Excesos, desmesuras y extravagancias en «El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra», de Manuel Fernández y González (libro primero)

Tenemos, pues, que en El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra, de Manuel Fernández y González[1], la materia novelesca se amplía como fruto de la torrencial fantasía del entreguista. Y no resulta nada fácil resumir en pocas líneas el argumento de la narración de Fernández y González, dada la acumulación de episodios y subtramas. La mera transcripción de los títulos de los capítulos que la forman bastaría para llenar este trabajo… y faltaría espacio. La novela se presenta en dos tomos con paginación corrida, que alcanza exactamente las 1.300 páginas (excluidos los índices finales, que van sin paginar en ambos tomos). Externamente se divide en siete libros (que el narrador, al interior del relato, denomina también partes), a los que se suma una breve «Conclusión». Esto es lo que tenemos en esquema:

TOMO PRIMERO (pp. 1-668)

Libro primero, «El cardenal Aquaviva[2]» (60 capítulos)

Libro segundo, «De Roma a Lepanto» (47 capítulos)

Libro tercero, «Lepanto» (12 capítulos)

TOMO SEGUNDO (pp. 669-1300)

Libro cuarto, «El cautiverio en Argel» (69 capítulos)

Libro quinto, «Esquivias» (21 capítulos)

Libro sexto, «El alcalde de Argamasilla» (13 capítulos)

Libro séptimo, «La hija de Cervantes» (35 capítulos)

«Conclusión» (14 capítulos)

La acción del libro primero, «El cardenal Aquaviva», comienza en Madrid en noviembre de 1568 y acaba con la marcha de Cervantes para trasladarse a Italia en el séquito del nuncio papal.

El cardenal Giulio Acquaviva

Son 60 capítulos, pero hay en ellos una enorme concentración temporal: todo un sinfín de lances y aventuras se suceden en el corto lapso de una noche y el día siguiente[3]. La narración, desde sus primeras páginas, se irá convirtiendo en un laberinto de historias que se empiezan a contar, pero sin que acaben de contarse del todo: antes de que se llegue al final de la primera, se abre otra nueva, y luego otra… y así sucesivamente, en una especie de «muñeca rusa» narrativa (es lo que sucederá con las historias intercaladas de Abigail, de su esclava Zaphirah o de la duquesa de Puente de Alba). Y al hilo de toda esta balumba de peripecias sorprendentes que se suceden a ritmo vertiginoso va a ser muy poco lo que se aporte sobre Miguel de Cervantes Saavedra: sabemos, sí, que el protagonista es un estudiante[4]; se ofrecen algunos datos sobre su familia y linaje (es hidalgo, pobre pero digno: cfr. el título del capítulo IX, «De cómo Miguel de Cervantes era hombre que sabía mantener su dignidad, a pesar de su pobreza»); se señala en varias ocasiones que es un discípulo predilecto del licenciado López de Hoyos, que ha escrito algunas poesías… y poco más. En realidad, todo lo que cuenta la novela, más que los hechos conocidos del personaje histórico Cervantes, son las aventuras inventadas de este otro Cervantes de la ficción, presentado como un galán, enamoradizo y algo voyeur (el agujero que existe en una de las paredes de la habitación donde se aloja va a dar mucho juego narrativo, tanto para mirar él a los vecinos como para ser él mirado por otros…). Del futuro autor del Quijote se destaca que tiene «el alma ardiente e impresionable, y ansiosa de lo embriagador, y de lo bello, y de lo resplandeciente» (p. 37). Y por ello, nada menos que cuatro son las mujeres de las que se va a enamorar —simultáneamente— el bueno de Miguel: doña Magdalena, «la hermosa morena de los ojos negros» (pp. 26, 30, 46, 53); donna Beatriz, la angelical hermana del cardenal Aquaviva, «la otra beldad de blanca tez y ojos garzos» (p. 52); la judía Abigail, una actriz de hechicera belleza perteneciente a la compañía de Lope de Rueda; y, en fin, la joven y desgraciada duquesa de Puente de Alba[5].

La novela nos retrata, en efecto, a un joven Cervantes, de carácter bravo y aventurero a sus 21 años, que tiene sobre todo un alma ardiente y apasionada, impresionable y soñadora; se habla de «la lozana y poética imaginación de nuestro joven» (p. 126); y se afirma que «Lo bello, lo candente, lo desconocido, lo misterioso, la atraía, la absorbía» (p. 144; esos la se refieren al alma de Cervantes, con feo laísmo habitual en el estilo del autor). Es un hombre de genio, un soñador nato: «Se comprende, pues, que en poco más de veinticuatro horas, Cervantes hubiese sentido tres amores más o menos intensos por tres mujeres, y se sintiese impresionado por una cuarta» (p. 200; ese capítulo XL se titula precisamente «Que es un discurso en que el autor pretende probar que se puede amar un ideal en muchas mujeres, y con una igual intensidad»). Con tantos amoríos, no es de extrañar que el corazón de Cervantes sea un volcán y su cabeza un hervidero. Es un personaje de gran sensibilidad, melancólico, expansivo, con el alma repleta de imaginación y fantasía, que irá oscilando continuamente de un amor a otro: conoce a una hermosa mujer que causa una profundísima impresión en su alma, pero poco después entra en contacto con otra dama de belleza igualmente subyugante y al punto se apasiona y se olvida de la primera… Y así a lo largo de toda la novela, no solo en esta primera parte. No hay mayor profundidad psicológica en el retrato del escritor: los hombres de genio aman así, y punto redondo.

Podríamos hablar de cierta quijotización de Cervantes apreciable ya en estos primeros capítulos de la novela: siempre se muestra dispuesto a socorrer, servir y proteger a cuantas damas en dificultades se cruzan en su camino, usará con frecuencia un lenguaje caballeresco[6] y protagonizará aventuras sin cuento: «yo me desvivo por las aventuras» (p. 28), afirma él mismo; «En que se ve que llovían sobre Miguel de Cervantes las interesantísimas aventuras», anuncia el título del capítulo XIX; «aventura me ha salido al paso y tal, que no sé a qué otras aventuras puede llevarme» (p. 92), señala de nuevo el personaje; «la aventura en que hoy me encuentro y que me llama urgentemente, y no sé a dónde podrá llamarme, nace de una extraña aventura de anoche en que serví, cumpliendo con mi obligación de hidalgo, a ese señor […] en fin, buenas sean o malas las aventuras que a un hidalgo se le pongan por delante, debe seguirlas» (pp. 92-93), le dice a su hermano Rodrigo; «Miguel tenía el espíritu levantado y caballeresco» (p. 98); «A cada momento se presentaba más enredada su extraña aventura» (p. 106); «El misterio de sus aventuras crecía hasta lo infinito» (p. 141); «¡Y llueven aventuras!», comenta Rodrigo (p. 213); «En que continúa cayendo agua de las nubes, y lloviendo aventuras sobre Miguel de Cervantes», es el título del capítulo L, etc., etc.

Así pues, las historias y las aventuras se van arracimando en torno a Cervantes y los personajes que le rodean: «En que por una vez más se interrumpe la historia de la duquesa, para dar lugar a los principios de una nueva historia» (título del capítulo XXVI); «En que se van complicando los sucesos de esta historia» (título del capítulo XLVI). El propio narrador se da cuenta de sus descarríos narrativos, de que se aleja mucho de las aventuras centrales con lances secundarios, y se ve en la obligación de justificarse: «Pero hemos vuelto a extraviarnos. / Nuestro pensamiento, rebelde en su independencia, se va por donde quiere, y tenemos a cada paso necesidad de encarrilarle» (p. 152); y en otro lugar: «No se nos culpe de que abandonamos la acción de nuestra novela para divagar en discursos. / Los grandes escritores nos han dado el ejemplo» (p. 199). Al laberinto de historias entrelazadas se suman las continuas digresiones, que pueden ser sobre los más variopintos temas. Por ejemplo, el capítulo XVII es todo él una digresión, como indica el título: «En que Lope de Rueda hace, sin género alguno de pretensiones y en resumen, un artículo de crítica sobre la novela, al cual pone algunas acotaciones Cervantes».

En definitiva, para explicar el hecho biográfico de que Cervantes entra al servicio del joven cardenal Giulio Acquaviva dʼAragona, legado de Su Santidad en la corte del rey Felipe II, y que termina marchando a Roma en su séquito, el novelista ha inventado diversas y extrañas aventuras galantes —cuatro amores, cuatro—, más la historia de una niña expósita (la hija de la duquesa de Puente de Alba, historia que seguirá coleando cientos de páginas más adelante…), pendencias y cuchilladas, intrigas sin cuento, etc. La acción de esta primera parte de la novela discurre «Aventura sobre aventura», como certeramente anuncia el título del capítulo XXXVI. En este sentido, el mesón de la viuda de Paredes funciona a la manera de las ventas en el Quijote, siendo el espacio físico que facilita el encuentro y la interacción de los diversos personajes[7].


[1] La ficha de la novela es: Manuel Fernández y González, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra. Novela histórica por don… Ilustrada con magníficas láminas del renombrado artista don Eusebio Planas, Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878], 2 vols.

[2] Mantengo la forma en que se escribe este apellido a lo largo de toda la novela, y lo mismo haré con los nombres de otros personajes.

[3] «¡Cuántas aventuras en menos de veinticuatro horas! / ¡Cuántas emociones!» (p. 116), hace notar el narrador.

[4] Cervantes, que es «bien parecido, aunque de semblante grave» (p. 7), va «vestido a lo estudiante hidalgo» (p. 6), lleva bonete de bachiller, ha cursado filosofía y letras humanas…

[5] Todavía podríamos sumar una quinta mujer si consideramos el asedio que sufre Cervantes por parte de la dueña doña Guiomar, «un amor momio y trasnochado que le salía» (p. 243). En fin, tampoco Antona, la maritornesca cocinera del mesón, se resiste a los encantos del joven estudiante.

[6] Un ejemplo como botón de muestra: «¡Haceos atrás incontinenti, canalla, o vive Dios que yo os haga que os tengáis!…» (p. 211).

[7] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173.

Para la génesis del «Quijote» en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender: el hidalgo don Alonso de Quesada (1)

En Las gallinas de Cervantes[1], varios de los personajes con los que convive Cervantes en la casa familiar de Esquivias son claros antecedentes de los futuros personajes del Quijote. De todos ellos, el más notable es el tío de doña Catalina, el hidalgo don Alonso de Quesada:

El día de la boda, cuando se marcharon los vecinos, quedó en un extremo de la sala un tío de doña Catalina, que se llamaba don Alonso de Quesada y Quesada, por lo cual se supone que sus padres fueron primos hermanos y tal vez era esa la causa de algunas de las rarezas de su carácter. Iba vestido mitad de caballero a la soldadesca y mitad de cortesano, y era alto, flaco, membrudo y de expresión noble y un poco alucinada (pp. 9-10).

Cervantes lo mira con respeto por su decorativa presencia y su llamativo silencio (se insistirá varias veces en ese «silencio noble» del hidalgo). Curiosamente, se le llama primero hidalgo (p. 10), pero de seguido caballero (p. 11). Es él quien añade, junto a la lista de enseres y otros objetos del ajuar de la novia, la indicación de las veintinueve gallinas (y anotará también el gallo, a petición de Cervantes). La dualidad realismo/idealismo es nota destacada de su retrato:

Le parecía a Cervantes que aquel figurón era espantosa e increíblemente contradictorio. En su cuerpo vivían dos seres distintos. Lo último que podía haber imaginado Cervantes era que aquel don Alonso saliera con la ocurrencia de las gallinas, él, que parecía reunir las apariencias y las secretas cualidades de generosidad y largueza de los héroes del linaje de Amadís (p. 11).

Este Quesada en tiempos pasados había seguido, explica el clérigo, los negocios familiares del pollerío con ciertos comerciantes de Valdemoro que tenían puestos en el mercado de Medina del Campo, y en cierta ocasión fue protagonista de una equívoca anécdota que le valió una paliza:

El hidalgo, con su prestancia de condestable de Castilla, había sido en tiempos un buen agente de compras de huevos para el abuelo de doña Catalina. Y, según ella decía, una vez que supo que un arriero iba a Pinto con una carreta y que llevaba una carta de su hermano el cura para un campesino que criaba aves de corral, el hidalgo le pidió la carta sellada al clérigo y escribió en el sobrescrito: «El día 15 pasaré por ese camino de Valdemoro. Si tenéis huevos salid al camino.» Y firmó.

Quería que saliera con huevos para comprárselos, pero el rústico entendió mal, salió y le dio una paliza al condestable. Ese incidente desgraciado, que doña Catalina contó de buena fe, hizo reír a Cervantes (pp. 73-74)[2].

Huevos

Pero luego se retiró del negocio: «Viendo en el viejo señor Quesada, una vez más, aquella dualidad de grandeza y miseria, Cervantes no sabía qué pensar» (p. 75). Ya antes había anotado el narrador: «Por un momento pensó Cervantes que sería bueno separar a aquellas dos personas que parecían vivir en el cuerpo de don Alonso» (p. 12). Otros pasajes van completando su descripción física y su retrato moral:

… cuando llegaba de tarde en tarde don Alonso Quesada, evitaba discutir con él porque se obstinaba el buen viejo en decirle que las heridas de arcabuz no implicaban heroísmo ni mérito, ya que se tiraba a distancia, y el mérito estaba solo en la espada y la pica. Él arrastraba un enorme espadón, que llevaba colgado de un tahalí de piel de cabra, porque padecía de los riñones el buen hombre.

[…] Aquel viejo tenía manías raras. Por ejemplo, prohibía que se dijera su nombre de noche porque veía en esa peregrina circunstancia no sé qué riesgos en relación con Urganda la desconocida. Leía libros de caballerías y, cuando, un día, el hermano de doña Catalina, el clérigo, […] le preguntó al hidalgo si se podía saber qué hacía en Esquivias, él respondió, atusándose el bigote lacio y caído:

—Esperar. Eso es lo que hago. Esperar.

—¿Y qué esperáis?

—Espero el ineluctable desenlace (pp. 23-24).

Cervantes, que está familiarizado con el hebreo y el Antiguo Testamento, encuentra interesantes los nombres del anciano:

Los nombres de aquel viejo hidalgo (Alonso y Quesada) le parecieron a Cervantes especialmente sugestivos. Pero Quesada podría haber sido Quijano y Quijada, y se le ocurrió que añadiéndole el sufijo ote (despectivo) la sugestión era más completa. En hebreo resultaría el nombre Quichot (o quechote), que quiere decir certidumbre, verdad, fundamento, y que se cita constantemente en las escrituras religiosas judías. Quesada era un nombre lleno de alusiones a grandezas humanas y el ote lo hacía grotesco. Sin dejar de ser grandioso y grotesco era, sobre todo, la verdad. Una gran verdad hebraica. Como Ezequiel y, más aún, como David, el hidalgo Quesada parecía a un tiempo loco, sabio, grave, grotesco, y Cervantes lo miraba a distancia y reflexionaba. Le producía aquel viejo admiración, respeto y risa (pp. 85-86)[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Aquí podríamos ver un antecedente de las numerosas palizas que recibe don Quijote en la novela cervantina.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

«El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra», de Manuel Fernández y González: una desmesurada novela repleta de excesos, excentricidades y extravagancias

Esta obra de Fernández y González[1], publicada en torno a 1876-1878, abarca buena parte de la vida de Cervantes, desde noviembre de 1568 (en vísperas de su marcha a Italia) hasta su muerte. Podríamos afirmar que todo en esta narración es desmesurado: hay desmesura, en primer lugar, en su extensión: sus dos tomos alcanzan un total de 1.300 páginas de apretada tipografía. No sabemos a ciencia cierta si, previamente a su aparición en volumen, el texto se fue publicando en forma de entregas, pero todo hace suponer que así habría sido, de suerte que esta sería una de esas novelas «de cañamazo» —y no de «seda fina»— a las que se refería el propio autor. Es desmesurado asimismo el argumento, repleto de excesos, excentricidades y extravagancias, con profusión de personajes secundarios y de historias subalternas. El esquema narrativo es, más o menos, así: Cervantes conoce al personaje A, del que se cuenta su historia; en esa historia de A se introduce otro personaje B, cuyos antecedentes también se refieren; a su vez, los hechos del personaje B nos llevan a conocer al personaje C… y así sucesivamente a lo largo de cientos y cientos de páginas. Hay igualmente un uso desmesurado de los diálogos, que sustituyen por completo a la descripción (muchos de los capítulos consisten exclusivamente en escenas dialogadas que hacen, sí, avanzar la acción, pero que van en detrimento de la descripción de ambientes y caracteres). Y, desde el punto de vista narrativo, hay una tendencia a lo que Ferreras denomina «estilo entrecortado», una técnica que yo he llamado en alguna ocasión «abuso del punto y aparte» (debemos recordar que al novelista se le pagaba por cuartilla escrita). Hay, en fin, desmesura, y excesos, y excentricidades, y extravagancias sin cuento también en la presentación de los personajes, que —como no podía ser de otra manera— se dividen maniqueamente en héroes (y sus coadyuvantes) y villanos (y los secuaces que les secundan): los buenos, muy buenos, y los malos, muy malos.

Cubierta del libro: Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas 1840-1900 (concentración obrera y economía editorial), Madrid, Taurus, 1972.

En esta novela de Fernández y González la materia narrativa se estira todo lo posible, hasta límites insospechados, y cualquier digresión, sobre cualquier tema, es susceptible de ser incorporada, porque todo sirve para engordar la «olla podrida» —valga la expresión culinaria— de la narración, que presenta todas las características —y adolece de todos los defectos— habituales en el subgénero de la entrega y el folletín, pero llevados aquí a su máxima expresión. Así, a este respecto, el autor no tiene empacho en introducir todos los documentos de la información de Argel de Cervantes (capítulo II del libro quinto, pp. 952-964); o el poema cervantino a los éxtasis de santa Teresa (capítulo XXIII del libro séptimo, pp. 1237-1239); o de prestar una composición amorosa suya —de Fernández y González, me refiero— al propio Cervantes (el madrigal «De sus serenos y potentes ojos…», p. 527); o lo que quizá sea lo más desmesurado de todo: el hecho de incluir en la novela su poema épico La batalla de Lepanto en lugar de describir de nuevo la célebre batalla naval contra el turco de 1571. Sucede esto en el capítulo XII del libro tercero, ocupando nada menos que ocho páginas con el texto a dos columnas (ver las pp. 659-667; aquí el poema consta de 87 octavas reales, en vez de las 89 de la versión original). Y el narrador justifica su decisión con estas palabras: «Tal fue la famosa batalla de Lepanto. / Hemos preferido relatarla a nuestros lectores en verso que contársela en prosa» (p. 668). ¿Para qué volver a contar —dedicando tiempo y esfuerzo adicionales— algo que ya estaba contado previamente? Sin duda que para el autor sevillano no merecía la pena…[2]


[1] La ficha de la novela es: Manuel Fernández y González, El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra. Novela histórica por don… Ilustrada con magníficas láminas del renombrado artista don Eusebio Planas, Barcelona, Establecimiento Tipográfico-Editorial de Espasa Hermanos, s. a. [c. 1876-1878], 2 vols.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Excesos, desmesuras y extravagancias en una novelesca recreación cervantina: El Príncipe de los Ingenios Miguel de Cervantes Saavedra (c. 1876-1878) de Manuel Fernández y González», Cervantes. Bulletin of the Cervantes Society of America, volume 42, number 1, Spring 2022, pp. 151-173.

La semblanza de Cervantes (escritor y descendiente de conversos) en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender (y 2)

A lo largo de la novela[1], Cervantes irá sintiendo cada vez con más premura la necesidad de escapar de allí, y no solo por la preocupante metamorfosis de su esposa, sino también por el ninguneo que sufre por parte de su familia y la falta de perspectivas vitales y literarias en aquella aldea de Toledo:

El descubrimiento de la extravagancia del tío, de la sordidez del cuñado clérigo y, sobre todo, del acelerado proceso de gallinificación de doña Catalina decidió a Cervantes a pensar en salir un día de Esquivias (p. 25).

Casa de Cervantes en Esquivias (Toledo).
Casa de Cervantes en Esquivias (Toledo).

Al ver que su esposa ha cortado las alas al halcón herido, el narrador menciona que Cervantes siente «una sombría y profunda angustia» (p. 31), y luego se añade que «se sentía triste por sí mismo [y] por el falconete» (p. 46). A este estado de melancolía contribuye también la conciencia de su fracaso como autor teatral: en un determinado momento marcha a Madrid, pero regresa sin haber conseguido vender una comedia que había escrito. Distintas indicaciones textuales van insistiendo en esta cuestión de la tristeza y el cansancio cervantinos: se siente «fatigado y perplejo» (p. 35) por tener que agradecer la atención de que nunca mengüen las veintinueve gallinas del contrato matrimonial, algo que se encarga de cumplir escrupulosamente el hermano clérigo como una «deuda de decoro»: si se mata una gallina para comer, inmediatamente se repone con otra; luego se insiste en que «Sonreía irónico y melancólico» (p. 39) al comprobar que su esposa y su cuñado no se descuidaban jamás en esta contabilidad del gallinero. «Estaba Cervantes cada vez más preocupado con todo aquello» (p. 48), hasta el punto de haber perdido las ganas de reír: «Pero Cervantes solía reír pocas veces […] aquello comenzaba a ser una tremenda extravagancia del destino» (p. 55)[2]. La única solución posible es huir, escapar de la casa, de su esposa y de su familia: «El día que se celebró la primera misa en el hogar, Cervantes, profundamente impresionado por la transformación de su esposa, decidió marcharse» (p. 56). Y luego, ya completado el proceso de transformación de doña Catalina de mujer en gallina:

Doña Catalina seguía hablando y, cuando se sentía locuaz al modo gallinesco, Cervantes quería ya una sola cosa. Quería marcharse de aquella aldea. Lo más lejos posible. A las Indias no le dejaban ir por el momento, pero le habría gustado por lo menos ir a Andalucía o bien a Castilla la Vieja, a Valladolid, donde estaba la corte (p. 103).

Al final, la atmósfera resulta tan asfixiante que solamente siente el anhelo de la libertad: «Llegó un momento en que Cervantes habría querido salir de la casa y de Esquivias con las manos vacías y solo por sentirse libre» (p. 107).

Dada la brevedad del relato, Sender no puede ofrecer una semblanza completa del escritor; sea como sea, sí se van dejando caer aquí y allá algunos datos esenciales sobre su vida, su carácter y su producción literaria: fue soldado y resultó herido en combate (p. 23); estuvo cautivo en Argel, «seis años» (p. 72), donde se interesó por los idiomas semíticos, y pasó además por Chipre y por Italia; antes había sido estudiante en Salamanca (p. 57); es hidalgo y tiene derecho al tratamiento de don (pp. 35 y 105); gusta de releer la primera parte de La Galatea y piensa escribir su continuación; tiene una hija natural y mató a un hombre en duelo (p. 103); ha fracasado como autor teatral; tiene el deseo de pasar a América en busca de mejor fortuna, etc. Se dice de él que «tenía una sensibilidad muy aguda» y «solía leer los secretos pensamientos de la gente, especialmente cuando percibía en ella alguna tendencia a la animosidad» (p. 81). Esa sensibilidad, claro, es especial en materia el lenguaje («Él se interesaba por las palabras como los niños por los confites y los jugadores por sus bazas», p. 77). En fin, el Cervantes de Sender es, sobre todo, un hombre sin rencor (p. 46), un hombre prudente y bueno:

Era Cervantes extremadamente prudente. Nunca habló mal de nadie. Si alguno lo maltrataba lo comentaba tal vez, doliéndose, pero su dolor era conciliador. Parecía como si tuviera un sentimiento de culpabilidad. ¿Tal vez por saberse de origen judío? / Era un hombre bueno, secretamente bueno y digno como nadie de Dulcinea del Toboso, es decir de la mujer dulce de la bondad secreta (pp. 93-94)[3].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Las ocurrencias de la sobrinita de doña Catalina y los picotazos «sin malicia y solo por juego» (p. 45) que le daba el halcón en el dedo son dos de las pocas cosas que le hacían reír.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

La semblanza de Cervantes (escritor y descendiente de conversos) en «Las gallinas de Cervantes» (1967) de Ramón J. Sender (1)

Por debajo de la “cáscara” cómica y aparentemente intrascendente, hay en el relato de Sender[1] un meollo de contenido más hondo que deja en el lector un poso de angustia y dolor, no exento de cierto sentido trágico. Ciertamente, la metamorfosis de doña Catalina es solo la anécdota externa, pero está cargada de valor simbólico: Cervantes, en Esquivias, vive en medio de un mundo de gallinas, valga decirlo así, inmerso en una realidad prosaica y cotidiana —opresiva también— que coarta su libertad como escritor y como persona. En este sentido, la acción de doña Catalina cortando las alas del halcón herido que cuida su marido constituye una metáfora transparente de esa realidad que cercena la libertad del escritor, impidiéndole volar a regiones más altas. Así, la formulación «Cervantes repetía que sería injusticia hacer esclava a un ave a quien Dios había hecho libre» (p. 28) recuerda claramente las palabras de don Quijote en el episodio de la liberación de los galeotes: «… porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres» (Quijote, II, 22). Al final, el halcón se recupera y logra escapar volando hacia las alturas (pp. 67-68), anticipando el final de la novela y el destino del escritor:

Y Cervantes salió aquel día de Esquivias y no volvió nunca. Sin los majuelos. Se fue a Andalucía a reunir víveres para la expedición de la Invencible, que fue vencida poco después. Sabido es el soneto que escribió más tarde, burlándose del duque de Medinasidonia y el que dedicó a Felipe II. De aquellos dos sonetos estaba Cervantes justamente satisfecho. Él que tanto empeño puso en escribir poesía (p. 111)[2].

Halcón

Como vamos viendo, la presencia de los animales, con un valor simbólico, es constante en la obra, y se extiende más allá de la gallinificación de doña Catalina. Así, otro símbolo muy notable es el de la gallina herida por un gato; tras el asalto al gallinero, esta gallina ha quedado muy maltrecha y todas las demás la picotean (p. 76). Cervantes, en su manquedad, se identifica con ella:

Veía Cervantes su propia mano manca por heridas de guerra y recordaba el arcabuzazo en el pecho. Creía hallar alguna congruencia en la actitud de toda aquella gente con él. Tampoco él se podía valer con las dos manos (p. 77).

Durante el día seguía preocupándole lo que sucedía en el corral con la gallina herida. Si reflexionaba un poco no tardaba en comprender que en la casa, y tal vez en la vida, pasaba lo mismo con él. Sabiéndolo manco, deseaban hacerle sentir su vulnerabilidad, tal vez (pp. 78-79).

Y es que, en efecto, él se siente ninguneado por los familiares de doña Catalina, que ni aprecian el valor heroico de sus heridas recibidas en combate, ni consideran el oficio de escritor un trabajo, una ocupación rentable en términos de dineros:

Iban haciéndose las cosas difíciles para Cervantes y no sólo por la metamorfosis de doña Catalina. Algunos comenzaban a pensar que Cervantes no trabajaba, no hacía nada dentro ni fuera de la casa (p. 69).

Por el contrario, constantemente se le recuerda que el abuelo de Catalina tuvo un próspero negocio de venta de pollos y huevos (cierta vez logró vender 600 gallinas a los polleros de Valdemoro), del que todos se sienten muy orgullosos. Para su familia política el dinero es más importante que el valor. Por ejemplo, tienen un pariente arrendador de alcabalas que ha hecho dinero, y doña Catalina comenta: «Ese, vale mucho» (p. 70); y su hermano clérigo añade: «Ese arbitrista no se anda en Galateas ni galateos» (p. 70), dardo envenenado contra Cervantes, porque por esos días está pensando en redactar la segunda parte de La Galatea (pero no se decide, entre otras cosas porque no se atreve a usar para escribir «unas resmas de estracilla que había en la casa y que figuraban también en el contrato de boda», p. 61; se alude otra vez a ellas en la p. 104). La situación hace que Cervantes se sienta consternado: «Tenía el deseo de marcharse de Esquivias cuanto antes, pero no sabía cómo» (p. 91).

Pero todavía hay más, y se trata de algo más grave: el hermano clérigo de doña Catalina, del que se destaca su «sordidez» (p. 25), simboliza una España autoritaria en el que no hay lugar para los seres marginales, sean estos gitanos (ver pp. 26 y 47), moriscos[3] o conversos. En este sentido, la novela de Sender no pasa por alto el tema de los antecedentes conversos de Miguel de Cervantes, con varias alusiones explícitas, que se acumulan en la parte final del relato:

No tardaron en descubrir que Cervantes rehusaba a veces comer carne de cerdo. No todas las clases de carne de cerdo. Por ejemplo, el jamón serrano bien curado, cuando tenían un pernil colgado en la despensa, le gustaba y, en las tardes de invierno, una loncha con un poco de tomate en conserva, un trozo de pan y medio vaso de vino era una buena merienda que le entonaba. Quedarse entonces al amor del fuego una hora sin hacer nada, soñando y dormitando, era una delicia (p. 79).

Aquella tarde el clérigo dijo al hidalgo: «Mi cuñado don Miguel de Cervantes viene de conversos.» Cervantes era rubio, de frente despejada y expresión abierta. Es verdad que tenía una nariz corva y afilada y los labios gruesos y saledizos, aunque la boca era pequeña. En todo caso, el carácter de Cervantes, un poco solitario y evasivo, distaba del de otros escritores que no venían de conversos, como por ejemplo Lope de Vega (p. 80).

Un día se dio cuenta Cervantes de que la transformación de doña Catalina era menos sensacional para sus amigos que la sospecha creciente de haber habido judíos en su linaje. No era Cervantes judío, pero venía de conversos (p. 92).

Había pensado también seriamente Cervantes en salir para Indias, común refugio de los desventurados. Pero para conseguir la autorización necesitaba una justificación de limpieza de sangre, porque había recelo y ojeriza con los sospechosos de judaísmo e incluso con los conversos de reciente data. Esta era una ley nueva (p. 94).

Cervantes sabía un poco de árabe y más hebreo, aunque en ninguno de esos idiomas era maestro. Algunos pasajes de Ezequiel podía leerlos en el idioma original, pero aquella era una virtud no comunicable (pp. 101-102).

Un día, el párroco se permitió una alusión que alarmó un poco a Cervantes. Habló de los que preferían el aceite a la grasa de tocino para freír huevos. Luego le preguntó a Cervantes si el nombre Ana era judío y lo que quería decir (p. 106).

Comenzaba el clérigo a mirar de reojo a Cervantes por alguna de las siguientes causas. Por haberse enterado de que tenía una hija natural nacida de sus amores con la comediante Ana Franca (una hija a quien Cervantes amaba y que se llamaba Isabel de Saavedra). Por su arrepentimiento de haber casado a la hermana joven con un converso o hijo o nieto de conversos veinte años más viejo y manco. Por haber averiguado que, antes de ir Cervantes a Italia, mató a un hombre en duelo por lo cual fue condenado a diez años de destierro y a la amputación de la mano derecha, sentencia que afortunadamente no se cumplió. O, simplemente, porque recelaba de aquel interés varias veces manifestado por los majuelos de Seseña (p. 106)[4].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Los majuelos aludidos formaban parte también de la dote aportada por la novia. Luego se refiere a los célebres sonetos que comienzan «Vimos en julio otra Semana Santa…» y «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza…», dedicado este segundo al túmulo de Felipe II en la catedral de Sevilla.

[3] La primera alusión, aparentemente casual e inocente, ocurre al hablar de unos guarismos («Por entonces, supo [la sobrina de doña Catalina] que los guarismos eran de origen árabe, y les tomó ojeriza. Eran moriscos, es decir, cosa del diablo», p. 54). La Inquisición se menciona varias veces (ver por ejemplo p. 67).

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

«Las gallinas de Cervantes» (1967), de Ramón J. Sender: la metamorfosis de doña Catalina (y 2)

Los cambios en el cuerpo y en la voz de su mujer —descritos con humor por Sender en la novela[1]preocupan, como no podía ser de otra manera, a Cervantes:

En aquellos días, los brazos de doña Catalina se hacían más cortos y la piel se ponía granulosa como la de las gallinas. Además, ella los agitaba de vez en cuando, como si fueran alas (p. 48).

Razonable o no, aquella misma semana advirtió que el fustán de su mujer se alzaba un poco en la espalda. Era que le crecían las plumas del rabo. Al mismo tiempo, las piernas se enflaquecían y aparecían cubiertas de una piel seca y escamosa.

El vientre de doña Catalina formaba una masa redonda con los pechos (casi atrofiados) y los hombros. El cuello se hacía más flaco y la cabeza, ligera y fisgadora, miraba a un lado y otro con recelo (pp. 50-51).

Se habla del trémolo (p. 59), del tartamudeo (p. 62) de su voz… Poco a poco, el proceso transformador se va completando: «Sin duda, doña Catalina era ya una gallina hecha y derecha» (p. 64). En este sentido, un primer clímax narrativo ocurre cuando la esposa de Cervantes se pone a dormir sobre la barra del cabecero de la cama, desnuda —«vestida de sus plumas» (p. 66)— y dejando ver claramente su pico, «porque la nariz se le había endurecido hasta ser primero cartilaginosa y luego ósea y escindida. La boca desapareció» (p. 66). Igualmente, se habla de su «mano atrofiada» (p. 76)[2]. Cuando se desnuda para ir a dormir, «quedaba en cueros, llena de plumas, gallina como cualquier otra gallina, pero tan grande que causaba asombro» (p. 77). Se comprende el temor del escritor, que pasa las noches en vela, sin poder pegar ojo, con el miedo de que su esposa-gallina le caiga encima. Cervantes, que siente una mezcla de compasión y de asombro ante lo que sucede, no sabe qué hacer. Los demás habitantes de la casa, o no se dan cuenta de la transformación o fingen no apreciarla. En cambio, para el escritor no pasa desapercibida:

Quería Cervantes evitar que saliera a la calle y llamara la atención. Era una gallina enorme. El rabo se alzaba debajo del fustán y habían tenido que coserle una franja supletoria para que no se vieran sus patas secas de gallina. Todavía usaba zapatos en los que acomodaba como podía sus cinco dedos leñosos (pp. 88-89).

Juana de Juan, Mujer gallina (detalle). Fuente: https://juanadejuan.blogspot.com/p/blog-page_4982.html

En el tramo final del relato el narrador insiste en que doña Catalina va perdiendo el habla humana y todo son palabras pronunciadas «con altibajos y disonancias de ave de corral» (p. 87), su habla es «un gorgoreo de gallina, que sonaba en tono menor (gargaaaaaaarearrrrr)» (p. 96):

—Lallina muerta era oñaCoquita yora quedan sol oventiocho pero mirmano lopondrán el papel (p. 87).

—Los gallingeneral tien mamamamamala reputa, pero nannadie como Caracalla pararañar el suelo y encontrar, encontrar, encontrar… Es muyencontrador Caracalla (p. 98).

—Mirandiyo que hacéis señor hermano, que ahora se me hace que el batiaguas rompido parece una gallinita muerta y el señor Caracaracaracalla se nos acoquina y conduela (p. 100).

—Es que la Mantudiya está cococococobandiando (p. 100).

Solo un detalle faltaba para completar definitivamente el proceso de transformación de mujer en gallina, y ese también va a llegar: un día, doña Catalina se acurruca en un rincón del cobertizo y pone un huevo. «Cervantes se sintió desolado» (p. 83). No es para menos, tras ver a su esposa «ya del todo gallina —enorme gallina» (p. 107). «El mundo de las gallinas —apostilla el narrador— parecía interesar más cada día a doña Catalina, lo que no tiene nada de extraño sabiendo lo que le sucedía» (p. 95), y eso explicará también el temor que «la esposa engallinecida» (p. 110) siente por el halcón herido que ha recogido Cervantes, contra el que mostrará toda su inquina cortándole las alas (en una próxima entrada me referiré al simbolismo de este animal).

En definitiva, todo este proceso de la metamorfosis de doña Catalina en gallina, descrito con tanto detalle como humor, resulta sin duda alguna divertido. Sin embargo, no deja de ser una especie de envoltorio amable que aloja en su interior un contenido más amargo[3] que tiene que ver con la melancolía de un Cervantes encerrado en Esquivias y falto de una perspectiva vital ilusionante[4].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Luego se añade que «conservaba cuatro deditos medio atrofiados (el pulgar había desaparecido ya)» (p. 87).

[3] Aspecto ya notado por Ángeles Pons Laplana: «El humor y la ironía nos hacen sonreír en este proceso de gallinificación, pero la amargura subyace en todo el relato» («Autobiografismo en Las gallinas de Cervantes», en Fermín Gil Encabo y Juan Carlos Ara Torralba, eds., El lugar de Sender. Actas del I Congreso sobre Ramón J. Sender. Huesca, 3-7 de abril de 1995, Huesca / Zaragoza, Instituto de Estudios Altoaragoneses / Institución «Fernando el Católico», 1997, p. 491). Carlos Bravo Suárez, por su parte, apunta que se trata de «un relato que tiene más intenciones críticas y enjundia literaria de las que pudiera aparentar» («Sender y las gallinas de Cervantes», Diario del Alto Aragón, 10 de agosto de 2016, p. 48). Sobre la pluralidad interpretativa del relato de Sender (lectura en clave autobiográfica, lectura metaliteraria, crítica de la España franquista, etc.) habla Pol Madí Besalú, Una aproximación a la narrativa breve de Ramón J. Sender: las «Narraciones parabólicas» (1967), Tesis de Máster inédita, Barcelona, Universitat Autònoma de Barcelona (Facultat de Filosofia i Lletres), 2017, pp. 6-7.

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

«Las gallinas de Cervantes» (1967), de Ramón J. Sender: la metamorfosis de doña Catalina (1)

En Las gallinas de Cervantes[1], la descripción de esa metamorfosis de la esposa de Cervantes en gallina, que se va produciendo poco a poco, es verdaderamente magistral. Un día doña Catalina comenta que se ve «un poco paviosa» y su esposo la llama con cariño gallipavísima (p. 20). Entonces, «Cervantes comenzó a observarla de cerca y comprobó que la cabeza se reducía y las piernas adelgazaban» (p. 20). No solo eso: además doña Catalina empieza a tartamudear, como se pone de manifiesto cuando Miguel recibe una carta de un amigo que está en las Indias («—¿De Bogotá? ¿Carta de Bobobogatttáaa…?», p. 21; «Y parecía que cacareaba como las gallinas después de poner un huevo», p. 21). De hecho, la progresiva pérdida de la voz humana, sustituida por el cacareo, será nota destacada en este proceso transformador. Con breves pinceladas, y dentro de la necesaria brevedad de un relato corto, el narrador va dando cumplida cuenta de ese proceso de engallinamiento o gallinificación («El mismo Cervantes, que solía preocuparse de las palabras, no sabía cómo se decía, aquello», p. 56).

Carlos Sobrino, Mujer con gallina (1936). Colección de Arte Afundación. Obra Social ABANCA (Vigo, España)
Carlos Sobrino, Mujer con gallina (1936). Colección de Arte Afundación. Obra Social ABANCA (Vigo, España).

Tal metamorfosis, destaca el narrador, empezó el mismo día de la firma del contrato matrimonial:

Desde el día que Cervantes firmó aquel contrato de boda comenzó a ver en el perfil de doña Catalina alguna tendencia a identificarse con las aves de corral. Un día descubrió que podía mirar de medio lado sin volver el rostro, con un solo ojo, y que estos tenían tendencia a hacerse planos, como en las pinturas egipcias, e independientes el uno del otro (pp. 13-14).

Y el proceso se irá agudizando poco a poco:

La cara de la muchacha estaba haciéndose más afilada, el hociquito saledizo y puntiagudo, la nariz en pico, y las orejas disminuían debajo del pelo. Un día, acariciándoselo, descubrió Cervantes dos plumas, quiso quitárselas y doña Catalina se quejó. Estaban bien enraizadas en su piel. Dos plumas largas como las plumas remeras de las alas o las del rabo (pp. 26-27).

Entretanto, doña Catalina seguía dejando de ser mujer y convirtiéndose en ave doméstica. […] Doña Catalina no disminuía de tamaño. Si llegaba a convertirse en una gallina por entero sería una gallina enorme, con pico y cresta y alas de una grandeza disforme (pp. 35-36).

En cuanto a la forma de hablar de doña Catalina, también el cacareo irá haciéndose cada vez más notable:

—¿Y vuestro camarada el de la carta de Caracas?

En aquella repetición de la sílaba «ca», con tonos diversos y un poco quebrados, se volvió a percibir a la gallina: Camarada de la carta de Caracas (p. 37).

El narrador explica que sus palabras «iban tomando cacofonías de ave de corral»:

—Esa cacatúa no la cargaría yo cabe el corazón, que con un picotazo sería capaz de acabar conmigo. Tiene el pico reganchado. […]

Cuando ella pronunciaba voces próximas al cacareo, se le quebraba la voz: Cacatúa-reganchado-cabe-corcon-cabar-cargar. La ilusión del cacareo era tan perfecta que los jugadores levantaron la cara de las cartas… (p. 52)[2].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

El «Quijote» y don Quijote a la luz de los «Ejercicios literario-filosóficos» de Juan David García Bacca: breve valoración final

El libro de Juan David García Bacca[1] es demasiado extenso y sus ideas demasiado densas como para pretender haberlas resumido en unas pocas entradas. Muchos aspectos —sobre todo el análisis detallado de algunas aventuras concretas interpretadas a la luz de los categoriales por él establecidos— se han quedado en el tintero. En cualquier caso, confío en que esta sencilla aproximación haya servido para dar a conocer en nuestro ámbito de investigación crítica cervantina la figura y el libro del filósofo pamplonés, cuyas ideas pueden ayudarnos a entender un poco mejor —desde otra perspectiva, desde una mirada filosófico-literaria— cómo es don Quijote, las razones últimas de su comportamiento, de su esencia de vida, de su ser, caracterizado por su Señorío, su Salero, sus Corazonadas y su Raciocinancia.

Juan David García Bacca

En el conjunto de múltiples aproximaciones, enfoques, perspectivas, metodologías, etc. con que ha sido abordado el Quijote a lo largo del tiempo, el de García Bacca es sencillamente uno más de los acercamientos posibles (poco conocido hasta donde se me alcanza), como humildemente reconocía el autor en la advertencia núm. 13:

El enfoque del Quijote que emplea esta obra no pretende ser el único; se contenta con ser uno de otros más, aunque pretende conscientemente servir de incitación, invitación y sugerencia. Tampoco se lo propone como el más importante o urgente en esta época histórica. Aunque sí se propone y desea presentar el Quijote a la altura de la ciencia y técnica actuales. Lo cual agrava las inherentes dificultades de presentación y de comprensión, para Autor y Lector. Por ello, el Autor presenta sus excusas al Lector (p. 25).

Capacidad de sugerencia, sí, e invitación entusiasta a la aventura de «pensar por cuenta propia», según se explicita en la advertencia núm. 19:

Pretende el Autor que los jóvenes —y tal vez algún viejo, joven mental y sentimentalmente— pierdan la vergüenza de exponer sus ideas, inspiraciones, deseos, y se atrevan contra lo que sea —Institución o personas— a errar o a acertar, como el Autor de esta Obra ha perdido la vergüenza a errar y se ha atrevido a pensar por cuenta propia.

¿Buen ejemplo? ¿Mal ejemplo? (p. 26)[2].


[1] Juan David García Bacca, Sobre el «Quijote» y don Quijote de la Mancha: ejercicios literario-filosóficos, Barcelona, Anthropos, 1991 (Colección Pensamiento Crítico-Pensamiento Utópico, 59). Citaré siempre respetando las peculiaridades de García Bacca en lo que se refiere al uso de mayúsculas, cursivas y otros recursos que emplea para destacar tipográficamente determinados conceptos o expresiones.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «El Quijote y don Quijote a la luz de los Ejercicios literario-filosóficos de Juan David García Bacca», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (coords.), Cervantes en la Modernidad (Cervantes y su mundo, V), Kassel, Edition Reichenberger, 2008, pp. 277-296.

«Las gallinas de Cervantes» (1967), de Ramón J. Sender: el matrimonio de Miguel y Catalina

Comenzaré mi comentario de Las gallinas de Cervantes[1] recordando estas palabras de Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres:

El volumen que lleva por título Las gallinas de Cervantes y otras narraciones parabólicas (1967) está encabezado por una curiosa novelita en la que el autor rinde tributo de admiración a ese hombre «tan pobre de medios económicos y tan rico de mente y espíritu» [Sender: OC, I, 15]. Se trata de una fantasía surrealista, graciosa y de excelente factura, en la que asistimos al proceso mediante el cual doña Catalina de Salazar, la esposa joven, tonta y mezquina que deparó el destino al autor del Quijote, se va transformando poco a poco en gallina[2].

En efecto, el relato senderiano constituye una explicación —desde la ficción, claro está— de las razones que llevaron a Cervantes a escapar de Esquivias. Como ya indiqué, el matrimonio vivió mucho tiempo separado, pues, al poco de la boda, Cervantes marchó lejos, a Andalucía: Miguel y Catalina se habían casado a finales de 1584 (los esponsales se celebraron el 15 de diciembre en Esquivias), y ya en 1587 empiezan los vagabundeos del escritor por el sur, primero como comisario de abastos, más tarde como alcabalero real cobrando los impuestos atrasados.

Busto dedicado a Catalina de Palacios Salazar en Esquivias (Toledo).
Busto dedicado a Catalina de Palacios Salazar en Esquivias (Toledo).

Debemos recordar además que Cervantes doblaba en edad a Catalina y que, en efecto, ambos no pasaron mucho tiempo juntos (aunque a la altura de 1604 Catalina sí está con su esposo en Valladolid). Sea como sea, el relato arranca con la explicación —novelesca, ficcional— del motivo que tuvo Cervantes para su rápida marcha de Esquivias:

Algún lector se extrañará de que yo escriba estas páginas sobre la esposa de Cervantes, pero creo que ha llegado el momento de decir la verdad, esa verdad que en vano ocultaban Rodríguez Marín, Cejador y otros, queriendo preservar y salvar el decoro de la familia cervantina. Siempre hubo un misterio en las relaciones conyugales de Cervantes y eso nadie lo niega. ¿Por qué no aparece su mujer viviendo con él en Madrid, en Valladolid? Es como si el escritor quisiera recatarla en la media sombra rústica de la aldea. ¿Por qué no la llevaba consigo? Algunos cervantistas lo saben, pero guardan todavía el secreto. Yo creo que ha llegado el momento de revelarlo. Es que la dulce esposa se estaba volviendo gallina, aunque ella no se daba cuenta, sobre todo al principio (pp. 18-19).

Y en la nota preliminar a este texto en Obra completa, el autor explicaba:

Alguien tenía que escribir sobre las gallinas de la esposa de Cervantes y una de las modas de vanguardia (el surrealismo) me ha ofrecido a mí, tan enemigo de modas, la manera. […] Había que hacer justicia con Cervantes en las cosas pequeñas, al menos, ya que las grandes si no le hicieron justicia en vida se la hicieron después de su muerte, cuando la consagración vino de los países extranjeros y de las opiniones de escritores y filósofos de fuera. […] Eso de poner doña Catalina de Salazar las gallinas en el acta de matrimonio me había ofendido siempre y revelaba de pronto esa clase de ignominia a la que el hombre de imaginación ha estado siempre expuesto en España, por lo menos en el marco de ciertos sectores de la llamada clase media[3].

En próximas entradas centraré mi comentario en los que, a mi juicio, constituyen los tres principales núcleos de interés del relato de Sender: 1) el “kafkiano”, absurdo y surrealista proceso de metamorfosis de doña Catalina en gallina; 2) la semblanza de Cervantes como escritor y descendiente de conversos; y 3) el retrato de varios personajes de Esquivias, sobre todo del núcleo familiar de doña Catalina, que habrían podido servir de inspiración a Cervantes a la hora de redactar el Quijote, en especial el hidalgo Alonso de Quesada, tío de Catalina, personaje dual, mezcla de grandeza y miseria, que constituye un claro antecedente de la dupla Alonso Quijano / don Quijote[4].


[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.

[2] Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, Manual de literatura española, tomo XIII, Posguerra: narradores, Pamplona, Cénlit Ediciones, 2002, p. 61.

[3] Sender, en su nota preliminar a Las gallinas de Cervantes, en Obra completa, Barcelona, Ediciones Destino, 1977, vol. 2, p. 317; ahí mismo escribe también: «el caso es que las gallinas llevan ya más de tres siglos cacareando y pidiendo un cronista, como le decía yo a Américo Castro cuando él me hablaba de lo poco que se había escrito sobre la vida privada de Cervantes».

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.

El «Quijote» y don Quijote a la luz de los «Ejercicios literario-filosóficos» de Juan David García Bacca: sus categoriales aplicados a diversas aventuras

En la entrada anterior vimos los cuatro categoriales principales de Señorío, Salero, Corazonada y Raciocinancia que establece Juan David García Bacca en su obra[1]. Tras definir después otros categoriales como alucinación (con su intrínseco alucinal) y encantamento (que puede ser también subjetal y objetal), el último aspecto que introduce el filósofo para poner punto final a su prólogo es la sugerente distinción entre «leer según lectura» y «leer según lición». ¿Qué es «leer según lectura»?:

[…] deslízase la vista por las palabras y sus letras lo más rápido posible, sin atender a los valores fonéticos y sintácticos del texto; atiéndese al sentido, a los conceptos; punto, punto y coma, dos puntos… no merecen al Lector que lea según lectura —y esto la va definiendo— consideración ni visual ni fonética. El Lector según lectura casi no pronuncia ni las palabras; suple deficiencias tipográficas y conceptuales con pronunciación interna inevitable, casi del todo inaudible (p. 19).

Por el contrario,

el Lector según lición pronuncia todo en voz alta, cuidadosamente graduada; se oye pronunciar palabra a palabra, letra a letra de cada una; da valor sonoro —que silencio graduado tiene aquí valor sonoro como en música— a las indicaciones sonoras de punto, punto y coma… No atiende a qué es lo que dice la letra; hace lo que dice la letra, cual actor de teatro (p. 19).

Don Quijote y el león. Ilustración de A. Seriñá para la edición de Barcelona, Seguí, 1898
Don Quijote y el león. Ilustración de A. Seriñá para la edición de Barcelona, Seguí, 1898.

El resto del libro de García Bacca pone en práctica la aplicación de esos categoriales a distintas aventuras: los molinos de viento, el encuentro y discurso con los cabreros, la venta imaginada castillo, los rebaños de ovejas y carneros, el cuerpo muerto, los batanes, la liberación de los galeotes, el encantamiento de Dulcinea por Sancho Panza, el desafío con el Caballero del Bosque, el carro de los leones, la cueva de Montesinos, el mono adivino y la libertad de Melisendra, el barco encantado, las diversas aventuras y «malaventuras» del Palacio ducal, etc. No me resulta posible detenerme ahora a comentarlas por extenso, porque la casuística es muy amplia y García Bacca desciende a disquisiciones terminológicas muy complejas. Quede para otra ocasión un acercamiento más detenido a algunas de esas aventuras, cuyo análisis —insisto— constituye la parte nuclear de su trabajo, concretamente del ejercicio segundo de la Parte primera (pp. 187-327). Son las aventuras que ponen en el camino a don Quijote y Sancho, pero también al propio Cervantes, y a nosotros, lectores actuales del Quijote (ejercicio tercero, pp. 329-385). Terminaré, por el momento, con dos ideas y dos citas; la primera, relativa a la importancia de esas aventuras y de ser aventureros:

Y los dos [se refiere aquí a Alonso Quijano y Miguel de Cervantes, que es la voz enunciadora de este pasaje], al alimón, entramos y profesamos en la Orden de la Caballería andante; y errantes los dos, iremos por campos, provincias y reinos reales en busca de aventuras —a lo que saliere, a la buena de Dios, de la Suerte, de la Fortuna o de las corazonadas de caballo y rucio. / Aburrimiento, hastío, fastidio… de la vida cotidiana política, religiosa, social, económica, teológica, filosófica, técnica… Rutina, convenciones, normas, leyes, costumbres, hábitos, reglamentos, ritos, ceremonias, liturgias, dogmas, consignas, códigos, breviarios, misales, amén, amén. Tal es el lugar o punto de partida, de inicio, de in-itur, del itinerario de aventureros (p. 51).

Y la segunda, sobre la triple identificación don Quijote-Cervantes-lector actual:

Vueltos por el hambre —vueltos, sin habernos ido íntegramente, ni un instante, sí sólo a ratos, en actos, en funciones peculiares y absorbentes—, nos hallamos siendo en un lugar de la Tierra, cuyo nombre geográfico y jurídico la vida normal —individual, social, política, religiosa, económica— nos recuerda. Nos recuerda a cada uno, a cada yo, que estamos siendo, como Alonso Quijano, uno de tantos «hidalgos»; alimentados de «algo más vaca que carnero […] algún palomino»; vestidos no de «sayo […] calzas de velludo […] pantuflos […] vellorí de lo más fino», sino del traje corriente: no del de moda, sino del de casa, con ama, sobrina, mozo o criados, cura, barbero, bachiller, vecinos… tratados con nombre cual Pedro, Pablo, Antonio, Juan, Francisco…; hablando de cosas y asuntos domésticos, leyendo —en periódicos, diarios, revistas, libros— cuentos o novelas mediocres, chismes sociales, horóscopos, politiquerías banales…, todo ello no propicio, sino adverso, a Señorío, Salero, Corazonadas, Raciocinancia, alucinaciones sensibles y concienciales; y en ambiente no encantado ni encantador, más bien monótono, cansino, aburrido.

[…]

DON QUIJOTE se sintió decaer en Alonso Quijano.

Y nosotros, cada uno de habernos sentido ser y habernos comportado como QUIJOTES —de Religión, Economía, Política…—, nos sentiremos, en cama ya, estar siendo otros casos, con diversos nombres, de Alonso Quijano.

CERVANTES, en actos, a ratos, en oficios, con alucinaciones sensibles y concienciales, estuvo siéndose DON QUIJOTE. Descendió de haber estado siendo CERVANTES a estar siendo Cervantes, y éste recayó en Miguel de Cervantes Saavedra.

[…]

Resignada, humildemente, cada uno de nosotros, cada yo, aceptamos «pasar de esta presente vida y morir naturalmente». Humildemente. HUMANAMENTE (pp. 383-385) [2].


[1] Juan David García Bacca, Sobre el «Quijote» y don Quijote de la Mancha: ejercicios literario-filosóficos, Barcelona, Anthropos, 1991 (Colección Pensamiento Crítico-Pensamiento Utópico, 59). Citaré siempre respetando las peculiaridades de García Bacca en lo que se refiere al uso de mayúsculas, cursivas y otros recursos que emplea para destacar tipográficamente determinados conceptos o expresiones.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «El Quijote y don Quijote a la luz de los Ejercicios literario-filosóficos de Juan David García Bacca», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (coords.), Cervantes en la Modernidad (Cervantes y su mundo, V), Kassel, Edition Reichenberger, 2008, pp. 277-296.