Ven, ven, Señor, no tardes, ven, ven, que te esperamos…
Vaya para hoy, segundo domingo de Adviento, un soneto de Pedro Miguel Lamet, SJ titulado «Lumbre de Dios». De este autor ya han entrado en el blog poemas de Adviento («Soy Adviento», y su tríptico «Tres profetas de Adviento», formado por «Isaías», «Juan el Bautista» y «María») y de Navidad («Encarnación», «Meditación de fin de año»), además de otros más propios del tiempo de Semana Santa («Ceniza eterna», «El dolor del tiempo»). El que añado hoy pertenece a su libro La luz recién nacida. Cancionero de Adviento y Navidad (2016) y dice así:
El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz; a las que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz resplandeció sobre ellos.
(Isaías, 9, 2)
Desde la sombra de la noche aquella que también es la noche tuya y mía, cuando esta tierra abandonada y fría perdió sin ti la risa de tu huella,
y buscaba temblando la centella de un sueño, una palabra, una alegría que aliviara ese horror en que sufría el ser sin ser, la vida sin estrella,
de pronto te asomaste a la ventana y preguntaste al Padre de esta guisa: —¿Qué te parece proclamar cariño
y que el hombre se sienta en la mañana tu júbilo, tu lumbre, tu sonrisa? —¡Bájate, Hijo, y llora como un niño![1]
[1] Pedro Miguel Lamet, La luz recién nacida. Cancionero de Adviento y Navidad, Bilbao, Ediciones Mensajero, 2016, pp. 79.
El poeta Rafael Guillén (Granada, 1933-Granada, 2023) forma parte de la generación del 50. Su producción literaria está jalonada por diversos reconocimientos: en 1994 obtuvo el Premio Nacional de Literatura por Los estados transparentes (1993) y en 2003 fue Premio de la Crítica Andaluza por Las edades del frío (2002). En 2011 la Asociación Colegial de Escritores de España le concedió el Premio de las Letras Andaluzas «Elio Antonio de Nebrija» por el conjunto de su obra literaria. En 2014 fue Premio Internacional Federico García Lorca.
Una amplia selección de su obra quedó recogida en Estado de palabra (Antología 1956-2002), volumen editado por Francisco J. Peñas Bermejo (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2003). Otro libro antológico de sus poemas es Versos para los momentos perdidos (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2011). Además, se han publicado tres volúmenes de sus Obras Completas(Granada, Almed, 2010): dos de poesía y uno de narrativa y prosas varias[1]. Más recientemente han aparecido sus Últimos poemas (Lo que nunca sabré decirte) (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2019).
Copio hoy, de este último poemario, la composición titulada «La huella», que es la de la belleza y el amor:
Todo lo bello deja un hueco en el lugar en donde estuvo, como queda la huella de un cuadro en la pared en donde permaneció colgado un tiempo.
Así, por donde pasas, vas dejando sucesivas imágenes que, aunque invisibles, están ahí y que puedo ver con los ojos del amor. Son como migajas de hermosura, pequeñas vibraciones del aire, notas sueltas de una canción que tal vez nunca llegó a sonar.
Y no me esfuerzo en perseguir una gozosa cercanía porque el tacto es mucho menos real que este saberte presente en esta persistente huella, ese consuelo que me dejas cuando te vas, ese milagro que no termina[2].
[1] El lector interesado encontrará más información sobre Rafael Guillén y su obra en su web.
[2] Rafael Guillén, Últimos poemas (Lo que nunca sabré decirte), Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2019, p. 17.
María Socorro Latasa Miranda, nacida en Pamplona, reside en Aoiz (Navarra). Entre sus libros publicados se cuentan Arpegios de sombra herida (Aoiz, 1989), con prólogo de Charo Fuentes; Edad sin tiempo (Pamplona, Medialuna Ediciones, 1991) y Edad de niebla y otros poemas (s. l., COMAR, 2014). Desde la luz y el tiempo (Pamplona, Sahats, 2005) es la recopilación de la obra poética inédita del padre Damián Iribarren escrita entre 1965 y 2000, que incluye diez poemarios. Ha editado también Risa y ternura de unos papeles (Reflexiones sobre los caprichos de Goya), también del padre Damián Iribarren (Pamplona, Sahats, 2006).
En «De un lugar, de un tiempo, de una voz», palabras preliminares a Edad de niebla y otros poemas, escribe:
En este libro que ahora se presenta dividido en tres partes o secciones: Edad de niebla, Palabras a contrafuga y Otros poemas, he vuelto a plantearme, prácticamente, las mismas cuestiones [que en poemarios anteriores]. Vuelvo a centrarme en el proceso creativo adentrándome en esa región de niebla, abierta a todo lo posible, en la que indaga el intelecto, a la voluntad creativa —que ignora sus límites— y no sabe de dónde a dónde (p. 12).
Traigo hoy al blog su poema «¿Qué dejas en el aire?», perteneciente a Edad de niebla y otros poemas:
Asumes el instante propicio al desencuentro. Transitas la acrobacia de las horas.
¿Y qué dejas en el aire? La impronta[1] levedad de algunos signos, el gasto desleído de las cosas…
Sobre caminos de agua la sombra estremecida del silencio[2].
[1] Nótese el uso aquí de impronta con valor adjetival.
[2] María Socorro Latasa Miranda, Edad de niebla y otros poemas, s. l., COMAR, 2014. Modifico ligeramente la puntuación.
Vaya para hoy, Lunes Santo, este soneto de Pedro Miguel Lamet, SJ, que publicó en su página web el pasado 25 de marzo. El elemento más destacado es la utilización, en sentido religioso, del famoso verso quevediano: si en «Amor constante más allá de la muerte» ese «polvo enamorado» nos hablaba de un amor —profano— capaz de trasponer las aguas del olvido de la laguna Estigia y eternizarse, aquí se trata del lodo humano convertido en ceniza eterna, trascendido por el amor divino, hecho, en suma, eternidad.
Si me miro a los ojos soy la huella del niño que soñó y la presencia de quien pretendió ser esa apariencia que considera el mundo su epopeya.
Si miro hacia mi mente, vuela ella en torno al egoísmo y su querencia al miedo de vivir la inconsistencia de un tiempo de dolor y de querella.
Pero si me despojo del deseo y contemplo la luz detrás de todo en la que sin saberlo ya he habitado,
veré la eternidad detrás del lodo y que, aunque sea un poco de ceniza, «polvo seré, más polvo enamorado».
La semana pasada puse aquí un poema de Antonio Vicente Abad, estudiante de 2.º Curso del Grado en Lengua y Literatura Españolas de la Universidad de Navarra, compuesto con motivo del viaje curricular que realizamos en el marco de la asignatura «Literatura barroca». Se trataba de «Sevilla, donde nunca seré nombre». Pues bien, hay una segunda composición de Antonio fruto de ese viaje, inspirada esta por la contemplación del Cristo de la Clemencia de Juan Martínez Montañés, situado en una capilla propia en la Catedral de Sevilla.
El poema reza —nunca mejor dicho— así:
Qué frío debes de tener, despojado, suspendido en la altura, mientras yo, envuelto en mi abrigo, contemplo el madero que te sostiene y finjo no temblar.
Montañés te dio un cuerpo, pero el dolor es tuyo. Yo solo miro, pero el peso de tu carne caída se me clava en los hombros.
Tus párpados vencidos apenas sostienen la sombra, tus labios entreabiertos murmuran una plegaria rota. Y yo, que tengo voz, me descubro mudo, con la lengua seca de tanta duda.
Tus manos tiemblan en la madera y las mías están calientes. Tu costado abierto supura y yo no llevo heridas, pero algo dentro de mí sangra sin saber de dónde.
No hay clavos en mis pasos, pero me pesan. No hay lanza en mi carne, pero me duele. El oro de este templo resplandece con la fe de otros, y yo, apenas un hombre dentro de tanta luz, me pregunto si arrodillarme es solo otra forma de huir.
Montañés te dio un cuerpo, pero el frío es tuyo. Yo saldré de aquí, y el viento será solo viento, pero tú seguirás ahí, desnudo, como si el dolor no terminara nunca.
Antonio Vicente Abad, murciano, es estudiante de 2.º Curso del Grado en Lengua y Literatura Españolas de la Universidad de Navarra. Aficionado a la escritura creativa, su reciente paso por Sevilla, en el viaje curricular que tuvimos en el marco de la asignatura «Literatura barroca», le ha inspirado estos versos, que creo que no desmerecen —para nada— de otros a los que he dado cabida en esta sección de los lunes dedicada a Sevilla en la literatura. Ustedes juzgarán…
Sevilla despierta con la calma de quien ya lo ha visto todo, con la sombra alargada de San Juan de la Cruz arrastrándose por los muros, con Quevedo afilando metáforas como cuchillos bajo la lengua.
En los patios, la luz dibuja endecasílabos sin esfuerzo, y la brisa, esa brisa que todo lo nombra, arrulla versos que no logro entender. Góngora descansa en los balcones donde la cal brilla como un soneto intacto, y en los espejos rotos de las tabernas Bécquer aún persigue reflejos que no responden.
Aquí las palabras pesan más que los cuerpos, se archivan en claustros, se graban en el bronce de las campanas, en los azulejos de frases perfectas, en los muros que no aceptan mi voz.
Mi lengua se vuelve torpe ante el paisaje. Cada plaza es una página escrita, cada esquina un epigrama que me ignora. Intento escribir, pero el río arrastra mis versos como un confesor implacable que borra toda huella.
Llamo a la Giralda, pero ella solo responde a los suyos. Golpeo la puerta de Lope y no me abre. Busco un rincón en la biblioteca de Cervantes, pero allí ya están sentados los inmortales.
Miro a Sevilla, pero ella no me ve. Aquí la eternidad ya ha elegido sus nombres, y yo solo soy brisa sin peso, ruido sin eco, palabra que muere antes de ser escrita. Una brizna residual de un aire que ya no existe.
Vaya para este día el poema, «Canción de Navidad para conjurar el fin del mundo», con el que Santiago López Navia, filólogo y poeta, y excelente amigo, felicitó la Navidad de 2012 a sus colegas y amistades. La composición está formada por tres estrofas, de 6, 8 y 12 versos, con rima de romance en é e, pero con la particularidad de ser heptasílabos los impares y pentasílabos los pares (es decir, el esquema de rima es 7- 5a 7- 5a…). El poeta, a través de su yo lírico, nos recuerda que frente a las realidades negativas de este mundo (miedo, pobreza, hambre, muerte…) siempre queda un atisbo de esperanza: «Los árboles marchitos / viven a veces / en una rama niña / que reverdece»[1]. Aquí, ese mensaje esperanzado encuentra su máxima expresión en el nacimiento del Salvador, ese momento salvífico —para todo el género humano— en el que «Cristo fundió en su fragua / trono y pesebre».
Que nadie escuche al miedo. Que nadie entregue su libertad al gremio de los intérpretes que entienden las señales que otros no entienden.
Aunque a todos el mundo les pertenece, en poco tiene al mundo el que no tiene. Fin del mundo es el hambre para los débiles y este mundo termina para el que muere.
Que el miedo a los augures no nos silencie. No siempre está perdido lo que se pierde. Los árboles marchitos viven a veces en una rama niña que reverdece. Hasta la paja seca tuvo su suerte: Cristo fundió en su fragua trono y pesebre.
[1] Estos versos me recuerdan el comienzo del poema «A un olmo seco», de Antonio Machado: «Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas nuevas le han salido»; más adelante, en apóstrofe al olmo, el yo lírico expresa su deseo de anotar en su cartera «la gracia de tu rama verdecida».
Este cuarto domingo de Adviento nos deja ya a las puertas de la Navidad. Llegamos, pues, al final de este esperanzado camino que nos sirve de preparación para conmemorar la venida al mundo del Mesías Salvador, el Redentor del género humano. Y para cerrar este ciclo poético del Adviento 2024, traigo hoy el soneto «Soy Adviento», del jesuita Pedro Miguel Lamet[1], que dice así:
¡Cómo me gusta andar por los caminos, sentir bajo mis pies latir al mundo, mirar al horizonte en lo profundo y respirar el aire de los pinos!
¡Cómo me calma de mis desatinos marchar de paso como un vagabundo, mientras, sin pensar, los ojos hundo en reflejos de amores tan divinos!
Pues de pronto comprendo iluminado que en caminar consiste nuestra vida hacia la luz del gran descubrimiento,
puesto que andando advierto que he llegado; y en el buscar presiento la venida. Nací para esperar, pues soy Adviento[2].
[1] Lamet es autor de un hermoso tríptico de sonetos de Adviento, dedicados a «Isaías», «María» y «Juan el Bautista», incluidos en su libro La luz recién nacida. Cancionero de Adviento y Navidad, Bilbao, Ediciones Mensajero, 2016, pp. 71-73.
Muchas son las evocaciones poéticas a modo de semblanza y homenaje dedicadas a Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, Granada, 5 de junio de 1898-camino de Víznar a Alfacar, Granada, 18 de agosto de 1936).
Retrato de Federico García Lorca coloreado por Rafael Navarrete. Colección Rafael Navarrete.
Vaya para hoy, aniversario del asesinato del escritor, este poema, «Muchedumbre Federico», de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954). Se trata de un soneto de alejandrinos (forma estrófica tradicional que solo por excepción encontramos en la producción poética de Irazoki), que en el volumen que recoge su poesía completa forma la sección Un poema suelto y está fechado en «Nueva York, 2011»:
Entre las multitudes viene el nombre que espero; sus letras son de un hombre que en mi mente camina, aunque fuera abatido con disparo de inquina a los pies de su patria de afecto carcelero.
En Nueva York lo he visto cerca del aguacero de los desamparados que forman la colina desde la que contempla cuanto muere o germina y una luz de monedas contra lo verdadero.
Llamarse Federico, caído de repente al plato de un mendigo de nuestra indiferencia; de un saxo va saliendo su muerte suavemente.
Múltiple y solitaria se siente su presencia que siempre silenciosa baja por la pendiente de todos los barrancos y de cada conciencia[1].
[1] Cito por Francisco Javier Irazoki, Los descalzos. Poesía completa (1976-2023), Madrid, Hiperión, 2023, p. 343. La importancia simbólica de la multitud, la muchedumbre, en Poeta en Nueva York es bien conocida («Paisaje de la multitud que vomita (Anochecer en Coney Island)», «Paisaje de la multitud que orina. Nocturno de Battery Place»…), y el propio Federico la explicitaba en la conferencia-recital de su poemario («Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena [Wall Street] cree que el mundo será siempre igual, y que su deber consiste en mover aquella gran máquina día y noche y siempre. […] / Y la multitud. Nadie puede darse cuenta exacta de lo que es una multitud neoyorquina; es decir, lo sabía Walt Whitman que buscaba en ella soledades, y lo sabe T. S. Eliot que la estruja en un poema, como un limón, para sacar de ella ratas heridas, sombreros mojados y sombras fluviales. / Pero, si a esto se une que esa multitud está borracha, tendremos uno de los espectáculos vitales más intensos que se pueden contemplar. / Coney Island es una gran feria a la cual los domingos de verano acuden más de un millón de criaturas. Beben, gritan, comen, se revuelcan y dejan el mar lleno de periódicos y las calles abarrotadas de latas, de cigarros apagados, de mordiscos, de zapatos sin tacón. Vuelve la muchedumbre de la feria cantando y vomita en grupos de cien personas apoyadas sobre las barandillas de los embarcaderos, y orina en grupos de mil en los rincones, sobre los barcos abandonados y sobre los monumentos de Garibaldi o el soldado desconocido. […] / El rumor de esta terrible multitud llena todo el domingo de Nueva York golpeando los pavimentos huecos con un ritmo de tropel de caballo. / La soledad de los poemas que hice de la multitud riman con otros del mismo estilo que no puedo leer por falta de tiempo…»). Sobre este tema específico, me limitaré a remitir ahora, entre otros trabajos posibles, a René Araya Alarcón, «Configuración del flâneur en Poeta en Nueva York de F. García Lorca», Alpha (Osorno), 34, 2012, pp. 25-42; y a Tatiana Suárez Turriza, «El flâneur y la multitud en la ciudad mundo de García Lorca», Iztapalapa. Revista de ciencias sociales y humanidades, 93, 2022, pp. 307-328.
Enrique García-Máiquez (Murcia —«pero Puerto de Santa María», apostilla el autor—, 1969) ha publicado seis libros de poesía, recogidos ahora en Verbigracia (2022), tres dietarios (el más reciente, Un largo etcétera, 2017), tres colecciones de sus columnas periodísticas (la última, El burro flautista, 2019) y dos libros de aforismos (Palomas y serpientes, 2016 y El vaso medio lleno, 2021). Ha traducido a Mario Quintana, a G. K. Chesterton y a William Shakespeare, entre otros, y ha sido codirector de la revista literaria Nadie parecía.
Traigo hoy al blog su poemilla «Retablo flamenco», de tono ligero y humorístico, cuya métrica (mayoría de versos pentasílabos con rima asonante á a) evoca rítmicamente algunos de los palos del flamenco (como la seguidilla castellana, aunque aquí solo es heptasílabo el verso 11):
San José canta, María baila y Jesusito toca las palmas.
Del Cielo, un ángel va y dice: «¡Arsa!».
Hay un pastor a la guitarra. Al resto, se les saltan las lágrimas.
No bailan las ovejas, pero sí balan.
Los Reyes Magos —pues son de Oriente— no entienden nada[1].
[1] Cito por la antología Cuando rezar resulta emocionante. Poesías para orar, 2.ª ed., refundida y ampliada, selección, presentación y notas de Manuel Casado Velarde, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2017, p. 115.