La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Mito de Andrós» (1995-1998) (4)

Vienen después los poemas «Nadie puede ser sometido» (ya comentado en una entrada anterior, pues se incluía también en Elegías innominadas) y «Tiempo de embriaguez, de alba esperanzada»[1], evocación de «nuestro humano desierto» y de «el destino que espera»[2]. Hay una alusión a un él que, de nuevo, aunque no se dice explícitamente, podría ser ese Dios desconocido, anhelado pero lejano:

… necesitamos contemplarlo,
estar ante él,
y nada más
que una interminable despedida.

«Quisiste vivirlo todo», ya desde su lema que habla de «los brazos del Amado», nos traslada al territorio de la poesía mística, del ascenso hasta Dios, que aparece evocado como «el Escondido de todos los tiempos». Nueva aproximación, por tanto, al tema de la fe y la trascendencia, desde un nuevo registro y una nueva perspectiva. Se alude a los éxtasis de san Juan de la Cruz: «supiste subir la escala insondada en paso firme», «en la escala prodigiosa eres arrebatado / hasta confines de fuego».

San Juan de la Cruz

Junto a las imágenes propiamente místicas del vuelo del alma hasta Dios se mezclan otras que son referencias bíblicas (el monte Tabor, la rosa del Carmelo) y mitológicas (Zeus). San Juan es capaz de «mirar los ojos del Amado en tenue soslayo»; de él se predica: «quisiste vivirlo todo / hasta tu propia muerte en alas del fuego transportado» o, muy bellamente, «enhebrar tu suerte de tierra en el telar del cielo». Además de cantar sus «nupcias con el cielo», el poema presenta a san Juan como un visionario que tiene «voz de mago», como un «mago cenital por encima de toda violencia y empeño», un «mago de luz y sombras»:

… te dormiste mágico
en el sello indeleble del abrazo
hasta que el secreto se disipa y el resplandor te invade,
te lleva por todos los tiempos y lugares,
te llena de todo,
quisiste vivirlo todo,
mago en posesión y fuego,
en esperado amanecer de otro,
en ojos de éxtasis de luz terrena extintos,
hasta el brillar, sin saberte,
en las encendidas pupilas del Amado[3].


[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Se repite la frase «necesitamos mirar el tiempo que pasa».

[3] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Mito de Andrós» (1995-1998) (3)

«Acertado vuelo»[1] presenta un tono premonitorio, subrayado por la anáfora de la conjunción y que antecede a distintas formas verbales de futuro («y caminará … y saltará … y se orientará … y nacerá…», etc.). Es una referencia al hombre que «será cumplido destino en preciso vuelo», en «su hábito diario de ser hombre». Expresiones como «su fe de fuego detrás de la alambrada de sus ojos» o «su boca de profeta» podrían hacernos pensar que estamos ante un poema de intención religiosa, pero el sentido no es tan claro, sino más bien vago e impreciso:

Nadie podrá desviar de su carne la luz sin beberla,
sin que se le caigan los ojos y su destino se quiebre en un silencio de roble,
sin que se remansen sus ríos y abreven a la mar de sus mejillas
en un ACERTADO VUELO que a su nido vuela.

«Caminos de fe» es una evocación lírica del Camino de Santiago, como un símbolo de todos los caminos recorridos por el hombre en su difícil pero incesante búsqueda de la fe. El Camino a Compostela es concebido como «una interminable carrera de fe y fuego» (con variantes: «caminos de fe y fuego», «bastiones de fe y piedra», «caminos de luz y fuego»), que lleva al hombre a alcanzar «los cielos de horizonte compostelano». Se introducen imágenes concretas del peregrinaje, como la del cayado, y se termina proclamando que esa fe del peregrino (del hombre, en general) es «búsqueda infinita de remanso», es un «caminar jubileo» que le acerca

al más soñado,
a aquel que les libre de sus justas y batallas,
a aquel que los duerma en sus propios pechos con el sosiego mamantío de niño.

Camino de Santiago

«Donde duerme el río largo de los años» comienza afirmando que «la vida tiembla y se rompe como un bello cristal de enero»; se trata de una evocación de los «hombres desheredados», caminantes —una vez más— con un destino incierto o, incluso, sin destino («un pueblo asociado de caminantes sin destino»); pero con un final que parece esperanzado, cuando afirma que

alguien se unirá a su destino como un plácido advenimiento de trigales limpios
y saltarán sus goznes y sus mansiones se harán intransparentes[2].

«Noche de vendimia» es una evocación lírica de la tragedia del estadio Heysel de Bruselas (durante la final de la Copa de Europa del año 1985, que enfrentaba a la Juventus y al Liverpool, murieron treinta y nueve personas como consecuencia de los incidentes provocados por los hinchas radicales). Se afirma que: «La fe de la noche de cada hombre se ha quebrado» y «cada hombre ha mordido su propia muerte entre cada hermano». Efectiva es la anáfora de «habrá»: «habrá que coger la vendimia de tanto cuerpo destrozado, / habrá que domar el instinto y recrearlo de nuevo para seguir siendo hombres». La noche de la tragedia se define como una «noche de siega», de dolorosa cosecha[3], en la que la tierra «se ha hecho intransparente» (adjetivo que aparecía también en el poema anterior y se repetirá en distintas ocasiones, siempre con connotaciones negativas).

El lema —del propio Amadoz— bajo el que se presenta «Pacto con el loco» anuncia los dos motivos centrales del poema: la muerte que culmina el ciclo de la vida y «una anhelada fe prodigiosamente oscura». Se estructura en torno a la anáfora de «pacto … pacto … pacto…» y las diversas alusiones a un tú («tu voz sinuosa me llama») que podría ser Dios o bien «el viejo mito de la muerte»:

… pacto con el loco buscador de oros,
con mis células carcomidas y con el desgarrado grito de mi noche;
pacto con mi anhelada fe que obscura me precipita y me desnuda en mi vacío;
[…]
con la fe y la esperanza que tanto necesita mi muerte[4].


[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Hay aquí algunas imágenes sugerentes: «las mariposas aladas de sus ojos», «la jauría de sus noches de terciopelo»; repeticiones varias, como la de «nadie levantará su voz en este inhóspito desierto»; y símiles: «como un pájaro lleno de vuelos», «cual guerrero noble», etc.

[3] En el poema siguiente encontraremos los sintagmas «vendimia de sangre» y «mis viejas cosechas».

[4] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Mito de Andrós» (1995-1998) (2)

El siguiente poema[1], ya desde el título, «Para un poeta en Nueva York», es un sentido homenaje a García Lorca, al que se evoca como «Poeta valiente / de ojos acerados», y a su poesía como el «heraldo eterno / de tu palabra», «la saliva nueva de tu palabra», «tu palabra / guerrera al viento». A veces la referencia se hace más concreta, como cuando habla de «tu canción gitana», en alusión transparente al Romancero gitano, o estos otros versos que recrean la temática y el ambiente poético de Poeta en Nueva York:

Se hiela Central Park, con los niños multicoloreados,
tu mirada blanca,
limpia,
se deshoja protectora
en aquel baile festivo
de tus tardes densas y paradas
en las que la luz se esconde compacta
y el viento se cuaja.

De ademán furtivo
se abre el alba de tu corazón
para mirar con ternura
niños que juguetean,
viejos que dormitan y mueren
en aquel cementerio en vida,
se abre el alba de tu corazón
en tu voz favorita
como un efusivo canto
de pájaros agonizantes.

Federico García Lorca

Los lectores que conozcan la poesía surrealista, plena de imágenes oníricas, de Poeta en Nueva York percibirán en estos versos —en todo el poema, en general— claros ecos de los versos lorquianos. En la composición se alude también al asesinato del granadino durante la guerra civil: «Joven poeta / segado por el cuchillo fiero / de la sangre»; y termina recordándolo elegíacamente como «joven poeta que lloras tu luz / y con el beso postrero / sientes que todo se marchita, / muere».

«A este loco de la colina» es un poema más enigmático que evoca a un personaje solitario, sin voz ni amigos, que se ignora a sí mismo, que permanece encerrado «en la jaula de sus sueños», y que bien pudiera ser una nueva alusión velada a ese Dios lejano que no deja sentir fácilmente su presencia. Y el siguiente, «Amas la libertad…», constituye un reiterado canto a la libertad, concebida como una «excelsa venus desmelenada / de mirada serena», buscada por «aventureros y navegantes». El poema es mitad evocación nostálgica, mitad apóstrofe a la libertad, considerada al mismo tiempo como «Edén añorado» y como «furtiva sirena»:

… vieja libertad de antaño
que florece como flor silvestre
en cada uno de nosotros,
y nos alimenta de crónicos anhelos
descubriendo nuestro oculto deseo
de libertad inalcanzada
[…]
vieja libertad escurridiza,
[…]
recorremos montañas y valles
para salvarte,
para proclamar tu amor
de madre,
tu frescura joven,
el misericorde rostro
de tus labios concupiscentes,
el reto inaudito
de tu, acaso, adiós definitivo[2].


[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

«Sólo ante el hombre», de Ángela Figuera Aymerich

Estos días pasados he copiado aquí los poemas «Canto rabioso de amor a España en su belleza», «Belleza cruel» y «Hombre naciente» de Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902-Madrid, 1984), pertenecientes todos ellos a su poemario Belleza cruel (México, 1958; Barcelona, 1978). Añado hoy «Sólo ante el hombre», composición que cierra la primera sección del poemario, titulada también «Belleza cruel».

Manos de hombre

Sí, yo me inclinaría
ante el definitivo contorno de los lirios.

Sí, yo me extasiaría
con el trino del pájaro.

Sí, yo dilataría
mis ojos sobre el mar y la montaña.

Sí, yo suspendería
el soplo de mi pecho ante un arcángel.

Sí, yo me inclinaría
ante la faz de Dios, tocando el polvo,
si con su mano convocara el trueno.

Pero sólo ante el hombre, hijo del hombre,
reo de origen, ciego, maniatado,
los pies clavados y la espalda herida,
sucio de llanto y de sudor, impuro,
comiéndose, gastándose, pecando
setenta veces siete cada día,
sólo ante el hombre me comprendo y mido
mi altura por su altura y reconozco
su sangre por mis venas y le entrego
mi vaso de esperanza, y le bendigo,
y junto a él me pongo y le acompaño [1].


[1] Cito por Ángela Figuera Aymerich, Belleza cruel, prólogo de Carlos Álvarez, Barcelona, Lumen, 1978, p. 23.

«Hombre naciente», de Ángela Figuera Aymerich

Tras «Canto rabioso de amor a España en su belleza» y «Belleza cruel», traigo hoy otra bella composición de Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902-Madrid, 1984), en este caso la que cierra su poemario Belleza cruel (México, 1958; Barcelona, 1978). El poema se abre con unas célebres palabras de Blas de Otero a modo de lema que orienta la lectura.

Cuna con bandera blanca

Pido la paz y la palabra.
Blas de Otero

Prepárame una cuna de madera inocente
y pon bandera blanca sobre su cabecera.

Voy a nacer. Y, desde ti, mi madre,
pido la paz y pido la palabra.

Pido una tierra sin metralla, enjuta
de llanto y sangre, limpia de cenizas,
libre de escombros. Saneada tierra
para sembrar a pulso la simiente
que tengo entre mis dedos apretada.

Pido la paz y la palabra. Pido
un aire sosegado, un cielo dulce,
un mar alegre, un mapa sin fronteras,
una argamasa de sudor caliente
sobre las cicatrices y fisuras.

Pido la paz y pido a mis hermanos
los hijos de mujer por todo el mundo
que escuchen esta voz y se apresuren.
Que se levanten al rayar el día
y vayan al más próximo arroyuelo.
Laven allí sus manos y su boca,
se quiten los gusanos de las uñas,
saquen su corazón que le dé el aire,
expurguen sus cabellos de serpientes
y apaguen la codicia de sus ojos.

Después, que vengan a nacer conmigo.
Haremos entre todos cuenta nueva.
Quiero vivir. Lo exijo por derecho.
Pido la paz y entrego la esperanza[1].


[1] Cito por Ángela Figuera Aymerich, Belleza cruel, prólogo de Carlos Álvarez, Barcelona, Lumen, 1978, pp. 66-67.

«Belleza cruel», de Ángela Figuera Aymerich

Ayer traje al blog el emotivo poema «Canto rabioso de amor a España en su belleza», de Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902-Madrid, 1984), y hoy quiero recordar otro poema suyo, «Belleza cruel», que abre y da título a ese poemario publicado en México en 1958, con prólogo de León Felipe, que fue Premio de Poesía Nueva España.

Mariposas de papel

Dice así:

Dadme un espeso corazón de barro,
dadme unos ojos de diamante enjuto,
boca de amianto, congeladas venas,
duras espaldas que acaricie el aire.
Quiero dormir a gusto cada noche.
Quiero cantar a estilo de jilguero.
Quiero vivir y amar sin que me pese
ese saber y oí­r y darme cuenta;
este mirar a diario de hito en hito
todo el revés atroz de la medalla.
Quiero reí­r al sol sin que me asombre
que este existir de balde, sobreviva,
con tanta muerte suelta por las calles.

Quiero cruzar alegre entre la gente
sin que me cause miedo la mirada
de los que labran tierra golpe a golpe,
de los que roen tiempo palmo a palmo,
de los que llenan pozos gota a gota.

Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el miedo al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.

Porque es lo cierto que me asusta verme
las manos limpias persiguiendo a tontas
mis mariposas de papel o versos.
Porque es lo cierto que empecé cantando        
para poner a salvo mis juguetes,
pero ahora estoy aquí­ mordiendo el polvo,
y me confieso y pido a los que pasan
que me perdonen pronto tantas cosas.
Que me perdonen esta miel tan dulce
sobre los labios, y el silencio noble
de mis almohadas, y mi Dios tan fácil
y este llorar con arte y preceptiva
penas de quita y pon prefabricadas.

Que me perdonen todos este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza[1].


[1] Cito por Ángela Figuera Aymerich, Belleza cruel, prólogo de Carlos Álvarez, Barcelona, Lumen, 1978, pp. 13-14.

«Canto rabioso de amor a España en su belleza», de Ángela Figuera Aymerich

La figura y la obra de Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902-Madrid, 1984) se sitúa en la denominada «poesía desarraigada» de la primera generación de posguerra española (la del 36). La crítica la adscribió a la denominada «poesía social», si bien la escritora no estaba conforme con esta etiqueta. Empezó a publicar sus versos a finales de los años 40 y su trayectoria poética se prolongó hasta su muerte: Mujer de barro (1948), Soria pura (1949), Vencida por el ángel (1951), El grito inútil (1952, Premio Ifach), Los días duros (1953), Víspera de la vida (1953), Belleza cruel (1958, con prólogo de León Felipe, Premio de Poesía Nueva España), Toco la tierra. Letanías (1962) y Otoño (1983). En 1961 dio a las prensas su Primera Antología y sus Obras completas fueron publicadas, de forma póstuma, en Madrid, Ediciones Hiperión, 1986, con prólogo de Roberta Quance.

Corazón de cristal roto

Copiaré hoy su impresionante «Canto rabioso de amor a España en su belleza», con su elocuente final, que no requiere de mayor comento. Dice así:

Con los ojos cerrados,
con los puños cerrados, con la boca
cerrada, España, canto tu belleza.
Y con la pluma ardiendo y con la pluma
loca de amor rabioso canto y firmo.

Belleza sobre ti y en tus entrañas
de miel y de granito, y en tu cielo,
y en tus encadenadas cordilleras
y en tus encadenados hombres, canto.

De siglo en siglo en olas y torrentes
de barro ibero, en sucesivas olas
de tierras y metales agregados,
de frutos madurados poco a poco
bajo tu fiero sol, me vienes, madre.
Me viene tu belleza tierna y dura,
tu corazón rodando enamorado
hasta embestirme, hasta llenarme toda,
hasta romperme el miedo y la corteza.

De siglo en siglo con tus ríos dulces,
puertos alegres, míticas ciudades,
piedras labradas, torreones, claustros,
palacios, catedrales y conventos,
pueblos de tierra, cementerios míseros,
huertos, jardines, patios y zaguanes,
Cristos sangrientos, sonrosadas Vírgenes,
lanzas y escudos, cálices y códices;
de siglo en siglo con cincel y gubia,
con mística y ascética y pinceles,
con el arado, el yunque y el martillo,
la pluma y los telares, me has llegado.
De sueño en sueño con palmeras y agua,
con limoneros, nardos y arrayanes,
vino y almendra, música y aceite;
de mar a mar, al remo y a la vela,
con sal y caracolas, con pescados,
playas doradas, ásperos cantiles;
de tierra en tierra con praderas húmedas,
sierras nevadas, florecidos valles,
pardas llanuras, parameras ásperas,
cierzos helados, delicadas brisas
oliendo a los tomillos de tu aliento,
de siglo en siglo me has llegado, España.

Tú me has parido y hecho y traspasado
de dicha y de dolor hasta los huesos
con tu belleza que se clava y ciñe
como un cilicio rojo en mi cintura
y hace subir mi sangre a borbotones
entre garganta y verso para ahogarme
de amor rabioso, de vergüenza sorda,
de amor, de amor, de amor, de amor rabioso.

Porque eres bella, España, y agonizas
bajo mis pies, herida en tus cimientos.
Porque te veo andando entre zarzales
por todos los caminos rezagada
con una cruz al cuello y otra al hombro,
durmiendo en las cunetas de la gloria
para soñar perdidas carabelas
con ojos anegados de ceniza.
Porque te veo escuálida y desnuda,
comiendo el pan moreno de tu vientre,
bebiéndote el gazpacho de tu sangre,
desposeída de oros y de espadas,
borracha en copas, vapuleada en bastos,
por todos malcomprada y malvendida,
pordioseando impúdica en la puerta
de la opulenta Catedral del Mundo.
Porque eres bella, España, y te me mueres,
viuda, asesina y mártir de tus hijos,
a mil años y un día condenada.

Porque eres bella, España, y te me mueres,
porque eres mía, España, y no te absuelvo
del mal de España, canto tu belleza
y fecho y firmo a corazón parado,
boca cerrada y apretados puños,
clavándome la lengua entre los dientes,
porque no quiero blasfemar tu nombre[1].


[1] Cito por Ángela Figuera Aymerich, Belleza cruel, prólogo de Carlos Álvarez, Barcelona, Lumen, 1978, pp. 48-50. En el primer verso de la sexta estrofa restituyo las comas aislando el vocativo «España», como en otros versos del poema.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Mito de Andrós» (1995-1998) (1)

En este poemario[1] se va a hacer mucho más vivo el descubrimiento del otro que ya apuntaba en los libros anteriores. A lo largo de sus diecinueve poemas, el poeta sale fuera de sí, con los ojos abiertos, recibe distintas impresiones del mundo exterior (desde la tragedia del estadio Heysel de Bruselas a la muerte de Diana de Gales), vive esos acontecimientos externos que le rasgan por dentro y le causan heridas: son padecimientos ajenos que le hacen sufrir y con-sentir con los demás. En cuanto al título[2], podemos ver en él una alusión al mito del ser humano, en general: el mito de Andrós es, en realidad, el mito de todos y cada uno de los hombres.

Hombre pensativo

También en este nuevo libro se hacen presentes los principales temas poéticos y las preocupaciones constantes en la poesía de Amadoz: la imagen del hombre como nómada, transeúnte, peregrino errante en este mundo (con alusiones más o menos veladas a la historia de Ulises y Circe), que vive en medio de su noche o de sus sombras, pero que anhela una fe (una fe problemática, conflictiva, no fácil de aceptar…); la presencia o —al menos— la intuición de un Dios, que sigue siendo todavía un Dios desconocido, un Dios oculto, etc. Resuenan en estos poemas ecos variados de San Juan de la Cruz y de Kierkegaard, de Rilke y de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez y de Guillén, junto con homenajes líricos a otros poetas como García Lorca o Gabriel Celaya.

El primer poema, «Foreign God», se abre con un lema-dedicatoria a ese «Desconocido Dios / que reinas / en la gloria terrena». El yo lírico se siente mayor, es un «viejo marinero de vieja travesía», un «vigía fiel de lontananzas y mares no surcados / en esta bruma de la vida», un «hijo de los arrecifes del fuego de la lucha». Se siente, sí, viejo y cansado, un «eslabón dorado y frágil de alas de mariposa / en la inmensa cadena de la vida, / solo ante el Dios desconocido de nuestros adentros». El poema insiste en esa intuición de trascendencia de este viejo marinero, que es trasunto de cualquier hombre en su paso por el mundo: «así, / en la vida de los que navegan más allá de la gloria, / de los que recorren las calles repletas de flores y basura»[3].

«Promesas para un destino» lleva una dedicatoria a Descartes, James, Pascal «y tantos otros que buscaron la verdad en su rebeldía». El punto de vista es, de nuevo, el de un «errantecido viajero / que sueña, silencioso, en la espera / de lo invisible», que acaba evocando el río apresurado,

la corriente
de un mar desconocido,
puerto de cimas desgastadas al viento,
olvido de muertos,
niebla y nieve,
abismo y camino.

«De esta noche, muerte transeúnte» se coloca bajo el amparo de una cita del Libro de Horas de Rilke: «Creo en la Noche». Comienza así:

Acaso nos consuele el sentirnos acunados por las olas de la noche,
sentirnos mecidos en el eterno rumor de las estrellas,
en una liviana sombra que penetra y aquieta el cuerpo cansado
subiéndolo entre plumas por la escala sonora del sueño,
acaso nos consuele sentirnos aprendiz de mago que vuela entre pensamientos
de cóncavo espejo,
mirándonos contraídos en un mundo de ensueños,
acaso nos consuele el eterno silencio de las estrellas,
vueltos los ojos hacia un pasado que ya no tiene sino presente.

Y luego, a lo largo del poema, se repite obsesivamente la anáfora de «Acaso nos consuele…». El poeta siente «el peso sordo de tanto desengaño», «la soledad de la noche», noche que puede traer la muerte que le suma en la inmanencia: «muriendo transeúnte / sin saber si volveremos a despertarnos», dice. Se insiste en imágenes queridas: los hombres son «extraños de sí mismo y peregrinos de mil caminos, / aventureros de hielo que sin zozobra acaban su ensueño»; y se remata con estos versos:

… acaso nos consuele morir sin saberlo,
desconocer si emergeremos mañana de nuevo,
si perduraremos inacabadamente mecidos por las olas de la noche,
en el eterno rumor de las estrellas.

Así pues, encontramos una vez más la imagen de la noche identificada con la muerte y la inmanencia del hombre, a quien se le plantea la duda de si existe algo, Alguien, más allá[4]


[1] Poemario no publicado previamente de forma exenta, sino incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Copio las palabras de Fernández González explicativas del título, en «Río Arga» y sus poetas, p. 76, nota 39: «Andros es un mito del que escribe Ovidio en Metamorfosis, XII, 645, y forma parte, por tanto, de una metamorfosis. Andros pertenece a la estirpe de Reo, madre de Anio, rey de Delos, que fue arrojada en un arca al mar por tener relaciones con Apolo, de las que nace Anio, quien engendra cinco hijos: un varón (Andros, rey y epónimo de la isla de Andros) y cuatro hijas que al final son transformadas por Baco, su bisabuelo, en palomas (vid. Antonio Ruiz de Elvira, Mitología clásica, Madrid, Gredos, 1982, pp. 464-466)».

[3] Desde el punto de vista estilístico destaca la anáfora de «sentirse».

[4] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

La trayectoria poética de José Luis Amadoz: «Poemas para un acorde transitorio» (1992-1994) (y 5)

La misma temática que en poemas anteriores[1] reaparece de nuevo en otra composición escrita «Para Juan»: es la «Melodía por un niño» (gusta Amadoz de utilizar términos musicales para los títulos de sus poemas y poemarios[2]), uno de los nietos a los que ya se dedicaba antes otro poema. El nacimiento del niño hace que el corazón cansado del yo lírico sienta un «calambre de porcelana»[3]; afirma que esa novedad «me ha vuelto la fe de mis antepasados / como un guiño que se esconde»; y al recién nacido quisiera eternizarlo:

… y hacerte hijo de las estrellas,
preludio fino de poniente
que en tus horas quedas,
asomas tímido
en tu balbuciente belleza
de indomado y jubiloso estreno.

Hombre mirando a las estrellas

En «Alguien estremecerá mi otoño», tanto la dedicatoria a Teresa de Calcuta como el lema de Rilke colocado al final, nos transportan al tema de la trascendencia deseada, anhelada, aunque siempre conflictiva, en ese otoño «de pájaros dormidos» del poeta (se acumulan otras imágenes de acabamiento: viento viejo, hoja marchita, viento herido, harapos del tiempo, secos viñedos…). Y una vez más con el ejemplo de «mis antepasados», el yo lírico espera el «paso del ángel / que todo sella» y llama a un «indómito rocío» de esperanza y vida renovada, una espera en alguien / Alguien:

Firme de luz,
mi ángel en su camino
con la ternura asida en sus manos,
el viento sonoro late
en este huerto
de perenne frescura
y frutales ensazonados,
ya atardecida la hora
de hojas secas hacia remotos jardines.

En fin, ese anuncio de esperanza en una vida nueva se redondea y hace más patente en el poema que cierra el libro, «Te completo, padre», que parte de unos bellos versos:

Yo te sigo y dilato, padre mío.
En mi propia vida te doy ensanchados ámbitos,
y de mí te completo
como me completarán mis hijos.

[…]

En nada puedo quedarme sin servirte.
Donde pongo mis manos,
otras manos añosas que son tuyas
se juntan con las mías.

Es un poema que puede leerse en clave religiosa: de la misma forma que un hijo completa a un padre y será completado a su vez por sus hijos, él, el yo lírico, el hombre, completa al Padre Dios. Esta equivalencia del padre (terreno) con el Padre (celestial) no parece inadecuada, sobre todo si tenemos en cuenta lo expresado en otros poemas y el apóstrofe final de este al Señor, con unos versos que dejan al poeta claramente abierto a lo infinito:

Tú, Señor, me has manado
en agua corriente que no acaba,
en imperiales rebaños de eternos amores,
me has dado fe para verdecer mis súplicas
y continuarte en la obra de mi padre.

Donde tú me terminas, padre, yo te dilato
y el horizonte se abre,
y no hay final sino principio,
aires que te pueblan de mis aires infinitos.

En resumen, estos Poemas para un acorde transitorio son composiciones más cercanas y llenas de vida, algunas con una génesis claramente ligada a circunstancias personales y gozosas de la vida del poeta, en particular la experiencia rejuvenecedora de los nietos. Como hemos visto, se reiteran temas, motivos e imágenes habituales; y si al comienzo del poemario se hacía presente la noche de la no fe y siempre, a lo largo de todos los poemas, la conciencia de finitud y muerte futura, al final el poeta queda abierto a «remotos jardines», a un «horizonte que se abre», a «aires infinitos». Es decir, el permanente debate entre inmanencia y trascendencia parece inclinarse ya de forma patente hacia el lado de esta última[4].


[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

[2] Podemos citar algunos ejemplos de esta importancia de la música en la nominación de los poemas y poemarios: acorde, melodía, acordes, poema sinfónico, cuarteto, etc.

[3] Por cierto, se hablaba de unos ojos de porcelana en un poema anterior dedicado a los nietos: «Siempre quise miraros con mis ojos de porcelana…». En otros contextos hablará de un «duende de porcelana» o de una «aventura de porcelana».

[4] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.

«Primera claridad», soneto de Jesús Górriz Lerga

A lo largo de su trayectoria poética, Jesús Górriz Lerga (Pamplona, 1932-Pamplona, 2016) demostrará ser un maestro del soneto, que domina la medida y el ritmo, que dota de musicalidad a sus endecasílabos. Ya en su poemario inaugural, Primera señal (1973), encontramos buenas muestras de ello, como por ejemplo en «Primera claridad», que —desde el punto de vista temático— presenta una de las inquietudes habituales del yo lírico de este poemario: la conciencia de su temporalidad y de su fragilidad, por un lado, pero, al mismo tiempo, la conciencia también de la existencia de algo que trascienda el dolor y la miseria del ser hombre: «Que ha de surgir la luz de este despojo / humano» (vv. 12-13, con eficaz encabalgamiento versal). En muchos de estos poemas de Primera señal —en este no de forma tan explícita— tal temática se plasmará en un deseado y esperanzado encuentro con lo trascendente en sentido religioso, valga decir con la divinidad.

El soneto dice así:

Se quiebra la promesa por el lado
más débil. Y, al punto, la hermosura
surge como una herida que supura
sangre de soledad, cieno enconado.

A solas con mi duelo y desolado,
en trance de soñar una ventura
definitiva, el tiempo me procura
un ensueño fugaz, turbio, velado.

Y sé, como quien se ase a un hierro al rojo,
que no es una ilusión lo que amanece
detrás de la tardanza de esta espera.

Que ha de surgir la luz de este despojo
humano. Y que la luz arraiga y crece
en la verdad de la razón primera[1].


[1] Jesús Górriz Lerga, Primera señal, prólogo de Miguel Javier Urmeneta, ilustraciones de Jorge Fernández de Avilés, Pamplona, Caja de Ahorros Municipal de Pamplona, 1973, p. 20.