En «Lejana herida»[1] el poeta constata la presencia segura de la muerte (comienza así: «Callada y segura, / la muerte vendrá un día y segará / mis primaveras vírgenes»; más adelante insiste: «la muerte vendrá un día y arrancará mi vida»; «callada y segura» se repite anafóricamente otras tres veces, subrayando obsesivamente esa conciencia de la propia muerte). En efecto, la presencia de la muerte se hace total y abrumadora en este poema, una muerte que servirá para cerrar —¿en qué sentido?— «aquella lejana herida de mi noche fría».
«Pasión oculta», igual que un poema anterior, va dedicado «A mi nieto Guillermo Rivell Amadoz». El germen inspirador es el nacimiento de ese niño, en el que ve el poeta un símbolo de todo ser que nace y se abre a la vida, de toda creación; de ahí que nos hable de nuevos destinos, de misterio naciente, de creación sin límites (abundan las imágenes positivas en la construcción del poema: rosa, viento, luz…) y que se refiera luego al fruto de «la pasión que se esconde detrás de cada rosa que nace». Es, en suma, un canto a la vida engendradora de vida.
«Te ha llegado la noche de tus sueños» (esta frase del título se repetirá más adelante) lleva una dedicatoria a Jorge Guillén, y está compuesto en la circunstancia de su fallecimiento: «te ha cogido la hermana muerte y te ha llevado de la mano». El poeta pondera
la pluma viva y densa del viento alado de tus versos, palabras desnudas que como firmes acantilados quiebran tus poemas y los elevan puntuales a la ágil danza de tus sueños;
[…]
ahí estás ya, florecido, primaveral y nuevo, con el poema perfecto, vertical y cuajado entre tus labios, llorando el gozo de la luz en la noche.
Después de su noche (su muerte), los lectores quedan «sedientos de tu canto», de su Cántico (título de la obra unitaria de Guillén, en un primer momento), de la emoción de su poesía, de «la fiebre callada y exacta de tu último poema».
«Caída luz en las verdes colinas (Para una invitación)» se dedica «A Belén y Arturo», compuesto por el poeta con motivo del enlace matrimonial de uno de sus hijos; es un poema «circunstancial», escrito para esas bodas, y son versos con sabor a canción epitalámica, que elogian el amor (equiparado a pascua de la luz, mañana, cielo azul, «escalada del destino / en crepúsculo luminoso de fe», etc.)[2].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
María Socorro Latasa Miranda, nacida en Pamplona, reside en Aoiz (Navarra). Entre sus libros publicados se cuentan Arpegios de sombra herida (Aoiz, 1989), con prólogo de Charo Fuentes; Edad sin tiempo (Pamplona, Medialuna Ediciones, 1991) y Edad de niebla y otros poemas (s. l., COMAR, 2014). Desde la luz y el tiempo (Pamplona, Sahats, 2005) es la recopilación de la obra poética inédita del padre Damián Iribarren escrita entre 1965 y 2000, que incluye diez poemarios. Ha editado también Risa y ternura de unos papeles (Reflexiones sobre los caprichos de Goya), también del padre Damián Iribarren (Pamplona, Sahats, 2006).
En «De un lugar, de un tiempo, de una voz», palabras preliminares a Edad de niebla y otros poemas, escribe:
En este libro que ahora se presenta dividido en tres partes o secciones: Edad de niebla, Palabras a contrafuga y Otros poemas, he vuelto a plantearme, prácticamente, las mismas cuestiones [que en poemarios anteriores]. Vuelvo a centrarme en el proceso creativo adentrándome en esa región de niebla, abierta a todo lo posible, en la que indaga el intelecto, a la voluntad creativa —que ignora sus límites— y no sabe de dónde a dónde (p. 12).
Traigo hoy al blog su poema «¿Qué dejas en el aire?», perteneciente a Edad de niebla y otros poemas:
Asumes el instante propicio al desencuentro. Transitas la acrobacia de las horas.
¿Y qué dejas en el aire? La impronta[1] levedad de algunos signos, el gasto desleído de las cosas…
Sobre caminos de agua la sombra estremecida del silencio[2].
[1] Nótese el uso aquí de impronta con valor adjetival.
[2] María Socorro Latasa Miranda, Edad de niebla y otros poemas, s. l., COMAR, 2014. Modifico ligeramente la puntuación.
«Se hace simple la mente…»[1], que juega con la anáfora de «se hace», es una evocación de la muerte y de lo que hay —o, más bien aquí, no hay— tras ella: «Sopla el silencioso mar de la nada, […] se ha quedado dormida en su sueño inexistente. […] Se hace simple la mente / y ya no eres nada…». Algo más misterioso es «Ay, este cerrar mis ojos» («Ay» se repite anafóricamente en las cuatro estrofillas del poema). Habla la voz lírica de «volver mis ojos al río triste de la noche» (expresión que se repite); después se dirige a un tú femenino («iluminada y bella»), que bien podría referirse a la muerte.
Con «Poesía» (también glosado antes) volvemos al asunto del poder creacional de la palabra poética y la solidaridad humana. Destaca la anáfora de «así» y varios encabalgamientos abruptos, y por ello muy expresivos. Citemos el comienzo, donde apreciamos algunos ejemplos:
Así, en este mundo desconocido e idéntico de los que sufren como yo sufro, de los que viven y mueren cual yo vivo y muero, así en este mundo solitario, en el inmenso silencio atravesado de la soledad derramada, luciente y fría…
El poeta es, por definición, un solitario: habla de «esta gelidez de las almas / solas» y dice que «mi alma / partida apenas llora»; apunta entonces la solidaridad del poeta con el que es como él solitario, con el que sufre:
Voy llorando contigo que lloras, hermano, sin tú saberlo, amando contigo esto que tú amas.
Y concluye:
… esta parda ceniza que en tu amor late, este beso que, pendido de mis labios, a ti me ofrece enteramente, a ti.
En «Recóndita vena» (este sintagma ya se había utilizado al final del canto XXIII de El libro de la creación) el yo lírico se dirige a un Tú, con mayúscula, que se hace importante, que lo es todo para él:
Ya sé que Tú eres el aire puro que gravita y fija mi centro. Sé que eres el brillo de mis años y la densidad de mis noches, eres el final ya hecho de esta emprendida y aún no comenzada carrera.
Y sé que estás conmigo en vuelo perenne, y que sobre mis lados has de posar tu peso de Dios humanado.
Aunque mi muerte me robe, verdecida rosa tuya ha de brindar perfume que vitalice así mis huesos.
En ese constante movimiento pendular entre duda y fe a que nos tiene acostumbrados, el poeta se inclina ahora claramente por la trascendencia, por la confianza en ese Dios humanado que es Cristo (destaquemos, en el haber estilístico, la bella aliteración «posar tu peso» y la anáfora «Ya sé… Sé… Y sé…»).
«Rumores nocturnos» presenta una dedicatoria «A Guillermo Rivell Amadoz, pequeño niño»; se trata de un nieto, visto poéticamente como un «pequeño animal desnudo» de mirada franca, de «frágil y abierta sonrisa». El poema se carga en su primera parte de imágenes positivas: amanecer de pájaros, profundo mar, estrellas amantes, color inmarcesible de los besos castos, espuma, manantial, sonrisa, encanto, para ponderar la alegría de esa nueva vida que se abre a la vida, a «esta hegemonía de ser / entre tanta ventana abierta a lo imperfecto». Pese a su pequeñez, pese a su desnudez («y asomas como una creación balbuciente, impregnadora, / como un animal que camina manso y dulce sin espolearse»), el niño puede ser contemplado como un «rico vástago, capaz de mirar sin turbarte al Dios escondido». Se cierra con estos dos versos:
… te he visto en tu ausencia como si no tuvieras límites, te he visto en la sombra dibujada de mi nuevo mundo[2].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
Esta nueva entrega[1] insiste en ese cambio en el tratamiento de los temas poéticos con respecto a los primeros poemarios, en tanto en cuanto el poeta se sigue abriendo a un mundo nuevo de relaciones con los demás. El primer poema sirve para hacer balance, mira hacia el pasado, pero al mismo tiempo encara el futuro. Los que vienen después, otros diecisiete, son poemas bellos repletos de vivencias personales. Por lo demás, cabe destacar —de nuevo— la coherencia temática y de pensamiento que percibimos en todos los poemarios de José Luis Amadoz, los cuales se desarrollan en torno a unas pocas ideas nucleares que responden a unas mismas preocupaciones del autor. Por un lado, apreciamos que el poeta ha vuelto a caer en la noche fría, en la noche oscura (noche de la no fe, noche del miedo a lo desconocido tras la muerte): es el hombre que tiene la conciencia de su propia finitud y de la inexorabilidad de la muerte, en suma, el hombre que sigue caminando en medio de una aventura todavía irresuelta, en el permanente debate entre inmanencia y trascendencia (aunque aquí se acentuará ya el giro hacia la trascendencia).
Se trata de un tema largamente transitado en la producción lírica de Amadoz, pero renovado aquí en los poemas dedicados al nacimiento de los nietos, que reiteran el milagro del hombre que nace al ser. Ahora el yo lírico se muestra alegre por la llegada de esos nietos, el poeta se siente rejuvenecido, recobra la ilusión al ver y sentir esas nuevas vidas que se abren al gran misterio de ser hombre, no exento de dolores y tristezas. El poeta cantará, gozoso, ese regalo de la vida, la heroicidad cotidiana de ser hombre, el largo camino que cada hombre, que todos los hombres deben recorrer. Y en ese contexto se manifestará extraordinariamente la sensibilidad del poeta, que desea ahora vivirlo todo, estar en todo y con todos… Por otra parte, encontraremos la idea de que la poesía, como acto de creación, «diviniza» (hay un par de composiciones dedicadas específicamente al quehacer poético).
«Todos y solo» se abre con un lema de Kierkegaard; el poeta se encuentra solo y desea «salir de sí y hablar de tú a todo»; es entonces cuando recuerda tardes otoñales, tardes viejas cargadas de nostalgias y, «casi feliz a ratos», se pregunta por «este destino que Dios sólo / conoce». El poema se cierra con la expresión de su conciencia de la muerte, pero también con el apunte —tímido— de la esperanza en una vida futura:
Con todos, conmigo, con el gozo colmado del sol de cada día, con este techo que me cubre, todavía sin muerte, y estas rosas crecidas del jardín de la vida, con la entrega sobrada que comúnmente nos hace la dicha, con todo, y, sin embargo, qué solo, solo mirando hacia lugares nuevos que presiento, hacia parajes que reflejan vida plenamente, libre de obscurecidas apariencias, solo, desgarrado, deseando verlo todo, y amarlo todo con este fuego tan hundido, desconocido, solo, rasgado, en esta mordedura sangrante que a mí la vida me ha hecho con todo.
«Emanación poética» (poema dividido en nueve secuencias numeradas en romanos) lleva un lema y dedicatoria a Antonio Machado y es un apóstrofe a la palabra, una reflexión sobre la creación poética que ya comentamos al trazar la poética de Amadoz[2].
[1] Poemario no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
«Amaya da asiera» es frase que en la novela de Navarro Villoslada tiene varios valores simbólicos[1]. Para el escritor de Viana, el fin es el principio, pero ¿el fin y el principio de qué?: en aquel lejano siglo VIII, el fin de la religión pagana es el principio de un tiempo nuevo presidido por el cristianismo; el fin del tiempo en que los vascos vivían divididos en tribus mandadas por caudillos locales es el principio de la monarquía unitaria, es el momento de que los vascos se unan en torno a un rey; por último, el fin de los tiempos de guerra entre vascos y godos, después de tres siglos de encarnizadas luchas, es el principio de un nuevo tiempo de paz y de unión bajo la enseña de la Cruz. Estas circunstancias que se refieren al siglo VIII podríamos extrapolarlas fácilmente a la realidad histórica del siglo XIX, al momento en que vive y escribe el autor: y no resultaría demasiado complicado establecer una ecuación en la que los vascos del siglo VIII serían los carlistas del XIX y los godos imperiales serían los liberales centralistas y unificadores[2].
El periodo de 1868-1876, con la Revolución de septiembre, la experiencia fallida de la I República y la segunda guerra carlista, que acababa con la derrota de la Causa, dejaba a las cuatro provincias, Navarra y las hermanas Vascongadas, en una situación precaria, culminada con la ley de abolición de los Fueros vascos de 1876. Era, sin duda, un tiempo de derrota, el fin de una época que había que dejar atrás (como en el siglo VIII). Pero «amaya da asiera»: ese fin, ese reciente pasado de crisis, debía quedar atrás para dejar paso a un tiempo nuevo, una nueva etapa de defensa de la amenazada identidad vasco-navarra, de renacimiento literario y cultural, y —en un sentido más amplio— de regeneración en todos los órdenes de la vida.
Navarro Villoslada iba a legar a la posteridad unos mitos, unas leyendas, un imaginario compartido con los euskaros y con otros escritores fueristas: la antigüedad y pureza de la primitiva raza éuskara, nunca mezclada con otras sangres, nunca domada por el extranjero invasor; los orígenes igualmente puros e incontaminados del idioma, musical y espiritual, un idioma en el que no se podía blasfemar; el monoteísmo de la antigua religión natural, como precursor del cristianismo; el carácter democrático de las primitivas leyes e instituciones vascas; y, en fin, la idea providencialista de un pueblo vasco colocado por Dios en este rincón de los Pirineos como salvaguarda de esas antiguas esencias y costumbres. En ese contexto de la defensa de la identidad cultural, el idioma es un aspecto muy importante, pero que hay que englobar en un terreno más amplio, pues va estrechamente ligado al folclore, las costumbres, la historia —o, en su defecto, las tradiciones y leyendas—, la religión, las creencias…
Todos estos tópicos o mitos son compartidos por varios escritores e intelectuales del momento. ¿Cuál es, pues, en ese panorama la originalidad o la peculiaridad de Navarro Villoslada? Por un lado, hay que destacar que pone siempre el acento en la religión, en la fe, en el espíritu católico, de acuerdo con su ideario tradicionalista. En él todo aparece enfocado bajo el prisma del catolicismo: el idioma, los cantares, las costumbres, las leyendas y tradiciones, el carácter o, en suma, lo que podría haber llamado «el genio nacional vasco».
A ello hay que unir la defensa apasionada del vascuence, que también sería —junto con la fe— una de las joyas más preciadas del tesoro del mítico patriarca vasco venido de allende los Pirineos. Quizá el verdadero tesoro de Aitor fuera ese, la primitiva y veneranda lengua vascongada, que hay que proteger y defender a ultranza. Un tesoro mucho más inmaterial e intangible que el oro y las piedras preciosas que tanto anhela el judío Pacomio, pero un tesoro, sin duda, mucho más valioso. Recuérdense las palabras de Arturo Campión, según las cuales con cada palabra vasca que se perdía, se perdía un trozo del alma nacional.
Por último, creo que Navarro Villoslada nos transmite la enseñanza —no de forma explícita, pero sí como mensaje implícito en esa conciencia lingüística del narrador de Amaya que antes mencionaba— de una actitud conciliadora: la convicción de que los idiomas han de ser puentes que unan a los distintos pueblos, culturas e ideologías, y no barreras que los separen. En mi opinión, esa reflexión que el escritor navarro formulara hace casi ciento veinticinco años sigue siendo igualmente válida para nuestros días[3].
[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.
[2] En la novela se dice que ya no debe haber vascos y godos en Vasconia, sino cristianos; en los tiempos del autor, la frase podría actualizarse diciendo algo así como: ya no debe haber carlistas y liberales en Navarra, sino solo navarros.
[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.
El siguiente poema[1], «Vieja naturaleza», lleva como lema una pregunta de Guillermo Rivell[2]. Se reiteran, a modo de estribillo, estos versos: «Vieja naturaleza / violada por el hombre». Alude al poder destructor del hombre, llevado por el deseo de «cremoso oro negro», a los «dientes asesinos / de las máquinas destructoras», a la deforestación, al cambio climático («vientos y climas contrariados»), a la amenaza que se cierne sobre determinadas especies animales en peligro de extinción («este ocaso de especies / corneadas por el hombre»). Apreciamos, pues, un tono más comprometido del poeta, aquí en concreto frente a esa destrucción de la naturaleza, cuando «sólo la fusta del hombre resuena»,
y el río y el viento melancólicos pasan rezando en la noche silenciosa bajo las libres estrellas distantes y frías[3].
En «Entonces todo parecía posible» oímos resonar «un unísono grito de hombres libres»: apunta el deseo y la esperanza de «un nuevo mundo» que permita «saciar la paz de tantos hombres destruidos», donde «héroes y niños tomarán su camino nuevo». Atrás quedarán los tiempos de guerra: «hasta los cielos se abren al grito unánime / de paz», y habrá libertad y amor para todos.
Tras la repetición de «Naturaleza sabia» (poema segundo de «Sangre y vida», ya comentado) se incluye «Nadie puede ser sometido»[4], que desarrolla el pensamiento anunciado en el lema: «Libertad, frágil esposa, / tantas veces violada». Se dice que «la libertad se nos ofrece / como una rosa no nacida», «una hogaza reciente / de libertad mañanera». Hay aquí otra vez la esperanza de un «hombre nuevo», de un tiempo nuevo en el que «todos los hombres tendrán su barca / y serán marineros de nuevos mares». El poeta aconseja mimar a la libertad, celebrar los esponsales con esa joven esposa. Frente a la «fría ausencia» de Dios que a veces percibe el hombre, él introduce un apóstrofe al Señor para defender esa libertad:
Para entonar la canción de libertad con más fuerza que nunca te llamaremos, hasta que tus oídos ahítos de silencio ejerciten, una vez más, el bello recorrido de nuestras vidas.
En «Muerte maldita» (el subtítulo lo asocia a la serie de «Elegías innominadas») el yo lírico se dirige en apóstrofe a un «amigo», al otro:
Me lloro a mí mismo sin que nadie me escuche, sin que nadie enjugue mis lágrimas, busco mi hombre entre tanta ceniza y podredumbre, al hombre que se esconde detrás de mi miedo, al hermano y al amigo, al triste y desasistido.
Las imágenes negativas («ramas de sangre me han nacido cuando te contemplo», «hijos de sangre me han herido», «odio nauseabundo», «un aleluya triste») nos hablan del dolor y de la «condición fratricida» del hombre. Pero ese hombre es capaz de buscar más allá: «mi vástago de hombre se empina, imposible, buscando / la amistad del amigo y su ternura»; y acaba con esta súplica:
Búscame, amigo, no me dejes solo a la intemperie de la sangre entre tanto desheredado, entre tanto huérfano mordido por el odio y la venganza, búscame entre tanta muerte maldita.
Se repiten después un par de poemas del libro anterior: «Es difícil rendir al hombre con un beso o caricia» y «Te ha de vencer», textos que Amadoz considera importantes, y que reitera según la técnica o licencia que ya hemos encontrado antes de la aliteración poética (véase lo dicho en el apartado dedicado a la poética).
Más adelante, «Y en su faz silenciosa llora como un niño pequeño» es otro poema que reitera la idea del mito cainita: encontramos sufrimiento, heridas, «la laya gris de la violencia», «sangre fratricida», «la playa gris de la violencia», el «hombre dormido en su sueño violento», en suma, la constatación de que «por cualquier parte se ve al hombre solitario en lucha con el hermano». El hombre vuelve a ser un peregrino, un navegante en medio de las sombras de la noche[5]. Pero a veces brilla la esperanza, y se ve hermanado con todo, surge el «deseo de infatigable permanencia y comunión con todo». La poesía de Amadoz adquiere ahora tintes de poesía ética, en lucha contra el sentir fratricida, contra la insolidaridad: «En cada hombre nace otro hombre», anuncia. El hombre se debate entre la desesperanza de la soledad («Y está frente a su sendero como un niño perdido», «está frente a su mundo encadenado con su libertad sumisa y poblada de vacíos») y la esperanza de la compañía solidaria («tan sólo le anima saber que su camino fue multitudinariamente recorrido»).
La siguiente composición, «Se siente tan irresuelto en su cavidad de hombre», insiste en una temática parecida: habla de «días tan plenos de noche» y de su «sed de luz», «esa sed vieja que le nutre tan llena de antepasados»; el hombre desea buscar —aunque no sabe dónde— «el Espíritu que le conduce», «la promesa que le anida». Se siente solo («extraña al hombre que consigo lleva») en esta tierra, y acaba con un toque de esperanza:
De luz y sombra recogido ha de acallar su llanto para elevarse por encima de sus cenizas, y cumplir la promesa que le anida, de luz y sombras recogido ha de caminar en solitario hacia su muerte, hacia su penumbra más confiada, hacia su imperio que seguro de sí le lanza pleno de suertes, de heredades que ensanchan las fronteras de su reino terrenal. Y extraña su camino… aunque su muerte ilumine su vida, aunque en ese final se cumplan para él todas las promesas de vida, y sean virginales fuegos los que le alcen flagelado de llamas como a una espiga dorada y madura[6].
[1] Poemario no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Más adelante encontraremos dos composiciones de Poemas para un acorde transitorio dedicadas a Guillermo Rivell Amadoz: «Rumores nocturnos» presenta una dedicatoria «A Guillermo Rivell Amadoz, pequeño niño», mientras que «Pasión oculta» se dirige «A mi nieto Guillermo Rivell Amadoz».
[3] Desde el punto de vista estilístico, llaman la atención algunos símiles: «como una sigilosa nube azul», «como una novia ataviada / para el tálamo»; y la paronomasia: «un cielo en celo».
[4] Este es un poema que se repetirá más adelante en Mito de Andrós.
[5] Se repiten imágenes marineras (andadura, sin velas ni faros) y relativas a la maternidad (cada mañana, que es sinónimo de esperanza, trae el «dulzor de una madre encinta»). Se recuperan, pues, motivos ampliamente utilizados en Límites de exilio.
[6] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
El poema «Apología de la paz»[1], con el subtítulo «(Poemas apocalípticos)» y cita de Vicente Aleixandre, se tiñe de imágenes y metáforas negativas, de violencia y destrucción: «tus entrañas vestidas de negro», «flor sangrienta», «mordedura de sangre», «el eco fratricida de los vientos», «la proscrita raza de hombres empequeñecidos con sabor a huerto podrido», «alta pared de sangre», «heridas caínicas». Todavía podemos añadir otras imágenes negativas: turbio caminar, Gólgota, mordaza, luna enmudecida, llanto, verdes praderas calcinadas, camino tronchado, eco fratricida, madres encanecidas, noche fría, calcinados rocíos, etc. Todo en este poema nos habla de dolor, de guerra, de destrucción, no hay espacio para el amor, y hasta la luz es aquí negativa (se trata de «una luz que se mete sin piedad por entre los ojos para despertar torrentes de lloro»). En este caos, el «hombre seco y perdido» es un peregrino sin ojos, en «la noche más de las noches», con su fe quebrada, mordida. El final es verdaderamente descorazonador:
… hoy son las fiestas de la sangre y el bárbaro martirio de los muertos, el agazapado lazo de las fieras que pugnan por seguir viviendo, hoy es la fiesta del hombre seco y perdido entre los siglos sin brújula ni galaxia, un peregrino sin ojos metido en la noche más noche de las noches, con la fe quebrada y el torso herido, con la fe mordida por los siete gólgotas destruidos, como una brizna lamida por las sienes viejas de los tiempos, el resto del hombre mordiendo su polvo.
Si el primer poema hablaba de guerras en general, el segundo, «Alguien llora en las dunas», que desarrolla un pensamiento de Rilke, es un alegato contra una guerra en concreto, la del Golfo Pérsico (se repite en un par de ocasiones el sintagma «mercenarios del GOLFO»[2], se habla del «oro negro de codicia», etc.): es una proclama del yo lírico contra la guerra, el sinsentido de la muerte, la sangre derramada, la esclavitud, la confusión («un clamor de hierros eleva su torre de Babel»), contra todos los males que genera «la sangrienta verbena de aquel Caín de todos los tiempos». Frente a ello, el poeta pregunta a la diosa de la paz por su ausencia y afirma que levantará su voz donde nadie le oiga, aunque sea la voz perdida que clame en el desierto, con un tono esperanzado:
Levantaré mi voz donde nadie me oiga, mi niño pequeño pondrá la palabra precisa donde suena hermana, esperaré la fortuna de la paz pegada a sus labios, al fin me tomará de su mano, un silencio de oro sacudirá mi voz en la noche, la paz emergerá de mi sueño como el rocío de la hierba matutina[3].
[1] Poemario no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] No es infrecuente en la poesía de Amadoz este recurso de poner algunas palabras destacadas tipográficamente con mayúsculas.
[3] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
Hay otra cuestión interesante en Amaya[1], y es que el idioma y las modulaciones, las inflexiones o el timbre de la voz constituyen un elemento importante que caracteriza a todas las mujeres descendientes del gran patriarca vasco Aitor: Lorea, Amaya y Amagoya. De hecho, al final de la novela Amagoya reconoce que su sobrina Amaya es verdaderamente la persona a quien corresponde conservar la tradición y los tesoros de Aitor precisamente por la voz, cuando la oye cantar unas estrofas del «Canto de Aníbal»:
Amagoya la escuchó con asombro, con embeleso, como quien percibe real y verdaderamente los ecos con que ha soñado.
—¡Amaya! —exclamó—. ¡Tú eres hija de Aitor! Eso no se aprende: eso se transmite, se hereda… ¡Amaya! ¡Tu madre cantaba así! ¡Tus antepasados cantaban así! ¡Yo canto así! ¡Amaya! ¡Tú no eres extraña en la familia de Aitor! ¡Su casa es tu casa!
—Y en ésta se han conservado fielmente —respondió la princesa— las tradiciones y cantares de la patria de mi madre (p. 640).
Aníbal cruzando los Alpes (fresco de Jacopo Ripanda, 1510).
En definitiva, esa voz especial es patrimonio exclusivo del linaje de Aitor, y se aprecia particularmente al recitar o cantar los textos transmitidos de generación en generación por vía oral. La voz es un rasgo esencial en ellos, marca de pertenencia a la ilustre familia del viejo patriarca. La recitación es un aspecto muy relacionado con el anterior. Ya hemos visto que a lo largo de la novela son varios los versos, coplas o canciones que se intercalan en la narración. En primer lugar, Amaya recita delante de su padre y de su tío Favila el «Canto de Aníbal». El narrador es consciente de que no puede reflejar en el papel toda la belleza y el tono especial con que canta nuestra heroína:
Después de algunos compases de música lánguida, comenzó la canción, de cuya inimitable sencillez y energía no pueden ser trasunto los siguientes versos:
Pájaro de dulce canto, ¿quién te retiene cautivo? (pp. 39-40).
En una nota en la p. 223, el autor siente la necesidad de justificarse por no poder reflejar de un modo más acertado la belleza del canto vascongado (en este caso, el himno de Lecobide) entonado por Amagoya:
Esta canción es intraducible e inimitable tanto en verso como en prosa; los idiomas modernos quedan vencidos por la sencillez, concisión y energía del original. En la necesidad de recurrir a las perífrasis, he dado preferencia al verso, pues que de poemas se trata. Hay críticos que niegan la autenticidad, es decir, la remotísima antigüedad de este canto. Para negar un prodigio de la tradición, hay que reconocer otro mayor: el de semejante falsificación. El primero, me lo explico; el segundo, no. De todos modos, dejo la cuestión intacta para los eruditos. Resuélvase como se quiera, creo que no podrá argüirse de la falta de verosimilitud al novelista por haber puesto tan singular canción en boca de Amagoya.
Amagoya, la sacerdotisa pagana, es la anciana depositaria de toda la tradición vascongada, tradición que se ha conservado por transmisión oral. Muy interesante resulta la siguiente indicación del narrador[2]:
Lo que vamos a escuchar no era canción, propiamente hablando, sino recitado en prosa semipoética, interrumpido de cuando en cuando por los acordes del arpa. Tenía por argumento la primitiva historia del pueblo éuscaro y su religión, contaminada ya de leyendas mitológicas. Semejantes noches estaban consagradas a la tradición, que la hija de Aitor quería conservar en toda su pureza. Pero en vano: las manos del hombre manchan cuanto tocan. Por eso, la religión divina, a divinas instituciones tiene que estar encomendada.
La noble anciana, haciendo resonar el instrumento con notas graves y llanas, comenzó su relato, dando a su voz cierta modulación que hacía verosímil las fábulas de Orfeo y Anfión, ponderados músicos de Grecia (pp. 215-216).
Poco después, Amagoya entona otro canto, el de Lecobide, y de nuevo encontramos indicaciones del narrador al respecto: «Cantaba transportada, con un entusiasmo y, por consiguiente, con una fuerza, con una inspiración cual nunca igual había sentido» (p. 222). Y volvemos a encontrar cantando a Amagoya en la p. 325. Ha escuchado «uno de esos cantos éuscaros de tiempo inmemorial» entonado por unas «voces unánimes, acordes, espontáneas», y como ella siente la pasión o debilidad por el canto, se olvida de todo:
Más aún: oía cantar y cantó. Cantó con el mismo abandono y gallardía que en la cima de las rocas de Aitormendi; cantó mejor, porque ni la soledad la espantaba con su mudez, ni la indiferencia de los oyentes la arrecía; cantó en coro con ecos que respondían entusiastas a su acento […]. La mayor parte del auditorio no había oído jamás aquella voz privilegiada, patrimonio exclusivo y signo característico de la familia de Aitor, ni estaba hecho a tan magníficas improvisaciones.
También quiero referirme a otro aspecto que es fiel reflejo de oralidad; se trata del diálogo en verso improvisado por Amagoya y otros personajes (es decir, una especie de certamen de bertsolarismo). Dejaremos la palabra al propio narrador, pues sus explicaciones son claras y explícitas:
Amagoya, como hemos visto, se había dirigido allá cantando, loca de entusiasmo, la derrota de los godos, el triunfo de la escualerría, las glorias de Asier. Cantando también le contestaba el pueblo; y entre la hija de Aitor y la gente del valle se entabló un diálogo de cantares, a que tanto se prestan el genio del idioma y la natural predisposición musical de los montañeses, que con admirable facilidad hablan, discuten y hasta disputan en verso, sin regla, sin arte y sin conciencia siquiera de su habilidad.
Esta costumbre de improvisar públicamente letra y música se conserva en nuestros días cual precioso resto de las antiguas contiendas de bardos, en que los actores, situados en opuestos bandos, se preguntan y se responden, sostienen tesis o causas distintas, alardeando de ingenio, compitiendo en voz y primores de talento ante un pueblo inteligente, apreciador de las travesuras y galas de la musa éuscara.
En esta forma singular de narraciones heroicas, que recuerda los primitivos tiempos de la tragedia griega y los improvisadores itálicos, Amagoya enteró a su auditorio de la nueva faz que habían tomado las cosas públicas; y el pueblo, como los coros del teatro antiguo, hacía reflexiones, expresaba su júbilo, dudaba y preguntaba: todo en cantos, en exaltaciones del estro, en torrentes de armonía (pp. 423-424).
El vascuence es el vehículo oral transmisor de toda la tradición y cultura vascongadas, como dice Amagoya a Asier: «Esa sabiduría que tú dices no es mía; es de nuestros antepasados, y yo no he hecho más que conservar el depósito con la debida pureza. Los conocimientos de nuestros padres eran sencillos, pero claros, y en el idioma éuscaro brillan aún como rastros de luz» (p. 404). Como indica la misma Amagoya en otro lugar, gracias a su idioma y sus cantares heredados puede hablar «la antigüedad por boca de la tradición» (p. 212). Lo vemos también en este diálogo entre Amaya y Amagoya:
—Estoy admirada de vuestra sabiduría.
—No tiene por qué extrañarte; en la casa de Aitor se conserva, como archivada, la ciencia y doctrina de nuestros mayores.
—¿Por ventura se conserva en algún escrito?
—Nada; todo se fía a la tradición y a las canciones.
—Nuestros padres, sin embargo —dijo Amaya—, conocían la escritura.
—Sí, el alfabeto que trajo Aitor de la Iberia oriental, alfabeto propio y peculiar de los primitivos éuscaros; pero nosotros, malos cultivadores de las letras, lo hemos abandonado por el de los romanos (p. 638).
Ese es el momento en que Amaya saca la inscripción de los tiempos primitivos, en alfabeto ibérico, «la escritura de Aitor». Amagoya puede descifrarla porque conserva su conocimiento: «En la casa de Aitor no se pierde nada» (p. 638). Este descubrimiento final del pergamino con la escritura auténtica del patriarca Aitor es importante. Resulta entonces que a todo ese patrimonio de cultura oral vasca, de tradición transmitida de padres a hijos durante varias generaciones, se une ahora el refuerzo de su testimonio escrito en la primitiva lengua ibérica. En suma, al final Aitor no lo había fiado todo a la tradición, sino que dejaba algo consignado por escrito, con la correspondiente sorpresa para todos los vascos, que son portadores de una cultura eminentemente oral. El siguiente diálogo nos revela cómo los principales caudillos vascos no saben leer; Pacomio les muestra una carta escrita en dos idiomas, latín y hebreo, en dos caracteres distintos, y van comentando:
—Lo mismo me da por unos que por otros.
—Vos, ilustre Iturrioz…
—Lo mismo digo.
—Señor de la Berrueza…
—Lo propio.
—No te canses, hermano Pacomio —le dijo Miguel—; esto sólo lo puede entender un hombre tan leído como García (p. 271).
Es más, Echeverría, el honrado labrador de las Dos Hermanas, muestra su desprecio por todo lo escrito:
—¡Valiente caso hará Munio de tiras de pergamino! El mismísimo que haría yo dentro de su pellejo. García, siempre has tenido para mí el defecto de confiar demasiado en vitelas, letras y sellos. Buena mano de laya para el campo, buenos dardos y guecias para la guerra, y tendrás buena cosecha de trigos y de laureles (pp. 496-497)[3].
[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.
[2] Se trata de la historia de Aitor, recogida en las pp. 216-218.
[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.
Examinemos ahora esa expresión en vascuence, «Amaya da asiera», ‘el fin es el principio’, cuya importancia simbólica queda ya sugerida desde la «Introducción» de la novela[1]. En las primeras líneas se refiere el autor a «Los aborígenes del Pirineo occidental donde anidan todavía con su primitivo idioma y costumbres, como el ruiseñor en el soto con sus trinos y amor a la soledad» (p. 9); equipara de seguido «la pureza de su sangre y [de] su idioma» (p. 9). Explica luego que vamos a asistir a un duelo entre dos pueblos, el Imperio godo y la escualerri o tierra vascongada, y acaba con estas palabras:
¡Gloria a Dios, y lancémonos a las tinieblas de lo pasado por entre selvas seculares y monumentos megalíticos, sin más guías que frases de la historia, fragmentos de cantares, leyendas y tradiciones, a sorprender a dos grandes pueblos en el supremo momento de su implacable lucha, para ver cómo acaban unas edades y cómo empiezan otras, y cómo viene a ser principio lo que parece fin; ¡que fin es lo que en vascuence significa Amaya, y en lenguaje cristiano se llama Providencia! (p. 12).
En efecto, las profecías de Aitor, el primitivo patriarca vasco, señalan que el fin y el principio serán uno: «Amaya da asiera»; es decir —interpretan los personajes—, quien se case con Amaya será el rey de los vascos; de ahí la importancia que adquieren esos dos nombres, Amaya y Asier. En el subgénero narrativo a que pertenece esta novela, el histórico, uno de los recursos habituales de intriga para mantener el interés del lector es la ocultación de la personalidad de alguno de los personajes. En nuestro caso, uno de ellos es conocido hasta por tres nombres distintos: Eudón, Aser y Asier. Ahora nos interesan los dos últimos. Cuando se presenta ante Amagoya, fiel guardadora de las tradiciones vascas, dice su verdadero nombre, que es el de Aser; pero ella no oye este nombre judío, sino que en sus oídos suena el de Asier, nombre que en vascuence significa ‘principio’ y que lo relacionaría con las proféticas palabras de Aitor, «Amaya da asiera». Veamos cómo lo explica el propio personaje, que está contando a su padre Pacomio la buena acogida que tuvo al llegar al caserío de Amagoya:
—«¿Cómo te llamas?», me preguntó ésta. «Aser», le contesté sencillamente; y ella se inmutó, me miró de hito en hito como embebecida en hondas imaginaciones, como arrobada de los sentidos, y tan extraña escena terminó con un abrazo, durante el cual me daba el nombre de Asier. No la contradije, pues tan bien me iba con la añadidura de una letra a las de mi nombre. Había comprendido Amagoya que yo le respondí Asier, palabra vascongada que significa Principio, y vos me explicasteis la importancia que tenía (p. 417).
Al final de ese capítulo, el VIII del Libro Primero de la Segunda Parte, se oye cantar a Amagoya: «Aitor y Amagoya fueron / principio de nuestra raza; / nuestro reino independiente / principia en Asier y Amaya» (p. 419[2]). Así pues, para el ambicioso Eudón no será lo mismo ser un simple judío, personaje despreciable, situado en el último puesto del escalafón social de la época, que el profetizado y esperado Asier, vasco destinado a casarse con Amaya, para que el fin y el principio, el principio y el fin, se unan y juntos reinen sobre los vascos.
Esa expresión también se halla en el brazalete que lleva Amaya. Pero la joya, entregada por Lorea a Ranimiro para su hija, no solo posee la inscripción «Amaya da asiera», sino otra oculta, «Aitores Arcanum», junto a un resorte secreto: el brazalete contiene en su interior una vitela con los datos que indican dónde se encuentran las preciadas riquezas de Aitor; por eso su posesión es tan importante. El brazalete va pasando por distintas manos, pero Petronila se ha encargado de sacar la vitela; solo al final, cuando vuelve a poder de su legítima poseedora, Amaya, la supuesta loca de Echeverría coloca en su interior la preciosa información.
El tesoro se usará para asegurar la pacífica unión de godos y vascos, en forma de indemnizaciones a los propietarios que hayan perdido sus tierras y sus bienes durante la guerra; ni una sola de las joyas lucirá en los brazos de Amaya, su legítima propietaria. Pero hay algo más importante: dentro del arca que contenía el tesoro, se ha encontrado una lámina de cobre escrita por Aitor en el primitivo alfabeto ibérico, escritura que solo la sabia Amagoya es capaz de descifrar; el mensaje del primitivo patriarca indica que debe ser venerada la primera persona de su tribu que abrace la nueva ley (de esta forma, la memoria de Lorea, la madre de Amaya, que fue la primera de su linaje en convertirse al cristianismo, queda restaurada entre los vascos). Este es, por tanto, uno de los mensajes del autor: el verdadero tesoro que dejó Aitor a los vascos es la nueva religión, la Cruz[3].
[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.
[2] Y antes, en la p. 324: «¡Vive, vive Asier! Conmigo / celebrará el plenilunio; / y Amaya será de Asier: / principio y fin serán uno».
[3] Julia Barella Vigal, en un artículo titulado precisamente «Amaia da hasiera», Kultura. Cuadernos de Cultura (Vitoria), 8, 1985, p. 122c, destaca: «El tesoro de Aitor ha resultado ser la unión de un pueblo bajo el signo de la cruz y la tradición, como dice Villoslada». Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.
En la novela[1], aparte de los nombres de Amaya y Asier, ‘fin’ y ‘principio’, que tanta importancia simbólica poseen, se incluyen otras palabras vascas, que van destacadas en cursiva (a veces con su significado entre paréntesis o en nota al pie): escualerri o escualerría, escuara, escualdunac (el autor usa siempre estas formas escua-, no eusca-, propias del bajo navarro y del labortano), lauburu, zorcico, Jaungoicoa[2], jaun, andra, amá, echecojaun, ezpata, guecia, ilarguia, leheren, Basajaun, deyadara o deihadara, erecia, irrinzina o irrintza, agur, sagardua, chori, jaiarin, ezcua, on, ezcuonda, eztia, ezteia[3], baatzarre, gau-illa; hay también algunas expresiones más extensas: «junac, jun» ‘al que se muere, lo entierran’; «aurrerá, mutillac» ‘adelante, muchachos’; «Jaungoicoa eta escualdunac» ‘Dios y los vascos’; «Leloan, Lelo, Leloán dot gogo» ‘Dale que le das con Lelo, nunca lo puedo olvidar’; el grito «Iaó, iaó, iaó»; o la expresión «Amaya da asiera»[4], que es la inscripción grabada en el brazalete de Amaya, de gran importancia, a la que me referiré en otra entrada[5].
Palabras vascas son también los nombres de algunos personajes: Mendoza ‘monte frío’, Iturrioz ‘fuente fría’, Echeverría ‘casa nueva’, Amagoya ‘madre de lo alto’[6]; y algunos topónimos: Iruña («Buena población, en vascuence», p. 195, nota), Urbasa ‘agua brava’, Andía ‘la grande’ («Andia significa La Grande; Urbasa, agua brava montaraz», p. 204, nota), Jaureguía ‘el Palacio’, Gazleluzar ‘castillo viejo’, Aitormendi ‘monte de Aitor’, Aitorechea ‘casa de Aitor’, Auñemendi (nombre del Pirineo: «El Pirineo: monte de los corderos», p. 406, nota), Goñi (interpretado como Go-iñi, ‘en alto yo’); algunas de las notas de la novela explican algunas etimologías de palabras vascas:
Jaun, señor; andra o andría, señora. Tan honoríficos son antepuestos al nombre propio, que Andra María se llama por antonomasia a la Madre de Dios (p. 62, nota).
Pero más importantes son los cantares y las leyendas que se intercalan entre sus páginas. En cuanto a los primeros, se incluyen versiones de varios y se dan algunas noticias de ellos: el canto de Aníbal (pp. 38-41), el canto de Altabiscar o Altobiscar (pp. 141-143[7]), el himno de Lecobide y Uchín Tamayo (pp. 222-223) y la cancioncilla de Zara y Lelo (pp. 580 y 585-586); también hay una alusión al himno sobre el combate de Lara (p. 106)[8]. El autor los califica de «cantos éuscaros de tiempo inmemorial» (p. 325); del himno de Lecobide, en concreto, dice que es «el suspiro más lejano, más antiguo que nos ha dejado la musa éuscara, como un eco de la primitiva independencia, eco de vida que va repitiendo la santa libertad de todos los siglos» (p. 222[9]).
Además introduce Navarro Villoslada la leyenda de Aitor (pp. 216-218); la de Luzaide y Maitagarri (pp. 204, 207, 217 y 430); la fábula de Leheren, una serpiente de fuego (p. 218, con esta nota etimológica: «Leheren, de Lehen, primero, y Eren, último. Esta fábula, confusa reminiscencia de la serpiente infernal, lleva en sí la creencia de que el fuego será el destructor de lo criado») y la del Basajaun o señor del bosque (cfr. el cap. II, III, IV, «En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre», especialmente la p. 571: «Su nombre puede traducirse por Señor de la selva, o Señor salvaje»); y, por supuesto, la leyenda de Teodosio de Goñi, parricida involuntario y luego penitente en el monte Aralar. A propósito del canto de Petronila, se alude a otros cantos vascos: «La canción que en perdurable tono de salmodia recitaba era uno de esos romances o cuentos de muchachas emparedadas, tan comunes en la literatura popular vascongada» (p. 127); también cuando se habla de la gau-illa se hace una referencia general a otros cantos fúnebres vascongados (p. 598)[10].
[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.
[2] En las pp. 199-200 leemos: «… el astro de la noche, al que ciertas familias comienzan a llamar Jaungoicoa (Señor de lo alto, dios)) en lugar de Ilarguía (luz de los muertos, luna)», y en nota al pie: «Así lo deja sospechar Luciano Bonaparte. Este príncipe, que lo es también de los vascófilos, observó que los roncaleses dan a la luna el nombre de goicoa, y de aquí la indicación de que Jaun goicoa pudiera ser síncopa de Jaun goicocoa, que en rigor significaría: Señor de la luna».
[3] Al describir la ceremonia de los antiguos matrimonios, escribe: «Partían después un panal de miel, que a su presencia se comían los dos amantes, símbolo de la dulzura y pureza de sus amores; por lo cual ha quedado el nombre de Ezcuonza al matrimonio, y de Ezteia al día de la boda» (p. 402), y se añade en nota: «De Ezcua, mano, y on, bueno. Ezteya viene de Eztia, la miel. Véase la Leyenda de Aitor, de Mr. Agustín Chaho».
[4] El autor incluye una nota sobre su pronunciación: «Esta frase es del dialecto vizcaíno. Amaija se pronuncia Amaya con un poco de fuerza en la y, que es tan dulce en labios guipuzcoanos. En este dialecto, asieria es asierá, y amaija es asquena, atsena y ataendea» (p. 47, nota).
[5] La versión abreviada publicada en Buenos Aires, 1956, por Lore de Gamboa, trae como apéndice una «Traducción al castellano de palabras y expresiones vascas que aparecen en el texto»; son veinte las recogidas, con su correspondiente traducción y, en su caso, breve explicación: Lauburo o Lauburu, Etxe berria, Etxekojaun, Agur, Junak jun, Sagardua, Ezpata, Deihadara, Jaun, Andra, Eskualerria, Jaungoicoa eta Goiñi, Txori, Ama, Ilargia, Eskuara, Gezia, Batzarre, Basajaun y Gau-illa.
[6] «Amagoya es la predestinada, y […] por eso lleva el nombre de vuestra primera madre, la mujer de Aitor, la madre superior», se lee en la p. 56. Y en nota al pie explica el autor: «De ama, madre, y goia, la altura, lo de arriba. Todavía en algunos de los dialectos del vascuence, y en el más noble sentido de superioridad, Amagoya es la abuela».
[7] El escritor anota al pie: «Creo que se me perdonará fácilmente el anacronismo de poner en boca de Petronila esta rapsodia del canto de Roldán, más de medio siglo antes de la derrota de Roncesvalles; pero he creído que semejante canción, acerca de cuya antigüedad no es ésta ocasión de discurrir, debía entrar de una manera u otra en un libro de la índole de Amaya, centón de tradiciones éuscaras. / Harto más difícil de perdonar es el atrevimiento de haber puesto en verso tan precioso poemita, cosa que nadie ha intentado, que yo sepa. Sírvame de disculpa que el romance de Petronila resulta una imitación, no traducción literal, del Altobiscaren cantua» (p. 143, nota).
[8] «Miguel imponía a todos silencio, y los ángulos de la sala resonaban con los ecos de un canto guerrero de los antiguos tiempos, el himno de Lecóvide y Tamayo, el combate de Lara, la canción de Aníbal, por ejemplo, que ensordecían la voz de las más violentas pasiones en aquellos pechos en que dominaba amor salvaje a la independencia y odio implacable a toda servidumbre en general, y a la de los godos en particular» (p. 106).
[9] Ya vimos que en su artículo «La mujer de Navarra» parece reconocer que todos estos cantos son versiones modernas, al estilo de las recreaciones ossiánicas de Mcpherson. Juaristi ha estudiado el origen de estas falsificaciones: el «Canto de Altabiscar» se debe a Francisque-Eugène Garay de Monglave; el «Canto de Aníbal», a Joseph-Augustin Chaho, etc. En las pp. 291-295 de El linaje de Aitor ofrece un apéndice con versiones de cuatro «Cantares apócrifos vascos del siglo XIX».
[10] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.