Carlos llega a una ciudad donde va a pasar tres días en un hotel; quiere una habitación grande y fresca, pero solo está libre la del doctor Gaudencio Pestillas, que la tiene reservada[1]. Carlos finge conocerlo y afirma que no hay problema en que le den su habitación. Ya instalado, se bebe su vino y fuma varios de sus cigarros. Esa noche escucha los gritos de una mujer alojada en la habitación de al lado, que, víctima de sus vicios, sufre terribles pesadillas. Al día siguiente Carlos habla con Jerónima, una muchacha de su pueblo que trabaja en el hotel, quien le informa de que se trata de una mujer perdida, que bebe y viste indecentemente, aunque no en el hotel. Él cree que tiene algo de bueno, porque, al menos, se oyen sus lamentos; al día siguiente la ve en el comedor; es una joven de treinta años, pero está ajada por los vicios, circunstancia que sirve para introducir la correspondiente dosis moralizante:
Parece mentira que haya personas que empleen y destruyan de modo tan inicuo los dones preciosos de salud y belleza que Dios concede, y se reduzcan a sí mismos a una despreciable miseria (p. 111).
Pablo Picasso, Femme ivre se fatigue (1902).
Al marcharse, Carlos da una propina al encargado para que no se entere Pestillas de que ha ocupado su habitación, porque no le conoce de nada. Jerónima manda con Carlos cincuenta duros y un paquete de ropas a su familia (hecho que sirve para elogiar los «santos afectos» de la familia). Carlos regresa al hotel unos meses después y le cuentan que Tina murió, completamente sola, en su habitación. El doctor Pestillas, que encontró el cadáver con el rostro desencajado, explica que Tina sufrió una crisis al corazón: los viciosos llegan a este «suicidio moral y físico» (p. 121); las luchas interiores les hacen parecer siempre mucho más viejos de lo que son: Tina, al morir, parecía que tenía sesenta años. Además —se insiste— falleció sin auxilio de nadie, sufriendo padecimientos terribles, porque a los libertinos se les aviva la sensibilidad y su agonía se convierte en una cruel tortura; y no solo se hacen daño a sí mismos, sino también a la sociedad. El relato termina con el concluyente comentario de Carlos: «La verdad es que la vida licenciosa, con sus anejos y derivados, por cualquier lado que se mire constituye un mal negocio y una detestable carrera» (p. 124)[2].
[1] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.
Rosita es una joven bella y culta, hija única de padres ricos; varios pollos la pretenden, pero ella quiere a su novio, el médico Ignacio Orgaiz[1]. Sea como sea, la muchacha no es feliz, sufre porque su padre, don Cástor, se opone a la relación con el facultativo: «Todo lo que la hija le encontraba de inteligente, bondadoso, circunspecto y distinguido, le encontraba el padre de atrevido, vulgarote, zopenco y zascandil» (p. 54).
Asistimos a un diálogo entre padre e hija en el que discuten al respecto (don Cástor no duda en llamar a Ignacio mediquín y pobretón). Rosita decide poner en ejecución una idea, compinchada con su abuela: hay un amigo del padre, don Zoilo, de cincuenta años, que hizo un mal matrimonio[2] y quedó viudo a los treinta. Rosita habla con él y le pide una cita para tratar de una boda; don Zoilo dice que una boda es siempre algo importante: «en la boda se decide el porvenir y hasta la manera de ser de las personas» (p. 66); es una cuestión capital, quizá la más grave de la vida; defiende que la libertad que tienen los hombres para elegir pareja, también deben tenerla las mujeres: el derecho a buscar ellas el compañero con quien compartir su vida. El cincuentón cree que ha sido elegido como compañero por Rosita, pero ella le cuenta que ama a un médico joven, que es todo un caballero, pese a la contraria opinión paterna. Don Zoilo, recuperado de la plancha inicial, dice que intervendrá en su favor.
En efecto, visita a la familia (la forman, además de Rosita y don Cástor, doña Clara, la abuela, y doña Clotilde, la madre) una tarde de lluvia y, al final, cuenta que un médico, Ignacio, ha curado a su primo Ramón, operándolo del riñón. Otro día pasean los padres y don Zoilo; don Cástor no sabe por qué no le gusta Ignacio: cree simplemente que las tres mujeres están confabuladas contra él para imponérselo. Don Zoilo rompe de nuevo una lanza en favor del muchacho: «Le tengo por buen católico y por hombre caballeroso y de intachables costumbres» (p. 89). La madre ha hecho sus averiguaciones y también sabe que es «sólidamente católico», un modelo de jóvenes. Así pues, el padre cede: Rosita e Ignacio se casan y don Zoilo asiste como invitado, recordando para sí la debilidad de haber pensado que Rosita se había enamorado de él[3].
[1] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.
[2] De hecho, entre los amigos corrió el rumor de que quiso poner en el epitafio: «En 18… pasó a mejor vida la costilla de don Zoilo… Desde dicha fecha descansan la costilla y don Zoilo» (p. 59).
Comienza con la descripción de la localidad de Iturraga (que significa ‘muchas fuentes’ en euskera), un lugar ameno, con coquetas casas blancas, rebosante de felicidad; pero también hay en el pueblo familias que sufren, por ejemplo la del señor Blas: sufre sobre todo él, anciano de setenta y dos años, ya que su hijo, el labrador Hilario, su nuera y los nietos le tienen antipatía y le tratan sin cariño[1]. ¿Cuál es la razón? «No lo sabemos, ni el que lo ignoremos afecta en nada al fondo de nuestro objeto» (p. 39). Quizá —se apunta— sea cuestión de los parentescos políticos, que son un invento diabólico. Los hijos se meten con el abuelo azuzados por la madre (igual que en uno de los cuentos de la otra serie, «En el pecado…»). El maltrato llega incluso al extremo de darle poca comida a don Blas. Hilario, se explica, era bueno con él hasta que quedó imposibilitado para el trabajo; ahora, agobiado por penalidades y privaciones, lo ve como una carga, aunque todavía se hace respetar: si el padre está en casa, hay paz; pero cuando sale al campo, todos la emprenden con el abuelo; por eso don Blas se suele alejar paseando (está mejor solo que mal acompañado).
Llega a la conclusión de que sería mejor para todos que él ingresase en el Hospital Provincial y, en efecto, un día marcha a Pamplona en un carro con su hijo Hilario; paran en una alameda junto a una fuente para almorzar. Entonces don Blas cae de rodillas rezando a Dios: han ido a detenerse en el mismo sitio donde él paró a almorzar cuando llevaba a su padre al Hospital, pues también lo consideró en su momento una carga inútil; la historia se repite ahora con su persona; el anciano siente tardíos remordimientos y considera que lo que le pasa es un castigo de Dios. Por otra parte, la enseñanza que saca Hilario viene indicada por el narrador: «No era tonto, y pronto dedujo enseñanzas: aquello era un castigo para su padre y una lección soberana para él» (p. 47).
Vuelven ambos a casa, porque también Hilario es presa de remordimientos y decide imponer su autoridad: el pan, poco o mucho, se repartirá entre todos y habrá paz en la familia; consciente de haber sido mal hijo y mal cristiano, entona el mea culpa y se propone enseñar a sus hijos la recién aprendida lección, por la cuenta que le trae para el futuro. Blas vive desde entonces mimado, aunque muere poco después.
En definitiva, el tono didáctico es también patente en este cuento, insistiendo en el respeto y cariño debidos a los mayores; además, todo hecho, bueno o malo, de nuestras vidas constituye una lección de la que podemos aprender algo positivo. Al final hay una nota del autor indicando que este caso lo oyó referir en Navarra, pero que ha sucedido igualmente en Jaca, en Calahorra, etc.:
De cualquier modo, el hecho —haya sucedido donde quiera— es tan educativo, que no he tenido inconveniente en recogerlo, darle la forma literaria en que lo presento y traerlo a este librito (p. 50)[2].
[1] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.
Una tarde de invierno, el anciano don Ulpiano acude a don Regino, el párroco del pueblo, para contarle su grave problema: en casa, su hijo y su nuera le hacen la vida imposible, le tratan con un frío glacial, sin ningún rastro de amor o cariño; lo mismo hacen sus nietos, imitando el trato y la indiferencia de sus padres[1]. Está desesperado y hasta ha pensado cometer una locura para poner punto final a su situación. El cura le tranquiliza y le comenta que hablará con su hijo. Acude, en efecto, a charlar con Sotero y su esposa Eugenia, pero la conversación, en lugar de arreglar las cosas, las empeora: la nuera, una mala pécora, reprende a su suegro por ir con los cuentos de casa al párroco.
Ante el nuevo maltrato y la situación de tensión agravada, el anciano toma la decisión de acudir a un asilo, pero el mal tiempo y una fuerte nevada le impiden poner en ejecución su plan. Para no encontrase con Eugenia, se retira varios días a su habitación sin comer o sin cenar. Una de esas noches muere de frío. El médico certifica la muerte, que ha ocurrido veinticuatro horas antes sin que nadie en la casa se diera cuenta. Desde ese momento, el hasta entonces pusilánime hijo toma las riendas de la situación: la mujer, odiada por su marido, pierde el control de la casa, lo que más ansiaba; además, a ella le atormenta la duda de que el anciano se dejara morir adrede. Desde entonces, tanto Sotero como Eugenia llevan en el pecado la penitencia (refrán al que alude el título).
Abundan en estas páginas las reflexiones bienintencionadas sobre la vejez, puestas siempre en boca de don Regino. Así pues, en este caso, el tono moralizante está en cierto modo justificado, porque es un sacerdote (una persona cualificada para transmitir ese tipo de enseñanzas) quien ofrece esos consejos, ya al anciano, ya a sus familiares. Veamos:
—El que una persona se haga anciana no es motivo para perderle el cariño y para tratarle mal. Por el contrario, es motivo para amarla más y para extremar con ella las atenciones, los cuidados, la afabilidad… (p. 72).
—Pero es que los ancianos, mi buena Eugenia, necesitan más atenciones y más cariño que los demás. Los ancianos son unos enfermitos, unos enfermitos naturalmente tristes, porque saben que su enfermedad —que es la ancianidad con todos sus desmayos y achaques— no ha de curar ni mejorar, sino que ha de agravarse cada día (p. 77).
—Un anciano es algo muy delicado que necesita y requiere el mayor cuidado (p. 78).
Aunque eso no impide que también el narrador explicite al lector la enseñanza que se encierra en el relato:
Si las cosas se hicieran dos veces, es seguro que Eugenia y Sotero hubieran procedido de muy distinta manera con don Ulpiano y hubieran hecho de él el viejo más atendido y hasta mimado del mundo. Pero las cosas se deben hacer bien a la primera, porque muchas veces no caben rectificaciones, o son deficientes (p. 86)[2].
[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico.
Germán ha vuelto a su pueblo tras permanecer cuarenta años en América, donde ha conseguido hacer fortuna[1]. Una tarde que habla con Luis, ve pasar a una persona del pueblo apodada «el zurdo de Carrasperas» y esa visión suscita en el recién llegado el recuerdo de una anécdota de su infancia: un año, por su santo, su tío Doroteo le dio un ochavo, toda una fortuna para un chiquillo; en lugar de guardarlo con varios nudos en el pañuelo, como le aconsejó su tío, fue por el pueblo mostrándolo a todo el mundo. Entonces apareció el zurdo, joven algunos años mayor que él, y se apoderó de la moneda; él regresó a casa enfadado, con un «disgusto tremendo», y hasta quería que se llamase a la Guardia Civil, pero su tío le replicó que lo tenía bien merecido, por no haberlo puesto a buen recaudo, y le prometió dar otro ochavo al año siguiente si se enmendaba.
Tras oír la historia, Luis comenta al final que su amigo tuvo, en efecto, bien presente la lección, refiriéndose a que ha hecho fortuna. Y el indiano apostilla:
—Eso sí: aprendí a atar y a asegurar los ochavos, es decir: a administrarlos debidamente. Y también aprendí esta idea: que muchas veces no importa perder dinero si se gana experiencia. Esto a condición, naturalmente, de que apliquemos juiciosamente la experiencia en el desenvolvimiento de la vida; porque si no la aplicamos, habremos perdido el dinero sin compensación alguna (p. 68).
De nuevo, como en otros cuentos de Arrasate Jurico, la intención didáctica es clara. A veces, las digresiones de este tipo interrumpen el hilo de la narración: por ejemplo, al recordar los interlocutores los métodos del viejo maestro don Epifanio, frente a la educación que se da hoy a los jóvenes:
—Aquello era educar con juicio, y así crecían los muchachos sin vicios ni peligrosas costumbres de tirar dinero. En cambio, hoy, desde que abren los niños los ojos se encuentran llenos de dinero y de costosos juguetes, y se acostumbran a vivir como ricos. Es un desatino criarlos así porque les hacen desgraciados: los chicos criados así no se conforman con nada cuando llegan a mayores.
—Es cierto, pero sigue con el disgusto de nuestro zurdo, porque en estotro no vamos a remediar nada.
—Sin embargo, no me cansaré de decirlo porque es un mal grave. Mas, volviendo a nuestro cuento… (pp. 65-66) [2].
[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico.
El abogado Antero Igarreta recibe la visita de su compañero de carrera Joaquín Oscáriz[1]. Joaquín le pregunta por un objeto que ha llamado su atención en su cuarto: una cerilla usada guardada en un marco de oro. Antero le cuenta su historia: al acabar la carrera y antes de empezar a trabajar, sus padres quisieron premiarle con un veraneo en la ciudad que él eligiese. Allí se encontró con un conocido, Paulino, quien le invitó a visitar el Casino. Tras una ligera resistencia, comenzó a jugar y, en una afortunada racha, ganó varios miles de pesetas, pero su amigo no quiso retirarse. Un muchacho se le acercó a encenderle el puro y como no tenía cambios (y tampoco deseaba parecer mezquino), hubo de gratificarle con un duro: desde entonces conserva la cerilla, no solo por el alto precio que le costó, sino también como recuerdo de los sucesos que siguieron. En efecto, incitado por un gancho del local, Antero volvió a jugar y lo perdió todo, el dinero ganado y las dos mil pesetas que le habían dado para los gastos del viaje. Para poder regresar, vendió su reloj, diciendo a sus padres que se lo arrebató, con todo el dinero, un atracador, aunque más tarde les contó la verdad. Desde entonces siente pánico por el juego, aunque se trate de una simple partida de mus, tresillo o dominó.
En este relato, en el que está bien descrito el ambiente del Gran Casino (los jugadores que hacen sus apuestas, los ludópatas que no pueden detenerse aunque pierdan elevadas sumas, las damas de rumbo que se acercan al calor del dinero), la enseñanza es de nuevo clara: se fustigan las malas consecuencias de otro vicio, el juego (igual que en «¡El pobre Aquilino!» era la bebida). Y si allí se calificaba de «parricidio» la actitud del protagonista, pues la bebida le lleva a la tumba, aquí se considera el juego casi como un crimen:
—Porque comprendo que aquella noche yo, desconcertado, alucinado, hubiera jugado la fortuna de toda mi vida si la hubiera tenido en la mano. Como que solo el acercarse a mesas de juego en que se cruzan fortunas o en que se puede comprometer el bienestar de la familia y hasta el propio honor, lo considero una insigne locura, cuando no un crimen. ¡Tan peligroso me parece! (p. 62).
Antero supo controlar esa pasión fatal, que solo le cegó por unos momentos, y ahora es un prestigioso abogado y conserva aquella cerilla como recuerdo de lo sucedido aquella noche: la cerilla es preciosa por lo que costó, pero sobre todo como recordatorio para él de lo que no se debe hacer. En este sentido, podría calificarse como un típico «cuento de objeto pequeño»[2], a la vez evocador y de valor simbólico, según la tipología establecida por Mariano Baquero Goyanes[3].
[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico.
[2] Cfr. Mariano Baquero Goyanes, El cuento español en el siglo XIX, Madrid, CSIC, 1949, capítulo XIII, «Cuentos de objetos y seres pequeños», pp. 491-521. El cuento de Arrasate podría relacionarse con «Por un piojo…», del padre Coloma, en el que un conde regala a su esposa Teresa un piojo encerrado en un precioso estuche: es el que saltó a la mantilla de la caritativa joven, al pararse a atender a unas ancianas pobres. En ambos relatos, un objeto insignificante o un minúsculo parásito (pero de gran carga evocativa y simbólica) se conservan en un marco de enorme valor.
Laura Ámbar es una chica de familia acomodada; como su hermana, recibe una educación perfecta, pero su carácter agreste la lleva a ser inobediente y soberbia: solo desea hacer su voluntad, tiene malas inclinaciones, se da a malas lecturas; el resultado es que a los dieciocho años se ha convertido poco menos que en una perdida[1]. Mueren sus padres, el último freno de respeto que la detenía; entonces rechaza a su tío como tutor y se marcha a otra población. Hermosa y sana, lleva una vida licenciosa que le hace ganar el apodo de «la bella ambarina»: alterna con hombres y se hace una «prostituta completa»; pero además de escandalosa e inmoral, su mente depravada le lleva a ser corruptora de otras personas virtuosas. Un día en que se exhibe en un salón de una localidad veraniega, sufre la picadura de una mosca; como la herida se infecta, tiene que ser atendida por el doctor Oyarde, quien le dice que es algo grave: ha estado a punto de perder la mano y aun la vida.
Esa noche las pesadillas no la dejan dormir; la experiencia le hace reflexionar… y se produce su conversión. A falta de una estampa religiosa, reza ante la cruz de una iglesia que ve desde la ventana de su hotel. Vuelve entonces a su ciudad, donde lleva una vida ejemplar de devoción y recato, y gana así el segundo apodo: «la arrepentida». Dos señoras, doña Carmen y doña Catalina, charlan al verla salir de la iglesia y se acercan a ella. Laura les comenta que no conoce la alegría: feliz solo lo es completamente la mujer buena y virtuosa que jamás se ha extraviado, no la que ha pecado y después se ha arrepentido. Laura marcha a casa llorando porque todavía se siente «infame y despreciable».
Vemos con este ejemplo (ejemplo que evitar) cómo una mala educación y unas malas lecturas pueden descarriar a una persona, incluso tratándose de una muchacha de buena familia. La novela que lee Laura a los catorce o quince años «Era una novela sumamente inmoral, indecentísima, que cualquiera chica de su edad hubiera rechazado o quemado horrorizada» (p. 36). Recordemos que todavía por esa época la novela era un género moralmente desprestigiado, considerado altamente pernicioso para la juventud, y solamente se salvaban algunos títulos limpios y honestos como los seleccionados por el Apostolado de la Prensa en su serie de «Lecturas Recreativas». En este cuento se observa cierta exageración melodramática, con frases folletinescas, como esta que resume la actitud de Laura (cuando todavía no ha salido de su casa): «En suma, a los 18 años, Laura tenía ya las ideas completamente depravadas y el corazón corrompido, prostituido» (p. 36).
Hablando de su perversidad y afán «diabólico», indica el narrador que «Un demonio en figura de mujer hermosa no lo hubiera hecho peor que ella» (p. 37). Aparecen igualmente algunos rasgos «tremendistas» al describir cómo, tras la picadura de la negra mosca, toda la mano presenta el aspecto de una masa de «carne oscura y sanguinolenta» y cómo de la herida brota «sangre negra mezclada con pus» (pp. 40-41). Obvio es decir que tal podredumbre física es trasunto de la podredumbre del alma de Laura; y el autor no ahorra esos detalles para producir la repugnancia en el lector.
En ese momento, el cuento adquiere un tono reflexivo al darse cuenta la protagonista de que la vida humana es quebradiza y que la picadura de un pequeño insecto puede bastar para acabar con ella. La rápida conversión la explica la propia protagonista (que reflexiona en voz alta) «porque, aunque anestesiada la conciencia, no han desaparecido las creencias religiosas que, gracias a Dios, me inculcaron cuando era niña» (p. 43). Como sucede en muchos cuentos del siglo XIX, vemos que un suceso aparentemente insignificante o trivial cambia por completo la vida de una persona.
En fin, cabe destacar cierta participación de la naturaleza en esa conversión; la mañana del día en que se produce se anunciaba con buenos presagios: «Uno de aquellos días amaneció con un tiempo magnífico: con un cielo limpio y de azul purísimo, y el sol esplendoroso, inundando todo de luz y de alegría»; y lo mismo sucede por la noche, que invita a la reflexión:
La noche era hermosísima: el cielo estaba limpio y de un azul magnífico; y la luna, en su plenitud, inundaba la tierra de luz blanca y suave. La dorada cruz de la iglesia se dibujaba en el espacio, brillante y majestuosa, augusta (p. 44).
La propia protagonista reconoce: «me parece que estoy en un templo inmenso y riquísimo, formado por el Universo, y cuyo altar central, diminuto comparativamente, es esa colosal iglesia» (p. 45). Sabemos que desde entonces «su vida es un ejercicio continuo de piedad y de caridad» (p. 48), de «abnegación admirable» (p. 49). La enseñanza es clara: Laura se ha reformado, pero es mejor no conocer el pecado, que conocerlo y arrepentirse después. De ahí las amargas lágrimas que todavía, muchos años después, sigue vertiendo[2].
[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico.
Un guarnicionero llamado Aquilino es dado a la juerga: le gusta beber, comer cosas perjudiciales, fumar, y todo ello le lleva a descuidar su trabajo[1]. Un día tiene un aviso serio al sufrir una fuerte hemorragia; su esposa Teresa llama al médico, don Nemesio, quien al ver el estado alcoholizado de Aquilino le insta a abandonar el insano tipo de vida que lleva: puede beber, pero con moderación; y debe ser constante en el trabajo, para que eso no le lleve al vicio. Le visita su amigo Natalio, otro parrandero, a quien el médico le ha dicho lo mismo, pero comenta que él no le hace caso. Teresa, que escucha la conversación, despacha al amigo que le da tan mal ejemplo. A partir de entonces cuida a su esposo y está continuamente a su lado para evitar que recaiga en la bebida. Un día, paseando, ven a un borracho tirado en un banco. Teresa cree que verle en semejante estado será un buen ejemplo, pero sucede al revés, pues Aquilino comenta que le gustaría estar como él. Otro día se encuentra con Simplicio, un amigo al que no ve hace mucho tiempo, y van a una taberna a celebrarlo. A él también le pasaba lo mismo con un médico viejo, «de sistema antiguo», pero ahora le trata un médico «modernista» que le permite, y aun le aconseja, que beba cuanto quiera. Aquilino recae en la bebida y al poco tiempo muere, dejando en la indigencia a su «excelente esposa» y a sus cinco hijos pequeños.
Leonardo Alenza y Nieto, Borracho (c. 1835). Museo Nacional del Prado (Madrid, España).
Aquí el mensaje es claro: el cuento es un ataque al vicio de la bebida (cfr. la descripción muy negativa del hombre borracho, que lanza gruñidos «muy parecidos a los de un cerdo», del que se burlan los chiquillos, p. 26); pero además de presentar la degradación, la deshumanización a que conduce el alcohol, se censuran las nefastas influencias que pueden suponer los malos amigos, cuyos consejos negativos pueden llevar a una familia a la perdición y la miseria. En este sentido, el título tiene mucho de irónico: «¡Pobre Aquilino!» es la frase que comenta todo el mundo; pero en realidad, él muere porque se lo ha buscado; quienes verdaderamente merecen lástima y compasión son los miembros de su familia. Por lo demás, el cuento está sembrado de las típicas afirmaciones moralizadoras del autor-narrador:
Pero Aquilino estaba dominado por un vicio; y en las personas que se han dejado dominar por un vicio, no suele regir la voluntad y la dignidad, sino el vicio, que, a la menor coincidencia o circunstancia favorables, las arrastra y las hace rodar hasta el abismo (p. 27).
Se insiste en lo mismo: «Aquilino sucumbía víctima de sus vicios y de los malos consejos de sus amigos», vicios, se dice, «que revelan la ausencia de una voluntad recta y firme» y que «suelen ser fatales» (p. 29). En fin, el relato concluye con estas palabras:
Aquilino, dejándose dominar por sus vicios, en los mismos momentos en que bebía, cantaba y celebraba tonterías con sus amigos, había cometido un múltiple y horrendo parricidio (p. 29)[2].
[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico.
Teodoro, un niño de la Montaña de Navarra, queda huérfano a los trece años y es recibido por su tío, que consigue colocarlo de maca en un establecimiento de tejidos de Pamplona, siendo ascendido a los dos años, por su buena disposición, a la categoría de dependiente[1]. En la tienda conoce a Luisita, hija de un rico indiano, que va a hacer allí pequeñas compras, y se enamora de ella, aunque no le dice nada. Años después, Teodoro ha trabado amistad con un vecino, Carmelo. Un día que pasean juntos ven a Luisa; Carmelo se da cuenta de que su amigo siente algo por la joven y le aconseja que la pida en matrimonio cuanto antes, pues le consta que varios pretendientes solicitan su mano. Dándoselas de maestro en lides amorosas, quiere que Teodoro le escriba una carta apasionada y redacta un par de modelos, pero el tímido montañés prefiere entregar una más sencilla y comedida. La secuencia final nos presenta el día de la boda de Teodoro y Luisa, un par de años después. Luisa, que conoce las cartas originales, pues Teodoro se las enseñó, confiesa que no habría aceptado su proposición de recibir aquellas vibrantes epístolas, ya que no las hubiera tomado en serio. Carmelo aprende la lección y se declara discípulo de Teodoro (a esto alude el título), pues ninguna de las señoritas a las que ha escrito cartas similares ha aceptado ser su novia.
El cuento se articula en tres secuencias: 1) El momento inicial en que se cuenta la historia de Teodoro, que abarca varios años[2], desde que queda huérfano hasta que conoce a Carmelo en la ciudad (incluyendo su ascenso en la tienda y la amistad con Luisita). Comienza el relato con cierto tono melodramático: el niño ha perdido a los trece años a sus padres y a sus dos hermanos, víctimas de una «terrible epidemia»; se dice que sus desgracias inspiraban compasión, etc.; pero afortunadamente luego se abandona esta tendencia, que solo sirve para presentar el desamparo del protagonista. 2) La escena concreta en la que los dos amigos preparan la carta con la declaración amorosa. 3) El desenlace el día de la boda con la enseñanza explícita. El brusco cambio de la secuencia segunda a la tercera se marca tipográficamente con tres asteriscos; supone además un nuevo salto temporal: «Dos años después de haber ocurrido esta escena, se celebró con mucho rumbo la boda de Luisa y Teodoro» (p. 16). El diálogo tiene cierta importancia en las tres partes, a saber, en la conversación del tío con Teodoro, en la de este con Carmelo y en el comentario de las cartas, respectivamente.
El tono didáctico es claro; aparece, por un lado, en el diálogo del tío con Teodoro, en el que le muestra que debe ser obediente y formal, estudiar, tener un oficio para convertirse en un hombre de provecho. Como así lo hace, al final recibe el justo premio: pese a ser huérfano, con su trabajo honrado puede ganar el corazón de una muchacha de familia acomodada (es hija de un indiano) y casarse con ella. Además, hay otra moraleja: el personaje de Carmelo, visto en cualquier caso con simpatía por el narrador, recibe un escarmiento ya que sus excesos románticos le han llevado a quedarse sin novia.
El género del cuento, en el que no son posibles los análisis psicológicos profundos de los personajes, se adecúa bien al estilo del autor, que ya hemos visto prefiere los tipos aun en las novelas. Así, Teodoro es un personaje tímido y bonachón: «el chico era, como buen montañés, seriote y parco de palabras» (p. 5); al crecer, se transforma su cuerpo, pero no su carácter: «Seguía siendo sencillo de maneras y de trato, seriote, retraído y sobrio de palabras» (p. 7). No sabe reconocer que su sentimiento es amor (para él solo ha habido trato y amistad); cuando Carmelo le cuenta que Luisita tiene tres pretendientes se inmuta, pero es su amigo quien tiene que quitarle la venda de los ojos: «Amor se llama esa figura» (pp. 9-10). Como él explica, la carta seria que escribe responde a su manera de ser; y aunque su amigo no la cree adecuada («Este montañés es más duro y más soso que los robles y las peñas que hay en los montes de su pueblo», p. 14), veremos cómo el tiempo le da la razón. Luisita, por su parte, tiene toda la inocencia y la bondad de una colegiala:
Luisa era espigadita, esbelta, airosa para andar, de cara bonita y graciosa de maneras y de expresión. Sabía llevar la ropa con una modestia y elegancia a la vez, que con todos los trajes, incluso con el sencillo de las colegialas, resultaba bien vestida y guapísima. Era «una flor linda», como decían algunos americanos amigos de don Rafael (p. 6).
Carmelo, en fin, es espíritu opuesto al de Teodoro, «alegre, expansivo, amigo de chistes y bromas de palabra, y hablador incansable» (p. 7). Quiere ser maestro en lides amorosas: «tengo práctica en estos delicados menesteres»; «aunque decirlo sea un poco inmodesto, soy maestro en estas cosas y conozco sus detalles desde el principio hasta el fin» (p. 11). No obstante, al final se verá que no es así, y tendrá que reconocer su error.
Abundan las frases coloquiales, presentes tanto en la voz del narrador como en las réplicas de los personajes, algunas de las cuales se marcan gráficamente con comillas, pero otras no: andar a tres menos cuartillo ‘con poco dinero’, lo comido por lo servido, de tarde en tarde, un mozo hecho y derecho, no trates de pegármela, engañar como a un chico, estar mal de la cabeza, reír a mandíbula batiente, quedarse a la luna de Valencia, estar en sus glorias, llevar la batuta en músicas amorosas, en un santiamén, salir disparado, estar fuera de tiesto ‘ser inadecuado’, no se la mando aunque me maten, poner cara de Jeremías ‘huraña, concentrada’, estar aviado, contestar que nones a escape, recibir calabazas, parecer miel sobre hojuelas, tener echado el ojo a algo, la vez de marras, sin chistar…, o exclamaciones como ¡Hola, hola! y ¡hombre! para denotar sorpresa. Se aprecian otros rasgos navarros o coloquiales: para que no te se olvide nada (aunque puede ser mera errata, ya que la edición no es muy cuidada); camastrón ‘calavera’; zorricos ‘malas prendas’; tozudo; y es de notar también cierta abundancia de diminutivos afectivos: suavecica, adornadita, Luisita, espigadita, ligerita.
Gusta mucho el autor de las series trimembres: «ese celo para desempeñar su cometido o ese talento o esa suerte de hacerse apreciado» (p. 5); «Entre Luisita y Teodoro nació pronto cierta confianza o cierta simpatía o cierta amistad» (p. 6); «Juntos paseaban durante toda la mañana, juntos iban a tomar café y juntos pasaban el resto del día» (p. 8); «un afán tremendo, que lo turbaba mucho, que se lo comía, que lo levantaba en el aire» (pp. 10-11); «la entregará con diligencia, seguridad y discreción» (p. 11); «Es una carta concisa, fría, insípida» (p. 15).
Otra nota característica es el tipismo provinciano, manifiesto en los saludos (Teodoro se quita la boina para saludar a Luisita y su madre); un personaje se fuma un puro «de a real»; a propósito de los matrimonios de las señoritas, se comenta que quizá Luisita se case con Fernando, un pretendiente, si su familia queda deslumbrada por el título y la posición de este, etc.
Hay además ciertos rasgos de humor: cuando Carmelo se da cuenta de que Teodoro siente algo por Luisita y de que la muchacha le corresponde, piensa que ella ha saludado a su amigo con un «Te adoro» en vez de con «Teodoro» (p. 8); más tarde le dice: «Estás más enamorado de ella que don Quijote de Dulcinea» (p. 10); la carta de Teodoro le parece una carta «montañesa», «de montaña nevada», por lo fría (p. 15), mientras que sus cartas están redactadas en estilo «completamente volcánico, con fuego, con rugidos, con trepidaciones, hasta con estampidos capaces de subyugar, no un corazón, sino toda la bella mitad del género humano» (p. 17). Copio el primer borrador redactado por Carmelo:
Adorada Luisa: Imposible es ya mantener ocultas dentro de los reducidos límites de un pecho humano las sacudidas de un corazón inflamado que pugna con extraordinarios esfuerzos por dilatarse. Pretenderlo supondría tanto como pretender impedir la erupción de un gran volcán colocando las manos sobre su enorme cráter. Porque en realidad, adorada Luisa, mi corazón es un volcán: un volcán en plena y portentosa actividad que arde, que ruge, que se levanta gigantesco y arrollador… (pp. 12-13).
Algo menos fogoso —aunque no mucho menos— es el segundo borrador:
Encantadora Luisita: Desde el día venturoso y memorable en que tuve el honor y el placer de conocer a Vd., mi corazón vive conmovido, agitado y anheloso de exteriorizar sus intensos sentimientos en expresiones vibrantes de apasionadísimo amor (p. 14). En fin, otros rasgos humorísticos se observan también cuando Carmelo sentencia con tono solemne que es amor lo que siente su amigo, por los síntomas que le describe (p. 10), cuando dice que treinta camastrones andan «rompiendo zapatos tras de la hermosa muchacha» (p. 11) o cuando habla en tono dramático: «¡Ah, traidor! ¡Este montañés es un traidor!» (p. 16; se refiere a que ha mostrado las cartas a Luisa)[3].
[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico.
[2] El narrador va indicando los lapsos temporales: al cabo de dos años Teodoro asciende a dependiente; pasan otros dos años con las visitas de Luisita a la tienda y el proceso de enamoramiento del joven; luego se dice que «corrieron insensiblemente los años» (p. 7), hasta que Teodoro cumple los veintitrés; en fin, entre la escena de las cartas y la boda transcurren dos nuevos años.
Hay una serie de Cuentos sin espinas[1] de Mariano Arrasate que incluye siete cuentos, sin numerar en el libro: «Cambio de papeles» (pp. 3-18); «¡El pobre Aquilino!» (pp. 19-29); «Fierabrás» (pp. 30-34); «La de los dos apodos» (pp. 35-52); «Cerilla preciosa» (pp. 53-62); «Disgusto tremendo» (pp. 63-68); y «En el pecado…» (pp. 69-86). En ellos vamos a encontrar las mismas características ya apuntadas para sus dos novelas, La expósita (1929) y Macario (1932): sencillez narrativa, tono coloquial (vulgarismos, frases hechas), tipismo navarro… y, la más destacada, el marcado tono moralizante. En este sentido, el título de la recopilación resulta bastante significativo: se trata de cuentos sin espinas, es decir, narraciones en las que no hay nada acre ni punzante, ningún abrojo en los que se pueda desgarrar la conciencia del lector, nada peligroso desde el punto de vista moral; más bien al contrario, son cuentos en los que, quitadas las espinas, queda, por así decir, la flor, o mejor todavía, el fruto, en forma de valiosas enseñanzas morales implícitas a veces, pero muchas veces también explícitas en las propias palabras del narrador o de los personajes.
Estos Cuentos sin espinas, sin demasiadas pretensiones literarias tampoco (de nuevo el contenido es más importante para el autor que la forma), tienen en cierto modo la categoría de ejemplos o apólogos y presentan la misma sencillez (de técnicas narrativas, de caracterización de personajes, etc.) que las dos novelas anteriores. Los comentaré en sucesivas entradas, uno a uno, prestando más atención al primero de ellos, que me parece el más interesante.
Hay otra serie de cuentos de Mariano Arrasate, publicada bajo el mismo título, que incluye tan solo cuatro relatos[2]: «Las médicas en casa» (pp. 5-33), «El espejo del señor Blas» (pp. 35-50), «Los disgustos de una novia» (pp. 51-92) y «La alegre «Tina»» (pp. 93-124). Las características temáticas y narrativas son muy similares a las de los relatos de la serie anterior[3].
[1] Utilizo una edición de Cuentos sin espinas, por Mariano Arrasate Jurico, s. l., s. i., s. a., 86 pp. (Biblioteca General de Navarra, signatura 2-2/14) formada por recortes encuadernados del folletín de un periódico.
[2] Mariano Arrasate Jurico, Cuentos sin espinas, Pamplona, Torrent-Aramendía Hnos., 1932, 124 pp. Manejo un ejemplar de la Biblioteca del Archivo Municipal de Pamplona, signatura K-1; en la cubierta se lee: Cuentos sin espinas (jocoserios), primera serie.