«El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra», de Manuel Fernández y González: valoración final

Las 1.300 páginas que alcanza El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra de Manuel Fernández y González[1] —el rey de la novela por entregas y folletinesca en la España de la segunda mitad del XIX— están llenas de aventuras y de amoríos, y no faltan en el relato los excesos y las excentricidades narrativas, como he tratado de mostrar con el repaso, a grandes pinceladas, de su estructura y contenido. Con tales mimbres se va fabricando este Cervantes personaje de ficción, que tiene sus puntas y ribetes de héroe romántico perseguido por la fatalidad, aunque a veces los sucesos evocados se alejen demasiado del núcleo narrativo principal. Sabemos que el autor hace gala de una fantasía desmesurada y que tiene una verbosidad torrencial, y ocurre, en efecto, en ocasiones que quien debería ser el protagonista central queda algo desdibujado, relegado a un segundo plano de importancia, o incluso desaparece por completo del foco narrativo: así sucede cuando sus aventuras quedan sepultadas por las de una multitud de personajes secundarios, cuyas historias —como pasa con las cerezas— van saliendo enredadas unas con otras. La desaforada fantasía de Fernández y González nos brinda el retrato de un Cervantes genial, dueño de un alma fácilmente impresionable, capaz de enamorarse de dos, de tres y aun de cuatro mujeres a la vez. Y no, no es que el escritor sea un partidario avant la lettre del poliamor, sino que su desbordada imaginación de artista genial se deja atrapar fácilmente por la belleza en general, y en particular por la belleza de cuantas mujeres hermosas se cruzan en su vida, que no son pocas: doña Magdalena, donna Beatriz, Abigail, la duquesa de Puente de Alba, Paulina, doña Inés Rojas de Arias, Noemí, Darahimaráh… y hasta Aldonza Lorenzo, su particular Dulcinea de senectud. Alma de poeta embriagada por el amor, de todas se enamora Cervantes… y todas se enamoran de Cervantes.

Útiles de escritura

Con las características señaladas, obvio es decir que no se puede pedir al relato mayor profundidad psicológica, ni una descripción detallada de las motivaciones de los personajes, ni una coherencia lógica en sus pensamientos y acciones, ni nada por el estilo. Sería tanto como pedir cotufas en el golfo. Todo está puesto aquí a mayor gloria de la acción, a la que se sacrifica todo lo demás, siendo la novela un continuo sucederse de lances y peripecias encaminado a mantener de manera sostenida el interés del lector. Se entenderá igualmente que en todos estos episodios de intriga, aunque se parta de ciertos datos de la biografía cervantina —los conocidos a la altura de los años 70 del siglo XIX—, caben las licencias literarias y los anacronismos, sean estos voluntarios o resultado del descuido o desconocimiento del autor. Tampoco tiene mucho sentido hablar de la calidad literaria de esta producción, que hay que entender y valorar en el contexto de la novela por entregas, con sus características y sus limitaciones. En fin, la imaginación sin límites de Fernández y González fluye torrencialmente a lo largo de estos trece cientos de páginas —ni una más, ni una menos—, en la que constituye —y creo no equivocarme al afirmarlo así— la más desmesurada y excéntrica de cuantas recreaciones cervantinas se han escrito hasta la fecha. Y el escritor sevillano puso tan alto el listón, a estos efectos, en su descomunal novela-río, que sin duda resultará muy difícil de superar en el futuro[2].


[1] La ficha de la novela es: Manuel Fernández y González, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra. Novela histórica por don… Ilustrada con magníficas láminas del renombrado artista don Eusebio Planas, Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878], 2 vols.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: final

«Amaya da asiera» es frase que en la novela de Navarro Villoslada tiene varios valores simbólicos[1]. Para el escritor de Viana, el fin es el principio, pero ¿el fin y el principio de qué?: en aquel lejano siglo VIII, el fin de la religión pagana es el principio de un tiempo nuevo presidido por el cristianismo; el fin del tiempo en que los vascos vivían divididos en tribus mandadas por caudillos locales es el principio de la monarquía unitaria, es el momento de que los vascos se unan en torno a un rey; por último, el fin de los tiempos de guerra entre vascos y godos, después de tres siglos de encarnizadas luchas, es el principio de un nuevo tiempo de paz y de unión bajo la enseña de la Cruz. Estas circunstancias que se refieren al siglo VIII podríamos extrapolarlas fácilmente a la realidad histórica del siglo XIX, al momento en que vive y escribe el autor: y no resultaría demasiado complicado establecer una ecuación en la que los vascos del siglo VIII serían los carlistas del XIX y los godos imperiales serían los liberales centralistas y unificadores[2].

El periodo de 1868-1876, con la Revolución de septiembre, la experiencia fallida de la I República y la segunda guerra carlista, que acababa con la derrota de la Causa, dejaba a las cuatro provincias, Navarra y las hermanas Vascongadas, en una situación precaria, culminada con la ley de abolición de los Fueros vascos de 1876. Era, sin duda, un tiempo de derrota, el fin de una época que había que dejar atrás (como en el siglo VIII). Pero «amaya da asiera»: ese fin, ese reciente pasado de crisis, debía quedar atrás para dejar paso a un tiempo nuevo, una nueva etapa de defensa de la amenazada identidad vasco-navarra, de renacimiento literario y cultural, y —en un sentido más amplio— de regeneración en todos los órdenes de la vida.

Laurak bat

Navarro Villoslada iba a legar a la posteridad unos mitos, unas leyendas, un imaginario compartido con los euskaros y con otros escritores fueristas: la antigüedad y pureza de la primitiva raza éuskara, nunca mezclada con otras sangres, nunca domada por el extranjero invasor; los orígenes igualmente puros e incontaminados del idioma, musical y espiritual, un idioma en el que no se podía blasfemar; el monoteísmo de la antigua religión natural, como precursor del cristianismo; el carácter democrático de las primitivas leyes e instituciones vascas; y, en fin, la idea providencialista de un pueblo vasco colocado por Dios en este rincón de los Pirineos como salvaguarda de esas antiguas esencias y costumbres. En ese contexto de la defensa de la identidad cultural, el idioma es un aspecto muy importante, pero que hay que englobar en un terreno más amplio, pues va estrechamente ligado al folclore, las costumbres, la historia —o, en su defecto, las tradiciones y leyendas—, la religión, las creencias

Todos estos tópicos o mitos son compartidos por varios escritores e intelectuales del momento. ¿Cuál es, pues, en ese panorama la originalidad o la peculiaridad de Navarro Villoslada? Por un lado, hay que destacar que pone siempre el acento en la religión, en la fe, en el espíritu católico, de acuerdo con su ideario tradicionalista. En él todo aparece enfocado bajo el prisma del catolicismo: el idioma, los cantares, las costumbres, las leyendas y tradiciones, el carácter o, en suma, lo que podría haber llamado «el genio nacional vasco».

A ello hay que unir la defensa apasionada del vascuence, que también sería —junto con la fe— una de las joyas más preciadas del tesoro del mítico patriarca vasco venido de allende los Pirineos. Quizá el verdadero tesoro de Aitor fuera ese, la primitiva y veneranda lengua vascongada, que hay que proteger y defender a ultranza. Un tesoro mucho más inmaterial e intangible que el oro y las piedras preciosas que tanto anhela el judío Pacomio, pero un tesoro, sin duda, mucho más valioso. Recuérdense las palabras de Arturo Campión, según las cuales con cada palabra vasca que se perdía, se perdía un trozo del alma nacional.

Por último, creo que Navarro Villoslada nos transmite la enseñanza —no de forma explícita, pero sí como mensaje implícito en esa conciencia lingüística del narrador de Amaya que antes mencionaba— de una actitud conciliadora: la convicción de que los idiomas han de ser puentes que unan a los distintos pueblos, culturas e ideologías, y no barreras que los separen. En mi opinión, esa reflexión que el escritor navarro formulara hace casi ciento veinticinco años sigue siendo igualmente válida para nuestros días[3].


[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.

[2] En la novela se dice que ya no debe haber vascos y godos en Vasconia, sino cristianos; en los tiempos del autor, la frase podría actualizarse diciendo algo así como: ya no debe haber carlistas y liberales en Navarra, sino solo navarros.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

Un detalle narrativo-estilístico de «El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra», de Manuel Fernández y González: la técnica del «abuso del punto y aparte»

Se trata de un rasgo presente a lo largo de toda la narración[1] y que responde a la técnica de escritura de las novelas por entregas, práctica de la que se hace eco Hernández Girbal[2].

Punto y aparte

Son muy numerosos los pasajes de la novela en los que el autor emplea este recurso para rellenar con más facilidad la página, pero citaré tan solo este ejemplo del final del capítulo IV del libro cuarto:

Todos mostraban el valor de la resignación, aunque verdaderamente no le tenían.

Eran bravos y valientes soldados españoles.

Aun hubo alguno que tuvo valor para chancearse.

Entre ellos, Cervantes.

Los que hacían esto, era para evitar a sus compañeros.

Fue avanzando la noche.

Las conversaciones se fueron disminuyendo.

Al fin, la fatiga pudo en los más de ellos más que el dolor, que el hambre, que las heridas, y se durmieron.

Abigail reclinó su cabeza sobre el hombro de Cervantes.

Le abrazó.

Se estrecharon.

Le retuvo en sus brazos.

Luego le besó silenciosamente en la boca.

Aquel fue un beso de dolor, de agonía.

Luego lloró largamente.

Era la primera vez que Cervantes sentía llorar a Abigail (p. 689).

En fin, podríamos decir —parafraseando un refrán conocido— que el autor tenía muy clara la consigna a la hora de escribir o dictar sus textos: A más líneas, más ganancia[3].


[1] La ficha de la novela es: Manuel Fernández y González, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra. Novela histórica por don… Ilustrada con magníficas láminas del renombrado artista don Eusebio Planas, Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878], 2 vols.

[2] Ver Florentino Hernández Girbal, Una vida pintoresca: Manuel Fernández y González. Biografía novelesca, Madrid, Biblioteca Atlántico, 1931, pp. 199-200.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: la voz, patrimonio del linaje de Aitor en «Amaya»

Hay otra cuestión interesante en Amaya[1], y es que el idioma y las modulaciones, las inflexiones o el timbre de la voz constituyen un elemento importante que caracteriza a todas las mujeres descendientes del gran patriarca vasco Aitor: Lorea, Amaya y Amagoya. De hecho, al final de la novela Amagoya reconoce que su sobrina Amaya es verdaderamente la persona a quien corresponde conservar la tradición y los tesoros de Aitor precisamente por la voz, cuando la oye cantar unas estrofas del «Canto de Aníbal»:

Amagoya la escuchó con asombro, con embeleso, como quien percibe real y verdaderamente los ecos con que ha soñado.

—¡Amaya! —exclamó—. ¡Tú eres hija de Aitor! Eso no se aprende: eso se transmite, se hereda… ¡Amaya! ¡Tu madre cantaba así! ¡Tus antepasados cantaban así! ¡Yo canto así! ¡Amaya! ¡Tú no eres extraña en la familia de Aitor! ¡Su casa es tu casa!

—Y en ésta se han conservado fielmente —respondió la princesa— las tradiciones y cantares de la patria de mi madre (p. 640).

Aníbal cruzando los Alpes (fresco de Jacopo Ripanda, 1510)
Aníbal cruzando los Alpes (fresco de Jacopo Ripanda, 1510).

En definitiva, esa voz especial es patrimonio exclusivo del linaje de Aitor, y se aprecia particularmente al recitar o cantar los textos transmitidos de generación en generación por vía oral. La voz es un rasgo esencial en ellos, marca de pertenencia a la ilustre familia del viejo patriarca. La recitación es un aspecto muy relacionado con el anterior. Ya hemos visto que a lo largo de la novela son varios los versos, coplas o canciones que se intercalan en la narración. En primer lugar, Amaya recita delante de su padre y de su tío Favila el «Canto de Aníbal». El narrador es consciente de que no puede reflejar en el papel toda la belleza y el tono especial con que canta nuestra heroína:

Después de algunos compases de música lánguida, comenzó la canción, de cuya inimitable sencillez y energía no pueden ser trasunto los siguientes versos:

Pájaro de dulce canto,
¿quién te retiene cautivo? (pp. 39-40).

En una nota en la p. 223, el autor siente la necesidad de justificarse por no poder reflejar de un modo más acertado la belleza del canto vascongado (en este caso, el himno de Lecobide) entonado por Amagoya:

Esta canción es intraducible e inimitable tanto en verso como en prosa; los idiomas modernos quedan vencidos por la sencillez, concisión y energía del original. En la necesidad de recurrir a las perífrasis, he dado preferencia al verso, pues que de poemas se trata. Hay críticos que niegan la autenticidad, es decir, la remotísima antigüedad de este canto. Para negar un prodigio de la tradición, hay que reconocer otro mayor: el de semejante falsificación. El primero, me lo explico; el segundo, no. De todos modos, dejo la cuestión intacta para los eruditos. Resuélvase como se quiera, creo que no podrá argüirse de la falta de verosimilitud al novelista por haber puesto tan singular canción en boca de Amagoya.

Amagoya, la sacerdotisa pagana, es la anciana depositaria de toda la tradición vascongada, tradición que se ha conservado por transmisión oral. Muy interesante resulta la siguiente indicación del narrador[2]:

Lo que vamos a escuchar no era canción, propiamente hablando, sino recitado en prosa semipoética, interrumpido de cuando en cuando por los acordes del arpa. Tenía por argumento la primitiva historia del pueblo éuscaro y su religión, contaminada ya de leyendas mitológicas. Semejantes noches estaban consagradas a la tradición, que la hija de Aitor quería conservar en toda su pureza. Pero en vano: las manos del hombre manchan cuanto tocan. Por eso, la religión divina, a divinas instituciones tiene que estar encomendada.

La noble anciana, haciendo resonar el instrumento con notas graves y llanas, comenzó su relato, dando a su voz cierta modulación que hacía verosímil las fábulas de Orfeo y Anfión, ponderados músicos de Grecia (pp. 215-216).

Poco después, Amagoya entona otro canto, el de Lecobide, y de nuevo encontramos indicaciones del narrador al respecto: «Cantaba transportada, con un entusiasmo y, por consiguiente, con una fuerza, con una inspiración cual nunca igual había sentido» (p. 222). Y volvemos a encontrar cantando a Amagoya en la p. 325. Ha escuchado «uno de esos cantos éuscaros de tiempo inmemorial» entonado por unas «voces unánimes, acordes, espontáneas», y como ella siente la pasión o debilidad por el canto, se olvida de todo:

Más aún: oía cantar y cantó. Cantó con el mismo abandono y gallardía que en la cima de las rocas de Aitormendi; cantó mejor, porque ni la soledad la espantaba con su mudez, ni la indiferencia de los oyentes la arrecía; cantó en coro con ecos que respondían entusiastas a su acento […]. La mayor parte del auditorio no había oído jamás aquella voz privilegiada, patrimonio exclusivo y signo característico de la familia de Aitor, ni estaba hecho a tan magníficas improvisaciones.

También quiero referirme a otro aspecto que es fiel reflejo de oralidad; se trata del diálogo en verso improvisado por Amagoya y otros personajes (es decir, una especie de certamen de bertsolarismo). Dejaremos la palabra al propio narrador, pues sus explicaciones son claras y explícitas:

Amagoya, como hemos visto, se había dirigido allá cantando, loca de entusiasmo, la derrota de los godos, el triunfo de la escualerría, las glorias de Asier. Cantando también le contestaba el pueblo; y entre la hija de Aitor y la gente del valle se entabló un diálogo de cantares, a que tanto se prestan el genio del idioma y la natural predisposición musical de los montañeses, que con admirable facilidad hablan, discuten y hasta disputan en verso, sin regla, sin arte y sin conciencia siquiera de su habilidad.

Esta costumbre de improvisar públicamente letra y música se conserva en nuestros días cual precioso resto de las antiguas contiendas de bardos, en que los actores, situados en opuestos bandos, se preguntan y se responden, sostienen tesis o causas distintas, alardeando de ingenio, compitiendo en voz y primores de talento ante un pueblo inteligente, apreciador de las travesuras y galas de la musa éuscara.

En esta forma singular de narraciones heroicas, que recuerda los primitivos tiempos de la tragedia griega y los improvisadores itálicos, Amagoya enteró a su auditorio de la nueva faz que habían tomado las cosas públicas; y el pueblo, como los coros del teatro antiguo, hacía reflexiones, expresaba su júbilo, dudaba y preguntaba: todo en cantos, en exaltaciones del estro, en torrentes de armonía (pp. 423-424).

El vascuence es el vehículo oral transmisor de toda la tradición y cultura vascongadas, como dice Amagoya a Asier: «Esa sabiduría que tú dices no es mía; es de nuestros antepasados, y yo no he hecho más que conservar el depósito con la debida pureza. Los conocimientos de nuestros padres eran sencillos, pero claros, y en el idioma éuscaro brillan aún como rastros de luz» (p. 404). Como indica la misma Amagoya en otro lugar, gracias a su idioma y sus cantares heredados puede hablar «la antigüedad por boca de la tradición» (p. 212). Lo vemos también en este diálogo entre Amaya y Amagoya:

—Estoy admirada de vuestra sabiduría.

—No tiene por qué extrañarte; en la casa de Aitor se conserva, como archivada, la ciencia y doctrina de nuestros mayores.

—¿Por ventura se conserva en algún escrito?

—Nada; todo se fía a la tradición y a las canciones.

—Nuestros padres, sin embargo —dijo Amaya—, conocían la escritura.

—Sí, el alfabeto que trajo Aitor de la Iberia oriental, alfabeto propio y peculiar de los primitivos éuscaros; pero nosotros, malos cultivadores de las letras, lo hemos abandonado por el de los romanos (p. 638).

Ese es el momento en que Amaya saca la inscripción de los tiempos primitivos, en alfabeto ibérico, «la escritura de Aitor». Amagoya puede descifrarla porque conserva su conocimiento: «En la casa de Aitor no se pierde nada» (p. 638). Este descubrimiento final del pergamino con la escritura auténtica del patriarca Aitor es importante. Resulta entonces que a todo ese patrimonio de cultura oral vasca, de tradición transmitida de padres a hijos durante varias generaciones, se une ahora el refuerzo de su testimonio escrito en la primitiva lengua ibérica. En suma, al final Aitor no lo había fiado todo a la tradición, sino que dejaba algo consignado por escrito, con la correspondiente sorpresa para todos los vascos, que son portadores de una cultura eminentemente oral. El siguiente diálogo nos revela cómo los principales caudillos vascos no saben leer; Pacomio les muestra una carta escrita en dos idiomas, latín y hebreo, en dos caracteres distintos, y van comentando:

—Lo mismo me da por unos que por otros.

—Vos, ilustre Iturrioz…

—Lo mismo digo.

—Señor de la Berrueza…

—Lo propio.

—No te canses, hermano Pacomio —le dijo Miguel—; esto sólo lo puede entender un hombre tan leído como García (p. 271).

Es más, Echeverría, el honrado labrador de las Dos Hermanas, muestra su desprecio por todo lo escrito:

—¡Valiente caso hará Munio de tiras de pergamino! El mismísimo que haría yo dentro de su pellejo. García, siempre has tenido para mí el defecto de confiar demasiado en vitelas, letras y sellos. Buena mano de laya para el campo, buenos dardos y guecias para la guerra, y tendrás buena cosecha de trigos y de laureles (pp. 496-497)[3].


[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.

[2] Se trata de la historia de Aitor, recogida en las pp. 216-218.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

Excesos, desmesuras y extravagancias en «El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra», de Manuel Fernández y González (libro séptimo)

El libro séptimo[1], «La hija de Cervantes», nos sitúa en Valladolid a la altura de 1605. Nuestro protagonista vive amargado y sin esperanza, resignado a seguir con sus frecuentes comisiones de cobro de tercias y alcabalas. Doña Magdalena reside con su familia, como una hermana más. Grande de genio, pero olvidado por casi todos (únicamente el conde de Lemos y el cardenal de Toledo le socorren en sus necesidades, y eso solo de cuando en cuando), cada vez más enfermo de hidropesía, Cervantes tendrá el consuelo del éxito de la primera parte del Quijote, aunque también conocerá la envidia, los dardos de sus enemigos literarios, con Lope a la cabeza (ver las pp. 1191-1192) y el dolor de la aparición de la continuación apócrifa de Avellaneda (que en la novela se identifica con fray Luis Aliaga).

Sea como sea —y dejando de lado otras intrigas secundarias de personajes como María de Ceballos o Clara la tendera—, lo esencial en esta última parte de la novela es el cortejo que sufre su hija Isabel, ya de veinte años, por parte de dos galanes calaveras, don Hernando de Toledo y don Gaspar de Ezpeleta. Rivales en sus pretensiones amorosas, don Hernando dejará malherido de muerte a Ezpeleta a las puertas de la casa de Cervantes: el suceso se convierte en la comidilla de la ciudad, y el escritor y su familia pasarán una temporada en la cárcel de Valladolid. Nuestro héroe, que está cada vez más enfermo, cae en un estado febril y piensa que Dios lo castiga, en su honra y en su hija, por haber sido pecador. «El destino de Cervantes era luchar a brazo partido con la adversidad», sentencia el narrador (p. 1241). De ahí que sus últimas obras, pese a que el autor mantenga siempre su genio y su espíritu joven, destilen un poso de tristeza y melancolía. Todavía hay espacio para que, en el tramo final de la narración, aparezca un nuevo personaje, el joven escritor don Francisco de Quevedo, quien protege a doña Magdalena e Isabel del intento de rapto ordenado por el malvado don Hernando, ganándose con ello la confianza de Cervantes y haciéndose gran amigo de su familia[2]. Doña Magdalena y Miguel siguen manteniendo un casto amor espiritual, son ya como hermanos. Al final, ella e Isabel terminarán profesando como religiosas.

Cervantes enfermo

Restan tan solo para acabar la novela unas páginas a modo de «Conclusión» —divididas en 14 capitulillos de corta extensión—, donde se evocan brevemente los últimos tiempos de un Cervantes que, viejo, pobre, cansado y sin esperanza, logra publicar la segunda parte del Quijote y trabaja en medio de su enfermedad para intentar terminar, corriendo contra el tiempo, su Persiles. Por último, quien fuera el «regocijo de las musas» —se evoca el encuentro con un estudiante en su último viaje de Esquivias a Madrid, tal como se cuenta en el prólogo de su novela póstuma— recibe la extremaunción el 18 abril de 1616, firma al día siguiente —«Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte»— la famosa dedicatoria a Lemos y muere, en fin, el sábado 23 de abril. «Aquel mismo día, y hay que notar esta circunstancia, murió el famoso poeta Guillermo Shakespeare» (p. 1299)[3].


[1] La ficha de la novela es: Manuel Fernández y González, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra. Novela histórica por don… Ilustrada con magníficas láminas del renombrado artista don Eusebio Planas, Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878], 2 vols.

[2] «La vida sin aventuras cansa», dice Quevedo (p. 1262). Y a las aventuras del satírico madrileño dedicará también Fernández y González varias de sus novelas, ofreciendo de él un retrato semejante al de Cervantes (valiente, noble, espadachín y pendenciero, etc.). Ver Carlos Mata Induráin, «Cervantes a lo folletinesco: El manco de Lepanto (1874), de Manuel Fernández y González», en Carlos Mata Induráin (ed.), Recreaciones quijotescas y cervantinas en la narrativa, Pamplona, Eunsa, 2013, p. 175.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173. Hoy sabemos que Cervantes murió el 22, no el 23 de abril; y que la coincidencia de día de fallecimiento con Shakespeare tampoco fue tal, pues se usaban distintos calendarios en España y en Inglaterra.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: «Amaya da asiera», lema simbólico en «Amaya»

Examinemos ahora esa expresión en vascuence, «Amaya da asiera», ‘el fin es el principio’, cuya importancia simbólica queda ya sugerida desde la «Introducción» de la novela[1]. En las primeras líneas se refiere el autor a «Los aborígenes del Pirineo occidental donde anidan todavía con su primitivo idioma y costumbres, como el ruiseñor en el soto con sus trinos y amor a la soledad» (p. 9); equipara de seguido «la pureza de su sangre y [de] su idioma» (p. 9). Explica luego que vamos a asistir a un duelo entre dos pueblos, el Imperio godo y la escualerri o tierra vascongada, y acaba con estas palabras:

¡Gloria a Dios, y lancémonos a las tinieblas de lo pasado por entre selvas seculares y monumentos megalíticos, sin más guías que frases de la historia, fragmentos de cantares, leyendas y tradiciones, a sorprender a dos grandes pueblos en el supremo momento de su implacable lucha, para ver cómo acaban unas edades y cómo empiezan otras, y cómo viene a ser principio lo que parece fin; ¡que fin es lo que en vascuence significa Amaya, y en lenguaje cristiano se llama Providencia! (p. 12).

Cómic de Amaya o los vascos en el siglo VIII

En efecto, las profecías de Aitor, el primitivo patriarca vasco, señalan que el fin y el principio serán uno: «Amaya da asiera»; es decir —interpretan los personajes—, quien se case con Amaya será el rey de los vascos; de ahí la importancia que adquieren esos dos nombres, Amaya y Asier. En el subgénero narrativo a que pertenece esta novela, el histórico, uno de los recursos habituales de intriga para mantener el interés del lector es la ocultación de la personalidad de alguno de los personajes. En nuestro caso, uno de ellos es conocido hasta por tres nombres distintos: Eudón, Aser y Asier. Ahora nos interesan los dos últimos. Cuando se presenta ante Amagoya, fiel guardadora de las tradiciones vascas, dice su verdadero nombre, que es el de Aser; pero ella no oye este nombre judío, sino que en sus oídos suena el de Asier, nombre que en vascuence significa ‘principio’ y que lo relacionaría con las proféticas palabras de Aitor, «Amaya da asiera». Veamos cómo lo explica el propio personaje, que está contando a su padre Pacomio la buena acogida que tuvo al llegar al caserío de Amagoya:

—«¿Cómo te llamas?», me preguntó ésta. «Aser», le contesté sencillamente; y ella se inmutó, me miró de hito en hito como embebecida en hondas imaginaciones, como arrobada de los sentidos, y tan extraña escena terminó con un abrazo, durante el cual me daba el nombre de Asier. No la contradije, pues tan bien me iba con la añadidura de una letra a las de mi nombre. Había comprendido Amagoya que yo le respondí Asier, palabra vascongada que significa Principio, y vos me explicasteis la importancia que tenía (p. 417).

Al final de ese capítulo, el VIII del Libro Primero de la Segunda Parte, se oye cantar a Amagoya: «Aitor y Amagoya fueron / principio de nuestra raza; / nuestro reino independiente / principia en Asier y Amaya» (p. 419[2]). Así pues, para el ambicioso Eudón no será lo mismo ser un simple judío, personaje despreciable, situado en el último puesto del escalafón social de la época, que el profetizado y esperado Asier, vasco destinado a casarse con Amaya, para que el fin y el principio, el principio y el fin, se unan y juntos reinen sobre los vascos.

Esa expresión también se halla en el brazalete que lleva Amaya. Pero la joya, entregada por Lorea a Ranimiro para su hija, no solo posee la inscripción «Amaya da asiera», sino otra oculta, «Aitores Arcanum», junto a un resorte secreto: el brazalete contiene en su interior una vitela con los datos que indican dónde se encuentran las preciadas riquezas de Aitor; por eso su posesión es tan importante. El brazalete va pasando por distintas manos, pero Petronila se ha encargado de sacar la vitela; solo al final, cuando vuelve a poder de su legítima poseedora, Amaya, la supuesta loca de Echeverría coloca en su interior la preciosa información.

El tesoro se usará para asegurar la pacífica unión de godos y vascos, en forma de indemnizaciones a los propietarios que hayan perdido sus tierras y sus bienes durante la guerra; ni una sola de las joyas lucirá en los brazos de Amaya, su legítima propietaria. Pero hay algo más importante: dentro del arca que contenía el tesoro, se ha encontrado una lámina de cobre escrita por Aitor en el primitivo alfabeto ibérico, escritura que solo la sabia Amagoya es capaz de descifrar; el mensaje del primitivo patriarca indica que debe ser venerada la primera persona de su tribu que abrace la nueva ley (de esta forma, la memoria de Lorea, la madre de Amaya, que fue la primera de su linaje en convertirse al cristianismo, queda restaurada entre los vascos). Este es, por tanto, uno de los mensajes del autor: el verdadero tesoro que dejó Aitor a los vascos es la nueva religión, la Cruz[3].


[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.

[2] Y antes, en la p. 324: «¡Vive, vive Asier! Conmigo / celebrará el plenilunio; / y Amaya será de Asier: / principio y fin serán uno».

[3] Julia Barella Vigal, en un artículo titulado precisamente «Amaia da hasiera», Kultura. Cuadernos de Cultura (Vitoria), 8, 1985, p. 122c, destaca: «El tesoro de Aitor ha resultado ser la unión de un pueblo bajo el signo de la cruz y la tradición, como dice Villoslada». Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

Excesos, desmesuras y extravagancias en «El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra», de Manuel Fernández y González (libro sexto)

En el libro sexto[1], «El alcalde de Argamasilla», encontramos una concentración mayor de datos relativos al escritor, si bien el narrador decide resumir el relato de sus hechos biográficos. Dice así:

Vamos a epilogar una parte de la vida de Cervantes.

Nuestros lectores nos dispensarán.

Si hubiéramos de seguir punto por punto los sucesos y las aventuras de la vida de nuestro héroe, necesitaríamos dar a su historia unas dimensiones descomunales (p. 1053).

¡Pues menos mal!, añadiremos nosotros, porque esto lo indica el narrador cuando ya ha superado el millar de páginas escritas… Llega ahora la noticia de que Abigail ha muerto en Constantinopla. Doña Magdalena, que siente un amor purificado, espiritual por Cervantes, lo ama como a un hermano. Y este sigue con sus gestiones como pretendiente en Madrid, que a la postre resultan siempre infructuosas. Al final, desatendido en sus pretensiones y calumniado por sus enemigos, tendrá que conformarse con un discreto cargo de proveedor de las galeras reales: será alcabalero y terminará preso en la cárcel de Sevilla por problemas con sus cuentas de los dineros públicos. Se prepara también la que será la materia del último libro de la novela, recordándose que dieciséis años atrás Cervantes tuvo amores en Madrid con una gran señora —la duquesa de Puente de Alba—, fruto de los cuales nació una hija natural, que —con el beneplácito de doña Magdalena— será reconocida por su padre y entrará a formar parte de la familia con el nombre de Isabel de Cervantes y Salazar, instalándose todos en Valladolid, a donde se ha trasladado la corte.

Aldonza Lorenzo

Hasta aquí, más o menos, son datos conocidos de la biografía cervantina. Pero Fernández y González no se para en barras y está dispuesto a llevar la historia de Cervantes un paso más allá todavía: en una de sus comisiones por la Mancha, conoce nada más y nada menos que a doña Aldonza Lorenzo (sic) y se enamora de ella: «Y era el caso que a Cervantes le gustaban las mujeres obesas y hermosotas, y que se perecía por ellas» (p. 1098). Este amor tardío hace rejuvenecer al escritor —él tiene 51 años y su Dulcinea 25, se indica—. Lo que viene a contrariar sus nuevos planes sentimentales es que un tal Alonso Quijano, el alcalde de Argamasilla, también ama a Aldonza y se convierte en su rival. Finalmente Quijano apresa al alcabalero y lo conduce a la cárcel de su localidad (ver la p. 1116; Fernández y González se hace eco aquí de la tradición del encarcelamiento del escritor en la cueva de la Casa de Medrano). En fin, este triángulo amoroso Cervantes-Aldonza-Alonso Quijano que fabula la calenturienta imaginación del novelista sevillano se cierra con la indicación de que Dulcinea moriría, tiempo después, de una vulgar congestión, si bien alcanzó a ver publicado el libro que novelaba sus aventuras amorosas[2].


[1] La ficha de la novela es: Manuel Fernández y González, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra. Novela histórica por don… Ilustrada con magníficas láminas del renombrado artista don Eusebio Planas, Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878], 2 vols.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: nombres, expresiones, cantares y leyendas vascas en «Amaya»

En la novela[1], aparte de los nombres de Amaya y Asier, ‘fin’ y ‘principio’, que tanta importancia simbólica poseen, se incluyen otras palabras vascas, que van destacadas en cursiva (a veces con su significado entre paréntesis o en nota al pie): escualerri o escualerría, escuara, escualdunac (el autor usa siempre estas formas escua-, no eusca-, propias del bajo navarro y del labortano), lauburu, zorcico, Jaungoicoa[2], jaun, andra, amá, echecojaun, ezpata, guecia, ilarguia, leheren, Basajaun, deyadara o deihadara, erecia, irrinzina o irrintza, agur, sagardua, chori, jaiarin, ezcua, on, ezcuonda, eztia, ezteia[3], baatzarre, gau-illa; hay también algunas expresiones más extensas: «junac, jun» ‘al que se muere, lo entierran’; «aurrerá, mutillac» ‘adelante, muchachos’; «Jaungoicoa eta escualdunac» ‘Dios y los vascos’; «Leloan, Lelo, Leloán dot gogo» ‘Dale que le das con Lelo, nunca lo puedo olvidar’; el grito «Iaó, iaó, iaó»; o la expresión «Amaya da asiera»[4], que es la inscripción grabada en el brazalete de Amaya, de gran importancia, a la que me referiré en otra entrada[5].

Palabras vascas son también los nombres de algunos personajes: Mendoza ‘monte frío’, Iturrioz ‘fuente fría’, Echeverría ‘casa nueva’, Amagoya ‘madre de lo alto’[6]; y algunos topónimos: Iruña («Buena población, en vascuence», p. 195, nota), Urbasa ‘agua brava’, Andía ‘la grande’ («Andia significa La Grande; Urbasa, agua brava montaraz», p. 204, nota), Jaureguía ‘el Palacio’, Gazleluzar ‘castillo viejo’, Aitormendi ‘monte de Aitor’, Aitorechea ‘casa de Aitor’, Auñemendi (nombre del Pirineo: «El Pirineo: monte de los corderos», p. 406, nota), Goñi (interpretado como Go-iñi, ‘en alto yo’); algunas de las notas de la novela explican algunas etimologías de palabras vascas:

Jaun, señor; andra o andría, señora. Tan honoríficos son antepuestos al nombre propio, que Andra María se llama por antonomasia a la Madre de Dios (p. 62, nota).

Pero más importantes son los cantares y las leyendas que se intercalan entre sus páginas. En cuanto a los primeros, se incluyen versiones de varios y se dan algunas noticias de ellos: el canto de Aníbal (pp. 38-41), el canto de Altabiscar o Altobiscar (pp. 141-143[7]), el himno de Lecobide y Uchín Tamayo (pp. 222-223) y la cancioncilla de Zara y Lelo (pp. 580 y 585-586); también hay una alusión al himno sobre el combate de Lara (p. 106)[8]. El autor los califica de «cantos éuscaros de tiempo inmemorial» (p. 325); del himno de Lecobide, en concreto, dice que es «el suspiro más lejano, más antiguo que nos ha dejado la musa éuscara, como un eco de la primitiva independencia, eco de vida que va repitiendo la santa libertad de todos los siglos» (p. 222[9]).

Serpiente de fuego

Además introduce Navarro Villoslada la leyenda de Aitor (pp. 216-218); la de Luzaide y Maitagarri (pp. 204, 207, 217 y 430); la fábula de Leheren, una serpiente de fuego (p. 218, con esta nota etimológica: «Leheren, de Lehen, primero, y Eren, último. Esta fábula, confusa reminiscencia de la serpiente infernal, lleva en sí la creencia de que el fuego será el destructor de lo criado») y la del Basajaun o señor del bosque (cfr. el cap. II, III, IV, «En que se dice quién era el Basajaun y qué significa su nombre», especialmente la p. 571: «Su nombre puede traducirse por Señor de la selva, o Señor salvaje»); y, por supuesto, la leyenda de Teodosio de Goñi, parricida involuntario y luego penitente en el monte Aralar. A propósito del canto de Petronila, se alude a otros cantos vascos: «La canción que en perdurable tono de salmodia recitaba era uno de esos romances o cuentos de muchachas emparedadas, tan comunes en la literatura popular vascongada» (p. 127); también cuando se habla de la gau-illa se hace una referencia general a otros cantos fúnebres vascongados (p. 598)[10].


[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.

[2] En las pp. 199-200 leemos: «… el astro de la noche, al que ciertas familias comienzan a llamar Jaungoicoa (Señor de lo alto, dios)) en lugar de Ilarguía (luz de los muertos, luna)», y en nota al pie: «Así lo deja sospechar Luciano Bonaparte. Este príncipe, que lo es también de los vascófilos, observó que los roncaleses dan a la luna el nombre de goicoa, y de aquí la indicación de que Jaun goicoa pudiera ser síncopa de Jaun goicocoa, que en rigor significaría: Señor de la luna».

[3] Al describir la ceremonia de los antiguos matrimonios, escribe: «Partían después un panal de miel, que a su presencia se comían los dos amantes, símbolo de la dulzura y pureza de sus amores; por lo cual ha quedado el nombre de Ezcuonza al matrimonio, y de Ezteia al día de la boda» (p. 402), y se añade en nota: «De Ezcua, mano, y on, bueno. Ezteya viene de Eztia, la miel. Véase la Leyenda de Aitor, de Mr. Agustín Chaho».

[4] El autor incluye una nota sobre su pronunciación: «Esta frase es del dialecto vizcaíno. Amaija se pronuncia Amaya con un poco de fuerza en la y, que es tan dulce en labios guipuzcoanos. En este dialecto, asieria es asierá, y amaija es asquena, atsena y ataendea» (p. 47, nota).

[5] La versión abreviada publicada en Buenos Aires, 1956, por Lore de Gamboa, trae como apéndice una «Traducción al castellano de palabras y expresiones vascas que aparecen en el texto»; son veinte las recogidas, con su correspondiente traducción y, en su caso, breve explicación: Lauburo o Lauburu, Etxe berria, Etxekojaun, Agur, Junak jun, Sagardua, Ezpata, Deihadara, Jaun, Andra, Eskualerria, Jaungoicoa eta Goiñi, Txori, Ama, Ilargia, Eskuara, Gezia, Batzarre, Basajaun y Gau-illa.

[6] «Amagoya es la predestinada, y […] por eso lleva el nombre de vuestra primera madre, la mujer de Aitor, la madre superior», se lee en la p. 56. Y en nota al pie explica el autor: «De ama, madre, y goia, la altura, lo de arriba. Todavía en algunos de los dialectos del vascuence, y en el más noble sentido de superioridad, Amagoya es la abuela».

[7] El escritor anota al pie: «Creo que se me perdonará fácilmente el anacronismo de poner en boca de Petronila esta rapsodia del canto de Roldán, más de medio siglo antes de la derrota de Roncesvalles; pero he creído que semejante canción, acerca de cuya antigüedad no es ésta ocasión de discurrir, debía entrar de una manera u otra en un libro de la índole de Amaya, centón de tradiciones éuscaras. / Harto más difícil de perdonar es el atrevimiento de haber puesto en verso tan precioso poemita, cosa que nadie ha intentado, que yo sepa. Sírvame de disculpa que el romance de Petronila resulta una imitación, no traducción literal, del Altobiscaren cantua» (p. 143, nota).

[8] «Miguel imponía a todos silencio, y los ángulos de la sala resonaban con los ecos de un canto guerrero de los antiguos tiempos, el himno de Lecóvide y Tamayo, el combate de Lara, la canción de Aníbal, por ejemplo, que ensordecían la voz de las más violentas pasiones en aquellos pechos en que dominaba amor salvaje a la independencia y odio implacable a toda servidumbre en general, y a la de los godos en particular» (p. 106).

[9] Ya vimos que en su artículo «La mujer de Navarra» parece reconocer que todos estos cantos son versiones modernas, al estilo de las recreaciones ossiánicas de Mcpherson. Juaristi ha estudiado el origen de estas falsificaciones: el «Canto de Altabiscar» se debe a Francisque-Eugène Garay de Monglave; el «Canto de Aníbal», a Joseph-Augustin Chaho, etc. En las pp. 291-295 de El linaje de Aitor ofrece un apéndice con versiones de cuatro «Cantares apócrifos vascos del siglo XIX».

[10] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

Excesos, desmesuras y extravagancias en «El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra», de Manuel Fernández y González (libro quinto)

En el quinto libro[1], «Esquivias», se nos cuenta el matrimonio de Cervantes con doña Catalina de Palacios Salazar, dama a la que protege de las asechanzas del malvado don Gaspar de Valenzuela. Cervantes, al que le sobra ingenio, pero le faltan dineros, no siente una gran pasión por doña Catalina; pero ella dispone de algunos bienes, y el escritor —que está cansado y desesperado: la literatura no da para vivir; pretende algunos empleos en la corte, pero sin conseguir nunca nada…— es consciente de que el matrimonio con la joven —él tiene 34 años, ella 25, se dice en la novela— es una forma práctica de asegurar la estabilidad financiera de su familia, arruinada tras el rescate de los dos hermanos, Rodrigo y Miguel (ver las pp. 996-997).

Casa-Museo Miguel de Cervantes en Esquivias (Toledo)
Casa-Museo Miguel de Cervantes en Esquivias (Toledo).

Por lo demás, en este libro tampoco faltan las tramas e intrigas secundarias en las que nuestro protagonista está implicado: reaparece después de muchas páginas ausente la duquesa de Puente de Alba, doña María de los Dolores Pérez de Cañizares, con su hija; se nos cuenta la historia de Beatriz, otra mujer amada por el malvado don Gaspar de Valenzuela; otros sucesos tienen que ver con Francisca, una moza de posada de Castillejos, etc., etc. Como sentencia el narrador, «Era indudable que, por donde quiera que iba [Cervantes], llovían sobre él las aventuras» (p. 1032)[2].


[1] La ficha de la novela es: Manuel Fernández y González, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra. Novela histórica por don… Ilustrada con magníficas láminas del renombrado artista don Eusebio Planas, Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878], 2 vols.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: la conciencia idiomática del narrador de «Amaya»

Un aspecto interesante que merece destacarse es la “preocupación idiomática” del narrador de Amaya[1]; me refiero a que constantemente señala el idioma en que están hablando los personajes, porque es un elemento que muestra el enfrentamiento y la tensión entre los pueblos en lucha[2], sobre todo entre godos y vascos: los godos se expresan en latín (y a veces se matiza si es un latín clásico o vulgar), los vascos en su arcaico idioma, el escuara (como escribe Navarro Villoslada), los judíos en hebreo. Hay dos pasajes muy significativos a este respecto: cuando Ranimiro acude al valle de Goñi para entrevistarse con Miguel, el anciano de más influencia entre los vascos, este le pregunta si sabe hablar vascuence; al contestar el godo que «un poco», Miguel apostilla: «Me alegro, porque me cuesta trabajo y repugnancia expresarme en el idioma de los romanos, y eso que fueron amigos nuestros» (p. 59)[3]; cuando Amaya se dirige a Teodosio en latín, la primera vez que se entrevistan, el joven responde altivo: «No quiero entender otro idioma que el de mis padres» (p. 157).

García Jimeno y Amaya en el monumento a Francisco Navarro Villoslada (Pamplona).
García Jimeno y Amaya en el monumento a Francisco Navarro Villoslada (Pamplona).

Pero hay otra circunstancia más importante; los godos que encarnan el espíritu de reconciliación (Amaya y García —y, aunque en menor medida, también Ranimiro—; Amaya lleva en las venas sangre goda por ser hija de Ranimiro, y también sangre vasca por su madre Lorea) comprenden y hablan el vascuence; en cambio, Munio no ve en él más que un «guirigay» (p. 344[4]). En otra ocasión escribí[5], a propósito de esto:

Hay en Amaya una visión idealizada del pueblo vasco, pero puesta al servicio de una idea conciliadora, integradora: los vascos son los artífices, en unión con los visigodos, de la nación española. En este sentido, puede resultar interesante destacar que los personajes que simbolizan la unión entre ambos pueblos antaño enemigos son los que hablan los dos idiomas: García y Amaya se expresan con igual fluidez en latín y en vascuence; y hasta Ranimiro chapurrea el vasco, al menos lo suficiente como para entenderse con Miguel de Goñi en su visita a Gazteluzar[6].


[1] Las citas serán por la edición de San Sebastián, Ttarttalo, 1991.

[2] Es algo similar, mutatis mutandis, a lo que ocurre en las novelas escocesas de Walter Scott, donde la utilización de distintos “dialectos” —más o menos artificiales o literarios— frente al empleo del inglés estándar, señala ese enfrentamiento cultural y étnico. Scott llega a utilizar hasta cuatro variedades lingüísticas: inglés, escocés, escocés montañés (para diferenciar el habla de las tierras bajas del de las tierras altas) e “inglés ossiánico” (que trata de reproducir el gaélico).

[3] Pero, como le reprocha en una ocasión Amagoya, la anciana defensora de las tradiciones, a su hijo Teodosio, ninguno de los dos lleva nombre vasco: «¡Teodosio! […] ¡Nombre de enemigos, nombre de romanos! ¡Miguel! ¿Por qué se ha de llamar Miguel un vascongado? ¿Qué significa Miguel y Teodosio en la lengua de Aitor? ¿Será que el escuara no tenga ya palabras que aplicar a los éuscaros?» (p. 219); otros hijos de Miguel tienen igualmente nombres latinos (Marcelo, Antonio y Millán).

[4] Otras veces la utilización de diversos idiomas es aprovechada simplemente como un elemento más de intriga: así, es importante que García tenga algunas nociones de hebreo, las suficientes para descifrar el mensaje del pergamino en el que se habla de la conjuración contra el rey don Rodrigo (véanse las pp. 255, 265, 269 y 271).

[5] Carlos Mata Induráin, «De García Jiménez a los Albret: los orígenes y las postrimerías del reino de Navarra en la narrativa histórica de Navarro Villoslada», en Mito y realidad en la historia de Navarra, Pamplona, Sociedad de Estudios Históricos de Navarra, 1998, vol. II, pp. 102-103.

[6] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.