Sevilla literaria: «A la Giralda», soneto de Mercedes de Velilla

La Giralda es, sin duda alguna, una de las estampas más emblemáticas de Sevilla. La singular torre de la Catedral, antiguo alminar (o minarete) de la mezquita almohade, desde el que el almuédano (almuecín o muecín) llamaba a la oración a los fieles musulmanes cinco veces al día, constituye un punto de referencia fundamental de la ciudad hispalense y, como no podía ser de otra manera, ha inspirado a distintos poetas. Ya hemos visto aquí el soneto «Giralda» de Gerardo Diego. Añado hoy otro soneto, titulado «A la Giralda», de Mercedes de Velilla.

Mercedes de Velilla y Rodríguez (Sevilla, 1852-Camas, Sevilla, 1918) es autora del poemario Ráfagas (Sevilla, Imprenta de Gironés y Orduna, 1873), que obtuvo un premio de honor en la Exposición Bético-Extremeña celebrada en Sevilla en 1874. Dos años después, en 1876, consiguió el primer premio en el Certamen Poético celebrado por la Academia de Buenas Letras de Sevilla con su oda «A Cervantes». Al género dramático pertenece su obra El vencedor de sí mismo: cuadro dramático en un acto y en verso (Sevilla / Madrid, Imprenta de Gironés y Orduna / Administración Lírica-Dramática, 1876). La autora murió en la indigencia en 1918. Ese mismo año se publicó el volumen Poesías de Mercedes de Velilla, con prólogo de Luis Montoto (Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla / Tipografía Española, 1918).

El soneto de Velilla se construye como un apóstrofe a esa «Giralda mía» (v. 1), a la que se le pide «Yérguete siempre en mi nativo suelo» (v. 9).

Giralda (Sevilla)

A tu sombra nací, Giralda mía,
y con el aire que te besa aliento;
de su arte soñador te hizo portento
la árabe raza triunfadora un día.

De la reina gentil de Andalucía
eres la maravilla y ornamento,
y te elevas gallarda al firmamento,
y esplendes a la luz que el sol te envía.

Yérguete siempre en mi nativo suelo,
y, al mágico vibrar de tus campanas,
olvide mi ciudad tristeza o duelo.

De alzarte entre los ángeles te ufanas;
que a tu vértice tienes los del cielo,
y al pie las hechiceras sevillanas[1].


[1] Tomo el texto de Carmen P. Acal, «Día Mundial de la Poesía: poetas y poetisas sevillanas que marcaron un antes y un después en nuestra historia», Diario de Sevilla, 21 de marzo de 2025.

La «Oda al Altísimo», de Vicente Rodríguez de Arellano

En entradas anteriores he reproducido cuatro sonetos de Vicente Rodríguez de Arellano, los que comienzan comienzan «Huye animoso mísero forzado…»«Dispone, labra y siembra con fatiga…»«Larga carrera amar, la vida breve…»  y «Del halago del vicio seducido…». Traigo hoy al blog otra composición, su «Oda al Altísimo», incluida por Leopoldo Augusto de Cueto en el tomo III de Poetas líricos del siglo XVIII. La oda está formada por diez sextetos lira; en el primero invoca a su musa para que cante «al Hacedor de todo lo criado» (v. 6); en el segundo glosa la creación del mundo, culminada con la creación del hombre, «mística copia de su esencia y nombre» (v. 12). Las seis estrofas siguientes comentan diversos beneficios concedidos por la divinidad al regir sabiamente la naturaleza, así como una serie de características y atributos suyos. La penúltima menciona los espíritus bienaventurados que rodean su trono aclamándolo «¡Oh, Santo, Santo, Santo!» (v. 54). En fin, en la última se dirige en apóstrofe al «Señor omnipotente» (v. 57) para expresar que resulta imposible al hombre cantar dignamente la grandeza de Dios, cosa que solo puede hacer Él siendo lengua de sí mismo.

Amanecer y espigas

Pues ves, ¡oh, musa mía!,
el orden admirable de las cosas,
y cuántas relaciones prodigiosas
encierra su armonía,
canta en tono elevado
al Hacedor de todo lo criado.

A una voz hizo el cielo,
la tierra, el sol, la luna y las estrellas,
brutos, aves y peces, flores bellas,
que ornan el verde suelo;
y por fin hizo al hombre,
mística copia de su esencia y nombre[1].

Crëador increado,
fin y principio[2] de cuanto es, ha sido
y de cuanto será, reconocido
se ve y glorificado
en cuantas criaturas
pueblan la tierra y las esferas puras.

Por él, en la erizada
fría estación, los montes eminentes
se coronan de nieve, que en mil fuentes
y arroyos desatada
por el favonio[3] blando
a los valles desciende murmurando.

Él hace que la aurora
al campo vierta animador rocío;
que espigas dore el abrasado estío,
y que Pomona y Flora[4]
canten sus atributos
con flores bellas y sabrosos frutos[5].

Desde su rico asiento,
arbitro de los bienes y los males,
de los rápidos orbes celestiales
regula el movimiento;
y con frágil arena
del Ponto[6] airado la soberbia enfrena.

De sus manos sagradas
tiene en la diestra la clemente oliva[7],
y en la siniestra el rayo, que derriba
las torres elevadas
y alcázares costosos
que erigen los mortales orgullosos.

Magnífico, insondable,
todo es fecundidad, todo clemencia,
todo justicia, todo providencia,
y en todo es inefable;
pues su ser excelente
cabe en sí mismo, y no en la humana mente.

De bienaventurados
espíritus inmensa muchedumbre
rodea el trono de su excelsa lumbre;
y en su amor abrasados,
con admirable canto
le apellidan[8] «¡Oh, Santo, Santo, Santo!»[9].

¿Quién de tu fortaleza,
de tu bondad y ciencia dignamente
podrá cantar, Señor omnipotente?
Nadie; que en la grandeza
de tu insondable abismo,
eres Tú solo lengua de Ti mismo[10].


[1] mística copia de su esencia y nombre: el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios.

[2] Crëador increado, / fin y principio de cuanto es, ha sido / y de cuanto será: apelativos tópicos aplicados a la divinidad.

[3] favonio: viento suave, céfiro.

[4] Pomona y Flora: la primera es la diosa romana de las frutas y las huertas; la segunda, de las flores y los frutos; ambas connotan ʻfertilidadʼ.

[5] con flores bellas y sabrosos frutos: nótese el quiasmo.

[6] Ponto: era un antiguo dios del mar preolímpico y uno de los dioses primordiales; por antonomasia significa ʻmar profundo, océano, piélagoʼ.

[7] la clemente oliva: símbolo de la paz.

[8] le apellidan: le llaman, le invocan.

[9] «¡Oh, Santo, Santo, Santo!»: cfr. Apocalipsis, 4, 8: «Y los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos; y no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir».

[10] Poetas líricos del siglo XVIII, ed. de Leopoldo Augusto Cueto, tomo III, Madrid, Imprenta de los Sucesores de Hernando, 1922 (BAE, 67), p. 549a. Modifico ligeramente la puntuación. En el original todos los versos comienzan con mayúscula. En el último versos añado mayúscula a «Tú» y «Ti».

«Del halago del vicio seducido…», soneto de Vicente Rodríguez de Arellano

En entradas anteriores he reproducido tres sonetos de Vicente Rodríguez de Arellano, los que comienzan «Huye animoso mísero forzado…», «Dispone, labra y siembra con fatiga…» y «Larga carrera amar, la vida breve…», incluidos en sus Poesías varias (1806). Añadiré hoy otro reproducido por Leopoldo Augusto de Cueto en el tomo III de Poetas líricos del siglo XVIII; se trata de un soneto de desengaño (v. 7) en el que el yo lírico, desde el momento presente, evoca los estragos de un pasado dedicado al vicio (v. 1) y a «infames deleites» (v. 4), cuando ya solo le queda llorar amargamente (v. 12), dominado como está por los remordimientos (v. 14).

Hombre desengañado sentado en un banco

Del halago del vicio seducido,
abandoné de la virtud la senda;
viví sin modo, término ni rienda,
en infames deleites sumergido.

Malogré de mi edad lo más sufrido,
huyendo aun los recuerdos[1] de la enmienda;
y el desengaño, en fin, corrió la venda
con que tuve el discurso entorpecido.

Vime; pero me hallé tan diferente,
que era una sombra miserable y vana,
al alto ser del hombre cotejado.

Y ahora, triste, lloro amargamente,
pues de los gustos de mi edad lozana
solo remordimientos me han quedado[2].


[1] huyendo aun los recuerdos: entiéndase el verbo con sentido transitivo; «los recuerdos» es objeto directo de «huyendo».

[2] Poetas líricos del siglo XVIII, ed. de Leopoldo Augusto Cueto, tomo III, Madrid, Imprenta de los Sucesores de Hernando, 1922 (BAE, 67), p. 550b.

Las «Poesías varias» (1806) de Vicente Rodríguez de Arellano (y 4)

Las últimas composiciones de estas Poesías varias son: el «Cuento» que empieza «Un marinero que ocho años…»; el soneto «¿Qué me queda?» (el sujeto lírico se lamenta de que solo le quedan los remordimientos de su pasada juventud de vicios); una «Letrilla satírica», cuyo estribillo es «¿Y qué tenemos con eso?», en la que las figuras satirizadas son el médico matasanos, el cochero enriquecido que se las da de caballero, el pícaro que murmura de honras y vidas ajenas y el hombre que, una vez ha medrado, olvida los favores recibidos; dos fábulas, «El cuerdo y el necio» (romancillo hexasílabo de rima á-a; uno trata de pegar a las moscas con una vara, mientras el otro las atrapa con un plato de miel; y la moraleja es: «Con miel, no con palos, / las moscas se cazan; / lo que no la fuerza, / el agrado alcanza»); y «La águila y el zorro» (en 9 redondillas se cuenta la historia del águila que no puede abrir una ostra para comerla; el zorro le dice que la arroje y, al golpearse, se romperá; así lo hace, pero entonces el zorro se la lleva: «De esta fábula el espejo / nos deja bien avisados, / que de los interesados / nunca es seguro el consejo»); tres epigramas, el que empieza «De un clavel en la frescura…» (Cupido, preso en los labios de Fili); otro cuyo primer verso es «De parto estaba, y penoso…» (el doble sentido de la expresión final sugiere que Lucas es un marido engañado); y «En el jardín de Cupido…» (Irene se ha pinchado con las espinas de unas rosas); en fin, dos «Cuentos», «Una misma habitación…» y «En Cádiz una gitana…», que son de nuevo meras anécdotas o chistes versificados.

Águila y zorro

Sin duda alguna, lo más interesante de estas Poesías varias de Vicente Rodríguez de Arellano son los sonetos, las letrillas a lo Góngora (salvadas, claro está, las distancias) y el romance morisco «Abenzulema». También podrían salvarse algunas de sus composiciones jocosas y burlescas, en las que el autor puede lucirse con juegos de palabras como estos: «Pronto oiréis que perdí / mi flaco vital estambre, / pues no puedo comer de hambre / y el hambre me come a mí» (p. 131); «verme con tantas banderas / me ha de dar alferecía» (p. 133), etc. Terminaré recordando que en el volumen 67 de la BAE, Poetas líricos del siglo XVIII, tomo III, ed. de Leopoldo Augusto de Cueto, Madrid, Imprenta de los Sucesores de Hernando, 1922, pp. 549-553 se seleccionan algunas poesías de este poco conocido escritor navarro, precedidas de una breve «Noticia biográfica»[1].


[1] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las Poesías varias (1806) de Vicente Rodríguez de Arellano», Río Arga. Revista de poesía, 88, tercer y cuarto trimestre de 1998, pp. 46-51.

Las «Poesías varias» (1806) de Vicente Rodríguez de Arellano (3)

La sección segunda se abre con una oda «Al Excelentísimo Señor Marqués de Santa Cruz en el feliz nacimiento de su primogénito el Excelentísimo Señor Marqués del Viso», poema de circunstancias de escaso interés (son 17 estrofas con rima 7a 7b 7b 7a 7c 11C). En cambio, el soneto «Esperanza perdida», es más notable:

Dispone, labra y siembra con fatiga
próvido agricultor fecundo suelo,
que ofreciendo primicias a su anhelo
le lisonjea en una y otra espiga;

mas tempestad furiosa y enemiga
fuego y piedras arroja desde el cielo,
y a mirar que fue inútil su desvelo
con imprevista crueldad le obliga.

Así yo, ¡ay, triste!, cuando Dios quería,
lisonjeado de amoroso encanto
me vi cercano a un bien que apetecía;

perdile, y la esperanza troqué en llanto:
¡fiero rigor perder en solo un día
lo que cuesta adquirirse tiempo tanto!

Campo de cereal destrozado por el granizo

Figuran después dos anacreónticas más, que son dos romances endecha con rimas á-a e í-a: en «A Laura», la voz lírica, a punto de ser alcanzada por el hijo de Citeres, comenta: «¿Conque no habrá remedio? / Si le hay, hermosa Laura: / escóndeme en tu pecho, / que amor allí no alcanza»; en «Las dos tórtolas», Silvio pide a su amada Idalba que no separé nunca a las dos avecillas que se aman. El soneto que sigue, «¡Qué miseria!», merece ser transcrito:

Larga carrera amar, la vida breve;
duro el principio, y lleno de tormento;
dudoso el acertar y, a par del viento,
es la ocasión precipitada y leve.

Por más que su doctrina blanda apruebe
Cupido de su escuela en el asiento,
mil penas suele dar por un contento,
y éste tan frágil como al sol la nieve.

Verdugo del deseo es la esperanza;
los celos furia son, y luego llega
la posesión del tedio a los umbrales.

Y sin embargo, ¿tanto aplauso alcanza
secta tan vil, en sus engaños ciega?
¡Mísera condición de los mortales!

La «Carta del autor a don Estanislao Solano, su íntimo amigo, quejándose de su olvido» está basada en su comienzo en la enumeración de impossibilia. Son 23 estrofas (sexteto-liras) que riman 7a 7b 7b 7a 7c 11C en las que el yo lírico reprocha a Tansilo que se haya alejado de su amistad, y acaba con la exhortación: «vuelve, ven a mis lazos, / y eternos duren tan amantes lazos». Jocoso es el «Memorial que, en estilo burlesco, compuso el autor para un íntimo amigo suyo…»; en 12 décimas retrata a un personaje que lleva once años ejerciendo de abogado, pasando hambre, tan flaco que sus amigos, para verle, tienen que usar un microscopio…

La canción «A la indiferencia de Celia» es una silva que desarrolla, en sus 6 formas estróficas, los que con sus desdenes va a causar la muerte de su amante Silvio. «El pajarillo consolador» es un romance en á-a: el ave canta a su amada, encerrada en una jaula, y la consuela diciendo que juntos disfrutarán su amor en libertad. Cierta resonancia tuvo su letrilla «Madre, la mi madre» (pp. 146-150), un diálogo entre una niña enamorada de un doncel y su madre, que le advierte que el único remedio para su mal de amores es el matrimonio. Es un romancillo hexasílabo, con rima aguda en é, que fue imitado por Navarro Villoslada, entre otros.

En «Despedida», romance de rima á-e, la voz lírica se despide de las «pastoras del Manzanares» porque su amada Celia (nombre elocuente) está celosa y le pide se aleje para vivir como un solitario: «Solo con mis pensamientos, / ya en el monte, ya en el valle, / cantaré dichas de amores / en mis dulces soledades». Sigue la «Imitación de la célebre canción que se atribuye a Bartolomé Leonardo de Argensola, y empieza “Ufano, altivo, alegre, enamorado”, &c., y es del Doctor Mirademescua»; a lo largo de las seis formas parastróficas de esta silva, el amante de Fílida enumera varios símbolos: una paloma capturada por el gavilán, un caballo que se desboca al estallido de un trueno derribando a su jinete, el viento del norte que desnuda de flores al almendro, el soldado que se acerca a beber a un río y cae herido por un bala perdida y la vid y el olmo separados por cruel segur. Comenta que su corazón amaba,

mas, ¡ay!, que su deseo
fue la paloma viuda y sin empleo,
fue el muerto caminante,
fue el almendro marchito en un instante,
fue el mísero soldado,
la vid cortada, el olmo destrozado,
pues por modos fatales
de todos juntos padeció los males[1].


[1] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las Poesías varias (1806) de Vicente Rodríguez de Arellano», Río Arga. Revista de poesía, 88, tercer y cuarto trimestre de 1998, pp. 46-51.

Las «Poesías varias» (1806) de Vicente Rodríguez de Arellano (1)

El libro Poesías varias de don Vicente Rodríguez de Arellano (Madrid, por Repullés, 1806), va precedido por una cita preliminar: «Me quoque Parnasi per lubrica culmina raptat laudis amor…», de P. Jacob Vannier. Tras la dedicatoria «A la excelentísima señora doña Joaquina María del Pilar Téllez-Girón…», fechada en Madrid a 5 de diciembre de 1805 (el autor habla de «estas débiles flores de mi rústico ingenio»), sigue un «Prólogo» (pp. 7-11), donde explica:

Yo quiero ser uno de tantos como escriben poesías en estos tiempos»; y se refiere a la diversidad de temas y formas estróficas del libro con estas palabras: «He procurado que fuesen interpolados los asuntos y especies de versos; porque como a mí me cansa el ver doscientos o más sonetos, etc. seguidos, creo que lo mismo sucederá a los demás (p. 8).

Y más adelante insiste: «Como el gusto de las gentes es tan vario, por eso en mis poesías he buscado la variedad; pues de esta suerte todos hallarán algo que se acomode a su genio» (p. 10). Indica que ha sometido sus composiciones al examen de personas cultas, y afirma que aceptará las críticas que procedan de personas inteligentes, no de necios, de forma que, si su libro gusta, dará otro volumen a la estampa.

Cubierta del libro: Poesías varias de don Vicente Rodríguez de Arellano (Madrid, por Repullés, 1806)

El libro se divide en dos partes. La «Sección Primera» se abre con una «Oda al Altísimo», bajo el lema «A Jove principium»; son 10 estrofas de seis versos que riman 7a 11B 11B 7a 7c 11C (sexteto lira). En la primera se dirige a su musa para cantar «en tono elevado / al Hacedor de todo lo criado», en las siguientes ensalza su papel de Creador, así como su Bondad y Clemencia.

Viene después una composición más extensa (ocupa las pp. 19-68), que ya había publicado como libro exento en 1789: «El valor navarro. Canto épico en honor de los cinco caballeros que libertaron de la prisión a su rey Carlos II de Navarra». Como ha resumido Fernando Pérez Ollo, es un «poema en octavas reales que canta a los cinco caballeros navarros que liberaron (1357) a Carlos II de Navarra de las prisiones francesas, hazaña entreverada con lances amorosos» (Gran Enciclopedia Navarra, IX, p. 491). Las 92 octavas reales se completan con cinco notas aclaratorias. En la octava I el autor recuerda a su amada Celia; en la II invoca a Calíope para que le ayude a cantar «una acción por insigne y generosa / digna de lauro y de memoria honrosa»; la III resume el contenido, mientras que la IV y la V son una invocación al reino de Navarra para que escuche la hazaña, escrita en octavas y no en prosa «porque tiene más alma y providencia / en el metro la acción que no en la historia». Las restantes evocan la hazaña de Rodrigo de Uriz, Corbarán de Lehet, Fernando de Ayanz, Carlos de Artieda y el barón de Garro, quienes «el peligro y la vida despreciando, / la acción más arrestada previnieron / que las campañas militares vieron» (octava XII). A los detalles del hecho de armas (su estratagema de disfrazarse de carboneros, el asalto a la prisión, etc.), se suma la historia de amor de Corbarán y Elvira (las dos acciones se imbrican porque la dama es pretendida también por Enrique de Neuvil, uno de los guardianes del rey navarro).

La «Oda. El amanecer» es un romance endecha con rima é-e que describe los sonidos, los cambios de luz y el inicio de las actividades humanas en ese momento del día, y acaba: «¡Oh, deliciosas horas! / ¡Feliz una y mil veces / aquel que disfrutaros / en paz dichosa puede». Siguen dos sonetos: el titulado «Desdén provechoso» toma como motivo central el del preso que, una vez libre, ofrece como exvoto su cadena. Aquí el yo lírico, librado de los peligros del amor, da en ofrenda su alma:

Huye animoso mísero forzado
del cautiverio que le tuvo en pena,
y ante las aras cuelga la cadena
en que vivió, infeliz, aprisionado.

Así yo, del amor escarmentado,
el alma toda de alegría llena,
cuelgo en las aras de la paz serena
el hierro que me tuvo esclavizado.

¡Oh, desdén venturoso, que rompiste
prisión de tantos años en un día,
bendigo tus influjos celestiales!

Y para demostrar cuánto pudiste,
en vez de tabla ofrezco el alma mía,
y con ella la historia de mis males.

El segundo, «Prisión feliz», habla tópicamente de la felicidad del yo lírico atrapado en la esclavitud del amor. Vienen después dos anacreónticas: la primera, «A Celia», adopta la forma de romance endecha con rima é-o; el sujeto lírico pide un beso a la amada, por la que muere de amores. En la otra, dirigida «A la misma» (también romance endecha, ahora con rima í-o) le pide un suspiro «en pago de los míos». A continuación figura un poema «A la lindísima niña doña Manuela Téllez Girón, Alfonso Pimentel, hija de los excelentísimos señores duques de Osuna, dándola los días»; como explicita el título, este nuevo romance endecha es un mero poema de circunstancias, escrito para felicitar por su cumpleaños a la niña Manolita, a la que presenta jugando con «alados amorcitos»[1].


[1] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las Poesías varias (1806) de Vicente Rodríguez de Arellano», Río Arga. Revista de poesía, 88, tercer y cuarto trimestre de 1998, pp. 46-51.

Vicente Rodríguez de Arellano (c. 1750-1815): datos biográficos y caudal literario

Recupero en esta entrada la figura de Vicente Rodríguez de Arellano, escritor navarro que vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX. Y, como podremos ver en próximas entradas, es autor de un libro de poemas, Poesías varias (1806), que merece ser recordado, cuando menos, por la escasez de obras similares en el panorama de las letras navarras de esas fechas.

Vicente Rodríguez de Arellano y del Arco (Cadreita, c. 1750-Madrid, 1815) fue un abogado y escritor que usó los seudónimos Alberto de los Ríos, Silvio del Arga y Gil Lorena de Arozar (anagrama parcial de sus apellidos). También firmó sus obras como Vicente Arellano y el Arco, o bien con sus iniciales, D. V. R. D. A. Fue hijo del abogado Vicente Rodríguez de Arellano y de los Ríos, y de Bernarda del Arco y Bayona. Estudió gramática latina y humanidades en el Colegio de Jesuitas de Pamplona y Leyes y Cánones en la Universidad de Huesca, en la que se graduó de bachiller. Hizo prácticas durante tres años con su padre, e inició el ejercicio de la abogacía en Pamplona en 1779. Pasados varios años, se trasladó a Madrid, donde se hizo muy popular como autor dramático y poeta.

En 1800 se presentó sin éxito a oposiciones para las cátedras de Filosofía Moral y de Lógica y Metafísica del Real Seminario de Nobles de Madrid. Entre 1804 y 1806 desempeñó el empleo de escribiente cuarto de la Real Biblioteca, ascendiendo en esta última fecha a oficial. Pero en mayo de 1809 se dio de baja «por ausencia y no haber jurado al Intruso» (el rey José I) y se nombró a otro en su sustitución, aunque parece que fue restituido a su puesto en 1814, si bien por poco tiempo. Participó en la guerra de la Independencia como capitán de voluntarios de Navarra, y por los años de 1812-1813 residió en Palma de Mallorca, donde destacó por ser partidario exaltado del absolutismo monárquico en una sátira poética contra don Isidoro Antillón y sus amigos. Después del regreso de Fernando VII, fue uno de los que formaron la llamada Camarilla. Murió en Madrid a principios de septiembre de 1815[1].

En el ámbito de la lírica, Rodríguez de Arellano es autor de una silva dedicada a la muerte de Carlos III, Navarra festiva en la aclamación de su católico monarca el señor D. Carlos IV (Pamplona, Imprenta de Benito Cosculluela, 1789); ese mismo año dio a las prensas, también en Pamplona, Extremos de lealtad y valor heroico navarro; y años después publicó un tomo de Poesías varias (1806), que más adelante reseñaré con más detalle. En prosa escribió El Decamerón Español o Colección de varios hechos históricos raros y divertidos (1805), inspirado más en el Decámeron francés de Usieux que en el de Boccaccio.

Vicente Rodríguez de Arellano, El pintor fingido, Madrid, Imprenta que fue de García, 1817

Como dramaturgo, desarrolló una intensa actividad en Madrid entre 1790 y 1806, siendo muy popular, aunque su mérito literario no sea excesivamente alto. Compuso, tradujo y refundió numerosas obras dramáticas: La constancia española, A padre malo, buen hijo, Armida y Reinaldo (primera y segunda parte), El Aníbal, El Himeneo, La Atenea, El atolondrado o El maníaco por la lotería, Augusto y Teodoro o Los pajes de Federico II, Celicia y Dorsán (traducción de Marsolier), El celoso don Lesmes, Clementina y Desormes (traducción de Monvel), La dama labradora, El Domingo o el cochero, El duque de Pentiebre (traducción de Chénier), El Esplín, La Fulgencia o los dos maniáticos, Jerusalén conquistada por Godofredo de Bullon, Cayo Fabricio, La lealtad o la justa desobediencia, Lo cierto por lo dudoso, o la mujer firme (arreglo de la pieza de Lope de Vega), Marco Antonio y Cleopatra, La muerte de Héctor, La mujer de dos maridos (adaptación de Pixérécourt), El negro y la blanca, La noche de Troya, La ópera cómica, El pintor fingido, Solimán Segundo o Las tres sultanas, Las tardes de la Granja o las lecciones del padre, Palmis y Oronte, Dido abandonada, La reconciliación o los dos hermanos (traducción de Kotzebue), La Parmenia, El sitio de Toro y noble Martín Abarca, El marinerito, El naufragio feliz, etc. Cuenta también en su haber con óperas como El inquilino, traducción de Serwin, o El matrimonio de Fígaro, ópera bufa con la música de Wolfgang Amadeus Mozart, de 1802.

Se le debe también una traducción de Estela, novela pastoral de Florian (1797), y tiene igualmente varias traducciones de Ducray-Dumenil. Otros títulos suyos son Compendio de la historia del Antiguo y Nuevo Testamento […] adoptado para el uso de los discípulos de las Escuelas Pías (1807), Poema épico en elogio de algunos géneros sublimes en nuestra revolución… (1813), El diablo predicador (1813) y Poesías dedicadas a la duquesa de Osuna, condesa de Benavente (manuscrito)[2].


[1] Cfr. Jerónimo Herrera Navarro, Catálogo de autores teatrales del siglo XVIII, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1993, pp. 388-392. Ver también Ángel Raimundo Fernández, «Dos dramaturgos navarros en la transición del siglo XVIII al XIX», Príncipe de Viana, 64, 2003, pp. 715-736; y la ficha que le dedica Manuel Sánchez Mariana en el Diccionario Biográfico electrónico de la Real Academia de la Historia.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Las Poesías varias (1806) de Vicente Rodríguez de Arellano», Río Arga. Revista de poesía, 88, tercer y cuarto trimestre de 1998, pp. 46-51.

«Zorayda la reina mora» de Juan Anchorena: breve final

Como ya comenté, Zorayda la reina mora, del escritor tudelano Juan Anchorena, es una novela que se redactó hacia el año 1859, si bien no sería publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de la batalla de las Navas de Tolosa[1]. Ciertamente, no estamos ante una obra de extraordinaria calidad literaria, pero se trata de una narración no carente de interés. Obra de un escritor navarro desconocido, cabe destacar como curiosidad que otro literato de la misma región y de la misma época, Francisco Navarro Villoslada, también trató de esos amores africanos del rey Sancho VII de Navarra en su inacabada novela El hijo del Fuerte[2].

Marceliano Santa María Sedano, El triunfo de la Santa Cruz en la batalla de las Navas de Tolosa
(1892). Museo Nacional del Prado (Madrid, España)
Marceliano Santa María Sedano, El triunfo de la Santa Cruz en la batalla de las Navas de Tolosa
(1892). Museo Nacional del Prado (Madrid, España).

En su relato, Anchorena presenta la batalla de las Navas de Tolosa, no tanto como una venganza cristiana por la derrota de Alarcos, sino más bien como una venganza personal de Sancho el Fuerte por el asesinato de su prometida Zorayda. En cuanto a la presencia y el tratamiento de temas africanos, lo más interesante es precisamente la descripción del personaje de Zorayda (caracterizada como heroína plenamente romántica), que se suma a las semblanzas de otros personajes musulmanes; y también las descripciones que ofrece el autor de algunas ciudades, paisajes y lugares norteafricanos, insistiendo, por ejemplo, en el lujo de sus palacios o en la dureza del clima. En fin, más allá de su intrínseca calidad y su valor literario, me parece interesante recuperar un autor y una narración prácticamente desconocidos, no ya solo para los lectores en general, sino incluso para los especialistas, y que hay que valorar en el contexto de la novela histórica romántica española, a cuyos rasgos genéricos[3] responde —en líneas generales— el relato de Anchorena[4].


[1] La ficha completa es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[2] Remito a Carlos Mata Induráin, Viana en la vida y en la obra de Navarro Villoslada. Textos literarios y documentos inéditos, Viana, Ayuntamiento de Viana, 1999, donde se incluye la edición de la novela histórica inédita El hijo del Fuerte o Los bandos de Navarra.

[3] Véase Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-98 (en la 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151).

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: «Doña Toda de Larrea o La madre de la Excelenta»

Muy relacionada en su génesis con la zarzuela La dama del rey está la novela histórica Doña Toda de Larrea o La madre de la Excelenta, que se encontraba inédita entre los materiales del Archivo del escritor y que publiqué en 1998[1].

Cubierta del libro: Francisco Navarro Villoslada, La dama del rey, ed. de Carlos Mata Induráin

Interesa destacar que se trata de una novela «vascongada», como se refleja en la correspondencia cambiada entre Navarro Villoslada y José de Manterola. En efecto, el 20 de noviembre de 1880 el de Viana escribe al director de la revista donostiarra Euskal-Erría comunicándole que se encuentra con ánimo para redactar una nueva «novela vascongada»:

Yo creía haber agotado mis lágrimas al escribirla [se refiere a Amaya]; pero el ejemplo de ustedes [los redactores de la Euskal-Erría] me enardece y aún creo tener llanto en mi corazón y pulso en mi mano para emprender otra novela vascongada.

¡Todos a una, amigo mío! ¡Euskal Erria! ¡Magnífica empresa y magnífica divisa!

Esta es la respuesta de Manterola, en carta de 22 de noviembre:

Celebro en el alma y felicito a V. de todas veras por su nuevo proyecto de novela vascongada, que desearé realice cuanto antes.

El renacimiento literario que comienza a efectuarse en nuestro país puede ser, y será desde luego, de grandes resultados, y escritores de la talla de V. no debían, no pueden permanecer cruzados ante tan consolador movimiento.

Trabajaremos todos de consuno, cuantos amamos de veras a este país, para restañar sus antiguas heridas, y prepararle un porvenir más risueño; tengamos fe en las virtudes y en la constancia de nuestra raza… y Dios proveerá lo demás.

Todo por la Euskal-Erria. Todo para la Euskal [Erria] sea nuestra constante divisa.

La acción de la novela sucede en Bilbao y sus alrededores, e incluye una pintoresca descripción de la romería a la Virgen de Begoña. Por supuesto, en el texto quedan reflejadas las sencillas y puras costumbres de los vascongados, sin que falte el elogio de las armonías del vascuence[2], «cuya antigüedad le hace parecer hermano de todos los idiomas primitivos» (p. 81). De hecho, en la novela se incluyen algunas palabras y expresiones vascas, cuya traducción se consigna al lado, si no es que queda aclarada por el contexto: mutil ‘muchacho’, Zenaide zu?[3] ‘¿Qué desea?’, nescacha polita ‘muchacha bonita’, Escarricasko, jauna ‘gracias, señor’, sagardua ‘sidra’, echecojauna, Jaungoicoa, motzas, zorcico, aurrescu; incluso se juega con el significado aproximado en vascuence del apellido de la protagonista, Larrea,al comentarse que doña Toda es dura y espinosa con los hombres (esto es, ‘esquiva’) como una zarza[4].

Relacionado con el tema del vascuence, podemos mencionar también el uso que del castellano hacen algunos personajes euskaldunes. En el Señorío de Vizcaya, todos están contentos por la noticia de que la reina doña Isabel vendrá desde Vitoria a jurar los Fueros:

Escarricasko, jauna (gracias, señor) —contestó el mancebo rehusando noblemente—, noticias traes, que vizcaínos para, más que vale plata.

—Amigo mío, ese romance es para mí tan oscuro como el vascuence.

—Quiere decir —contestó el albéitar, que se había constituido en intérprete— que se da por pagado con la buena noticia que su merced nos ha traído de Vitoria (pp. 82-83).

Este recurso de mostrar las dificultades de estos personajes para hablar en correcto castellano, que mezclan con construcciones vascas, es de gran tradición en la literatura aurisecular, como recurso humorístico: baste recordar el episodio del vizcaíno en el Quijote y sus «mal trabadas y peor concertadas razones»[5].  También la excesiva longitud de los apellidos vascos, que pueden medirse —como se decía en La dama del rey— a varas, sirve para introducir elementos de humor:

—¿Cómo os llamáis, señor huésped?

—José Antón de Goyeascogoechea —respondió el posadero levantándose.

—¡Diablo! —exclamó Ramírez—; dicen que Jerjes sabía de memoria los nombres de todos sus soldados: a buen seguro que los soldados de Jerjes no eran vizcaínos (p. 87).

En cualquier caso, interesa destacar que el elogio del idioma vasco que encontramos en esta novela se enmarca en un contexto más amplio, el de la defensa de las tradiciones y costumbres puras, incontaminadas, venerandas del país vascongado, que destaca precisamente por el respeto a la tradición, encarnada en sus mayores:

Aquí el respeto de los muchachos principia por el padre de familia llamado echecojauna, señor de casa, y acaba por el señor del país, a quien vosotros llamáis rey, o por mejor decir, acaba por el Señor de lo Alto, Jaungoicoa, único nombre que aquí damos a Dios. Señor es el padre, señor el rey, señor es Dios (pp. 122-123)[6].


[1] Véase Francisco Navarro Villoslada, Doña Toda de Larrea o La madre de la Excelenta, ed. de Carlos Mata Induráin, Madrid, Castalia, 1998; y otros dos trabajos míos sobre esa novela: Carlos Mata Induráin, «Dos novelas históricas inéditas de Navarro Villos­lada: Doña Toda de Larrea y El hijo del Fuerte», en Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin (eds.), Congreso internacional sobre la novela histórica (Homenaje a Navarro Villoslada), Príncipe de Viana,Anejo 17, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1996, pp. 241-257, y «Doña Toda de Larrea, novela vascongada inédita de Navarro Villoslada», Boletín de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País,tomo LV, 2, 1999, pp. 395-417.

[2] Esta es la expresión que Navarro Villoslada emplea con preferencia para referirse al idioma vasco.

[3] Navarro Villoslada escribe así, seguramente de oído, la expresión «Zer nahi duzu?».

[4] Del significado ‘tierra inculta, sin labrar’ que tiene larra es posible pasar, por metonimia, al de ‘zarza, espino’. En cualquier caso, queda claro que los semas que se quieren destacar en la relación de la dama con los hombres son los de ‘dureza’, ‘sequedad’.

[5] Véase P. Anselmo de Legarda, Lo vizcaíno en la literatura castellana, San Sebastián, Biblioteca Vascongada de los Amigos del País, 1953; K. Josu Bijuesca, «El “vizcaíno” de Sor Juana y la lengua del imperio», Revista de Humanidades (Monterrey), núm. 5, otoño de 1998, pp. 13-28.

[6] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

Elementos africanos en «Zorayda la reina mora» de Juan Anchorena (y 2)

Veíamos en la entrada anterior cómo parte de la acción de Zoraida la reina mora[1] transcurre en África. Ocurre que Brahem, el gobernador de Marruecos, desea aprovechar la presencia del rey navarro y su valor como guerrero para apaciguar a los reinos rebeldes de Túnez y Tremezén. Y, en efecto, don Sancho sale a castigar en primer lugar la rebelión del rey de Túnez, lo que permite introducir esta descripción:

A cuatro leguas del mar, y situada en una llanura del África, a las márgenes de la Goleta, existe la ciudad de Túnez, edificada no lejos de las ruinas de la antigua Cartago. Su campiña es fértil, y en ella crecen hermosos olivares. Sus selvas ofrecen abundante y sabroso pasto para los ganados. Dicha ciudad está a la mitad de una vertiente, y presenta una figura casi oval. En la época de que venimos hablando, estaba defendida por buenas fortificaciones. Hoy es una ciudad abierta por haberlas arrasado y demolido los turcos, una vez apoderados de ella y del reino, a que da nombre (p. 275).

Poco después se indica que la ciudad carece de reservas de agua, razón por la que no puede sostener un bloqueo prolongado:

Para poder apreciar en lo que valían estas, conviene saber que ninguna fuente, ni pozo, ni arroyo existía en la ciudad de Túnez. Para suplir esta falta, los tejados de las casas, que sólo eran de un piso, se hallaban construidos en forma de terraplenes, con el fin de que las aguas pluviales pudiesen correr con más facilidad a dos grandes cisternas construidas con este objeto. Del agua contenida en ellas se servían los ciudadanos tanto para beber como para las demás necesidades. Verdad es que, extramuros de la ciudad, había un Dubian o pozo de agua viva, que se vendía por las calles. Pero ni [de] la de éste, ni [de] la de otros depósitos menos capaces, que también había, poco o nada se aprovechaba el pueblo, pues sus aguas se reservaban para el servicio del rey y sus oficiales y dignatarios de la corte. Mas, aun cuando el caudal de aguas fuese abundante, no podía contarse con ellas, por estar los pozos fuera de la ciudad, quedando, por consiguiente, para el uso del ejército sitiador (pp. 276-277).

Mapa del puerto de Cartago o Túnez
Mapa del puerto de Cartago o Túnez.

Los dos ejércitos se avistan al final cerca de la Goleta, «la cual, antes de ser fortificada por Barbarroja, no era más que una torre cuadrada próxima a la embocadura del mar, que desagua en el lago o estanque que existía delante de la ciudad» (p. 277). El ejército del rey de Túnez acomete «con la algazara acostumbrada, que se asemejaba a desorden» (p. 277). Don Sancho vence con facilidad al ejército de Túnez (más tarde hará lo mismo con el de Tremezén), y su rey jura fidelidad a Mahomad y aloja al de Navarra:

Agradecido por tan noble acción, el de Túnez le dispuso alojamiento, así como a los ricos-hombres, en su propio palacio; el cual estaba embellecido con torres, grandes pórticos, bellos jardines, retretes y cámaras suntuosamente adornadas. El palacio se hallaba situado enfrente de una soberbia mezquita, en la cual se veía un minarete o torre muy alta, de arquitectura tan bella, que constituía el mayor ornamento de la ciudad de Túnez (p. 279).

Dejando por un tiempo las andanzas de don Sancho, el narrador traslada la acción al palacio de Mahomad en la ciudad de Marruecos; se ofrece entonces la siguiente descripción de las habitaciones de la princesa mora:

En un patio cuyo suelo era de mármol finísimo, con infinidad de trabajos a la mosaica y hermosas fuentes, se halla una cámara cuyas paredes estaban revestidas con porcelana fina y enriquecidas con flores de colores. En ella se veía asimismo un lecho en forma de pabellón a la romana, de paño de oro, cercado con columnas de plata. Los colchones eran de brocado, y las extremidades de los paños del expresado pabellón, bordados en seda. Encima y debajo del lecho había innumerable cantidad de pieles de zibelinas, de precio inestimable, para impedir el frío; y las tablas estaban cubiertas con ricos tapices de Persia, tejidos de oro.

Cincuenta cristianos muzárabes hacían la guardia a la persona que en aquel momento ocupaba el lecho, ocupando las cámaras inmediatas.

Multitud de odaliscas se hallaban en la habitación descrita, no existiendo más hombres que los absolutamente necesarios, y a quienes daba derecho su alta posición y dignidad (p. 280).

Tumbada en el lecho está Zorayda, con un pequeño turbante a manera de gorra; en ese momento llega el médico acompañado de varios eunucos negros y con el correspondiente salvoconducto para entrar en la zona de las mujeres. Cuando va a tomarle el pulso, la mano de la princesa permanece tapada con una tela fina para evitar el contacto directo del médico con ella.

Pero pronto la acción nos hace volver con don Sancho: «Al sur de la ciudad de Marruecos se ve una cadena de montañas, llamadas el Gran Atlas, la cual separa la Berbería de Viledulgerid, de Oriente a Occidente, y un poco más allá existen los desiertos arenosos de la Numidia» (p. 297). Don Sancho y los navarros, engañados, son llevados hacia el Mediodía, al desierto de Sonda, y apostilla el narrador que «la descripción siguiente solo se entiende con el público no científico» (p. 297). Sigue, en efecto, una descripción bastante larga de ese desierto y de sus habitantes:

Por fin, después de haber atravesado un país lleno de dátiles, se encontró en el desierto de Sonda […], tierra muy pobre, que sólo contiene ese desierto árido y arenoso, inhabitable en su mayor parte, y de larga travesía, y en el cual no se encuentra una gota de agua. Por esta causa, los albergues son muy escasos, y aun éstos, lejanos los unos de los otros, en lugares donde hay lagos y algunos pantanos, y donde el aire es más templado. Los seres que en ellos viven son tan groseros, que más se asemejan a animales que a hombres. En algunos de ellos existen sitios con murallas de tierra; no hay ni ríos, ni fuentes, ni otra agua que la de algunos pozos inmundos o lagos; siendo estos tan escasos que los comerciantes que parten para el país de los negros, además de los camellos que se sirven para portar las mercancías, llevan otros sin más objeto que conducir agua. En los puntos del tránsito donde se encuentran los pozos que se han cavado, están rodeados por delante con huesos de camello a falta de piedra, y cubiertos con pieles de estos animales, para evitar que el viento de Oriente, que se levanta en el verano y que transporta de un lugar a otro las arenas, ciegue dichos pozos, abiertos con tanto afán. Las tempestades son algunas veces tan violentas, que los hombres y los camellos son por ellas oprimidos y cubiertos a la altura de una pica; lo terrible es comúnmente que cuando los viajeros arriban a los sitios donde están los pozos, no les pueden encontrar a causa de la gran cantidad de arena que les cubre, por lo que perecen de sed. El único remedio en tan angustiosa situación es degollar los camellos, con el fin de beber el agua contenida o depositada en sus vientres. Porque como pocos ignoran, cuando estos animales beben, lo hacen para doce o quince días, sin lo cual era imposible hacer un largo viaje. Esto suple la falta del agua, hasta que los viajeros llegan a puntos donde la hay, si antes no mueren en el camino. Las estaciones no son semejantes todos los años. Si llueve desde mediados de agosto hasta febrero, crece la hierba en abundancia, y produce mucho bien a los rebaños, que pasan de largo de los lagos. Cuando los mercaderes hacen el viaje después de estas lluvias, tienen la ventaja de encontrar muchos, y cantidad de beure a gran marché. Pero si las aguas faltan, sufren mucho, así como los habitantes del país; además que estas sequías van siempre acompañadas de grandes huracanes, que transportan montes de arena. Las cosechas son muy escasas, porque no se siembra sino cebada, y ésta en determinados puntos, lo que hace que los habitantes vivan con miseria. A esta excesiva sequía se atribuye la cantidad de animales monstruosos que se encuentran en este desierto, como leones, tigres y avestruces. Estos últimos son mayores que todas las aves, y algunos más grandes que un hombre a caballo. Los habitantes son groseros y salvajes, pero de tanta intrepidez, que esperan a pie firme un león o un tigre con tanta ferocidad como la que pueden tener estos animales. Cada jefe de familia es soberano en su cantón (pp. 297-299).

En este desierto el rey navarro matará un león que se abalanza sobre él, dando así una muestra más de su fuerza y valentía. Tras esta peripecia, regresa de nuevo junto a Zorayda:

Acompañado por Brahem y sus ministros hasta la puerta de la cámara de su amada, penetró don Sancho solo en ella, con el corazón rebosando de placer; las sombras de la tarde prestaban melancólica claridad a la estancia, y la luz, refractándose en los vivos colores de los pabellones, de los matelats de brocado y de los paños bordados de seda que guarnecían los ajimeces de la cámara, producía un color obscuro, que daba solemnidad a aquella cámara, que había sido teatro de sus amorosas ilusiones, y de Zorayda, totalmente disipadas. Afectado por esta idea, todos los objetos, por risueños que fuesen, participaban para él de la solemnidad de sus pensamientos (p. 304).

En fin, merced a la conjuras y maquinaciones del malvado Brahem, Zorayda muere envenenada, y caminamos hacia el final del episodio africano de la novela. El pueblo marroquí da muestras de compasión y tristeza por lo acontecido, y el rey don Sancho se consuela «considerando que una nación no es responsable de las crueldades de sus reyes y gobernantes» (p. 315). Entonces mira por última vez la ciudad, suspira (el último suspiro del cristiano) y llora, igual que haría en 1492 Boabdil al abandonar su amada ciudad de Granada:

Por fin, entre plácemes y despedidas, abandonaron la ciudad, para nunca más volver a verla; al mirar por última vez los altos minaretes de las mezquitas de Quivir y del Palacio, el rey suspiró y los contempló en silencio, reflexionando que los preparativos con que se ilusionaba se festejase su himeneo, y los regocijos y demostraciones acostumbrados en tales casos, se hubiesen convertido en fúnebres cantos y en dolorosas escenas; y por fin, lloró. Pero bien pronto las nubes que envolvían la alta cima del lejano Atlas, y que parecían despeñarse rodando por sus faldas, ocultaron de sus ojos la ciudad de Marruecos, que años atrás le prometió en sus ilusiones juveniles una aurora de brillante ventura, y hoy concluía por ser su ocaso, haciéndole experimentar, bien a su costa, la inconstancia y futilidad de las cosas humanas. A los pocos días se embarcaba en Túnez para Navarra; y bien pronto, conducidos por viento próspero, perdieron de vista el reino africano, con el vapor blanquecino que se elevaba del mar. Don Sancho contempló por última vez sus costas… lo cual le arrancó el último suspiro en territorio africano (p. 315)[2].


[1] Aunque la novela se escribió hacia el año 1859, no fue publicada hasta 1912, con motivo del Centenario de las Navas de Tolosa. La ficha completa es la siguiente: Juan Anchorena, Zorayda la reina mora: novela histórica de tiempos de Sancho VIII de Navarra, por… Con un prólogo crítica del Rdo. P. Antonio de P. Díaz de Castro (Barcelona, José Vilamala, 1912). He manejado un ejemplar de la Biblioteca Municipal de San Sebastián, sign. I 33-2 14.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“El último suspiro en territorio africano”: los amores marroquíes de Sancho el Fuerte de Navarra en Zorayda la reina mora de Juan Anchorena», en Actas del III Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia. Del 1 al 4 de noviembre de 2001. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Centro Asociado de Ceuta, Málaga, Editorial Algazara, 2002, pp. 109-120.