumen su estado anímico: «¿Dó va Toda Aznar enloquecida? Enloquecida, sí. ¿Qué hace una reina octogenaria subiendo a una máquina de guerra con peligro de su vida?» (p. 52). El retrato de la anciana está en parte idealizado; pero la idealización no es total. Al lado de sus ambiciosos proyectos políticos, el narrador menciona también los achaques de su vejez: se nos informa de que Toda sufre de estreñimiento, y son continuas las alusiones a su bacinilla de evacuar; las visitas a las letrinas o sus dificultades para obrar nos muestran el lado humano (el más humano, el de las necesidades fisiológicas) de la reina. Además, sabemos que Toda está algo mal de la cabeza y que confunde ciertas cosas: «Algo no le bulle bien en el cerebro y es ciega para su familia» (p. 52). En cualquier caso, no renuncia al viaje, pese a que su camarera Boneta le advierte que no ha de ser nada bueno para ellas.

Si se insiste en comentar los sueños imperiales de doña Toda, que pasan por la formación de una gran alianza de todos los reinos cristianos, acto seguido se aportan también más datos sobre su estreñimiento: se dice que quizá le salgan almorranas si hace esfuerzos por defecar. Toda, iracunda, sigue siempre los impulsos del corazón: «Es la sangre de los Arista que llevo y me rebosa», comenta (p. 63). Está cansada de tener que tomar tantas decisiones (p. 107) y nota que pierde energía. En ningún momento se olvida de sus sueños para acrecer el reino de Navarra de mar a mar (p. 133). Ordena ajusticiar a cuatro rebeldes para poner fin al motín que estalla durante el viaje, pero al mismo tiempo se siente vieja y cansada, por permitir la sedición en su casa. También se enfada con Al Katal, caíd de Guadalajara, porque no le ha dado el tratamiento de reina, sino el de dominissima. Y se reitera la idea de su cansancio: «Tal vez Boneta llevara razón y fuera un viaje descabellado para una anciana que ya no era reina» (p. 148). A lo largo de la novela se insiste en que Toda hizo a Navarra, en que ella fue la verdadera hacedora del reino: su esposo Sancho Garcés lo extendió, pero ella lo aseguró. Su personaje es casi el de una quijotisa, y así queda patente cuando el narrador nos habla de una «Toda Aznar desfaciendo entuertos y dirimiendo cuestiones» (p. 263).

Las alusiones a las disputas de las dos reinas de Pamplona, Andregoto de Aragón y Teresa Alfonso (la esposa repudiada por don García y la sustituta), constituyen otra buena ocasión para retratar el carácter decidido y autoritario de la vieja Toda:

Había demasiadas reinas en Pamplona para un reino tan chico. Teresa, Andregoto, la repudiada, y ella que no había dejado de serlo. Siendo sincera, la única reina de Navarra era ella, que era quien verdaderamente hacía y deshacía. Unas veces por necesidad, pues nadie hacía ni deshacía, y otras por propio gusto, pues lo de hacer y disponer le venía de la sangre del rey Enneco, el primer rey de Pamplona. Sus nueras nunca pretendieron ensombrecerla ni relegarla en la primacía de la corte, sencillamente aceptaron la preeminencia de la reina madre, que había sido ganada en las batallas. Y se conformaban con ser menos reinas, con que Toda les cediera el paso cuando se encontraban en los pasillos del castillo, con presidir los actos oficiales al lado de García o con oír misa o comer a su derecha, sin entrar en el negocio de la gobernación. Ella, Toda Aznar, nunca olvidó esos pequeños detalles y sus nueras fueron unas damas muy principales pero no unas reinas al completo (pp. 269-270).

Otra prueba de que doña Toda se siente vieja es que no interviene cuando los locos las atacan en Córdoba: «¿Era la vejez imparable…? ¡Ah, no!» (p. 296). Desde ese momento tiene prisa por volver, para que acaben de una vez las contrariedades e incidentes que tanta mella hacen en su espíritu. A la vuelta, como a la ida, todo lo organiza Toda, «aquella mujer brava como ninguna, tan entera siempre y maternal para todos…, tan amiga de sus amigos…» (p. 326). También queda retratada como hábil política y estratega: ella y el califa, su sobrino Abderramán, son viejos zorros, amigos o enemigos según las circunstancias y los intereses particulares de cada momento; saben que su amistad no puede ser duradera, aunque en la despedida sientan cariño el uno por el otro: «Juntos hubieran realizado cosas muy grandes, pero les separaban muchas otras…» (p. 326).

El epílogo nos informa de la muerte de doña Toda con unas concisas palabras latinas: «Tota, regina, obiit». Pero sabemos que antes de fallecer escribió varias cartas. «Dellas leo y transcribo sólo parte, pues están muy borradas», apunta doña Gaudelia. Esas líneas finales con sus disposiciones insisten en su carácter enérgico: pide a su nieto que demore la entrega de los castillos al moro y le aconseja que preñe pronto a su esposa; a Andregoto quiere casarla con Odilón; a Elvira le ordena que vigile a su hermano Sancho. Doña Toda escribe a otros muchos personajes, con recados que van desde los consejos políticos hasta los remedios caseros para curar una fiebre. Al final se afirma que Toda fue «la mejor mujer de Navarra» (p. 340)[2].


[1] Citaré por la reedición de Emecé de 1996, que es la más fácilmente localizable para el público lector.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las novelas históricas de Ángeles de Irisarri», en Marina Villalba Álvarez, Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 361-374.

«Toda, reina de Navarra» (1991) / «El viaje de la reina» (1996) de Ángeles de Irisarri (2)

Toda la acción de la novela[1] ocurre en el camino de Pamplona a Córdoba. Pero las peripecias se suceden con ritmo vertiginoso una vez llegados los navarros a la ciudad andaluza: el programa con que les agasaja el califa es intensivo y, además de las recepciones oficiales, incluye una audiencia a la mozarabía cordobesa, diversos espectáculos callejeros en la Plaza de la Paja, una visita a los baños públicos, una excursión a las afueras de la ciudad para conocer a don Rutilio, el eremita mozárabe de la cueva de Alanchón (se trata de un hombre santo que no abre los ojos para no ver el mal del mundo, alimentado, según la creencia popular, por un ave que cada día le lleva el sustento necesario). Además el califa les invita a una cacería por el soto de Al Queilar; otro día oyen misa en la iglesia mozárabe de los Santos Mártires, donde se conservan las reliquias del niño Pelayo, acuden luego al baratillo o Rastro y al hospital de locos, y asisten a un juicio a cargo del juez supremo de Córdoba, Azbagh al-Balluti. Así se suceden los días y los actos oficiales hasta que, al final, una vez curado de su obesidad el rey don Sancho, llega el momento de la despedida.

Toda Aznárez, reina de Navarra

A la historia central del viaje se unen otras historias, con carácter más o menos episódico. Así, el encuentro con el burgalés Bermudo, que busca a su esposa doña Dulce y detiene los carros de unos mercaderes judíos (en el registro queda herido un tal Isaac, y doña Toda le compra algunas telas a modo de compensación). Más adelante la expedición topa con unos peregrinos franceses, entre los que viaja Odilón, hijo del Conde de Tolosa. Se refiere también la historia de la antigua reina Amaya y de la ciudad del mismo nombre. El episodio de la violación de Serena, ocurrida en Nájera (la mujer pide justicia, alegando que ha sido violentada por el mercenario Ximeno de Ulla) sirve para describir la «prueba caldaria», a la que ambos son sometidos. Del mismo tipo es la fabulosa historia del nacimiento de Sancho Garcés, extraído del vientre de su madre Urraca (cfr. pp. 220-221); o la historia de doña Dolsa, esposa del cautivo Berenguer de Orri, que no paga el rescate exigido por los musulmanes y se casa con otro. Ya en Córdoba se refiere el suceso de Olina de Isurre, que está de parto con el niño atravesado; se avisa a Alina ben Reez, célebre partera de Córdoba, pero mueren la madre y el niño (y entonces Toda decide que debe aumentar las penas para los hombres que preñen doncellas con engaños). En otra ocasión la princesa Wallada relata la conquista de Córdoba (pp. 270-271) y doña Lambra replica describiendo la rota de Roncesvalles (pp. 271 y ss.). Todas estas historias intercaladas —a la manera de las cervantinas en el Quijoteson meramente episódicas, y podrían suprimirse o añadirse otras similares a voluntad.

Otras historias, en cambio, sirven para presentar nuevos personajes que se unen a la expedición y su importancia estructural es, por tanto, mucho mayor: por ejemplo, el relato de la historia de Andregoto, sobrina-nieta de doña Toda, castellana de Nájera, que tiene el pelo bermejo y viste de hombre, anticipa el encuentro con ella. Lo mismo sucede con Elvira, la nieta de Toda, que es abadesa de San Salvador de León; le sale al encuentro porque quiere ir a Córdoba para conseguir las reliquias del niño Pelayo, para que su convento pueda hacer la competencia a Compostela, que está cobrando mucha fama. Al igual que Andregoto, pasa a ser un miembro más de la variopinta comitiva navarra. Más tarde les corta el paso del vado del río Iregua un caballero, Aamar de Quiberón, que ha hecho una promesa de amor: no les deja pasar si no juran antes que su dama, Acibella de Savenay, es la más bella mujer del mundo. Se atiene, claro, a las leyes de amor de la caballería. Pero Toda le dispensa del voto (consistente en que juren cinco veces mil hombres) y, enamorado de Nunila, Aaaron pasa a engrosar la nómina de los viajeros.

Los diálogos desempeñan en esta novela una importante función estructural; son ágiles y sencillos, si bien a veces figuran mezclados en el discurso del narrador las réplicas de dos o más personajes, sin signos tipográficos que marquen y separen las distintas réplicas. A veces ese narrador —omnisciente en tercera persona— adopta la perspectiva de alguno de los personajes, en especial la propia doña Toda o de Boneta, su camarera de confianza. Otros elementos estructurales dignos de ser consignados son las continuas menciones de la joya mágica de la reina, el ceñidor de doña Amaya (un brillante que es un poderoso contraveneno; cfr. pp. 16, 21, 26, 28, 51, 130, 206, 208, 324) y las reliquias de Santa Emebunda (pp. 16, 150, etc.)[2].


[1] Citaré por la reedición de Emecé de 1996, que es la más fácilmente localizable para el público lector.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las novelas históricas de Ángeles de Irisarri», en Marina Villalba Álvarez, Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 361-374.

«Toda, reina de Navarra» (1991) / «El viaje de la reina» (1996) de Ángeles de Irisarri (1)

Esta novela histórica[1] describe el viaje que, al filo del primer milenio, realizó la reina Toda Aznar de Navarra a la corte cordobesa de su sobrino, el califa Abderramán III, con el objetivo de que uno de sus médicos, el famoso físico judío Hasday, curase de su obesidad a su nieto Sancho. En efecto, este Sancho, apodado por la historia el Craso o el Gordo, había sido desposeído del trono leonés por Ordoño IV el Malo precisamente por su descomunal gordura, que le impedía montar a caballo y llevar a cabo todas las actividades que implica el ejercicio de la realeza. Ángeles de Irisarri imagina cómo se realizó ese viaje, que fue real, si bien sobre ese fondo histórico —por cierto, muy bien documentado— construye una entretenida fábula de ficción, llena de humorísticas aventuras. «Con un tema histórico singular —ha resumido Carlos García Gual—, como un juego sutil y un guiño erudito, Irisarri ha elaborado un relato muy divertido, instructivo y atractivo». Como veremos en una próxima entrada, al hablar de los personajes, la novela se centra en la figura de doña Toda, quien, pese a ser una anciana que supera los ochenta años de edad, es la persona que más actividad desarrolla en el reino de Navarra; ella es quien lleva las riendas de la situación: no solo decide organizar la marcha a Córdoba para curar a su nieto (que se había refugiado en Pamplona), sino que se pone al frente de la expedición que va a emprender tan fatigoso viaje.

Cubierta del libro El viaje de la reina, de Ángeles de Irisarri

La novela consta de diecinueve capítulos. El primero, titulado «Pamplona, 23 de junio de 958 (año de la era 996)», nos ofrece el planteamiento de la acción. Se explican los motivos del viaje que están a punto de iniciar doña Toda, su hijo García (rey de Pamplona) y su nieto Sancho. Sin embargo, el primer problema se plantea antes de comenzar la marcha, pues el cuerpo del obeso don Sancho no cabe por la puerta del carro preparado para transportarlo. La situación es resuelta de inmediato por la anciana Toda, quien ordena que se le acomode en un almajaneque (una especie de torre de asalto con ruedas). Resuelto gracias al ingenio de la anciana el primer e inesperado contratiempo, la expedición sale por fin de Pamplona, y el narrador destaca al final de ese primer capítulo que se trataba de «Un extraño cortejo…» (p. 24).

A partir del segundo, «Camino de Córdoba», seguimos a los expedicionarios en su lento e incómodo viaje. Menciono los títulos de los capítulos porque la estructura de la novela va a coincidir con el recorrido geográfico que realizan: «El río Arga», «Lizarra» (que es el nombre vasco de la ciudad navarra de Estella), «Monasterio de San Esteban de Deyo», «El Ebro», «Najera», «Camino de Soria», «El paso del río Iregua», «Altos de Cameros», «Castillo de Soria», «Al-Ándalus», «Guadalajara», «El puente Largo del Jarama», «Toledo», «El castillo de Castro Julia», «La plana de Córdoba» y «Córdoba». El último capítulo, «Camino de Pamplona», condensa en unas pocas líneas el viaje de vuelta, limitándose el narrador a indicarnos que transcurrió sin mayores incidentes ni cosas dignas de contar[2].

El libro se cierra con un epílogo en el que se nos ofrecen diversas noticias sobre el destino de los principales personajes tras su regreso a Pamplona, incluyendo la muerte de la reina Toda. Se añade además, a modo de texto postliminar, un anexo de la autora, «Verdades y mentiras de El viaje de la reina», en el que se deslinda brevemente la parte realmente histórica y la parte ficcional de la novela. En principio, la estructura de la novela es muy sencilla y el orden cronológico es lineal, sin saltos temporales hacia adelante o hacia atrás. Ahora bien, es en el mencionado epílogo cuando descubrimos un detalle importante sobre la estructura narrativa de esta novela histórica: en cierto modo, Irisarri recupera la vieja técnica de los «papeles hallados», frecuente en la novela de caballerías, parodiada por Cervantes en el Quijote con la invención de su Cide Hamete Benengeli y retomada de nuevo por los novelistas históricos del Romanticismo español y posteriores. En efecto, es en ese epílogo donde leemos que la reina doña Toda dejó encargado en su testamento a doña Alhambra, una de sus damas de confianza, que escribiese la historia de su viaje a Córdoba; esa tal Alhambra no pudo redactar la memoria en cuestión, pero transmitió el encargo a sus descendientes y, varios siglos después, ya en el XVI, una de ellas, Gaudelia Téllez de Sisamón, condesa de Olite, lo lleva a efecto, por medio de un memorial que dirige al rey Fernando el Católico el 12 de julio de 1513, es decir, coincidiendo con el momento de la invasión del reino de Navarra por parte de los castellanos. Por tanto, el texto de la novela que hemos leído es ese memorial del viaje redactado por una de las descendientes de la viajera doña Lambra; dice haberlo hecho con respeto a noticias y cronicones (los documentos de la familia que se han conservado durante quinientos años en un arca del comedor del castillo de Olite), si bien advierte: «Y donde no llegó la memoria, ni el recuerdo, ni los diplomas, lo suplí yo» (p. 345). Estas palabras son, en el fondo, un guiño cómplice de la autora que nos pone sobreaviso de que no todo lo relatado en su novela histórica ha de ser tomado al pie de la letra.

Dejando aparte este recurso narrativo, la estructura de la novela es sencilla. Se sigue en el relato un orden cronológico lineal, que coincide con la descripción de la marcha. Esta se ve enriquecida por el añadido de diversas anécdotas que van surgiendo al hilo del avance de los expedicionarios: el enamoramiento del alférez don Lope de la dama Lambra; la rotura de las ruedas de la torre regia; el ataque de una manada de lobos, que logra ser repelido con dificultad; la muerte de don Lope de resultas de las heridas sufridas en ese ataque; la caída de la torre al río Jarama en el momento de cruzar un puente, suceso en el que mueren el preste don Abaniano y la priora doña Muñoz (el rey Sancho tiene que ser izado por medio de unas poleas, para proseguir después el viaje en angarillas); la pasión amorosa del moro Chaafar, que se declara a la castellana Andregoto, quien a su vez se ha prendado de Abd-ar-Rahmán, etc.[3]


[1] Citaré por la reedición de Emecé de 1996, que es la más fácilmente localizable para el público lector.

[2] Nótese la estructura circular sugerida por los títulos de los capítulos segundo y decimonoveno: la novela se inicia «Camino de Córdoba» y acaba «Camino de Pamplona».

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las novelas históricas de Ángeles de Irisarri», en Marina Villalba Álvarez, Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 361-374.

Características de las novelas históricas de Ángeles de Irisarri

«Ángeles de Irisarri se ha consolidado como una de las actuales escritoras españolas que se desenvuelve con mayor firmeza en la narrativa histórica». Estas palabras corresponden a una reseña de Mariano García publicada en Heraldo de Aragón. Efectivamente, su nombre puede ya unirse al de otras destacadas escritoras españolas que, en las últimas décadas, se han acercado con notable acierto a ese peculiar subgénero de la narrativa histórica que tan de moda vuelve a estar en nuestros días (un vistazo a las mesas de novedades de cualquier librería bastará para comprobarlo). Pienso sobre todo en autoras como Paloma Díaz-Mas o Lourdes Ortiz, entre otras, que han destacado en el cultivo de este producto literario, la novela histórica, inventado —o re-inventado— en los tiempos modernos por el maestro escocés Walter Scott con obras tan famosas como Ivanhoe o sus Waverley Novels.

Cubierta del libro Toda, reina de Navarra (Pamplona, Mintzoa, 1991), de Ángeles de Irisarri

La novela histórica constituye un subgénero narrativo híbrido en el que el autor ha de saber combinar en dosis adecuadas los materiales históricos que acarrea para la construcción de su obra —esto es, el andamiaje en que se apoya, y que normalmente sirve como telón de fondo a la acción— y los elementos ficcionalizadores —los personajes y las peripecias de su propia invención—. Ángeles de Irisarri consigue en sus novelas un buen equilibrio entre ambos ingredientes, como someramente intentaré mostrar en sucesivas entradas. En este acercamiento a sus novelas históricas Toda, reina de Navarra, El estrellero de San Juan de la Peña y Ermessenda, condesa de Barcelona, voy a centrar mi análisis en la primera de ellas por ser, a mi juicio, la más interesante. Curiosamente, esta obra puede ser considerada igualmente la primera y la última novela histórica de Irisarri. Y explico la aparente paradoja: fue la primera que la autora dio a las prensas, con el título de Toda, reina de Navarra, en edición limitada de la pamplonesa editorial Mintzoa; sin embargo, es la más reciente en tanto en cuanto ha sido reeditada por Emecé en 1996 —y en varias ediciones posteriores—, bajo un nuevo epígrafe: El viaje de la reina[1](y luego también en Salamanca, Salamandra, 1997).


[1] Citaré por la reedición de Emecé de 1996, que es la más fácilmente localizable para el público lector. Durante la preparación de este trabajo he tenido la oportunidad de estar en contacto con la escritora, Ángeles de Irisarri, quien amablemente me ha facilitado distintos materiales y noticias que han enriquecido mi análisis. Quede, pues, constancia de mi agradecimiento por su gentil colaboración. Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las novelas históricas de Ángeles de Irisarri», en Marina Villalba Álvarez, Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 361-374.

Ángeles de Irisarri (Zaragoza, 1947- ) y su producción literaria

Puede afirmarse que el de Ángeles de Irisarri constituye un caso atípico dentro del panorama de la narrativa española actual. El acercamiento a la literatura por parte de esta escritora aragonesa (nacida en Zaragoza en 1947) es bastante tardío, y va unido de forma muy marcada a su interés por la historia, y en especial por la de la Edad Media (de hecho, ella es licenciada en Historia por la Universidad de Zaragoza). Es en su madurez, pasados los cuarenta años, cuando Ángeles de Irisarri empieza a publicar una serie de novelas y cuentos, en su mayoría de fondo histórico. Poco a poco su nombre ha ido alcanzando mayor prestigio y, así, su mérito literario viene avalado, en primer lugar, por los diversos premios cosechados en los últimos años; además, pasó de publicar en editoriales regionales (Mintzoa, de Pamplona, donde salió su primera novela; Mira, de Zaragoza, que acogió las dos siguientes) a las de ámbito nacional, como Lumen o Emecé, entre otras.

Ángeles de Irisarri

Ángeles de Irisarri es también colaboradora habitual de la prensa aragonesa (por ejemplo, de El Periódico y del Heraldo de Aragón de Zaragoza o del Diario del Alto Aragón de Huesca). Como narradora, ha resultado ganadora de varios premios de cuentos y de novela, y ha sido distinguida también con varios accésits: así, ha obtenido el «José Calderón» del Ayuntamiento de Reinosa, el «Juan de la Cuesta» 1990 de la Asociación Madrileña de Estudios Bibliotecarios y el «Hucha de Plata» de las Cajas de Ahorro Confederadas. Ha sido Premio «Isabel de Portugal» de narrativa breve en 1991 y 1993 por sus dos primeras colecciones de cuentos y Premio «Baltasar Gracián» 1996 del Gobierno de Aragón por Diez relatos de Goya y su tiempo. Con su primera obra, la novela Toda, reina de Navarra, quedó finalista del Herralde de novela en el año 1990 (ha sido finalista de ese premio cuatro años consecutivos). Con Ermessenda, condesa de Barcelona obtuvo el premio «Femenino Singular» 1994. Ha obtenido también el Premio Búho 1996 de la Asociación de Amigos del Libro, el Premio Sabina de Oro en 2002 y el Premio de Novela Histórica Alfonso X El Sabio 2005.

La producción narrativa de Ángeles de Irisarri está formada por los siguientes títulos: Toda, reina de Navarra (Pamplona, Mintzoa, 1991, novela histórica reeditada con distinto título, El viaje de la reina, Barcelona, Emecé Editores, 1996 y Salamanca, Salamandra, 1997); Lisa Gioconda y otros cuentos (Zaragoza, Diputación Provincial de Zaragoza, 1991); El estrellero de San Juan de la Peña (Zaragoza, Mira, 1992); El año de la inmortalidad (Zaragoza, Mira, 1993); Trece días de invierno y otros cuentos (1993), Ermessenda, condesa de Barcelona (Barcelona, Lumen, 1994); Siete cuentos históricos y siete que no lo son (Zaragoza, Zócalo, 1995). Otros títulos posteriores son Diez relatos de Goya y su tiempo (1996); Moras y cristianas (1998), una colección de relatos escrita en colaboración con Magdalena Lasala; La cajita de lágrimas (1999), Las damas del fin del mundo (2000), La reina Urraca (2000); la trilogía de Isabel, la reina: Las hijas de la luna roja (2001), El tiempo de la siembra (2001) y El sabor de las cerezas (2001); América. La aventura de cuatro mujeres en el Nuevo Mundo (2002), Romance de ciego (2005), Te lo digo por escrito (2006), La artillera (2008) y La estrella peregrina (2010). Con Toti Martínez de Lezea publicó Perlas para un collar. Judías, moras y cristianas en la España medieval (2010).

Ángeles de Irisarri también es autora varios relatos de brujas reunidos en Historias de brujas medievales y publicados entre 1999 y 2000: Dalanda, la santiguadora, La cacería maldita, Entre Dios y el diablo, La meiga, El aquelarre y El collar del dragón. Aparte, Irisarri ha publicado diversos cuentos en revistas literarias y en obras de varios autores[1]. Como podemos apreciar por los títulos y por los premios reseñados, poco a poco la escritora zaragozana ha ido formando una obra narrativa de cierta extensión y de una calidad muy considerable, desde los primeros años de la década de los 90 hasta nuestros días. La originalidad y el humor, junto con su perfecto dominio de la historia —elemento presente en la mayoría de sus novelas y cuentos—, son algunas de las características más destacadas de esta narradora con una obra abierta que, sin duda alguna, seguirá ofreciéndonos en el futuro nuevas aportaciones interesantes.

En una entrada anterior dediqué atención a su novela Las damas del fin del mundo. Ahora, en sucesivas entradas, me acercaré a otras tres novelas históricas de la autora: Toda, reina de Navarra (1991), que cambió de título en ediciones posteriores, El viaje de la reina (1996); El estrellero de San Juan de la Peña (1992) y Ermessenda, condesa de Barcelona (1994)[2].


[1] Por ejemplo, el titulado «Mari Bárbola», Turia, 17, junio de 1991, pp. 81-83.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las novelas históricas de Ángeles de Irisarri», en Marina Villalba Álvarez, Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2000, pp. 361-374.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (y 2)

En la entrada anterior examinamos los siguientes grupos: 1) Novelas de la antigüedad grecolatina; 2) Novelas ambientadas en la Edad Media; 3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro; y 4) Novelas sobre el siglo XVIII. Nos queda por considerar el último: 5) Novelas ambientadas en el siglo XIX.

Los relatos ambientados en el siglo XIX son bastante frecuentes; la consideración de estas novelas de ambiente contemporáneo nos lleva a estudiarlas como posibles antecedentes del episodio nacional galdosiano, lo que requiere una mención más extensa. Por tanto, trataré de señalar ahora la relación entre novela histórica y episodio nacional.

En efecto, existen varios títulos de tema histórico contemporáneo que pueden ser considerados antecedentes de las series de Galdós. Ahora bien, el único argumento para poder establecer una división en este período entre novela histórica y episodio nacional es la mayor o menor lejanía en el tiempo. Con Galdós, la cosa será distinta porque habrá además diferencias de técnica y de estilo. Sea como sea, podemos intentar distinguir esos dos grupos, aunque resulte un tanto arbitraria la separación, según sitúen o no su acción en una época anterior al siglo XIX. Esta división ha sido señalada por Ferreras, aunque utiliza un término que quizá se preste a confusión. Veamos:

Distingo en la novela histórica dos tendencias: una, la tradicional si se quiere y que llamaré novela histórica, y otra, que llamaré novela histórica nacional; esta última se caracteriza por escoger no solamente un tema patrio, sino también por una problemática que le permite enfrentarse con el universo exterior, nacional; la historicidad, en este caso, se convierte en contemporaneidad. Fácilmente se comprenderá esta división, que creo necesaria, si comparamos una novela histórica cualquiera con un Episodio Nacional de Pérez Galdós; en el primer caso, nos encontramos ante la corriente tradicional de la novela histórica; en el segundo, el universo de la novela es escogido en función de una problemática actual, vigente, determinante. Novelar un suceso de la Edad Media y novelar un suceso del XIX, o quizá del XVIII, como en la novela de García de Villalta, son dos actitudes muy diferentes y quizá opuestas[1].

Ferreras señala que la novela histórica ambientada en un pasado lejano es un caso de ruptura romántica y también una forma de evasión (dicho de otra forma, la ruptura proporciona al novelista la huida a un mundo que considera mejor que aquel en el que vive); en cambio, en el caso del episodio nacional, el novelista no puede evadirse ya que los sucesos narrados están actuando todavía en el momento de escribirse la novela, que de esta forma «no es una pura reconstrucción del pasado, sino un enjuiciamiento, una crítica, del presente»[2]. Por esta razón, la imaginación del novelista puede apartarse poco de la realidad, frente a lo que ocurre con el otro tipo de novelas históricas, pues el lector conoce o incluso ha vivido esos hechos tan cercanos:

Los acontecimientos coetáneos obligan a una mayor responsabilidad, reduciendo las posibilidades de la fantasía […]. Los acontecimientos remotos se conocen en cuanto historia externa y colectiva y queda, o se admite que queda, un margen amplio de ignorancia para que por él corra la imaginación. La misma ignorancia se supone en cuanto atañe a usos y costumbres, que se inventan sin riesgo, además de podérselos recargar con aditamentos exóticos. Sin embargo, ante los acontecimientos coetáneos, el margen de arbitrariedad y fantasía disminuye en cuanto a la fantasía convencional y fácil, pues se requiere una imaginación poderosa que produzca la fantasía dentro de lo usual y conocido[3].

Navas Ruiz denomina «novelas-documento» a este tipo de obras novelescas de tema histórico contemporáneo; también él señala para estos antecedentes del episodio nacional una mayor proximidad al realismo que en el caso de las novelas históricas de épocas lejanas:

Mezcladas con las históricas han venido estudiándose varias novelas que constituyen propiamente episodios nacionales o novelas-documento, pues se refieren a sucesos contemporáneos, ya rigurosamente tales, ya en cuanto influyen aún decisivamente en el presente. Ha de considerarse su iniciadora a Casilda Cañas de Cervantes, por La española misteriosa […]. La novela documento se aproxima ya al realismo, puesto que se enfrenta a problemas de la sociedad contemporánea y trata de captar el aspecto político de la misma. Será, pues, necesario en los futuros estudios sobre el realismo decimonónico retrotraer los orígenes hasta dichas obras, que si hoy parecen de escaso valor y han caído en un casi justo olvido, fueron conocidas y leídas en su tiempo. ¿Por qué empeñarse en considerar sólo el costumbrismo como antecedente de aquella corriente?[4]

Estas novelas son bastante numerosas; la mayoría de ellas tratan el tema de la guerra de la Independencia[5], especialmente en el territorio de Aragón y Cataluña (sitio de Zaragoza, penalidades de la ciudad de Barcelona…)[6]; también las hay, aunque en menor cantidad, sobre las guerras carlistas y sobre la revolución de 1868; y otras son de asunto contemporáneo pero extranjero.

Dos_de_mayo,_por_Joaquín_Sorolla

Dejando aparte las obras de estas características escritas por los emigrados españoles en Inglaterra, ofrezco a continuación una lista bastante amplia con sus títulos[7]:

1822 Rafael de Riego o La España libre, de Francisco Brotons.

1829 Los terremotos de Orihuela o Henrique y Florentina, de Estanislao de Cosca Vayo[8].

1830 Orosmán y Zora o La pérdida de Argel, de D. J. G.

1831 Las ruinas de Santa Engracia o El sitio de Zaragoza, anónima, quizá de Francisco Brotons.

1831-1832 Teodora, heroína de Aragón, de Antonio Guijarro y Ripoll.

1832 Jaime el Barbudo, de Ramón López Soler.

1833 La española misteriosa y el ilustre aventurero, o sea Orval y Nonui[9], de Casilda Cañas de Cervantes. La amnistía cristina o El solitario de los Pirineos, de Pascual Pérez y Rodríguez.

1835 La explanada. Escenas trágicas de 1828, de Abdón Terradas.

1840 Eduardo o La guerra civil en las provincias de Aragón y Valencia, anónima.

1844 El Gil Blas del siglo XIX, de Juan Francisco Siñériz.

1845-1846 El dos de Mayo, de Juan de Ariza. Espartero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

1846 Martín Zurbano o Memorias de un guerrillero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

C. 1846  Zurbano o Una mancha más en la historia de los partidos, de José Velázquez y Sánchez.

1846-1847 El patriarca del valle, de Patricio de la Escosura.

1847-1851 Misterios de las sectas secretas o el francmasón proscrito, de José Mariano Riera y Comas.

1849 Josefina de Comerford o El fanatismo, de Agustín de Letamendi.

1851 Las ruinas de mi convento, de Fernando Patxot.

1852 Marta, episodio histórico contemporáneo, de Isidoro Fernández Monje.

1855 Los guerrilleros, de Eugenio de Ochoa.

1856 Mi claustro, de Fernando Patxot.

1858 Las delicias del claustro, de Fernando Patxot.

1859 La ilustre heroína de Zaragoza o La célebre amazona en la guerra de la Independencia, de Carlota Cobo.

1861 Atrás el extranjero, de Manuel Angelón.

1863 Luisa o La provincia, de José Ferreiro y Peralta. El dos de Mayo o Los franceses en Madrid, de Manuel Vázquez de Taboada.

1864 El sitio de Zaragoza, de Manuel Vázquez de Taboada. Riego, de Mariano Ponz.

1865 Los mártires del pueblo, de Juan de la Cuesta.

Existen, además, unos Episodios de la Revolución Española, sin año, de Vicente Moreno de la Tejera, y una biblioteca desde 1877 con más de catorce títulos: Episodios de la guerra civil en forma de novelas históricas.

Después de que durante varios años predominasen, con mucho, los asuntos medievales, los temas contemporáneos empiezan a ser cultivados con mayor asiduidad —aunque existen varios títulos anteriores— desde mediados de siglo:

Hasta el 1848, aproximadamente, los temas de historia contemporánea ocupan un lugar secundario en la novela romántica española respecto a los medievales y renacentistas, pero a partir de la citada fecha los autores comienzan a convencerse de que no necesitan ir a la Edad Media para sacar escenas de crueldad de la leyenda de Pedro I de Castilla, ni al siglo XVI para inventar un príncipe Carlos martirizado por un siniestro Felipe II, porque la historia política contemporánea de su país abunda en escenas de «terror gótico» y en situaciones de misterio y sensacionalismo que no desmerecen de las más acreditadas del género en novelas como The Mysteries of Udolpho, The Monk y The Castle of Otranto[10].

Como es fácil de comprender, el grado de politización es más alto en este tipo de novela histórica, según señala Hinterhäuser:

La alternativa temática entre el pasado remoto y el reciente existe ya en los orígenes mismos de esta clase de novelas. Las que se acogían a la Edad Media eran las más abundantes (sobre todo en Italia y España; en Francia mucho menos); a la historia cercana, todavía caliente, se llegaba bien como final de un amplio ciclo, o debido a preferencias basadas en razones políticas (es decir, los autores “progresistas” y también, ocasionalmente y con intención polémica, los “reaccionarios”)[11].

De todas formas, no todas las novelas históricas de tema contemporáneo pueden ser consideradas antecedentes del episodio nacional galdosiano, pues en algunas el tema no pasa de ser un mero pretexto para elaborar la acción, sin que exista en ellas una intención reconstructora de ese presente todavía operante en la sociedad del autor y del lector.

Por otra parte, habría que pensar también si puede considerarse dentro de esos antecedentes otro tipo de novelas al estilo de las de Eugène Sue, a las que tradicionalmente se ha llamado «sociales» (las de Ayguals de Izco o Martínez Villergas, entre otros), pues al menos tienen en común con las novelas antes mencionadas la ambientación contemporánea[12].


[1] Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 300.

[2] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, pp. 300-301. Y añade a continuación: «Si esto es así no puede haber mucha diferencia entre una novela histórica nacional o episodio nacional y una novela realista; en ambos casos se materializa un universo actual, y la diferencia estriba solamente en el tema escogido; la novela vulgarmente llamada realista inventa personajes, la novela histórica nacional o episodio utiliza e interpreta personajes dados».

[3] Enrique Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español, Madrid, Tecnos, 1977, p. 61.

[4] Ricardo Navas Ruiz, El Romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 98.

[5] Algunas han sido estudiadas por María Isabel Montesinos, en su trabajo «Novelas históricas pre-galdosianas sobre la guerra de la Independencia», en Estudios sobre la novela española del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1977, pp. 11-48. Ferreras, por su parte, anuncia en el plan general de sus «Estudios sobre la novela española del siglo XIX» un libro dedicado a La novela histórica nacional.

[6] Cfr. Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 31.

[7] He utilizado para confeccionarla los mismos estudios que para la de producción de novela histórica: Brown, La novela española (1700-1850); Felicidad Buendía, Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963; Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas (1840-1900). Concentración obrera y economía editorial, Madrid, Taurus, 1972, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973 y El triunfo del liberalismo y la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976; José F. Montesinos, Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX, Madrid, Castalia, 1982; Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954; y Guillermo Zellers, La novela histórica en España (1828-1850), Nueva York, Instituto de las Españas, 1938), más el de Jorge Campos, «La novela», en Guillermo Díaz Plaja (ed.), Historia general de las literaturas hispánicas, IV, segunda parte, Barcelona, Barna, 1957, pp. 217-239, y el de Navas Ruiz, El Romanticismo español.

[8] Es la que señala Brown como primera novela de historia contemporánea.

[9] Ferreras hace notar que los nombres de los protagonistas son anagramas de Valor y Unión.

[10] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, pp. 166-167.

[11] Hans Hinterhäuser, Los «Episodios nacionales» de Benito Pérez Galdós, Madrid, Gredos, 1963, p. 42.

[12] «[…] la única historia que satisface a los novelistas después de 1845 es la contemporánea y, dentro de esta, no la historia colorista y caballeresca sino […] la política, satírica y crítica. La novela histórica se disuelve en la exposición de agravios y resentimientos sociales», escribe Brown, La novela española (1700-1850), p. 36.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (1)

Este criterio y el de los temas son los de carácter más puramente externo que podemos aplicar para intentar la clasificación de tan extensa producción. Ambos criterios podrían combinarse, ya que hay novelas centradas en la misma época, por ejemplo la Edad Media, pero que tratan temas muy distintos: la Reconquista, los templarios, el reinado de Pedro el Cruel…; sin embargo, los separo en dos apartados distintos para mayor claridad. Veamos, pues, la clasificación por épocas históricas:

1) Novelas de la antigüedad grecolatina

Son muy escasas. Ferreras, que duda de que existiera este tipo de novela, al que califica de «arqueológica», antes de 1870, lo excluye de su trabajo[1]. Solo he podido recoger, citada por Peers, la obra de Ribot y Fontseré Los descendientes de Laomedonte y La ruina de Tarquino, de 1834.

2) Novelas ambientadas en la Edad Media

Constituyen la inmensa mayoría y no merece la pena citar títulos, pues habría que incluir todas las de Cortada y Sala, varias de las de López Soler, la de Larra, la de Espronceda, la de Gil y Carrasco, y las de una enorme cantidad de autores. Bastará con recordar la devoción por el medievalismo del movimiento romántico; valgan como muestra la opinión de dos autores contemporáneos:

La Edad Media, fuente abundantísima de brillantes y caballerosos hechos, de horrendos crímenes y de pasiones violentas; la Edad Media, romántica por su espíritu guerrero, no podía menos de excitar el entusiasmo de nuestros literatos que, levantando una bandera nueva, pero brillante, rompieron las trabas que hasta el día han sujetado en parte el vuelo de la imaginación[2].

Los tiempos de la caballería parecen, en efecto, tiempos soñados, tiempos creados en los felices delirios de una imaginación acalorada por el entusiasmo que inspiran sentimientos generosos… Basta ver carcomida de orín una manopla, ver un pedazo de hacha de armas, leer una estrofa de una balada o el grito de un heraldo consignados en una crónica de pergamino, para que nuestra fantasía se pierda inmediatamente por entre los pilares de una abadía, los fosos de un castillo y las tiendas de un torneo. La poesía se exhala naturalmente de los recuerdos como de la rosa su fragancia… ¿Qué edad más poética que la edad media?[3]

Caballeros

Así pues, los novelistas encontraron un rico filón de temas para su inspiración en los largos siglos del medievo nacional[4], especialmente en los revueltos años del reinado de Pedro el Cruel. Como señala Buendía, el único secreto que encerraban sus obras era el de

exaltar de una manera poética todo lo que de novelable tenía la lejana Edad Media y aprovechar de una manera novelesca todo el caudal de enorme poesía que encerraban los turbulentos siglos medievales, cuyo espíritu informó el movimiento romántico y enriqueció los temas de todas las manifestaciones literarias y de la vida misma[5].

En definitiva, el retorno a la Edad Media constituye uno de los grandes ideales del Romanticismo, sobre todo de la corriente que Peers denominó «renacimiento romántico»: «Lo caballeresco y la raíz cristiana en lo religioso representan, a través de Walter Scott y Chateaubriand, el romanticismo de tipo tradicional, cristiano y conservador»[6]. En cualquier caso, se trata siempre de una Edad Media idealizada de acuerdo con unos tópicos fijos, lo que no quita tampoco para que los románticos, desde la lejanía de su siglo XIX, reflejen en sus obras algunos aspectos rudos y oscuros de aquella época. Esta circunstancia ofrecía además algunas ventajas a la hora de lograr un mayor exotismo y, en consecuencia, un mayor interés en el lector. Esta es la razón por la que Bergquist indica de los novelistas históricos que

aunque escogen a la Edad Media como fondo de su obra, continúan considerándola como una era semibárbara, inculta y revuelta, plagada de discordias, corrupción y guerras. El que esta visión de la Edad Media fuese o no justa no tiene importancia. El hecho es que, a juzgar por la evidencia de nuestra novela histórica, se hallaba muy difundida entre los románticos españoles, y que con toda probabilidad contribuyó a que éstos con tanta frecuencia acogieran al Medioevo como feudo de sus obras, ya que la supuesta anarquía de aquella época sería atractiva al aspecto rebelde y anárquico del temperamento romántico. En un plano más práctico, esta misma anarquía y falta de leyes les permitía incluir en sus novelas sucesos emocionantes como raptos, duelos, asedios y justas, que no podrían tener lugar en tiempos más modernos. La ignorancia y superstición con las que nuestros autores caracterizaban también a la Edad Media, permiten asimismo la inclusión de sabrosos, y no menos emocionantes, episodios sobrenaturales, tan amados por los románticos, e imposibles de escenificaren la prosaica edad actual[7].

3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro

Siguen en número a las de ambiente medieval. Las más importantes son sin duda Ni rey ni Roque, de Escosura, y Gómez Arias, de Trueba y Cossío, aunque hay otras: Kar-Osmán, de López Soler, Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa, El auto de fe, de Eugenio de Ochoa, El huérfano de Almoguer, de José Augusto de Ochoa, Cristianos y moriscos, de Estébanez Calderón o Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada. De este período, se elegirá el reinado de Felipe II en varias novelas.

4) Novelas sobre el siglo XVIII

Son muy escasas; solo he podido recoger dos títulos, El golpe en vago, de García de Villalta, y Arturo, el hijo del ajusticiado, de Francisco de Paula Llivi.


[1] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, p. 72. Creo que sería más acertado reservar el adjetivo arqueológica para aquella novela que reconstruya con peculiar detenimiento una época histórica, al estilo de Salammbó de Flaubert o Doña Isabel de Solís de Martínez de la Rosa, independientemente de que esa época sea muy lejana en el tiempo o no.

[2] Son palabras de un artículo anónimo, «Costumbres de la Edad Media», aparecido en Guardia Nacional el 28 de agosto de 1836. Tomo la cita de Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. I, pp. 315-316.

[3] Antonio Ribot y Fontseré, «Prólogo» a las Poesías de Juan Arolas, Barcelona, Imprenta del Constitucional, 1842, p. IX. Cito por Peers, op. cit., II, pp. 429-430.

[4] No entiendo muy bien la segunda parte de esta afirmación de Reginald F. Brown: «Escoge la novela sus temas de todas las épocas. Demuestra cierto interés por el reinado de Felipe II y cierta aversión por la Edad Media, época que habrá de ser más tarde campo cultivado con fines dudosamente históricos por los novelistas posteriores a 1850» (La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 28).

[5] Felicidad Buendía, «Estudio preliminar» en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 39.

[6] Buendía, «Estudio preliminar», p. 16.

[7] Inés Liliana Bergquist, El narrador en la novela histórica española de la época romántica, Berkeley, University of California, 1978, pp. 30-31.

Clasificación de la novela histórica romántica española según los temas

Propongo la siguiente clasificación en cinco apartados[1]: 1) temas de la historia nacional; 2) temas de la leyenda nacional; 3) temas de historia extranjera; 4) temas americanos; 5) temas regionales y costumbristas. Examinémolos por separado.

1) Temas de la historia nacional[2]

Podríamos señalar dos grandes apartados, los temas de historia pasada y los episodios históricos de ambiente contemporáneo. Dejando de lado los antecedentes del episodio nacional galdosiano, consideremos ahora los temas de la historia pasada.

Son muy variados: Rodrigo y la pérdida de España (Los árabes en España, de García Bahamonde, Amaya, de Navarro Villoslada); la Reconquista, con posibles subtemas como el Cid (La conquista de Valencia por el Cid, de Vayo, El Cid Campeador, de Ortega y Frías), la conquista de Sevilla (Ramiro, conde de Lucena, de Húmara y Salamanca), la reina doña Urraca (El conde de Candespina, de Escosura, Doña Urraca de Castilla, de Navarro Villoslada), la conquista de Granada (Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa); las cruzadas (Tancredo en Asia, de Cortada y Sala); la caída de los templarios (El templario y la villana, de Cortada y Sala, El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco); la rebelión de los moriscos (Gómez Arias, de Trueba, Los monfíes de las Alpujarras, de Fernández y González), etc.

Templarios

Dentro de los temas medievales, existe también cierta preferencia por el reinado de Pedro el Cruel, empezando por El castellano, de Trueba y Cossío, y, en general, por las épocas de violencia, conflictos de sucesión y luchas civiles (se podrían citar varios ejemplos; pensemos solo en el título de la que se puede considerar la primera novela histórica española: Los bandos de Castilla; o en los subtítulos significativos de otras dos novelas: El solitario o Los desgraciados efectos de una guerra civil, de García Bahamonde, y Los amigos enemigos o Guerras civiles, de Húmara y Salamanca). En algunos casos, no necesariamente en todos, la descripción de dichas contiendas intestinas puede ser un reflejo de la situación vivida en España en varias ocasiones a lo largo del siglo XIX, y particularmente en los años 30, con la primera de las guerras carlistas.

De hecho, son varios los autores que piensan que la novela histórica actualiza los sucesos del pasado para acomodarlos a las circunstancias de sus días. Llorens considera el fenómeno como parte integrante de la evasión romántica de los emigrados: «Se huye hacia el pasado, pero proyectando hacia él el agitado mundo contemporáneo»[3]. Similares son las palabras de Navas Ruiz: «Se reconstruye el pasado, no por huir del presente, sino para interpretarlo como enseñanza de hoy: en el pasado interesa lo que se parece a lo actual»[4]. Regalado García opina que «un mismo autor, según los temas que cultiva, puede aparecer, y aparece, como romántico, vuelto hacia el pasado, o como crítico realista de los problemas de su tiempo»[5]. Ferreras, en fin, se muestra tajante al respecto: «[…] toda la producción de novelas históricas responde a la misma problemática: su pasado histórico no es más que una actualización del presente problemático»[6].

Tierno Galván, en cambio, no cree que sea así, al menos en las novelas históricas de carácter más folletinesco:

Una clase de conflicto que aparece con mucha frecuencia, cuya acción suele referirse a la lucha por el poder político, es la guerra civil. Es notable, sin embargo, que en muy pocas ocasiones se utiliza la guerra civil histórica como modelo para condenar la guerra civil presente […]. Hay casos en que la novela histórico-folletinesca es coetánea con las guerras carlistas, o con algún pronunciamiento o intentona militar que produce unos días o unos meses de guerra civil. Sin embargo, no aparece la condena moral o política de este hecho de modo explícito[7].

Efectivamente, son raras las comparaciones explícitas entre las guerras civiles pasadas y las presentes, pero puede considerarse que el solo hecho de llevar a sus novelas las contiendas históricas entre pueblos hermanos es un síntoma de que estos autores tienen conciencia de la relación o parecido existentes entre unas y otras.

De la misma forma, la persecución y caída de los templarios puede ser una reminiscencia de las persecuciones y matanzas de frailes que ensangrentaron nuestro suelo por esas mismas fechas; entonces, la confiscación de sus castillos y posesiones sería trasunto de la apropiación de los terrenos y bienes muebles de la Iglesia española después de las medidas desamortizadoras de Mendizábal. Esta es una de las lecturas, en lo que se refiere a los temas, que puede hacerse, por ejemplo, de la novela de Gil y Carrasco.

Por otra parte, será frecuente la ambientación en el reinado de Felipe II, visto por los escritores liberales como un tirano (también aquí parece fácil establecer un paralelismo con el momento contemporáneo de la producción de dichas novelas, es decir, con el absolutismo de Fernando VII); el tratar los avatares de dicho monarca permitirá, además, incluir todos los tópicos sobre la Inquisición y la leyenda negra de España[8]:

Y es que el Siglo de Oro no resultaba muy simpático a la interpretación liberal: los Austrias aparecían como tiranos, no como creadores de la grandeza de España. Carlos V era el enemigo de los Comuneros, de las libertades castellanas, no el Emperador de Europa. Felipe II se identificaba con la Inquisición y los peores abusos del despotismo[9].

Vemos pues que la novela histórica puede politizarse, tanto en sentido conservador como liberal, al hacer los escritores uso de los temas del pasado para aludir más o menos veladamente a circunstancias de su propio presente. De hecho, en estas novelas son frecuentes los excursos del narrador en los que aparecen claras las ideas del autor sobre distintos aspectos de la sociedad de su época. Por supuesto, existen grados dentro de esa “politización”: en algunas será tan fuerte que la novela dejará de serlo para convertirse en mero libelo difamador del contrario o en simple panfleto proselitista; en las mejores novelas del género no irá más allá de una toma de postura por parte de sus autores.

2) Temas de la leyenda nacional

Bernardo del Carpio (la novela así titulada de Fernández y González); la campana de Huesca (la obra de Cánovas del Castillo); el pastelero de Madrigal (la novela de igual título del mismo Fernández y González, Ni rey ni Roque, de Escosura); los amantes de Teruel (Marcilla y Segura, de Isidoro Villarroya, Los amantes de Teruel, de Esteban Gabarda e Igual). Están muy relacionados con los del apartado anterior y puede resultar arbitraria la distinción; por ejemplo, Bernardo del Carpio se podría incluir dentro de los temas de la Reconquista; o Ni rey ni Roque, con las novelas que tratan del reinado de Felipe II.

3) Temas de historia extranjera

Son muy poco frecuentes, aunque se podría mencionar algunas novelas anteriores a la que indica Navas Ruiz como primera. En efecto, repasando los catálogos de Ferreras encontraremos que antes de Los hermanos Plantagenet (1847), de Fernández y González, aparecieron otros títulos como Orosmán y Zora o La pérdida de Argel (1830), El siglo XVI en Francia o Ulina de Montpensier (1831), Los blancos y los negros o Guerras civiles de Güelfos y Gibelinos (1838), Ana Bolena (1839), Una revolución en Venecia (1846) y quizás alguno más.

4) Temas americanos[10]

Algunos de ellos se podrían incluir también dentro de los de historia nacional. Se cultivan desde muy temprano, puesto que una de las primeras novelas históricas españolas es Jicotencal, príncipe americano (Filadelfia, 1826; Valencia, 1831). La producción no es muy extensa, pero sí que incluye obras importantes: El nigromántico mejicano. Novela histórica de aquel imperio en el siglo XVI (1838) y El sacerdote blanco[11] (1839), de Pusalgas y Guerris, Pizarro y el siglo XVI (1845) y La conquista del Perú (1853), de Pablo Alonso de la Avecilla, Guatimozín (1846), de Gómez de Avellaneda, y La conjuración de Méjico o Los hijos de Hernán Cortés (1850), de Escosura.

Así como la novela histórica de tema nacional suele presentar problemas de convivencia cultural entre varias razas o religiones (cristianos, moros, judíos), en las de asunto americano se recogen los conflictos derivados de la conquista y colonización, salvados normalmente por el amor entre un español y una bella indígena. Tierno Galván[12] señala que estos autores, llevados de su patriotismo, muestran siempre la superioridad de los españoles sobre los indios americanos, al tiempo que defienden principios moralizadores católicos; así sucede en el caso de Pusalgas y de Avecilla, indica Ferreras[13], pero por el contrario, los otros autores (García Bahamonde, la Avellaneda y Escosura) muestran la crueldad, a veces gratuita, de los conquistadores. De la misma forma, hace notar Navas Ruiz que en estas novelas

la obra colonizadora en América venía envuelta en los ecos de religiosidad y avaricia de la leyenda negra. Por eso, o se prefirió preterir la época o, cuando se trató, se reprimió toda exaltación patriótica cuyo significado resultaba más que dudoso a la luz del credo liberal. Se buscó más bien el recuerdo literario o el gesto humano, caballeresco, de algún hidalgo[14].

5) Temas regionales y costumbristas

Algunas novelas pueden tratar un tema de la historia nacional pero con unos matices especiales que permiten la creación de este quinto apartado. Me estoy refiriendo a novelas como La heredera de Sangumí (y en general todas las de Cortada y Sala), por acercarse a los temas y paisajes catalanes; El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco, por su perfecta captación del paisaje leonés berciano[15]; La conquista de Valencia por el Cid, de Vayo, con sus descripciones de la comarca levantina; o Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada, que describe las luchas internas en el escenario del viejo Reyno. Aparte debe quedar la obra de Estébanez Calderón Cristianos y moriscos, a la que no considero verdadera novela histórica[16]; se trata más bien de un cuadro de costumbres históricas, es decir, de una pintura de las costumbres españolas, como otras obras del andaluz, solo que referida a una época alejada en el tiempo.

Así pues, los novelistas históricos muestran su amor a una naturaleza regional; como señala Peers,

los románticos españoles aportaron al ideal regional algo que era más importante que los datos exactos o la descripción detallada y objetiva. En cuanto al regionalismo, tal como lo interpretaban, el paralelo más acertado que puede establecerse es el del cosmopolitismo de los románticos de otros países. Libres, a tenor de la carta romántica, de poner rumbo a donde les apeteciera, estos últimos vagaban por toda la faz de la tierra, especialmente por el Oriente, y regresaban con trofeos de sus viajes. Pero los románticos españoles interpretaban la libertad como licencia para describir los lugares de su propia tierra que más amaban, acaso el lugar que les dio fama o el escenario de sus primeros años de vida y formación .


[1] Ricardo Navas Ruiz (El Romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 97) señala los siguientes temas: la Reconquista, las luchas fratricidas, los templarios, los Austrias (especialmente Felipe II), asuntos americanos (sobre todo, la conquista de México y Perú), asuntos regionales y asuntos de historia extranjera, y ofrece la que considera primera novela en tratarlos: Ramiro (1823), The Castilian (1829), El templario y la villana (1840), Ni rey ni Roque (1835), El nigromántico mexicano (1838), La heredera de Sangumí (1835) y Los hermanos Plantagenet (1847), respectivamente.

[2] Constituían un verdadero filón que podían explotar los novelistas españoles; recordemos que uno de los objetivos de López Soler con Los bandos era «manifestar que la historia de España ofrece pasajes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores como las de Escocia y de Inglaterra». Los temas, pues, estaban ahí y, como señala Edgar A. Peers, «lo que faltaba era genio y originalidad propia para interpretar estos temas y darles forma literaria duradera» (Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. I, p. 215).

[3] Vicente Llorens, El romanticismo español, Madrid, Castalia, 1989, p. 177.

[4] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 96.

[5] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, p. 177.

[6] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, p. 180.

[7] Enrique Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español, Madrid, Tecnos, 1977, pp. 51-52.

[8] «Es por la necesidad de aprehender las bases de la comunidad posible o, al contrario, de la comunidad en ruina, que la novela histórica de cada nación tiende a temas de cierta época, especialmente la época de la caída de la comunidad natural. La novela histórica del romanticismo francés se orientaba a la época de la creación de la monarquía centralizada de Luis XIV y la supresión de las libertades hugonotes. La mayoría de las novelas de Walter Scott se refiere a la caída de la comunidad escocesa por intervención del Estado centralizado inglés…» (Vladimir Svatoñ, «Lo épico en la novela y el problema de la novela histórica», Revista de Literatura, LI, 101, 1989, p. 18).

[9] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 27.

[10] Puede consultarse el trabajo de Juan Ignacio Ferreras «El tema americano en la novela del siglo XIX: orígenes y desarrollo», incluido en su libro Introducción a una sociología de la novela española del siglo XIX, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973, pp. 241-287.

[11] Esta novela se subtitula La familia de uno de los últimos caciques de la isla de Cuba. Novela histórica americana del siglo decimoquinto.

[12] Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», pp. 49-51.

[13] Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica, p. 129.

[14] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 27. Indica también que «el patriotismo, cuando existe, reviste más bien el carácter de ideal regionalista: amor a la tierra y su tradición local».

[15] Reginald F. Brown, en La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 37, señala que «sin pensarlo, salió regionalista la novela histórica de Enrique Gil».

[16] Su autor la subtitula Novela lastimosa; sin embargo, pese a la tenue historia de amor, el relato se caracteriza por su estatismo, y lo que prevalece en su corto número de páginas es la descripción de tipos, vestidos, fiestas y bailes.

[17] Peers, op. cit., Historia del movimiento romántico español, vol. II, p. 418.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la procedencia regional de los autores

En tiempos del Romanticismo, hay en España distintos autores que cultivan asuntos de la historia de su región, al tiempo que nos ofrecen la visión de un paisaje que conocen mejor por ser el de la tierra que les vio nacer. Pues bien, al mismo tiempo que se puede hablar de temas y paisajes catalanes, valencianos, leoneses o navarros, es posible también establecer una distinción de carácter más general entre dos grandes conjuntos de novelas, las castellanas y las catalano-levantinas. Consideremos estas palabras de Reginald F. Brown:

Es un lugar común en la historia del romanticismo español el hacer una distinción entre el romanticismo catalán, «creyente, aristocrático, arcaico, restaurador», en palabras de Tubino, y el de Madrid, «descreído, democrático, radical en las innovaciones y osado en los sentimientos». Resulta, pues, de notable interés encontrar que, de querer sostener la misma distinción en la novela, tendría que aplicarse a la inversa. Los novelistas mediterráneos, así catalanes como valencianos y andaluces, se complacen infinitamente más que los castellanos en escenas de sangre, horror y violencia, y en argumentos que explotan más despiadadamente la intriga amorosa, “subterránea”, los procesos tenebrosos de sectas secretas, las venganzas, las opresiones, los suicidios y el colorido más exótico e impresionante. No se debe olvidar la «Colección» de Cabrerizo, cuya influencia claramente se manifiesta en casi todas las obras de López Soler, de Vayo y de Joaquín del Castillo. Si fuera necesario adelantar más pruebas, bastaría comparar los títulos respectivos de las novelas castellanas y mediterráneas…[1]

Brown señala como las mejores novelas castellanas Ni rey ni Roque, de Patricio de la Escosura, Ramir Sánchez de Guzmán, de Luis González Bravo y Eugenie Moreno y El huérfano de Almoguer, de José Augusto de Ochoa. Castellanas son también Sancho Saldaña de Espronceda y El golpe en vago de García de Villalta aunque, como muchas otras, no son sino «una profusión de intrigas e incidentes pueriles desprovistos de todo enlace o sentido»[2]; e igualmente castellanas, aunque con matizaciones, El doncel de don Enrique el Doliente de Larra y El señor de Bembibre de Gil y Carrasco[3].

Doncel

Dentro de las novelas catalanas existen distintos grados; en las menos buenas «se acumulan atrocidades e incidentes escalofriantes sin más propósito que el de horripilar al lector», y eso sucede hasta en las más históricas como La conquista de Valencia por el Cid, de Estanislao de Cosca Vayo. «Pero en las mejores novelas catalanas las violencias se intensifican, y se acrisola el tema hasta alcanzar niveles de tensión trágica que solo alcanza en Castilla El doncel, de Larra», que es lo que ocurre con las producciones de Juan Cortada y Sala[4].

Felicidad Buendía, que también señala esta distinción entre novela histórica castellana y mediterránea[5], apostilla que no son esenciales las distancias que separan a un grupo del otro, dado que coinciden en aspectos más importantes:

Denominador común de ambas tendencias, escisión relativa, debida más bien a diferenciaciones de raza que a la divergencia de estilo, es la unidad de criterio en el sentir literario, pauta marcada por la influencia de factores literarios externos, asimilados a nuestra corriente y actividad artística; factores sociales de índole revolucionaria y renovadora, a la par que una conciencia latente y también manifiesta de nuestros valores literarios nacionales y valores de espíritu dados un poco a la deriva y al desconcierto por las complejas situaciones políticas nacionales.


[1] Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, pp. 28-29.

[2] Brown, La novela española (1700-1850), p. 30.

[3] «Ambas son obras un poco sui generis. Es castellana El doncel por sus muchos detalles realistas e incidentes bien descritos, mientras que se acerca al patrón catalán en lo avasallador de los afectos. Pero, por ser expresión de la pasión íntima y personal del autor, destaca entre todas las novelas históricas españolas y es la más romántica de la época […]. El señor de Bembibre suele ser considerada como la mejor de todas las novelas románticas, principalmente por el sentimiento de la naturaleza en que va envuelta la acción, sentimiento, por lo demás, poco propio de la novela histórica. El claroscuro del conflicto y del desenlace es mucho más apagado de lo que se acostumbra en la novela castellana», escribe Brown, La novela española (1700-1850), p. 30.

[4] «Descartando las mejores poesías de Espronceda y alguna que otra poesía o drama, no conozco obra literaria romántica española de tan apasionada y pura belleza como la de Lorenzo, de Juan Cortada, ni tampoco otra que rivalice, en intensidad de emoción y sobriedad del argumento, con El templario y la villana, del mismo autor. Don Álvaro y El trovador son cuentos deshilvanados en comparación con estas dos novelas», comenta Brown, La novela española (1700-1850), pp. 30-31.

[5] Felicidad Buendía, Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 32. En realidad, sigue a Brown, utilizando prácticamente sus mismas palabras, aunque sin citarlo.