Elementos africanos en «Zorayda la reina mora» de Juan Anchorena (y 2)

Veíamos en la entrada anterior cómo parte de la acción de Zoraida la reina mora[1] transcurre en África. Ocurre que Brahem, el gobernador de Marruecos, desea aprovechar la presencia del rey navarro y su valor como guerrero para apaciguar a los reinos rebeldes de Túnez y Tremezén. Y, en efecto, don Sancho sale a castigar en primer lugar la rebelión del rey de Túnez, lo que permite introducir esta descripción:

A cuatro leguas del mar, y situada en una llanura del África, a las márgenes de la Goleta, existe la ciudad de Túnez, edificada no lejos de las ruinas de la antigua Cartago. Su campiña es fértil, y en ella crecen hermosos olivares. Sus selvas ofrecen abundante y sabroso pasto para los ganados. Dicha ciudad está a la mitad de una vertiente, y presenta una figura casi oval. En la época de que venimos hablando, estaba defendida por buenas fortificaciones. Hoy es una ciudad abierta por haberlas arrasado y demolido los turcos, una vez apoderados de ella y del reino, a que da nombre (p. 275).

Poco después se indica que la ciudad carece de reservas de agua, razón por la que no puede sostener un bloqueo prolongado:

Para poder apreciar en lo que valían estas, conviene saber que ninguna fuente, ni pozo, ni arroyo existía en la ciudad de Túnez. Para suplir esta falta, los tejados de las casas, que sólo eran de un piso, se hallaban construidos en forma de terraplenes, con el fin de que las aguas pluviales pudiesen correr con más facilidad a dos grandes cisternas construidas con este objeto. Del agua contenida en ellas se servían los ciudadanos tanto para beber como para las demás necesidades. Verdad es que, extramuros de la ciudad, había un Dubian o pozo de agua viva, que se vendía por las calles. Pero ni [de] la de éste, ni [de] la de otros depósitos menos capaces, que también había, poco o nada se aprovechaba el pueblo, pues sus aguas se reservaban para el servicio del rey y sus oficiales y dignatarios de la corte. Mas, aun cuando el caudal de aguas fuese abundante, no podía contarse con ellas, por estar los pozos fuera de la ciudad, quedando, por consiguiente, para el uso del ejército sitiador (pp. 276-277).

Mapa del puerto de Cartago o Túnez
Mapa del puerto de Cartago o Túnez.

Los dos ejércitos se avistan al final cerca de la Goleta, «la cual, antes de ser fortificada por Barbarroja, no era más que una torre cuadrada próxima a la embocadura del mar, que desagua en el lago o estanque que existía delante de la ciudad» (p. 277). El ejército del rey de Túnez acomete «con la algazara acostumbrada, que se asemejaba a desorden» (p. 277). Don Sancho vence con facilidad al ejército de Túnez (más tarde hará lo mismo con el de Tremezén), y su rey jura fidelidad a Mahomad y aloja al de Navarra:

Agradecido por tan noble acción, el de Túnez le dispuso alojamiento, así como a los ricos-hombres, en su propio palacio; el cual estaba embellecido con torres, grandes pórticos, bellos jardines, retretes y cámaras suntuosamente adornadas. El palacio se hallaba situado enfrente de una soberbia mezquita, en la cual se veía un minarete o torre muy alta, de arquitectura tan bella, que constituía el mayor ornamento de la ciudad de Túnez (p. 279).

Dejando por un tiempo las andanzas de don Sancho, el narrador traslada la acción al palacio de Mahomad en la ciudad de Marruecos; se ofrece entonces la siguiente descripción de las habitaciones de la princesa mora:

En un patio cuyo suelo era de mármol finísimo, con infinidad de trabajos a la mosaica y hermosas fuentes, se halla una cámara cuyas paredes estaban revestidas con porcelana fina y enriquecidas con flores de colores. En ella se veía asimismo un lecho en forma de pabellón a la romana, de paño de oro, cercado con columnas de plata. Los colchones eran de brocado, y las extremidades de los paños del expresado pabellón, bordados en seda. Encima y debajo del lecho había innumerable cantidad de pieles de zibelinas, de precio inestimable, para impedir el frío; y las tablas estaban cubiertas con ricos tapices de Persia, tejidos de oro.

Cincuenta cristianos muzárabes hacían la guardia a la persona que en aquel momento ocupaba el lecho, ocupando las cámaras inmediatas.

Multitud de odaliscas se hallaban en la habitación descrita, no existiendo más hombres que los absolutamente necesarios, y a quienes daba derecho su alta posición y dignidad (p. 280).

Tumbada en el lecho está Zorayda, con un pequeño turbante a manera de gorra; en ese momento llega el médico acompañado de varios eunucos negros y con el correspondiente salvoconducto para entrar en la zona de las mujeres. Cuando va a tomarle el pulso, la mano de la princesa permanece tapada con una tela fina para evitar el contacto directo del médico con ella.

Pero pronto la acción nos hace volver con don Sancho: «Al sur de la ciudad de Marruecos se ve una cadena de montañas, llamadas el Gran Atlas, la cual separa la Berbería de Viledulgerid, de Oriente a Occidente, y un poco más allá existen los desiertos arenosos de la Numidia» (p. 297). Don Sancho y los navarros, engañados, son llevados hacia el Mediodía, al desierto de Sonda, y apostilla el narrador que «la descripción siguiente solo se entiende con el público no científico» (p. 297). Sigue, en efecto, una descripción bastante larga de ese desierto y de sus habitantes:

Por fin, después de haber atravesado un país lleno de dátiles, se encontró en el desierto de Sonda […], tierra muy pobre, que sólo contiene ese desierto árido y arenoso, inhabitable en su mayor parte, y de larga travesía, y en el cual no se encuentra una gota de agua. Por esta causa, los albergues son muy escasos, y aun éstos, lejanos los unos de los otros, en lugares donde hay lagos y algunos pantanos, y donde el aire es más templado. Los seres que en ellos viven son tan groseros, que más se asemejan a animales que a hombres. En algunos de ellos existen sitios con murallas de tierra; no hay ni ríos, ni fuentes, ni otra agua que la de algunos pozos inmundos o lagos; siendo estos tan escasos que los comerciantes que parten para el país de los negros, además de los camellos que se sirven para portar las mercancías, llevan otros sin más objeto que conducir agua. En los puntos del tránsito donde se encuentran los pozos que se han cavado, están rodeados por delante con huesos de camello a falta de piedra, y cubiertos con pieles de estos animales, para evitar que el viento de Oriente, que se levanta en el verano y que transporta de un lugar a otro las arenas, ciegue dichos pozos, abiertos con tanto afán. Las tempestades son algunas veces tan violentas, que los hombres y los camellos son por ellas oprimidos y cubiertos a la altura de una pica; lo terrible es comúnmente que cuando los viajeros arriban a los sitios donde están los pozos, no les pueden encontrar a causa de la gran cantidad de arena que les cubre, por lo que perecen de sed. El único remedio en tan angustiosa situación es degollar los camellos, con el fin de beber el agua contenida o depositada en sus vientres. Porque como pocos ignoran, cuando estos animales beben, lo hacen para doce o quince días, sin lo cual era imposible hacer un largo viaje. Esto suple la falta del agua, hasta que los viajeros llegan a puntos donde la hay, si antes no mueren en el camino. Las estaciones no son semejantes todos los años. Si llueve desde mediados de agosto hasta febrero, crece la hierba en abundancia, y produce mucho bien a los rebaños, que pasan de largo de los lagos. Cuando los mercaderes hacen el viaje después de estas lluvias, tienen la ventaja de encontrar muchos, y cantidad de beure a gran marché. Pero si las aguas faltan, sufren mucho, así como los habitantes del país; además que estas sequías van siempre acompañadas de grandes huracanes, que transportan montes de arena. Las cosechas son muy escasas, porque no se siembra sino cebada, y ésta en determinados puntos, lo que hace que los habitantes vivan con miseria. A esta excesiva sequía se atribuye la cantidad de animales monstruosos que se encuentran en este desierto, como leones, tigres y avestruces. Estos últimos son mayores que todas las aves, y algunos más grandes que un hombre a caballo. Los habitantes son groseros y salvajes, pero de tanta intrepidez, que esperan a pie firme un león o un tigre con tanta ferocidad como la que pueden tener estos animales. Cada jefe de familia es soberano en su cantón (pp. 297-299).

En este desierto el rey navarro matará un león que se abalanza sobre él, dando así una muestra más de su fuerza y valentía. Tras esta peripecia, regresa de nuevo junto a Zorayda:

Acompañado por Brahem y sus ministros hasta la puerta de la cámara de su amada, penetró don Sancho solo en ella, con el corazón rebosando de placer; las sombras de la tarde prestaban melancólica claridad a la estancia, y la luz, refractándose en los vivos colores de los pabellones, de los matelats de brocado y de los paños bordados de seda que guarnecían los ajimeces de la cámara, producía un color obscuro, que daba solemnidad a aquella cámara, que había sido teatro de sus amorosas ilusiones, y de Zorayda, totalmente disipadas. Afectado por esta idea, todos los objetos, por risueños que fuesen, participaban para él de la solemnidad de sus pensamientos (p. 304).

En fin, merced a la conjuras y maquinaciones del malvado Brahem, Zorayda muere envenenada, y caminamos hacia el final del episodio africano de la novela. El pueblo marroquí da muestras de compasión y tristeza por lo acontecido, y el rey don Sancho se consuela «considerando que una nación no es responsable de las crueldades de sus reyes y gobernantes» (p. 315). Entonces mira por última vez la ciudad, suspira (el último suspiro del cristiano) y llora, igual que haría en 1492 Boabdil al abandonar su amada ciudad de Granada:

Por fin, entre plácemes y despedidas, abandonaron la ciudad, para nunca más volver a verla; al mirar por última vez los altos minaretes de las mezquitas de Quivir y del Palacio, el rey suspiró y los contempló en silencio, reflexionando que los preparativos con que se ilusionaba se festejase su himeneo, y los regocijos y demostraciones acostumbrados en tales casos, se hubiesen convertido en fúnebres cantos y en dolorosas escenas; y por fin, lloró. Pero bien pronto las nubes que envolvían la alta cima del lejano Atlas, y que parecían despeñarse rodando por sus faldas, ocultaron de sus ojos la ciudad de Marruecos, que años atrás le prometió en sus ilusiones juveniles una aurora de brillante ventura, y hoy concluía por ser su ocaso, haciéndole experimentar, bien a su costa, la inconstancia y futilidad de las cosas humanas. A los pocos días se embarcaba en Túnez para Navarra; y bien pronto, conducidos por viento próspero, perdieron de vista el reino africano, con el vapor blanquecino que se elevaba del mar. Don Sancho contempló por última vez sus costas… lo cual le arrancó el último suspiro en territorio africano (p. 315)[2].


[1] Aunque la novela se escribió hacia el año 1859, no fue publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de las Navas de Tolosa. La ficha completa es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.

Elementos africanos en «Zorayda la reina mora» de Juan Anchorena (1)

Más allá del retrato de los personajes musulmanes, las restantes referencias africanas de la obra[1] se concentran en los capítulos XIX a XXVII, que narran desde el arribo de don Sancho y sus caballeros a tierras de Marruecos hasta su regreso a Navarra. Cuando la expedición llega a África, se dirige a la ciudad de Marruecos, «corte del imperio de este nombre» (p. 219; se refiere a Marraquech, capital del imperio almorávide), y se nos ofrece esta panorámica de la misma:

Al divisar con la vista el palacio de Almanzor, al contemplar las palmeras que producen los afamados dátiles y al aspirar la fragancia de las flores de los espléndidos jardines, que impregnaban la atmósfera, el corazón del rey comenzó a palpitar sobremanera al influjo de desconocidas sensaciones. No acertaba a separar sus ojos de la Torre de la mezquita, llamada Ali Ben Juceph, del nombre de su fundador; torre estimada con justicia por la más elevada de todas las del África, pues que se descubre desde ella en los días despejados y serenos la montaña de Safi, que dista cuarenta leguas de la ciudad. Verdad es que esta montaña es muy elevada, y por otra parte, el terreno entre ella y Marruecos es enteramente llano (pp. 219-220).

Sigue una mención de las murallas de la ciudad (con indicación de los materiales con que están hechas, p. 220) y se recuerda el número de puertas, veinticuatro, de que constan. En su trayecto los navarros ven las puertas de la catedral de Sevilla colocadas en una mezquita. Tras dar gracias en un templo cristiano, atraviesan la mezquita de Quivir (en cuya torre una bandera está indicando la muerte civil del rey), y poco a poco se acercan al palacio real:

Conforme don Sancho se aproximaba al palacio real, aquellos jardines, aquella Zorayda, aquel país, que hasta entonces habían aparecido a sus ojos como un mito, como una creación de su ardiente fantasía desde las montañas de Navarra, aparecían como una realidad, y tales cuales existían. Un minuto más y Zorayda sería suya. Cuando se le mostraba por los acompañantes y dignatarios del África los sitios que ella prefería recorrer, los contemplaba como un objeto sagrado, y los divinizaba, como diviniza todo amante los que le recuerden la persona de la mujer amada (p. 221).

Mezquita Kutubía de Marrakech
Mezquita Kutubía de Marrakech.

Los navarros son llevados a una rica cámara, la de Almanzor, de la que se ofrece la siguiente descripción:

Y era, en verdad, digna de un rey. La riqueza y la brillantez competían con el buen gusto y la sencillez. A distancia de una vara de la pared se destacaban una fila de esbeltas y afiligranadas columnas salientes, cuya base la constituían perfectos y acabados mosaicos. El pavimento se hallaba alfombrado con ricos tapices de Persia, y las columnas terminaban en espiral, rematando en figuras caprichosas, cuyas manos sostenían colgaduras de terciopelo, en las que estaban bordadas las figuras de los reyes musulmanes. Estas colgaduras, interceptando los rayos de luz del exterior, producían una opacidad que imprimía cierto tinte solemne, misterioso, a los objetos.

Enfrente de la puerta de granadino, que había dado paso a don Sancho y su comitiva, se alzaba majestuoso un trono, que lo constituían dos cortinas de terciopelo, sembradas de estrellas de oro y medias lunas de plata; y remataban en un anillo metálico, del que pendían gruesos borlones de oro. En el interior formado por ellas se veía un elevado diván, y a distancia de éste, otros, que no eran de tanto gusto ni riqueza (pp. 221-222).

En ese momento ven a Mahomad, un niño de diez años con un turbante de esmeraldas que da a su cara un resplandor verdoso, que le ha hecho ser conocido por el sobrenombre de Enacer ‘el verde’ (p. 222). A la descripción física del joven se añade la de su vestido:

Vestía el niño una especie de jubón de seda blanca escotado, que dejaba desnudo su blanco pecho. Un cinturón ceñía su delicado talle, del que pendía proporcionada cimitarra; y llevaba ancho pantalón blanco, prendido al nacedero de sus pies, casi imperceptibles (p. 223).

El gobernador Brahem, tío de Mahomad, quiere aprovecharse de la presencia del rey navarro empleando su valor para apaciguar a los reinos rebeldes de Túnez y Tremezén. Para esta campaña africana don Sancho se pone al frente del ejército marroquí y el pueblo se reúne en la inmensa plaza del Cereque para verlos partir, porque la hueste navarra ha despertado el interés popular:

Los marroquíes vestían albornoces de paño de color y vestidos de fino camelote, y gorras de escarlata con pequeños turbantes. En prueba del entusiasmo y la admiración que causaron el rey y los ricos-hombres cristianos, bastará decir que se infringían, por satisfacerla, las leyes y costumbres del reino, en virtud de las cuales no era permitida la salida de casa a las mujeres, sino para ir al baño o las mezquitas; y aun en estos casos, llevaban el rostro cubierto con un velo, con el fin de burlar la curiosidad de los hombres. Verdad es que, venciendo las costumbres el prurito femenino, se levantaban el velo que cubría sus rostros, a hurtadillas, gozándose no poco en excitar los celos de sus maridos. Sus cabezas, orejas y cuellos estaban adornados con brazaletes de oro y plata, y muchas perlas y piedras preciosas. Por lo demás, manifestaban ser galantes y amables en extremo (pp. 245-246)[2].


[1] Aunque la novela se escribió hacia el año 1859, no fue publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de las Navas de Tolosa. La ficha completa es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.

Los personajes musulmanes en «Zorayda la reina mora» de Juan Anchorena

Zorayda la reina mora[1] es, por un lado, una novela «navarra» por los temas y personajes que en ella aparecen. Además de llevar una dedicatoria del escritor «A la Excma. Diputación Provincial de Navarra», en sus palabras preliminares indica que el argumento, el escenario y los personajes de la novela, todo «lleva el sello de la Navarra»; navarro es el él y su producción pretende demostrar «el entrañable amor de su autor hacia su madre patria». Pero es también, sin duda alguna, una novela «africana», y en esta cuestión quiero centrarme ahora, comentando el retrato de los personajes musulmanes.

Como es habitual en el género de la novela histórica romántica, los personajes de Zorayda la reina mora se dividen maniqueamente en héroes y villanos: los primeros son dechados de belleza y virtud, los otros prototipos de malicia y degeneración. Aquí nos interesa ver cuál es la imagen que se transmite de los personajes musulmanes: la princesa Zorayda, el médico Omar-Samuel, el gobernador Brahem y el rey Almanzor. Centrémonos primero en Zorayda, la famosa hija de Almanzor, que es una joven de veintidós años, plena de hermosura y bondad. Véase esta primera descripción de la heroína de la novela:

En esta época constituía la delicia de los reinos de África y del mediodía de España una hija de Almanzor, a la que éste amaba con delirio. Llamábase Zorayda. La fama había publicado por todo el mundo las gracias seductoras de la joven, que entonces contaba veintidós años. Aseguraban todos que era cándida como una paloma; bella y seductora como las hurís que el profeta promete a sus creyentes en la región del Edén; esbelta, como la palmera que crece en los campos de Argel; y vaporosa como el vapor que, al morir el día, se levanta del tunecino mar. Sus cabellos blondos y abundantes; su frente tersa y despejada; ojos grandes, negros, rasgados, de indefinible e indolente mirada; nariz afilada, boca diminuta, labios delgados y rosados, brazos redondos, talle esbelto y ligero, pies de un niño; esta era Zorayda. Nacida en Sevilla, su color moreno, sus notables movimientos era[n] los que imprimen a sus hijas los países meridionales; tipo no degenerado aún, cuya contemplación hizo brotar muchos siglos después a la florida pluma de Chateaubriand su Último Abencerraje, esa perla, según apreciación de un escritor, de tan dulces reflejos (pp. 41-42).

Osman Hamdi Bey, Mujer recitando el Corán (1880)
Osman Hamdi Bey, Mujer recitando el Corán (1880).

La fama de su belleza y virtud llega a Navarra y el príncipe don Sancho emprende viaje de incógnito a Sevilla para verla: «la imagen de la Bella Mora se le aparecía, sin conocerla, en sus sueños de gloria y de porvenir» (p. 42). Tenemos después una nueva descripción de la joven en el palacio de Sevilla, donde arrastra «una vida lánguida y melancólica»:

Supongámonos asimismo en un salón, perfumado por inciensos y aromas del Oriente, que arden en pebeteros de oro, y amueblado con todo el lujo y la magnificencia propias de la morada de una reina. En uno de los divanes se halla reclinada, y por decirlo así, abandonada una joven, cuya parte superior de la cabeza cubre un gracioso turbante, por cuyos remates penden bucles de cabellos, que en ondulantes rizos caen sobre su garganta de cisne, adornada con rico collar de perlas; un corpiño de seda blanco esmaltado de oro y pedrerías oculta su túrgido seno. Su talle ligero y flexible ceñía blancos faldones de telas finísimas; y sobre un pequeño taburete dejaba descansar sus pies diminutos calzados con rica chinela morisca. Esta hermosa joven, cuya belleza conocemos, era Zorayda (pp. 87-88).

Como ya indiqué, la «cándida sultana» (p. 237) está dispuesta a abjurar de su religión para casar con don Sancho y ser reina de Navarra. Poco antes de morir envenenada, Zorayda es ya cristiana en su espíritu:

El semblante de la infanta ya no destellaba la voluptuosidad de las mujeres de su país, sino el pudoroso recogimiento de la joven cristiana; sus ojos no despedían candentes miradas, que incendiasen el alma, sino las sublimes, apagadas y tímidas de la virgen consagrada a Dios; sus cabellos, en graciosos rizos, velaban su rostro moreno, pero de un moreno pálido, que aminoraba la lozanía y la vida de su tez; todo cuanto tenía conexión con los usos y costumbres orientales, se hallaba proscripto de su persona; en vez de las galas y pedrerías que antes usaba, vestía la joven una especie de túnica blanca, como sus pensamientos, ceñida a su talle por cinturón de seda (p. 306).

Omar-Samuel, el médico del rey don Sancho, es un moro convertido, pero que en realidad conspira para entregar Navarra a sus correligionarios y exterminar a los cristianos. Experto en astrología y medicina, tiene ganada fama de hechicero y vive rodeado de misterio para provocar un «supersticioso acatamiento» en los demás: «Conocedor de las supersticiones vulgares de la época, se rodeaba del misterio para fomentarlas con respecto a su persona» (p. 43). Los adjetivos con que se califican su persona y sus acciones («infernal alegría», «satánica alegría», «feroz y bestial fruición», «tempestad del mal», «diabólica aparición», «el alma infame del moro», «diabólica sonrisa», «sangrientos planes», «satánico poder», «infames y pérfidos planes», «pérfidos deseos»…) nos lo retratan como un personaje vil, un monstruo de crueldad:

La trémula luz de la lámpara dibujaba en las paredes la repugnante figura del viejo carcelero, como un espectro aterrador (p. 191).

Es imposible llevarse a más alto grado el lujo y el refinamiento de la crueldad. Afortunadamente, en la vida real el número de semejantes seres es muy limitado; y si desgraciadamente existen algunos fuera de la desarreglada imaginación de ciertos novelistas, parece que el creador del mundo multiplica el número de los contrarios, o sea el de los buenos, como una elocuente protesta de las acciones de los primeros. Concretando esto a la novela, creemos firmemente que el género humano no produce tipos tan deformes como los que aparecen en algunas obras (p. 195).

De Brahem también se destaca su «infernal malignidad», su «alma alevosa y cobarde», su «inmunda boca»; se dice que «su corazón destilaba hiel y rencor»; con Omar ideará una «criminal trama» para verter a torrentes la sangre de sus enemigos los cristianos. El tío de Zorayda es un hombre vil, de presencia repugnante, y de él dice un infanzón navarro al rey:

Fálteme el amparo de nuestro patrón, San Fermín, si ese moro, de rostro como el de los condenados, no tiene el alma tan fea como su persona. Además de esto, tengo tan poca fe en la de estos musulmanes sin Dios y sin religión, sin honor y sin palabra, que mi corazón no puede echar de sí la zozobra que abriga. Y, voto a mi padre, que los quiero más al alcance de la punta de mi espada, que no como amigos en sus palacios, por arte diabólica construidos (p. 230).

Como vemos, Omar-Samuel y Brahem son los dos villanos de la novela. Más neutra es la presentación del rey Almanzor, del que se destaca sobre todo el amor que siente por su hija, de tal intensidad, que se muestra celoso del hombre que habrá de ser su esposo (véanse las pp. 48-49 y 88-91)[2].


[1] Aunque la novela se escribió hacia el año 1859, no fue publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de las Navas de Tolosa. La ficha completa es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.

«Zorayda la reina mora» de Juan Anchorena: el narrador, las técnicas narrativas y el estilo

En la novela histórica romántica española es muy habitual que el narrador contraponga su hoy con el ayer de la época novelada, marcando su distancia con respecto a los hechos narrados[1]. En Zorayda la reina mora de Juan Anchorena[2] encontramos ejemplos como este:

Hay que advertir en pro de la moralidad de nuestros mayores que, a pesar de la inmensa concurrencia apiñada en las calles, un observador del siglo XIX, trasladado a aquella época, hubiera notado la ausencia de una raza menguada, importada por la civilización, que explota con maravillosa presteza los descuidos de los circunstantes, si no con honra de sus almas, con provecho, al menos, de sus bolsillos (p. 24; perífrasis para decir que entonces no había ladrones).

Se trata de un narrador que continuamente introduce afirmaciones generales, de validez universal:

Y es que el hombre, cuando se halla incapacitado para gozar del placer que inspira un objeto por esencia bello, lo encuentra deforme sólo porque a los demás produce alegría. Y llega su injusticia hasta el punto de que, si en su mano estuviera, lo sustituiría con otros objetos deformes en su esencia, con el fin únicamente de sustraerlo a los que no tienen, como él, la desgracia de padecer (p. 29).

Por lo demás, no debe sorprendernos que la mujer de todas épocas desprecie al que ama, y suspire por el que le demuestra indiferencia, si no es aborrecimiento (p. 120).

Es también un narrador que maneja a su antojo todos los hilos de la narración y controla el desarrollo de las acciones, indicando a qué personajes debemos acompañar en cada momento:

Anudemos ahora con esta la escena del capítulo precedente, y de este modo sabrá el lector la suerte definitiva de doña Clemencia (p. 123).

Dejémosles caminando [a don Sancho y su comitiva], y aprovechémonos de esta marcha para ver lo que acontecía en el reino de Navarra (p. 256).

Mientras que el rey de Navarra seguía en la lucha con varia fortuna, penetremos con el lector en el palacio de Mahomad, en la ciudad de Marruecos (p. 279).

Y, en efecto, son continuas las apelaciones al lector[3]. Veamos algunos ejemplos:

—¡Qué disparate! —exclamará algún cándido lector— ¡Amarse dos personas sin conocerse! Cosas de la desarreglada imaginación de un novelista (p. 54).

Suponemos que el lector, por más que sea enamorado, habrá adivinado en Omar el autor del contenido del pergamino (p. 178).

Escenario de terror gótico

En cuanto al estilo, me limitaré a ofrecer un breve apunte. Lo más destacado es el tono romántico general, agudizado en algunos pasajes; así, la descripción de una lúgubre casa con cráneos, huesos, retortas, redomas…, en la que no pueden faltar las puertas secretas (p. 116) ni el estallido de una tormenta en el mismo momento en que Omar encierra allí a doña Clemencia (cap. X). La presencia de elementos relacionados con el «terror gótico» es perceptible de forma especial en el capítulo XVI (que describe la prisión de doña Clemencia), pleno de adjetivos románticos, con el consabido decorado de noche oscura con lluvia y relámpagos (pp. 198-199). Del mismo modo, al final del capítulo XXII, cuando bajan al subterráneo Omar y el jefe de los bandidos, las sombras parecen fantasmas, hay pasadizos subterráneos y puertas simuladas y se escuchan ruidos lúgubres, etc.[4]


[1] Véase, para todas estas cuestiones, Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-98 (en la 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151).

[2] Aunque la novela se escribió hacia el año 1859, no fue publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de las Navas de Tolosa. La ficha completa es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[3] Se pueden rastrear en las pp. 41, 54, 61, 70, 85, 88, 101, 103, 119, 123, 126, 139, 170, 176, 178, 185, 187, 188, 202, 205, 217, 227, 279, 281, 288, 289, 302, 334 y 342.

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.

«Zorayda la reina mora» de Juan Anchorena: historia y ficción

La obra de Juan Anchorena[1], que consta de 30 capítulos, novela la vida de Sancho el Fuerte de Navarra, desde el momento de su coronación hasta su muerte, centrándose en el amor que siente por la princesa mora Zorayda. Un destino fatal y la oposición de Brahem, tío de Zorayda (ayudado por su compinche Samuel), impedirán que ese amor pueda llegar a feliz término y causarán la muerte de la princesa; más tarde el monarca cristiano tomará su justa venganza derrotando a los musulmanes en la batalla de las Navas de Tolosa (1212).

Ramón Stolz. Boceto para tapiz de Sancho el Fuerte (1950). Museo de Navarra (Pamplona).
Ramón Stolz. Boceto para tapiz de Sancho el Fuerte (1950). Museo de Navarra (Pamplona).

Como podemos apreciar por este apretadísimo resumen, se trata de una novela plenamente romántica: amores contrariados entre personajes de distintas religiones (Sancho y Zorayda) y también de la misma (doña Clemencia ama a don Sancho, don Fernando Ruiz de Azagra a doña Clemencia, doña Marquesa de Buñuel a don Fernando), héroes y villanos, venenos, subterráneos, etc., etc.

El episodio central que sirve de argumento a la novela es un suceso situado entre lo histórico y lo legendario, los amores del rey navarro por una princesa mora y su supuesto paso, por amor, al África. También la consternación que causa en Marruecos la abdicación de Almanzor en su hijo Mahomad, niño todavía, que es proclamado Miramamolín del reino, aunque gobernará su tío Brahem (hermano de Almanzor). El antes poderoso Almanzor se ve obligado a mendigar, y se dice de él que vivió en Alejandría como tahonero: «¡Terrible lección para los reyes que abdican sus coronas!» (p. 216). Cuando los reyes tributarios de Túnez y Tremezén se rebelen, Brahem convocará un consejo para decidir sobre la boda de su sobrina Zorayda con don Sancho. Como odia a los cristianos y no quiere perder las tierras de España, se negará a entregarla en matrimonio. El paso a África del rey don Sancho y sus amoríos con la princesa mora constituyen un hecho no admitido por algunos historiadores; no obstante Anchorena encontró ahí un asunto «digno de una novela», y se propuso narrar tanto las hazañas como los amores del monarca navarro.

Aparte de este telón de fondo histórico-legendario, son muchos los hechos históricos puntuales que se recogen en la novela: la batalla de Alarcos del 18 de julio de 1195; la reunión a finales de febrero de 1196 en la Mesa de los Tres Reyes, entre Tarazona y Ágreda, de los tres monarcas cristianos, Sancho VII de Navarra, Alfonso II de Aragón y Alfonso de Castilla para formar una liga contra Almanzor; la bula remitida por Celestino III a Sancho el Fuerte, indicando que debe romper sus tratos con los infieles; la liga hecha por Raimundo VI con los albigenses, etc.

Puede decirse que la «reconstrucción arqueológica» de la novela está bien lograda. De intenso sabor arqueológico es, por ejemplo, todo el pasaje que describe la coronación de Sancho el Fuerte: la comitiva, los vestidos, la presencia de los señores de Navarra, con representantes de los tres estados… El rey es elevado sobre el pavés, al grito de «¡Real, real, real!», y entonces arroja moneda y se ciñe él mismo la espada (véanse las pp. 24-28). Vistosa es asimismo la descripción de la armadura del rey (p. 58) o de la comitiva que se prepara en Pamplona (p. 170). Se menciona la moneda propia de la época, por ejemplo se habla de sueldos áureos sanchetes, y se emplea léxico específico del campo bélico[2].


[1] Aunque la novela se escribió hacia el año 1859, no fue publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de las Navas de Tolosa. La ficha completa es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.

Juan Anchorena, un desconocido literato navarro del siglo XIX

Juan Anchorena y Aguirre es un escritor navarro (Tudela, h. 1835-1900) autor de dos novelas. La primera de ellas, Lágrimas de una virgen, publicada en su ciudad natal en 1856 mediante entregas semanales, se subtitula Novela histórica de Tudela; sin embargo, más que novela histórica es una novela folletinesca (héroes y villanos, amores contrariados, raptos, asesinatos…). La segunda, Zorayda la reina mora (Novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra), aunque escrita hacia 1859, no fue publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de las Navas de Tolosa, con un prólogo del padre escolapio Antonio de P. Díaz de Castro[1]. Esta segunda obra va a constituir el objeto de mi comentario en próximas entradas, pues en ella se novela un episodio histórico-legendario: el paso a África de Sancho el Fuerte de Navarra[2] y sus supuestos amores con una princesa mora, Zorayda, hija del rey Almanzor, que por amor al monarca cristiano está dispuesta a bautizarse y aportar a la Cristiandad, como dote para su matrimonio, todos los territorios de Al-Andalus.

Sancho VII el Fuerte de Navarra

La narración de Anchorena reúne las principales características de la novela histórica romántica española (narrador omnisciente en tercera persona, personajes planos, sucesión de lances y aventuras sobre un fondo más o menos histórico, empleo de disfraces y otros recursos de intriga, etc.). En mi análisis centraré mi atención en la imagen de África y lo africano (personajes musulmanes, descripciones de las ciudades y del paisaje, costumbres, etc.) que refleja la novela. Pero antes ofreceré algunos datos adicionales sobre el autor, su obra y su contexto literario.

Poco es lo que se sabe del escritor Juan Anchorena[3]; parece que descendía de la casa de Berrueta en el valle de Baztán (Navarra). Vivió en Tierra de Campos, donde ejerció un empleo público (con su trabajo debía mantener a su madre viuda). Además de las dos novelas citadas escribió algunas comedias morales, que al parecer llegaron a estrenarse en Madrid. El contexto literario de sus dos piezas narrativas es el de la novela histórica romántica española (Walter Scott y sus imitadores) y también el de la novela folletinesca (Eugène Sue y sus seguidores).

En su «Prólogo» a Zorayda la reina mora (pp. 7-14), Díaz de Castro indica que ha sacado del olvido esta novela histórica de «un joven navarro, natural de Tudela, don Juan Anchorena, a quien la muerte atajó los pasos antes de publicarla» (p. 8). La obra fue escrita en 1859, cuando el autor frisaba los veinticuatro años, y él la exhuma ahora con motivo del VII Centenario de las Navas, origen de «aquella pujanza noble y nobleza pujante» de Navarra que ha sabido mantener merced a sus Fueros. Por su parte, el propio escritor reconocerá cuál ha sido el fin moral que le ha guiado al redactar su obra:

Todos los afanes y esfuerzos del autor se encaminan esencialmente a enaltecer su Patria, y las acciones poco comunes de este antiguo reino de Navarra, importante también en alto grado a la Nación Española y a la causa de la humanidad en general. Sin el elemento moral que en último resultado viene a resplandecer en las páginas de esta obra, mal se puede labrar, y antes bien son quiméricos, el bienestar y ventura de los individuos, en las familias, Provincias y Estados; pertenece a todos los tiempos, y a todos los reinos. Las ideas del justo o injusto, los vicios y las virtudes, las acciones ora loables, ora dignas de censura o vituperio, los reconoce por base. En el corazón de los hombres, cualesquier que sean su origen, su país natal, su categoría y rango, se halla siempre instalado un Tribunal inapelable e incorruptible. Sin esta coexistencia, que nace y muere con los seres humanos, no se concibe sociedad, ni menos su duración y perfectibilidad (pp. 349-350)[4].


[1] La ficha completa de la novela es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica [sic] del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[2] Puede consultarse Luis del Campo Jesús, Sancho el Fuerte de Navarra, Pamplona, Talleres Tipográficos de La Acción Social, 1960; y Luis Javier Fortún Pérez de Ciriza, Sancho VII el Fuerte (1194-1234), Pamplona, Mintzoa, 1987.

[3] Resume los datos esenciales Miguel Sánchez-Ostiz en Gran Enciclopedia Navarra,Pamplona, Caja de Ahorros de Navarra, 1990, vol. I, p. 300.

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.

«De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin: lenguaje y estilo

Decía en la primera entrada de esta serie que De la vida y el mar (Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999) es una novela histórica peculiar, cargada de reflexiones filosóficas. El tono ensayístico lo apreciamos, por ejemplo, en el diálogo que mantienen Ezan y Juan Miguel en el capítulo IV (hablan sobre la fe, la religión, la libertad…). También en el capítulo XIII, cuando Enneco sale en busca de Joanes y lo encuentra junto a la tumba de la madre. Joanes cuenta en qué ha consistido su venganza y los dos hermanos conversan sobre su imposibilidad para amar, en tono existencial: la vida es un puro azar (p. 110), Joanes necesita volver a encontrarse a sí mismo, etc. Lo mismo ocurre en la entrevista entre Nerea y Ezan en el capítulo XX, con diversas reflexiones sobre la vida[1]. Filosófico es asimismo el último capítulo, con el diálogo de Ezan y Joanes. Al fin el joven siente deseo de hablar con su padre, «a quien por muchos años se negó a aceptar que todavía quería» (p. 235). Explica que la muerte es una amante lasciva (p. 235), a la que ha amado y deseado: «Nada me ha dado una paz absoluta como asumir que mi destino es ya sólo la muerte (p. 235). Los fantasmas de su pasado le atormentan y su presente es el peor de todos. Las voces de los muertos claman venganza, su mente es un campo de batalla de voces: «Yo ya no sé qué hacer ni quién soy» (p. 235); «La muerte se ha convertido en mi salvación más que en mi condena. La necesito como nunca he necesitado a nadie» (p. 236). Ezan también sabe que «hay circunstancias en las que la vida se convierte en la más cruel condena del hombre» (p. 236); «Sólo soy mi presente y mi presente se me hace demasiado desolado para soportarlo» (p. 237). Ezan se pregunta quién sabe lo qué es la felicidad:

Felicidad es una palabra inventada por las personas únicamente para dar a su existencia un fin que sin ella no tendría. Creer en una posibilidad irreal es lo único que muchas veces nos mantiene activos. Creer que existe una meta a la que llegar nos permite seguir caminando por muy oscuro que sea el sendero. Creemos en ella porque nos es más útil que mostrarnos escépticos, porque la ingenuidad está unida a la naturaleza humana. Un hombre no solamente no puede ser feliz sino que nunca debe llegar a serlo. Un hombre que se cree feliz es un hombre sin retos que vencer, sin sueños que realizar. Sólo puede creer ser feliz quien se conforma y, a pesar de ello, son los disconformes quienes nos abren el camino de la salvación (p. 237).

Encontramos frases de tono similar, todas en boca de Joanes: «La vida me ha ido robando poco a poco todo lo que en otra época tuvo un significado para mí» (pp. 238-39); «Te odié con tanta fuerza por traicionar la memoria de mi madre [al casarse con Freda] que me ha resultado imposible volver a amar, aunque solamente fuera por el temor que me inspiraba la idea de volver a vivir la traición en mi sangre» (p. 239); «Hoy necesito nadar entre mi propia sangre y flotar en un mar de melancolía hasta que vuelva a sentirme libre en mi inocencia. Hoy solamente mi muerte podrá devolverme la vida» (p. 239).

Bosque en otoño

Otras cuestiones dignas de comentario —en las que no puedo detenerme ahora— serían la presencia del paisaje, con descripciones de la belleza del bosque de Lorraiz en otoño (p. 57) o la primavera en los bosques del Lindux (p. 131). Y también —en algún momento puntual— del humor, como cuando Ezan se disculpa con Juan Miguel, obispo de Iruña, diciendo: «Ahora debo volver con mi esposa si no quiero que mis escasos bienes dejen de pertenecerme. Tú no sabes cómo son las mujeres cuando van de compras» (p. 134).

Hemos visto cómo esta novela está protagonizada por unos personajes existenciales, que —según confiesan ellos mismos— han sobrevivido, pero no han vivido. Esta perspectiva anacrónica —de anacronismo voluntario— da una notable originalidad a la obra, que se convierte así en algo más que una novela histórica. El relato de Íñigo de Miguel Beriáin refleja las luchas interiores de unos personajes marcados por un pasado desgraciado, sobre todo Ezan y Joanes, en menor medida Enneco (el odio y la venganza en Joanes, y su resentimiento contra su padre). Es interesante también la visión del pueblo vascón mimetizado con el bosque, y ayudado por este a vencer la batalla de Roncesvalles. En definitiva, una visión renovadora para un género clásico: el de la novela histórica[2].


[1] Se afirma ahí que vivir es algo extraño, que no existe una meta, etc. (pp. 153-54).

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Los vascos y la batalla de Roncesvalles en «De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin

La novela[1] describe a los vascos, que luchan por su supervivencia en su limitado reducto, con la amenazadora presencia de los musulmanes al sur y de los francos al norte (cfr. p. 23). Son indómitos y viven apegados a su pasado milenario: «Mi raza ha mantenido tradiciones ancestrales durante milenios y ha sido feliz» (p. 38), dice Ezan. Pero los francos, que los creen unos paganos salvajes, no están dispuestos a aceptar la existencia de un pueblo independiente dentro de las fronteras de su reino: «Carlos quiere vasallos, no aliados» (p. 90), sentencia Joanes. Ahora deben unirse para sobrevivir: «Una victoria puede darnos la unidad que todos necesitamos» (p. 208), señala Nerea. «Los vascos se juntan, no se unen» (p. 208), replica Freda. Unirse es la única forma de que sobrevivan. Algunos de sus señores más destacados son Ezan del Lindux, Asier de Goñi, Miguel de Aritza, Enneco Jimeno, Etxebe García y Juan Miguel, obispo de Iruña.

Los vascos, que forman un «pueblo de poetas errantes» (p. 57), siguen siendo paganos (p. 20); se habla de sus paganas supersticiones (p. 20) y se introducen leyendas y elementos del folclore: por ejemplo, la leyenda de la Sorgiñe, la Dama de Amboto, el Espíritu del bosque, Ganeko, señor de la noche, Galtxaporris, Tártalo, Ensunga, Sugaar, Jaun Zuria, Basajaun… En cualquier caso, reconocen que los tiempos van a cambiar: «Y sin embargo, no queda posibilidad de supervivencia sin la fe en Dios en un mundo como el nuestro. El futuro de tu pueblo pasa por la aceptación del cristianismo. Tú sabes que no queda otra solución que la conversión», comenta Juan Miguel a Ezan (p. 38). Deben vencer el peligro del sur unidos en la Cruz.

Basajaun, Señor del Bosque o Señor Salvaje, en la mitología vasca
Basajaun, Señor del Bosque o Señor Salvaje, en la mitología vasca.

Al final Nerea, para salvar a Joanes, desea que se convierta en el Basajaun, «aquel a través del cual el Dios de los bosques guía a los hombres hacia un nuevo horizonte» (p. 243). Joanes, «el retoño más hermoso del tronco más fornido» (p. 243), reconoce que su vida ha cobrado un sentido que no buscaba: pasa a simbolizar la serenidad y la sabiduría, se convierte en un dios —el dios del bosque— para sobrevivir. Y es que en los bosques y en magia nocturna (cfr. p. 33) reside el espíritu del pueblo vasco[2], tal como explica Ezan a Juan Miguel:

En estos bosques reside el espíritu de mi pueblo. Ellos cuidan de los vascos y a cambio los vascos los protegen de los que vienen de fuera. Es como un pacto secreto del que nadie habla pero que yo sé que existe. Estoy seguro de que si de un modo u otro hemos sobrevivido a lo largo de los siglos es porque en nosotros habita el amor por el bosque y este nos corresponde. Ese es el motivo por el que nadie podrá jamás destruir a mi pueblo sin destruir a un mismo tiempo la propia naturaleza de nuestra tierra (p. 33).

Comentaré ahora cómo aparece reflejado en la novela lo relativo a la batalla de Roncesvalles. Suleymán, aluazir de Zaragoza, ha ofrecido a Carlomagno el gobierno de la ciudad. El emperador desea crear una marca, y con el control de Zaragoza la frontera franca bajaría del Pirineo al Ebro. El capítulo XV refiere la llegada de los francos al final del invierno: es el ejército más poderoso de Occidente, con Carlos al frente y sus capitanes Olivier, Eginhart, Anselme, Turpin, Roland (cfr. p. 121). Luego sigue lo que la historia nos cuenta: cómo quedaron detenidos frente a las puertas de Zaragoza, que no les fueron abiertas. De regreso, destruyen Iruña, que es demolida hasta los cimientos, pero no logran someter a los vascos[3]. Para vengarse, estos no pueden dar una batalla campal, porque el ejército franco es invencible, pero sí cortarles la retirada en el Pirineo. La raza ha sobrevivido siempre y ahora siguen dispuestos a morir como hombres libres, antes que vivir como esclavos. Tienen la ventaja de que Joanes conoce las tácticas militares de los francos. Roland, pésimo estratega y muy vanidoso, preferirá morir antes que pedir ayuda. Los vascos son conscientes de que «No habrá otra oportunidad como esta» (p. 182), y Nerea resume así el sentir general:

Mi memoria […] se nubla ante la noche del tiempo. Largos años han transcurrido desde que los primeros de nuestra raza llegaron a esta tierra, tantos que no podría decirse realmente si algún humano las había habitado antes. A lo largo de los siglos hemos permanecido aquí, más allá de lo que las agitadas olas de la historia han deparado a todos aquellos que han convivido con nosotros. De los diversos pueblos que han ido ocupando sucesivamente los territorios que nos rodeaban apenas queda otro recuerdo que el del humo que deja el incendio cuando queda sofocado. ¿Por qué sobrevivimos nosotros allí donde todos los demás han ido pereciendo? La respuesta está en nuestros corazones, porque son nuestros corazones los que han aprendido durante generaciones a sentir el bosque como algo propio, algo que es parte de nosotros mismos, de forma que no se puede destruir una cosa sin destruir la otra. No sois inteligentes como los romanos, no sois salvajes como los celtas, ni siquiera sois fuertes como los godos y a pesar de ello, habéis superado todo lo que ellos pudieron afrontar. El día en que creáis que sois una raza elegida, un pueblo a quien Dios ha elegido para elevarlo a la gloria, correréis la misma suerte que todos ellos porque olvidaréis vuestras raíces. Es la tierna devoción con la que habéis cuidado de los prados de vuestra tierra la que os ha salvado, el mismo amor que ahora despierta el deseo de luchar por lo que sentís que os puede ser arrebatado. Tenéis una causa que es noble y justa porque no ataca quien defiende lo que ama. Vuestras posibilidades de victoria son ciertas y yo os puedo asegurar que la resonancia de sus efectos perdurará mucho más tiempo que el mismo Imperio. Partid a la batalla con mi bendición. No temáis la derrota porque combatís en vuestra propia tierra y vuestra propia tierra os dará la victoria (p. 183).

Su arenga cumple la misma función que los versos que declama Amagoya en Amaya[4]. Nadie contradice a esa mujer extraordinaria y el Consejo declara la guerra al imperio. El 13 de agosto de 778 es la última reunión del Consejo. Llega entonces Alí Banuqasi, joven vástago de los señores árabes de Tudela con trescientos jinetes (Enneco había pedido ayuda a los Banuqasi, que tenían cuentas pendientes con los francos). El plan de batalla es elaborado por Joanes, quien decide esperarlos en las cimas de Altobiskar.

El capítulo XXVII presenta a la retaguardia del ejército franco en Roncesvalles. Roland, nieto de Pipino, es el más altanero de los guerreros del Imperio, con aspiraciones al trono. Con su orgullo al no tañir el olifante, trazó su propio destino y el de los suyos. En la descripción de la batalla, cabe destacar un bello efecto estilístico, la aliteración de eses para sugerir el zumbido de las flechas volando por el aire: «y como siseantes semillas de sangre surgieron silenciosas saetas que sembraron el suelo con la sombra de la muerte» (p. 219). El bosque de hayas de Lorraiz —personificado: las hayas ríen— ayuda a los vascos, los oculta al tiempo que desarma a los francos. Es el 15 de agosto de 778 cuando estalla la cólera de Dios y la hierba queda convertida en un osario. Tras la batalla, Ezan busca a sus hijos y los lectores nos enteramos de lo ocurrido: Enneco, el más hermoso de los vascos del sur, ha quedado muerto. «Si el dolor tuviera barreras, el corazón de Ezan las hubiera roto» (p. 224). Pero una voz le dice que debe buscar al otro hijo, porque su amor puede salvarlo: «No puedes devolverle su vida pero aún puedes apartarlo de la muerte» (p. 225). La tristeza y el dolor ceden ante la perspectiva de un dolor mayor. Con angustia, va a la tumba de su mujer e hija, y allí encuentra a Joanes.

En este episodio de la batalla de Roncesvalles se imbrican, en la novela, el plano histórico-colectivo y el del conflicto personal de los personajes. La venganza de Joanes se ha cerrado de un modo distinto a como él la soñó. Joanes entró entre los francos como un estilete, como una fuerza del destino desatada. Él mismo explica que buscó a Eginhart, el gonfalonero de Roland. Carga salvajemente contra él, es un hombre solo que pide sangre contra un cuerpo de caballería, y sus guerreros se ven arrastrados al fragor del combate. Son locos que pelean con fiera alegría, «la alegría de quien está más allá del temor a la muerte» (p. 229). Cuando Joanes se adelanta, Enneco se le une, porque deseaba «adentrarse con él en el sendero de lo desconocido» (p. 230). Joanes mata a Eginhart. Entonces una voladora flecha viene contra él, pero Enneco se interpone, hace este sacrificio para salvar al bienamado hermano. Es un clérigo quien la ha lanzado (Arnoldo): la furia de Joanes se desata, las almas de su madre y su hermana piden justicia: arroja su hacha, y sabe que no ha errado el golpe. Después llora, desea huir de aquel lugar maldito, «refugiándose entre las sombras más oscuras de las tierras de sus padres» (p. 231); la vida le ha dejado y se acuesta sobre la tumba de sus seres queridos. Como ya indiqué, Nerea lo convencerá para que viva en el bosque, haciéndole creer que es el Basajaun.

En la parte última de la novela se reiteran las explicaciones sobre el comportamiento de los personajes y se avanza hacia un final esperanzado: la Sorgiñe cuenta que los francos, al destruir el hogar familiar, crearon un trauma en Ezan y sus dos hijos. Ezan encaró lo sucedido, los hijos no; Enneco se cerró en una vida cómoda pero vacía, y habrá muerto feliz; Joanes se refugió en el odio y la venganza: «Llegaste a depender de tu odio de un modo que ni siquiera en la tierra del amor en la que yo vivo pudiste olvidarlo» (p. 241). La Sorgiñe dice que Joanes tiene ahora «la fortaleza que proporciona recuperar el control sobre tu propia vida» (p. 242). De hecho, ha atravesado el umbral de la vida: «Has estado muerto y has vuelto a la vida al son de mi llamada» (p. 242). Sabe demasiado, ya no le queda nada que aprender entre los hombres, y ha llegado el momento de que asuma su puesto y sea semilla de esperanza para su pueblo. El dolor queda atrás: puede volver a ser feliz, y su padre debe serlo también. Joanes abraza a Ezan, quien ve cómo Joanes y Nerea desaparecen entre las hayas, unidos en su destino. La voz de Freda le llama: «Comenzó a caminar hacia ella. La vida seguía siendo hermosa, después de todo» (p. 245)[5].


[1] Íñigo de Miguel Beriáin, De la vida y el mar, Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999.

[2] El espíritu del bosque está en su mente (cfr. p. 116). Esto nos recuerda algunas de las leyendas de Iturralde y Suit.

[3] Dice Miguel de Aritza a Arnoldo: «Si de veras crees que una raza que ha sobrevivido durante miles de años a todos los pueblos que han intentado doblegarla va a perder su libertad por la cobarde destrucción de una ciudad indefensa, debes ser idiota» (p. 166).

[4] Hasta el símil de las olas de la historia (p. 183) está también en Navarro Villoslada.

[5] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Los personajes de «De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin (y 2)

Nerea es un personaje importante en esta novela[1]. La curandera Nerea, que fue la preceptora de Ezan[2], lleva cuarenta años sola en el bosque, convertida en mito por su pueblo, que la cree la Sorgiñe —bruja, hechicera—. Vieja, enferma y cansada, el pueblo la respeta y hasta los orgullosos señores vascos hacen caso de sus palabras. La Sorgiñe pide a los vascos que olviden las viejas reyertas, porque deben mantenerse unidos para vencer a los francos. Esta es la descripción de la Sorgiñe que leemos en el capítulo XVI, cuando mantiene una entrevista con Joanes:

Examinó el rostro que se mostraba ante sus ojos. Cada uno de sus rasgos le resultó tan familiar como si cada noche que había pasado en la arboleda hubiera permanecido contemplándolo impasible. La larga y plateada melena que protegía sus bien formados senos guardaba aún en sus extremos el recuerdo del contacto con la frente de Joanes […]. Los finos labios no hubieran arrastrado la atención del hombre adepto a la lujuria, ni siquiera la del admirador de la proporción y la belleza y, sin embargo, no era posible mirarlos sin que brotara el deseo de tocarlos, porque albergaban la promesa del beso eterno, del beso que sacaba a su destinatario de la posada de los muertos, el beso que sirve de jumento a la esperanza en sus caprichosos paseos por el valle de la tristeza. Sobre ellos pendía la pronunciada nariz que delata el carácter de hierro envuelto en el manto de gamuza de una sonrisa tierna (p. 127).

Nerea huyó al bosque porque el pueblo la mitificó, la hizo casi una diosa; sabe curar, pero en realidad no tiene poderes sobrenaturales. Y su arte fue su peor condena, porque hicieron de ella una leyenda viviente. En sus ojos, en los que hay armonía, se ven el cambio y la tradición mezclados: «El reflejo de todo lo que en la vida hay de hermoso parecía morar en la mirada de la dulce hechicera» (p. 127).

Sorgin. Fuente: «La mitología vasca» (partekatu.com)
Sorgin. Fuente: «La mitología vasca» (partekatu.com).

Freda es la madre del narrador, una bella noble goda, rubia con ojos azules (véase su descripción en la p. 29). Ezan la salvó de un saqueo en el sur. Interesa destacar el duro alegato contra la guerra que dirige a su esposo, al que explica que las mujeres saben sentir la vida, los hombres destruirla:

He visto muchas veces a los hombres que me rodeaban dejarme para ir a la guerra y nunca, nunca me han dado un motivo que me convenciera. Vosotros, los hombres, necesitáis la pelea. Los jóvenes necesitan luchar para demostrarse que ya son hombres y los hombres la necesitan para demostrarse que aún no son viejos. El deseo de gloria os pertenece por completo a vosotros, los malditos hombres. Si sintierais la vida como la sentimos nosotras, si supierais lo que es sentir una vida dentro, sentir cómo de la nada surge y cómo se alimenta de nuestro propio cuerpo, si fuerais vosotros quienes arriesgarais vuestra propia vida en cada parto, entonces sabríais lo mucho que nos cuesta crear una vida comparado con lo poco que tardáis vosotros en destruirla. Las mujeres nos lo jugamos todo para que surja de nuevo una vida; los hombres os jugáis la vuestra únicamente para destruir lo que nosotras creamos (p. 188).

Freda es mujer celosa y desconfiada: «Era parte del carácter de mi madre mirar con desconfianza todo lo que pudiera alterar su vida» (p. 204). Lo que no impide que se establezca una corriente de natural simpatía, de sana confianza, entre ella y Nerea.

Amaia es la esposa de Enneco. Esta es su idealizada descripción:

Amaia siempre había sido una mujer muy codiciada. Su frágil apariencia instigaba inevitablemente el instinto protector que con gran presteza demuestran los hombres. Su desenfadada risa siempre había conseguido el resultado de animar la vida de todos cuantos le rodeaban sin que siquiera notaran lo imprescindible que se hacía su presencia. Las hermosas facciones de su rostro fulgurantes pasiones despertaban entre los más románticamente enamorados de un pueblo de poetas errantes. Sus largas trenzas rubias conformaban el aspecto aniñado, que antes que resultarle una carga mucho le había ayudado a provocar la ternura en las almas de las personas que la contemplaban, sirviendo a un tiempo de escudo y alabarda de una voluntad siempre presta para la lucha. Y en el centro de la luz que se filtraba sobre el claro, su sincera sonrisa semejaba ser el reflejo esquivo de la felicidad verdadera, tan esperada siempre, tan escurridiza a veces (pp. 57-58).

Arnoldo es el villano de la novela, visto como una verdadera alimaña. Es arcipreste en la Corte del emperador Carlos, su siervo en Iruña. Es Arnoldo el Bastardo, la persona más odiada en las tierras del norte, un artista del engaño y la traición, taimado, avieso y despiadado. Es godo en zona de francos, nunca se sabe si espía o parlamentario. Dice que quiere convertir a los vascos y unirlos a los francos, para formar un frente cristiano contra el sur musulmán. En realidad, para él los vascos son una estirpe de felones, una raza de ladinos (ellos avisaron a los moros, la no entrega de Zaragoza también fue una celada suya…) y únicamente desea exterminarlos, por eso pide a los francos que acaben con Iruña.

En fin, Juan Miguel es el obispo de Iruña, personaje menos importante, antecesor en el cargo de Pedro[3].


[1] Íñigo de Miguel Beriáin, De la vida y el mar, Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999.

[2] Nerea es casi su madre (p. 34). El padre de Ezan la acogió al morir la madre de Nerea, y ella sintió siempre amor al niño Ezan, es obra de sus manos, y lo quiere como hijo, como al hijo que no pudo tener. Del mismo modo, para Ezan su preceptora es una mujer irrepetible (p. 147).

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Los personajes de «De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin (1)

Los personajes más destacados de la novela[1] son los de Ezan y sus dos hijos, Enneco y Joanes. A su alrededor se mueven otros personajes secundarios. Veamos:

Ezan es un montañés mezcla de poeta y soldado, un hombre independiente y un gran pensador[2], según lo define su amigo Juan Miguel, que llegó a cursar estudios en Toledo. Ezan se siente joven, pese a ser viejo, y para él no hay imposibles: «nada que no se intente se puede lograr» (p. 40), opina. Sin embargo, es un hombre triste, sombrío, lleno de pesar: hay algo en su interior que le atenaza el corazón. De joven creía que la felicidad podía retenerse eternamente, pero la vida le ha descubierto que no es así. Tras el asesinato de su esposa, Ezan decide unir su soledad con la de Freda, aunque ese matrimonio está mal visto entre su gente y por su propio hijo Joanes.

Enneco es el mayor de los hijos de Ezan y se caracteriza por la prudencia. Es una promesa para su pueblo: el sucesor natural de su padre como guía de los vascos. Enneco se casa con Amaia, hija del señor del valle de Aritza, aunque su experiencia vital le impide amarla: más bien se ha desposado para dar un descendiente que pueda sucederle como caudillo de su pueblo. Morirá en la batalla de Roncesvalles, siendo la víctima propiciatoria de la catarsis liberadora para su padre y su hermano pequeño.

Batalla de Roncesvalles

Joanes es el hermano menor de Enneco y, sin duda, el personaje central y más interesante de esta historia. A diferencia de Enneco, Joanes —crucificado por los francos— sí vio los cadáveres de su madre y de su hermana. Desde entonces, el odio y el deseo de venganza cegaron su corazón, vaciaron su ser y lo imposibilitaron para el amor: «Su dolor era tan intenso que no deseaba mirarme a mí, ni a Enneco, ni a nadie que hubiera amado anteriormente sólo por el temor de que sentir amor hacia alguien menguara su odio» (p. 193), señala Ezan. Joanes se refugió solo en su hermano, porque necesitaba el olvido para tratar de borrar el pasado, explica Freda (p. 193). El joven se convirtió en un ser oscuro y taciturno, separado del mundo por un abismo de tristeza. Se entrena para la lucha, como una forma de canalizar su furia, y va al norte, con los francos, llegando a convertirse en el líder de los exploradores del emperador Carlos. Joanes es un volcán de sentimientos en erupción que tiene la fuerza de la locura. Como explica Nerea, «Sólo Joanes puede salvar a Joanes» (p. 207). Ahora que se acerca una gran batalla entre vascones y francos, el muchacho tiene la oportunidad de completar su venganza (consistente en matar a todos los que participaron en el ataque a su casa). Nerea teme que Joanes culmine esa venganza: desea que alcance la paz, pero no cree que el asesinato de todos los culpables se la pueda devolver: al contrario, solo servirá para acentuar su locura. Por eso desea llevarlo al bosque, único lugar donde podría volver a ser feliz: Nerea quiere aprovechar su locura (Joanes oye en el bosque las voces de su madre y de su hermana) para hacerle creer que es un elegido de Dios y que ya no puede vivir entre los hombres.

Joanes ha regresado a la tierra de sus padres, después de unos años de ausencia, precisamente para prevenir a su gente del grave peligro que se cierne sobre el país de los vascos. Endurecido por la vida, Joanes tiene un brillo de odio en los ojos, es una letal máquina de combate. En la entrevista con los ancianos se muestra violento, los insulta, los llama ofuscados y cobardes, así que Miguel, el más poderoso de los señores vascos, lo expulsa del Consejo. Joanes les avisa de lo que se les viene encima: en primavera verán cumplidas sus predicciones. El narrador comenta:

Creo que con ese último gesto Joanes sembró la semilla de lo que le sobrevendría en el futuro. Si en el momento en que montó su caballo para salir pesaroso de los dominios de Ezan hubiera sabido lo que iba a suceder, probablemente nunca lo hubiera hecho. Habría huido lejos de allí y nada de lo que sucedió después hubiera llegado a producirse. Pero todos los que conocieron a Joanes dicen que no podía evitarlo; la mala fortuna se posaba de continuo en la rama en la que anidaba Joanes del Lindux y a él nunca le tocaba pero acababa destrozando a los que le rodeaban. Por eso todos los que vivieron aquellos tiempos dicen que lo que ocurrió después estaba predestinado a suceder (p. 96).

Solitario y testarudo, Joanes sigue su búsqueda sin término. Inconsciente, en sueños, escucha una cálida voz de mujer que le pide que olvide las viejas heridas. Cuando despierta del sopor, una anciana mujer —Nerea, la Sorgiñe— le explica que su búsqueda ha concluido: él está enfermo, no del cuerpo, sino de la mente, y ella sola no puede curarlo: «Es demasiado tarde» (p. 149). Solo puede curarlo su padre, a quien Joanes no odia, en realidad, aunque siga aislado de él por una barrera de resentimiento. En cualquier caso, le advierte Nerea, está cerca el día en que deseará recuperar a su padre. Cuando consulta a la Sorgiñe, ella le responde: «¿Qué interés puede tener para ti saber tu futuro si ni siquiera has podido asimilar tu pasado?» (p. 158). La réplica de Joanes es: «Necesito saber si mi futuro me librará de mi pasado» (p. 158). Pero solo depende de él poder convivir con su pasado, y así le dice la anciana:

¿Cómo quieres que adivine lo que ni siquiera existe? No hay destino, Joanes, el futuro lo hacemos nosotros. Por eso somos libres. Si yo puedo anticipar algunas cosas que más tarde suceden es únicamente porque utilizo el menos común de los sentidos, no porque una suerte de revelación divina me lo aclare (p. 159).

Él puede elegir: durante años, ha convivido con el odio, y ese odio acabará con él. Busca justicia, dice el joven, y teme no poder acabar lo que un día empezó: su único objetivo, insiste, es castigar a los asesinos de las personas que más amaba. Pero Nerea le hace ver que quizá, al culminar su venganza, el vacío inunde su vida; y que tal vez su justicia arrastrará a la perdición a otros[3].


[1] Íñigo de Miguel Beriáin, De la vida y el mar, Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999.

[2] Para la caracterización de Ezan, remito a las pp. 52-53.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.