Avalle-Arce, editor de las obras cervantinas

Juan Bautista Avalle-Arce editó la narrativa completa de Cervantes (La Galatea, el Quijote, las Novelas ejemplares y el Persiles), más sus entremeses. En una valoración general, podría decirse que, si bien desde el punto de vista textual sus ediciones se han visto superadas por otras posteriores, en el momento de su aparición supusieron aportaciones muy notables. Y la circunstancia de que varias de ellas apareciesen en colecciones de clásicos de amplia difusión (Espasa Calpe o Castalia), ha hecho que sean ediciones muy manejadas. Con la brevedad obligada, ofreceré unas notas sobre estas ediciones.

De La Galatea preparó dos ediciones para Espasa Calpe, una en la serie antigua de la colección «Clásicos Castellanos» (Madrid, Espasa Calpe, 1961, 2 vols.; col. «Clásicos Castellanos», núms. 154-155; nueva ed. en 1968) y otra diferente en la nueva (Madrid, Espasa Calpe, 1987; col. «Clásicos Castellanos», Nueva serie, núm. 5). En la versión de 1961, como el propio autor indica en nota, la «Introducción» (pp. VII-XXXI) constituye un resumen de lo que decía en su monografía sobre La novela pastoril española, donde se contiene su interpretación «de este género tan apartado de la sensibilidad actual» (p. VII, nota). Los epígrafes —«Tradición e innovación», «Historias intercaladas», «La Galatea y la obra cervantina», «El concepto del amor», «La naturaleza», «Movimiento novelístico pendular» y «La realidad histórica»— apuntan los temas abordados. En el apartado final, «Esta edición», explica que ha seguido fielmente el texto de la edición príncipe (Alcalá, Juan Gracián, 1585), subsanando las erratas evidentes, pero indicando en nota al pie cualquier cambio introducido. Indica que «he modernizado la puntuación y la ortografía, aunque en esta he mantenido las formas que pueden servir para caracterizar la prosodia de la época» (p. XXXI; se refiere a formas como escrebir, accento, etc.). En cuanto a las notas aportadas, explica que al editar el Canto de Calíope se limita dar «en forma sucinta la información que no se halla en las ediciones anteriores de esta novela». El volumen II trae un «Índice de los primeros versos» y un listado con los «Ingenios celebrados en el Canto de Calíope». Incluye una anotación pertinente para aclarar los principales aspectos de la novela necesitados de comentario (notas léxicas, morfológicas, sobre personajes históricos, mitológicos, motivos culturales, etc.).

En la nueva serie, la Introducción (pp. 5-48) incluye estos apartados: «La Galatea en la tradición pastoril», «Encubiertamente antipastoril», «Un Jano literario: La Galatea entre el pasado y el porvenir artístico», «“Razonar casos de amor”», «La ambivalencia ideal de La Galatea» y «La realidad histórica de La Galatea». También se indica que se ha seguido fielmente el texto de la edición príncipe; pero la novedad más destacada —y sorprendente— es que, frente a la edición modernizadora de 1961, se pasa ahora a una edición paleográfica (quizá por imperativos editoriales), con grafías como occupación, exercicio, satisfazer, dulçura, ábito, pressuroso, etc., que dificultan la lectura para el lector no especializado.

También editó el Quijote en Alhambra (Madrid, Alhambra, 1979, 2 vols., con reediciones en 1988 y 1996). Basándose en los estudios de R. M. Flores, reproduce el texto de las ediciones madrileñas de Juan de la Cuesta (1605, 1615), con modernización de la ortografía, la acentuación y la puntuación (y, en algunos casos, aplica las adiciones o cambios de la segunda edición de Juan de la Cuesta). Es edición que Jaime Fernández califica de excelente («una de las cinco más prestigiosas de este siglo»[1]). No tan positiva es, en cambio, la valoración de Montero Reguera: «Este trabajo editorial de Avalle-Arce necesitaría ser revisado pues el número de erratas y malas lecturas empaña una sólida labor crítica»[2]. En el estudio preliminar analiza la estructura del Quijote, rechazando la teoría de que se concibiera originalmente como una novela corta, y comenta los principales temas y personajes, destacando la importancia de la tradición del amor cortés en la construcción de la relación don Quijote-Dulcinea. Se añade un apartado dedicado a «Cervantes ante la novela» y la correspondiente nota bibliográfica. Las notas, abundantes sin caer en el exceso, sirven para aclarar los principales aspectos históricos, léxicos, las fuentes literarias, etc. Se añaden unos útiles índices de nombres propios, de títulos de obras literarias, de primeros versos y de temas de interés[3].

Novelas ejemplares de Cervantes, edición de Avalle-Arce

Avalle-Arce editó en 1982 (y hay ediciones posteriores) las Novelas ejemplares en la conocida colección de «Clásicos Castalia» (en 3 vols., núms. 120, 121 y 122)[4]. El primer volumen incluye La gitanilla, El amante liberal y Rinconete y Cortadillo. La «Introducción» de esta primera entrega (pp. 9-37) sitúa las Novelas ejemplares en el contexto de la producción narrativa cervantina; y después analiza su prólogo, la novedad que supone la colección, la calificación de ejemplares («Son ejemplares, evidentemente, porque pueden servir de ejemplo y modelo a las nuevas generaciones artísticas españolas», p. 17), así como el meditado orden de colocación cada una de las piezas en el conjunto. Después, como el crítico expresa, se limita a ofrecer «una presentación decorosa de cada una de las novelitas» (p. 19). No es posible resumir sus ideas sobre «esa galería de pequeñas maravillas literarias» (p. 24) que son las doce narraciones: de La gitanilla explora, especialmente, su relación con la picaresca; considera que El amante liberal es una novelita bizantina que se transforma en novela de aventuras con una «trabada y armónica estructura narrativa» (p. 31); en fin, Rinconete y Cortadillo muestra el «desencuentro total [de Cervantes] con la picaresca canónica» (p. 35). En el volumen II se editan La española inglesa («una pequeña maravilla de sabiduría constructiva» que apunta ya al Persiles), El licenciado Vidriera (son interesantes las analogías del personaje con don Quijote en la locura y su polionomasia), La fuerza de la sangre («es un audaz experimento novelístico y un fracaso, al mismo tiempo», p. 25) y El celoso extremeño (analiza esta «novela del solipsismo» en relación con el entremés de El viejo celoso, al tiempo que se comentan los cambios que se producen en el paso de la versión manuscrita al texto impreso de 1613). El volumen III incluye La ilustre fregona («otro ensayo de emulación del género picaresco», p. 7, con un pícaro, Carriazo, sui generis, pues se trata de un «pícaro virtuoso»), Las dos doncellas (es una «aleación de temática pastoril con técnica narrativa de novela de aventuras», p. 16), La señora Cornelia («novela tan simpática como inverosímil», p. 18), El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros («Son dos novelas distintas, dos unidades perfectamente diferenciadas» pero, consideradas en conjunto, «constituyen el más audaz experimento artístico contenido en las Novelas ejemplares», p. 20), títulos a los que se suma La tía fingida (que no forma parte del corpus de las Novelas ejemplares, pero que va asociada a ellas: «Es mi opinión, tan convencida como subjetiva, de que Cervantes no la escribió», p. 33).

En cuanto a la edición del texto, reproduce la edición prínceps de 1613 modernizando las grafías, la acentuación y puntuación (ver más detalles en la «Nota previa» del volumen I, pp. 47-49). En el caso de Rinconete y El celoso, edita las versiones del manuscrito Porras de la Cámara como apéndices a los textos impresos en 1613. Y La tía fingida se añade —edita dos versiones: el texto del manuscrito de la Biblioteca Colombina y el de la edición berlinesa de Franceson-Wolf— como un apéndice a todo el conjunto: «De esta manera el estudioso tendrá entre sus manos todos los textos relacionados con las Novelas ejemplares, de cerca o de lejos, con justicia o sin ella» (I, p. 48). Explica que «constituye casi una pedantería reproducir, con mayor o menor fidelidad, el texto [se refiere más exactamente a las grafías del texto] de la edición príncipe» (p. 47); habla de «ese complejo filológico que nos hacía reproducir la edición príncipe en todas sus menudencias, con los consecuentes sinsabores de lectura» (p. 47). Por ello, «urge presentar al lector una edición que represente a la princeps en sus mayores líneas, sin aferrarse a ella en nada que tenga que ver con los detalles» (p. 47). Comenta el editor que ha tratado los textos de las Novelas ejemplares «con el respeto y decoro que merecen» (p. 33). Pero, desde el punto de vista textual, el mayor reparo que puede ponerse a esta edición es esa modernización «a ultranza y a sabiendas», que resulta excesiva, sin respetar los límites marcados por la fonética: así, formas como tinientes, adquerido, cosarios, recaudo, plática, contino o alpargates se transforman en tenientes, adquirido, corsarios, recado, práctica, continuo y alpargatas, respectivamente. Las notas, «aun cuando intentan alcanzar a un lector general, son muy valiosas»[5].

El Persiles también fue editado por Avalle-Arce en Castalia, en el año 1969 (con ediciones posteriores: manejo la de 1992). La «Introducción biográfica y crítica» (pp. 7-27) sitúa la obra editada en el contexto literario en que aparece, es un breve recorrido por la biografía de Cervantes y el conjunto de su obra. Explica que Cervantes no le pudo dar la última lima, de ahí la desordenada estructura de ciertos párrafos, escritos a vuelapluma, y el «extraño método epigráfico usado en la división de capítulos» (p. 12). Comenta que «el Persiles se quedó un poco “en torso”, falto de la amorosa última mano del autor» (p. 13). Se refiere a su génesis (los dos primeros libros escritos entre 1599 y 1605, y los libros III y IV en el periodo 1612-1616, lo que explica las diferencias temáticas, estilísticas, de influencias, etc., que existen entre los dos bloques: I-II / III-IV) y su relación con La española inglesa, que es «una miniatura del Persiles» (p. 19). Luego dedica páginas al análisis de la cadena del ser, «metáfora tradicional para expresar la plenitud, el orden y la unidad de la creación divina» (p. 20); sin este motivo, el Persiles no se entiende: escala ontológica de perfeccionamiento: la cadena del ser es «el supuesto mental sobre el que descansa la concepción del Persiles» (p. 22). En fin, el estudio se remata con el análisis del bizantinismo del Persiles, de su ejemplaridad, y de la peregrinación como símbolo de la vida humana. La intención universalizadora de la novela es lo que explica que los personajes principales sean unidimensionales y acartonados.

En la «Noticia bibliográfica» explica que «hasta ahora el único texto fidedigno y aconsejable del Persiles ha sido el de Schevill-Bonilla» (en OC, III-IV, Madrid, 1914). En la «Nota previa» (p. 33) escribe: «El texto de esta edición sigue escrupulosamente el de la príncipe (Madrid, Juan de la Cuesta, 1617). Corrijo las erratas evidentes, de lo que siempre dejo constancia en las notas. Modernizo la puntuación y la ortografía, aunque conservo las formas que pueden servir para caracterizar la prosodia de la época». Añade 558 notas explicativas, suficientes para desentrañar los pasajes complicados.

En fin, en el terreno del teatro hay que recordar su edición de los Ocho entremeses (Englewood Cliffs, NJ, Prentice-Hall, 1970). Se trata de una edición pensada para hacer accesibles los textos cervantinos a los estudiantes norteamericanos. La introducción traza una breve historia del entremés hasta Cervantes y analiza sucintamente cada pieza, comentando la aportación cervantina al desarrollo del género. Cada texto se acompaña de unas preguntas que pueden servir de guía para su análisis. Las más de mil notas que acompañan a los textos (1.186 notas, entre el estudio preliminar y los textos editados) ponen de relieve el carácter eminentemente divulgativo de esta edición.

Y hasta aquí llega este breve recorrido por la producción cervantina de Juan Bautista Avalle-Arce. Si él nos advertía que «al tratar de Cervantes siempre se corre el riesgo de simplificar demasiado» (Deslindes, p. 18), lo mismo puede ocurrir al tratar de los críticos cervantinos. Muchas ideas suyas habrían merecido un análisis mucho más detenido, y otras, directamente, se habrán quedado en el tintero. Valga decir, a modo de resumen, que las páginas cervantinas de Avalle-Arce transparentan su capacidad de emocionarse con la lectura literaria; es más, nuestro crítico logra transmitir su pasión interpretativa al lector: sus certeros análisis —que aúnan la docta erudición y la claridad y aun amenidad expositiva— no solo le ayudan a entender mejor las obras comentadas, sino que tienen la virtud de despertar en nosotros las ganas de leerlas o de releerlas[6].


[1] Jaime Fernández, «Semblanza de Juan Bautista Avalle-Arce», «Semblanza de Juan Bautista Avalle-Arce», Mundaiz (Universidad de Deusto, San Sebastián), 44, julio-diciembre de 1992, p. 149.

[2] José Montero Reguera, El «Quijote» y la crítica contemporánea, Madrid, Centro de Estudios Cervantinos, 1997, p. 20.

[3] Ver también su artículo «Hacia el Quijote del siglo XX», Ínsula, núm. 494, 1988, pp. 1 y 3-4, que es una crítica muy dura a la edición del Quijote de Vicente Gaos (Madrid, Gredos, 1987, 3 vols.).

[4] Antes había salido Three Exemplary Novels [El licenciado vidriera. El casamiento engañoso. El coloquio de los perros], introduction and notes by Juan Bautista Avalle-Arce, New York, Dell Publishing Company, 1964.

[5] Ángel Gómez Moreno, reseña a Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Castalia, 1982, en Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, 2, 1983, p. 242. Este reseñista ya detecta el problema de la modernización.

[6] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Juan Bautista Avalle-Arce o la investigación cervantina como un “mini-sistema planetario”», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (eds.), Nómina cervantina. Siglo XX, Kassel, Edition Reichenberger, 2016, pp. 276-294.

Otros estudios cervantinos de Avalle-Arce

Comentaré ahora algunas otras ideas y teorías importantes de la producción cervantina de Avalle-Arce que no han hallado cabida en el anterior repaso de los libros del autor. Me refiero concretamente a su examen de la relación de Cervantes con la tradición pastoril; a su actitud frente al modelo canónico de la picaresca; y, en fin, a su teoría del «narrador infidente». Vayamos por partes.

Avalle-Arce dedicó atención a La Galatea, primero en su estudio sobre La novela pastoril española (Madrid, Revista de Occidente, 1959; 2.ª ed. corregida y aumentada, Madrid, Istmo, 1975); en el apartado que le dedica en la Historia y crítica de la literatura española al cuidado de Francisco Rico, vol. II, Siglos de Oro: Renacimiento (Barcelona, Crítica, 1981); y en el volumen colectivo por él coordinado «La Galatea» de Cervantes cuatrocientos años después (Cervantes y lo pastoril) (Newark, Juan de la Cuesta, 1985)[1]. También como autor de sus dos ediciones de La Galatea en Espasa Calpe, a las que me referiré en una próxima entrada.

De su volumen sobre La novela pastoril española, nos interesa el capítulo VIII, dedicado a Cervantes (pp. 197-231). Tras estudiar el género en los autores precedentes (La Diana y sus diversas continuaciones), y antes de pasar a las versiones a lo divino, se centra en la tradición pastoril en Cervantes, que no se ciñe tan solo a La Galatea (1585), sino que se extiende a muchos otros pasajes de su obra, en una larga trayectoria de treinta años. En efecto, explica que el tema pastoril en Cervantes «no constituye un ensayo juvenil abandonado en épocas de madurez, sino que se inserta con tenacidad en la médula de casi todas su obras» (p. 197). «Lo pastoril constituye así una infragmentable continuidad que deja una huella ineludible e su mundo poético» (p. 197). En La Galatea sigue en los aspectos formales el modelo genérico de Montemayor, Gil Polo, etc. (mezcla de prosa y verso, historias intercaladas, casos de amor…), pero además de la imitación cuenta la intención renovadora del autor: «Los cánones poéticos, que tan bien conocía Cervantes, se desmoronan ante el asesinato de Carino por Lisandro» (p. 199). Es decir, renueva el canon al introducir la violencia en el bucólico mundo pastoril. El repaso de diversos casos de amor le sirve para mostrar «el despego cervantino en encajonar la vida en armazones teóricos» (p. 209), superando el modelo del amor platónico e insuflando humanidad a los personajes. Con su concepción vitalista del arte literario, Cervantes va más allá del neoplatonismo. Además consigue crear una verdadera ars oppositorum respecto al tema de la mujer (feminismo y antifeminismo), el concepto de religión (lo pagano y lo cristiano), el mito poético y la circunstancia real. Concluye que la novela, «Colocada en la tradición pastoril es de una novedad absoluta, que renueva el material de acarreo, al mismo tiempo que novela con aspectos de una realidad vedada por los cánones» (p. 215). Después analiza lo pastoril en otras obras de Cervantes, comenzando por el episodio del Quijote de Grisótomo y Marcela, la historia de Leandra, las bodas de Camacho y Quiteria, la fingida Arcadia y la opción que se le ofrece a don Quijote de convertirse en el pastor Quijotiz. En cuanto a las censuras de Berganza a lo pastoril en el Coloquio de los perros se trata, en opinión de Avalle-Arce, de un «pasaje de malentendida y aparente censura». En conjunto, el tema pastoril plantea que la realidad es la extraordinaria simbiosis de Vida y Literatura.

La segunda idea a la que me quiero referir es la relación que mantuvo Cervantes con la picaresca: Avalle-Arce ha destacado las nuevas fronteras para la picaresca deslindadas por Cervantes en algunas de las ejemplares como La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, La ilustre fregona o El coloquio de los perros. Pueden verse a este respecto las introducciones respectivas a esas novelas en su edición de las Novelas ejemplares (Madrid, Castalia, 1982) así como su artículo «Cervantes entre pícaros» (Nueva Revista de Filología Hispánica, XXXVIII, 1990, pp. 591-603). Resumiendo lo esencial, tenemos que, en la formulación canónica de la novela picaresca (el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán), el pícaro es un personaje solitario e insolidario, en cuyos sentimientos no tienen cabida el amor ni la amistad. En cambio, la narrativa «picaresca» cervantina nunca es en primera persona (la autobiografía es rasgo canónico del género), sino un contrapunto entre dos personas, y la amistad redime de la sordidez de la vida humana; además, en esta formulación el desarrollo del amor y la fortuna sustituye al puro determinismo. En Cervantes, el yo del pícaro no campea en libertad imponiendo sus puntos de vista, sino que la vida se vive hacia fuera, en relación de intercambio con otras personas. Ciertamente, el alcalaíno no escribió nunca una novela picaresca canónica, pero sí practicó diversas respuestas al modelo tradicional; no mostró un rechazo categórico del género, sino que realizó meditadas aproximaciones. Las novelas mencionadas constituyen «la respuesta cervantina al permanente reto que le ofrecía la novela picaresca, género que él no quiso ensayar nunca, al menos en su forma canónica» (introducción a La ilustre fregona, en Novelas ejemplares, III, p. 7).

Por último, debo dedicar unas líneas a su teoría sobre el «narrador infidente», expuesta en distintas ocasiones (véase, por ejemplo, «Cervantes y el narrador infidente», Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, 7, 1987, pp. 163-172, o «El bachiller Sansón Carrasco», Boletín de la Academia Argentina de Letras, LIV, 1989, pp. 203-215, entre otros trabajos). Ocurre que la historia del Quijote nos la refiere un narrador «infidente», una instancia que alcanza casi papel protagónico y en la que el lector no puede confiar plenamente pues le oculta información clave, le da pistas falsas que lo llevan por derroteros confusos y le tiende pequeñas —o grandes— trampas, en definitiva, es un narrador que engaña «a sabiendas y a conciencia»[2]: la promesa rota del bachiller Sansón Carrasco («Todo lo prometió Carrasco», señala el narrador en II, 4, p. 662, cuando don Quijote le pide que guarde el secreto de su nueva salida) es el resorte que pone en marcha toda la acción de la Segunda Parte: en realidad, el bachiller saldrá a los caminos tras él, oculta su personalidad, con el objetivo de vencerlo y devolverlo a su casa. Y por ello en esta Segunda Parte se requiere una serie de capítulos explicativos breves, que se insertan después de sucedidos los hechos, para desvelar detalles o dar a conocer la identidad de alguno de los personajes (por ejemplo, Sansón Carrasco como Caballero de los Espejos, o Ginés de Pasamonte como maese Pedro).

Por ejemplo, se nos va a ocultar la identidad del Caballero del Bosque o de los Espejos, que combate con don Quijote y es vencido. Luego van a ser necesarios algunos capítulos explicativos para revelarnos su verdadera identidad: es Sansón Carrasco, que ha salido para vencer a don Quijote y traerlo de vuelta a casa. Pero, como resulta vencido, le va a mover en lo sucesivo el deseo de venganza; así, de nuevo ha de salir en su busca, como Caballero de la Blanca Luna, que finalmente sí derrotará a don Quijote en las playas barcelonesas. Pero de todo esto no se nos dice nada ahora, no se explicita a qué fue el bachiller a hablar con el cura: lo sabremos más adelante, cuando este «narrador infidente» que cuenta los hechos de esta Segunda Parte así lo decida[3].


[1] Editado por Avalle-Arce, incluye trabajos de Elias L. Rivers, Alberto Sánchez, Jean Canavaggio, Bruno M. Damiani, Geoffrey L. Stagg, Anthony Close y Maxime Chevalier, además de unas palabras preliminares del propio Avalle-Arce. Se concibe como un homenaje a La Galatea, cuyo principal objetivo es impulsar «a leer, releer, repensar, revalorar» (p. 6) la primera novela de Cervantes.

[2] Para este «maravilloso invento» de Cervantes ver el capítulo inicial de Las novelas y sus narradores (Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 2006), titulado «Aproximaciones al tema». Esta teoría del narrador infidente ha sido matizada recientemente por Adrián J. Sáez, «Acerca del narrador infidente cervantino: El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros», en Jesús G. Maestro y Eduardo Urbina (eds.), Entre lo sensible y lo inteligible: música, poética y pictórica en la literatura cervantina, Anuario de Estudios Cervantinos, 7, 2011: considera que, en vez de identificar esta entidad narrativa como mendaz, es preferible calificarla como aquella que suscita dudas y recelos en el lector.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Juan Bautista Avalle-Arce o la investigación cervantina como un “mini-sistema planetario”», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (eds.), Nómina cervantina. Siglo XX, Kassel, Edition Reichenberger, 2016, pp. 276-294.

Una mirada rápida a los libros cervantinos de Avalle-Arce (y 3)

El volumen Don Quijote como forma de vida (Valencia, Fundación Juan March / Castalia, 1976) consta de una «Introducción» y ocho capítulos: «Directrices del prólogo de 1605», «Directrices del prólogo de 1615», «El nacimiento de un héroe», «La locura de vivir», «La vida como obra de arte», «Vida y arte; sueño y ensueño», «Un libro de buen amor» y «Libros y charlas; conocimiento y dudas». En las palabras introductorias el autor explica que no ha sido su objetivo interpretar todo el Quijote sino, más bien, «explicar algo del personaje don Quijote de la Mancha»:

El Quijote, como toda obra de arte, es un símbolo único e insustituible. Lo que esto implica para el crítico en ciernes es que se debe tener muy en cuenta el hecho fundamental de que la suma de todos los significados e interpretaciones es siempre menor que el todo de la obra de arte. Toda la crítica que se escriba sobre el Quijote hasta el Día del Juicio Final no sumará el todo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Y con esto quedo curado en salud.

Cubierta del libro Don Quijote como forma de vida (Valencia, Fundación Juan March / Castalia, 1976), de Juan Bautista Avalle-Arce

En los dos primeros capítulos analiza los prólogos de 1605 y 1615. Comenta Avalle-Arce que don Quijote aspira al perfeccionamiento de su vida, practicando el humanismo cristiano de las armas; su vida es de absoluta ejemplaridad cristiana. Y destaca la identidad o correspondencia que se establece entre creador y criatura. En «El nacimiento de un héroe» vuelve sobre ideas ya apuntadas en «Tres comienzos de novela»: el carácter adánico del personaje don Quijote, en comparación con el determinismo del caballero (Amadís) o el pícaro (Lazarillo); es un héroe completamente al margen del folclore y de la tradición literaria, cuya heroicidad radica en la fe que tiene en su misión, o sea, en sí mismo; o la ironía cervantina, que se muestra en un continuo proceso de alusión-elusión. Explica cómo la locura es una necesidad vital para don Quijote de la Mancha, pues gracias a ella puede trazar su plan de vida, y es «el ingrediente que distingue al quijotismo de todos los otros ismos del mundo». En el capítulo IV, a la luz sobre todo del Examen de ingenios de Huarte de San Juan, se profundiza en el análisis de la locura del colérico hidalgo, que surge de una lesión de la imaginativa y la fantasía:

La locura de nuestro colérico ingenioso le lleva a trazarse un plan de vida como caballero andante. Pero el anacronismo de esta forma de vida es total dentro del mundo y las circunstancias en que le toca desempeñarse; el choque entre la forma de vida adoptada y la realidad circunstante es inevitable y continuo. 

En los capítulos V y VI se retoman ideas de «Don Quijote, o la vida como obra de arte» (análisis de los episodios de Sierra Morena y la cueva de Montesinos). El personaje, al inventarse su proyecto de ser, lo hace en forma deliberadamente artística, es decir, trata de convertir, «con rabioso tesón», su proyecto de vida en una obra de arte. Don Quijote aspira a vivir en un mundo de arte (el modelo de los libros de caballerías), lo que le obliga a transmutar la realidad prosaica y cotidiana en una realidad poética acomodada a su fantasía caballeresca (locura, papel de los encantadores, etc.); en su vigilia don Quijote lucha a diario y a brazo partido por alcanzar el ideal y en ello radica, precisamente, la esencia heroica del quijotismo y su significado profundamente humano:

Verdadera lección de heroísmo profundamente humano, de quijotismo esencial: saber que la vida es sombra y sueños, pero vivirla como si no lo fuese. El hidalgo manchego, para dejar de serlo, se empeñó en vivir la vida como una obra de arte. Un fuego fatuo que queda trascendido aquí, en alas de un impulso profundamente espiritual y cristalino. El caballero andante ha conquistado una parcela de la verdad; la conquista total sólo ocurrirá en su lecho de muerte (pp. 212-213).

El capítulo VII, «Un libro de buen amor», analiza el sentimiento amoroso de don Quijote por Dulcinea en el contexto del amor cortés y la tradición trovadoresca (servicio a la amada, vasallaje amoroso, secreto y silencio, dolor y melancolía, etc.). En fin, el VIII desarrolla la idea de que toda la vida de don Quijote estuvo sustentada en los libros y la lectura, verdaderos inspiradores de su vivir caballeresco. Se analiza el episodio del escrutinio de su biblioteca y se indica que el diálogo en el Quijote es, en su expresión más profunda, forma del conocimiento. En resumidas cuentas, don Quijote nos da una profunda lección como forma de vida humana.

La Enciclopedia cervantina (Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1997; 2.ª ed., Guanajuato, Universidad de Guanajuato / Centro de Estudios Cervantinos, 1997) es, con sus 501 páginas a dos columnas, una compilación enciclopédica de voces relativas a personajes, temas, motivos, conceptos y referencias diversas en la obra cervantina, que constituye una utilísima herramienta de trabajo. Pardo la considera «culminación de una larga vida de cervantista y perfecta expresión del carácter ciertamente enciclopédico de su erudición»[1]. El autor explica en el «Prólogo»:

El lector hallará aquí toda la producción cervantina resumida y analizada bajo el título individual de la obra particular; todo lo que entra en la composición de una obra literaria, modelos, ideas, estilo, forma; los autores, obras e ideas que influyeron sobre Cervantes, así como las ideas, obras y autores que fueron influidos por nuestro novelista; las supercherías y obras atribuidas. Todo esto aparece fichado aquí en orden alfabético, y he hecho uso de un amplio sistema de referencias internas a diversos artículos de la enciclopedia, y así espero haber facilitado su uso.

Se trata, por tanto, de una obra de referencia fundamental, un verdadero compendio de todo el saber cervantino de Avalle-Arce, donde están recogidas todas sus ideas: «Las ideas expresadas aquí son las mías, mejor dicho, ajenas, pero apropiadas e individualizadas como mías por una vida dedicada a la lectura y la meditación» («Prólogo», p. 9)[2].


[1] Pedro Javier Pardo, «Reminiscencias de Juan Bautista Avalle-Arce (1927-2009)», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LXXXVI, 2010, p. 669.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Juan Bautista Avalle-Arce o la investigación cervantina como un “mini-sistema planetario”», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (eds.), Nómina cervantina. Siglo XX, Kassel, Edition Reichenberger, 2016, pp. 276-294.

Una mirada rápida a los libros cervantinos de Avalle-Arce (2)

La Suma cervantina, editada por Avalle-Arce y Edward C. Riley (London, Tamesis Books Limited, 1973), constituye un importantísimo volumen que, como explican los editores en su prólogo, pretendía reunir las principales tendencias de la crítica cervantina desde los años 1947-1950, aproximadamente, hasta la fecha de publicación. Los estudios recopilados, a cargo de grandes expertos cervantistas, abordan las principales cuestiones relacionadas con la vida de Cervantes, el análisis de sus obras mayores y los temas generales que «tratan de reflejar la problemática de la obra cervantina» (p. IX), a lo que se une un repaso de las atribuciones y supercherías cervantinas, y una bibliografía selecta con los estudios imprescindibles hasta principios de 1972. Alberto Sánchez es el encargado de comentar el estado de los estudios biográficos cervantinos. Se repasa después el conjunto de la producción cervantina: La Galatea (Joaquín Casalduero), Don Quijote (Avalle-Arce y Riley), las Novelas ejemplares (Peter N. Dunn), el Viaje del Parnaso y las poesías sueltas (Elias L. Rivers), las comedias (Bruce W. Wardropper), los entremeses (Eugenio Asensio) y el Persiles (Joaquín Casalduero). En el apartado dedicado a los temas, Marcel Bataillon aborda las relaciones literarias cervantinas; Enrique Moreno Báez, su perfil ideológico; Martín de Riquer, su relación con la novela caballeresca; E. C. Riley, su teoría literaria; Ángel Rosenblat, la lengua; Manuel Durán, el Quijote de Avellaneda, en tanto que Harry Levin estudia la presencia de Cervantes y el quijotismo en la posteridad. Cierra el volumen el estudio de las atribuciones y supercherías cervantinas, a cargo del propio Avalle-Arce.

Cubierta del libro Suma cervantina, editado por Juan Bautista Avalle-Arce y Edward C. Riley (London, Tamesis Books Limited, 1973)

La Suma cervantina, como su nombre indica, pretendía ofrecer una recopilación totalizadora con relación a Cervantes. La alta calidad de los trabajos que lograron reunir los dos coordinadores de la empresa hace que este siga siendo, a día de hoy, una referencia obligada en los estudios cervantinos, una obra de indispensable consulta. Dejando de lado su trabajo como editor, tres son las aportaciones del crítico navarro-argentino en este volumen. La primera es el capítulo dedicado a «Don Quijote» (pp. 47-79), escrito en colaboración con Riley: se estudia aquí el inicio de la novela, así como la voluntad de que hace gala el personaje («La voluntad es la dimensión primera de su vivir», p. 52), su carácter adánico, sus ansias de libertad y su idea de vivir la vida como obra de arte, con un análisis especial de dos episodios, el de la penitencia en Sierra Morena y el de la cueva de Montesinos. Explican:

Verdadera lección de heroísmo profundamente humano, de quijotismo esencial: saber que la vida es sombra y sueños, pero vivirla como si no lo fuese. El hidalgo manchego, para dejar de serlo, se empeñó en vivir la vida como una obra de arte. Un fuego fatuo que queda trascendido aquí, en alas de un impulso profundamente espiritual y cristiano. El caballero andante ha conquistado una parcela de la verdad; la conquista total sólo ocurrirá en su lecho de muerte (p. 59).

También plantean la cuestión del carácter improvisado o no de la novela, destacando las numerosas simetrías artísticas y correspondencias temáticas y formales que existen entre las dos partes, lo que pone de relieve la buscada organización interna de la obra; y demuestran con ejemplos que hay una progresión cumulativa, es decir, que existe una organización interna en el Quijote (abordan también la función de las novelas intercaladas).

El segundo trabajo, este escrito solo por Avalle-Arce, es «Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional» (pp. 199-212); se estudia aquí la génesis de la novela, su estructura (las notables diferencias entre las dos mitades: libros I-II / libros III-IV) y su temática, con el comentario de la cadena del ser o escala ontológica como motivo sobre el que se asienta toda la novela; igualmente, el bizantinismo del Persiles y su ejemplaridad, con el comentario del profundo simbolismo de la peregrinación de la vida humana, que convierte a la novela en una gran epopeya cristiana en prosa. Explica el crítico que «La plenitud del Persiles como novela fue sacrificada en las aras de la más alta intención ideológica» (p. 212); y concluye: «El Persiles es una novela, es una idea de la novela, y es la suma de todos los puntos de vista posibles en su tiempo sobre la novela» (p. 212).

En fin, en «Atribuciones y supercherías» (pp. 399-408) —trabajo que había sido encargado originalmente a Antonio Rodríguez Moñino, pero que no pudo entregar— Avalle-Arce reúne un total de 76 fichas con «todas las obras, mayores o menores, que en alguna época se han atribuido a Cervantes, con buena o malas intenciones» (p. 399).

Nuevos deslindes cervantinos (Barcelona, Ariel, 1975) constituye una edición renovada y puesta al día de Deslindes cervantinos (indica que se trataba de «poner mi viejo libro a la altura de mis actuales circunstancias», p. 11). El libro incluye ahora un total de nueve trabajos (los de Deslindes presentan aquí ligeros retoques en los subtítulos): «Conocimiento y vida en Cervantes» (pp. 15-72), «Tres vidas del Persiles (Cervantes y la verdad absoluta)» (pp. 13-87), «Grisóstomo y Marcela (Cervantes y la verdad problemática)» (pp. 89-116), «El curioso y El capitán (Cervantes y la verdad artística)» (pp. 117-152), «El cuento de los dos amigos (Cervantes y la tradición literaria. Primera perspectiva)» (pp. 153-211), «Tres comienzos de novela (Cervantes y la tradición literaria. Segunda perspectiva)» (pp. 213-243), «La Numancia (Cervantes y la tradición histórica)» (pp. 245-275), «La captura (Cervantes y la autobiografía)» (pp. 277-333) y «Don Quijote, o la vida como obra de arte (A manera de coda)» (pp. 335-387). Como puede apreciarse, el empleo de los subtítulos entre paréntesis sigue constituyendo un hábil y sencillo recurso para dotar de cierta estructura orgánica a los diversos temas y contenidos del libro. Reseñaré brevemente los cuatro últimos trabajos, que son los nuevos.

En «Tres comienzos de novela (Cervantes y la tradición literaria. Segunda perspectiva)» Avalle-Arce pone en relación la forma en que se presentan los personajes protagonistas en las páginas iniciales del Amadís, del Lazarillo y del Quijote. Frente al determinismo positivo que marca a Amadís, que nace abocado a un sino heroico, y el determinismo semejante pero de signo contrario que afecta a Lazarillo, don Quijote es un personaje adánico, al que conocemos superada la cincuentena de edad, del que no se nos ofrece ningún antecedente familiar, que tiene un verdadero frenesí de autorrealización: ser caballero andante. Esa libertad del personaje para hacerse a sí mismo va en paralelo con la libertad creadora del artista: el crítico considera la formulación «no quiero acordarme» del arranque como expresión de la libérrima libertad del escritor. Cervantes nos introduce a los lectores «a un mundo que se está haciendo ante nuestros ojos» (p. 234) y nos invita a que participemos «en la forja de este último gran mito occidental» (p. 243).

En «La Numancia (Cervantes y la tradición histórica)» Avalle-Arce va glosando jornada por jornada el contenido temático-ideológico de la tragedia cervantina (muerte-vida-honra-religión), escrita ad maiorem Hispaniae gloriam; en efecto, esa gloria imperial de España era un imperativo de plenitud del hombre hispánico: «La Numancia adquiere así la tonalidad de un estallido de conciencia» (p. 274). Por su parte, «La captura (Cervantes y la autobiografía)»[1] analiza el suceso histórico (el apresamiento por los piratas argelinos en 1575) que constituye el gozne de la vida del escritor. En su reconstrucción del hecho histórico, Avalle-Arce aporta algunos datos novedosos, como la fecha en la que Cervantes debió de partir de Nápoles (hacia el 6-7 de septiembre) y, sobre todo, el detalle de que la captura de la galera Sol se produjo, no a la altura de Las Tres Marías, sino cerca ya de la costa catalana, a la altura de Palamós. Cervantes llevó a cabo una sostenida reelaboración artística de este hecho histórico; aquí se repasan las distintas obras en que el manantial de su memoria avivó la creación literaria, si bien destaca el crítico que, a diferencia del de Lope, el autobiografismo de Cervantes es «sereno, recatado y pudoroso» (p. 324).

Por último, «Don Quijote, o la vida como obra de arte (A manera de coda)» analiza dos momentos del Quijote considerados centrales por Avalle-Arce: la estancia del personaje en Sierra Morena en la Primera Parte (una aventura en alta montaña) y el descenso a la cueva de Montesinos en la Segunda (una aventura subterránea). La penitencia en Sierra Morena constituye el primer acto gratuito, con conciencia de tal, que registra la literatura de Occidente, y es la culminación del deseo del personaje de vivir la vida como obra de arte. En contraste, en el episodio de la cueva de Montesinos (donde el personaje se asoma a las vivencias de su inconsciente) desciende a la sima del desengaño, lo que marca el inicio de su progresiva pérdida de la voluntad. En ambos casos se trata de aventuras climáticas, de momentos culminantes en sus respectivas partes[2].


[1] Publicado anteriormente como «La captura de Cervantes», Boletín de la Real Academia Española, XLVIII, 1968, pp. 237-280.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Juan Bautista Avalle-Arce o la investigación cervantina como un “mini-sistema planetario”», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (eds.), Nómina cervantina. Siglo XX, Kassel, Edition Reichenberger, 2016, pp. 276-294.

Una mirada rápida a los libros cervantinos de Avalle-Arce (1)

En la imposibilidad de abordar un análisis sistemático y completo del conjunto de los trabajos cervantinos de Avalle-Arce, trataré de mostrar una visión panorámica de su labor en este campo del Hispanismo. Para ello, ofreceré primero una breve glosa de sus monografías y colectáneas cervantinas, pues es en esas publicaciones donde se encuentran recopilados sus trabajos más citados (Deslindes cervantinos, Nuevos deslindes cervantinos y Suma cervantina), donde se formulan algunas de sus teorías más importantes (Don Quijote como forma de vida) o, sencillamente, donde se sintetiza en forma de entradas de diccionario todo su saber y erudición en este campo (Enciclopedia cervantina). Más tarde ofreceré el comentario de algunas otras aportaciones críticas de Avalle-Arce; y, por último, haré un sucinto repaso a su labor como editor de los textos cervantinos.

Cubierta del libro Deslindes cervantinos, de Juan Bautista Avalle-Arce

La primera contribución importante de Avalle-Arce, Conocimiento y vida en Cervantes (Buenos Aires, Instituto de Filología, 1959), quedó incorporada pronto al volumen Deslindes cervantinos (Madrid, Edhigar, 1961), en el cual reúne cinco trabajos: «Conocimiento y vida en Cervantes» (pp. 15-80), «Tres vidas del Persiles (La verdad absoluta)» (pp. 81-96), «Grisóstomo y Marcela (La verdad problemática)» (pp. 97-119), «El curioso y El capitán (La verdad artística)» (pp. 121-161) y «El cuento de los dos amigos (Cervantes y la tradición literaria)» (pp. 163-235). En esta colectánea encontramos ya algunos de los temas seminales en la exploración que lleva a cabo Avalle-Arce del universo artístico e ideológico de Cervantes. El primero de los trabajos, publicado originariamente en la revista Filología como homenaje a su maestro Amado Alonso, aborda el análisis del tema de la verdad y sus formas de conocimiento (por autoridad, experiencia o razón); es decir, analiza la triple relación de conocimiento, verdad y vida. Se centra primero en el comentario de don Quijote como personaje que tiene una fe ciega en la autoridad literaria; y luego en el análisis ideológico del Persiles, que tiene el objetivo de retratar la verdad absoluta. En «Tres vidas del Persiles (La verdad absoluta)» analiza las figuras del español Antonio (que representa el honor), el italiano Rutilio (la lascivia) y el portugués Manuel (el amor), tres vivires distintos que sintetizan el vivir nacional. Las tres contribuciones restantes están directamente relacionadas con el Quijote, en concreto con sendas historias intercaladas: la de Grisóstomo y Marcela (aborda el dilema de la muerte —por amor o suicidio— del pastor enamorado); la relación entre la historia de El curioso impertinente y la que le sigue, la historia del capitán cautivo y Zoraida (el autor las interpreta como historias antagónicas en la que la del Curioso se identifica con lo literario, en tanto que la del Capitán se muestra como una referencia al aspecto histórico y vital); y, finalmente, un repaso por la tradición literaria del cuento de «los dos amigos», que es fundamental en la construcción de El curioso impertinente y también en otras obras cervantinas.

Estos cinco trabajos incluidos en Deslindes cervantinos, aunque independientes, entablan cierto diálogo entre sí, lo que se percibe ya desde el intencionado empleo de los subtítulos entre paréntesis. Pero las ideas expuestas se van conectando en un plano más profundo: si el primero de los trabajos muestra que el Persiles es el máximo ejemplo de la verdad fruto de la fe y el dogma, el segundo profundiza en esa misma línea de análisis. En el cuarto trabajo, al comentar El curioso, se apunta la relación con el motivo tradicional del cuento de los dos amigos, y a recorrer esa tradición literaria a lo largo de ocho siglos dedicará el último de los trabajos (no centrado exclusivamente en Cervantes), etc. Igualmente, muchas de estas ideas seminales se incorporarán —matizadas o ampliadas— a otros trabajos posteriores[1].


[1] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Juan Bautista Avalle-Arce o la investigación cervantina como un “mini-sistema planetario”», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (eds.), Nómina cervantina. Siglo XX, Kassel, Edition Reichenberger, 2016, pp. 276-294.

Juan Bautista Avalle-Arce (1927-2009) o la investigación cervantina como un «mini-sistema planetario»

Juan Bautista Avalle-Arce (Buenos Aires, 1927-Pamplona, 2009) es una de las figuras señeras del Hispanismo del siglo XX. Formado primero en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires y luego en la Universidad de Harvard con sus maestros Amado Alonso y Raimundo Lida, su investigación ha iluminado aspectos de numerosos autores, géneros y obras, desde las crónicas medievales y el Romancero hasta escritores contemporáneos como García Lorca, pasando por la novela pastoril, la caballeresca, las crónicas de Indias, Lope de Vega, etc. En todo caso, el verdadero núcleo de su producción ha sido Cervantes, cuya obra no solo ha analizado en profundidad escudriñando sus entresijos estéticos e ideológicos, sino que además la ha editado (toda su narrativa —La Galatea, el Quijote, las Novelas ejemplares, el Persiles— y los entremeses). En la inmensidad de la bibliografía cervantina, sus monografías y colectáneas de artículos, así como los volúmenes que coordinó para reunir los trabajos de los más prestigiosos cervantistas, constituyen referencias fundamentales y de obligada consulta, en especial Deslindes cervantinos (1961), Suma cervantina (1973) —en colaboración con E. C. Riley—, Nuevos deslindes cervantinos (1975), Don Quijote como forma de vida (1976), «La Galatea» de Cervantes cuatrocientos años después (Cervantes y lo pastoril) (1985) y Enciclopedia cervantina (1997). Sólida erudición, profundidad de pensamiento y una amena claridad expositiva de sus doctas ideas son algunas características destacadas de sus escritos cervantinos, que forman, en palabras del propio crítico, «un mini-sistema planetario»[1].

Juan Bautista Avalle-Arce. Foto: Manuel Castells (Archivo Fotográfico Universidad de Navarra)
Juan Bautista Avalle-Arce. Foto: Manuel Castells (Archivo Fotográfico Universidad de Navarra).

No resulta tarea fácil ofrecer aquí una semblanza completa y cabal de Juan Bautista Avalle-Arce como cervantista —sin duda alguna, uno de los más destacados de todos los tiempos. Tuve ocasión de conocer personalmente a don Juan Bautista en el tramo último de su vida, cuando —finalizada ya con la jubilación su dilatada trayectoria académica en los Estados Unidos— había regresado a España, a las raíces geográficas y familiares, para residir primero en San Sebastián y luego en Enériz (Navarra). Antes, claro, sus trabajos cervantinos habían constituido para mí objeto de lectura y estudio, pero en esos años, aprovechando la gozosa circunstancia de su cercana residencia, desde la Universidad de Navarra Avalle-Arce fue invitado, en distintas ocasiones, para dictar algunos seminarios y conferencias, y más tarde para recibir un merecido homenaje académico, brindado de forma conjunta con la Universidad de California, Santa Barbara; y estas circunstancias fueron las que me permitieron entablar con él una cordial relación que, si bien no fue muy prolongada en el tiempo ni llegó a alcanzar el grado de una profunda amistad, sí resultó extremadamente grata; y siempre que tuvimos ocasión de coincidir y conversar, el trato que el prestigioso cervantista —con apariencia ya de venerable anciano— dispensó al joven aprendiz de filólogo fue siempre de una cercana y amable humanidad. Y es así, desde el respeto que me merece su ingente producción como investigador y desde el cariño que despierta en mí el recuerdo de su entrañable persona, como abordo ahora la complicada tarea de ofrecer una visión panorámica —que a la fuerza habrá de hacerse en apretada síntesis, en sucesivas entradas— de la destacada y muy fructífera labor como cervantista de Juan Bautista Avalle-Arce[2].


[1] Juan Bautista Avalle-Arce, Nuevos deslindes cervantinos, Barcelona, Ariel, 1975, p. 13.

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Juan Bautista Avalle-Arce o la investigación cervantina como un “mini-sistema planetario”», en José Ángel Ascunce y Alberto Rodríguez (eds.), Nómina cervantina. Siglo XX, Kassel, Edition Reichenberger, 2016, pp. 276-294.

Hacia una definición del concepto «género literario» (2)

Teoría de los géneros literarios, coord. Miguel Á. Garrido GallardoEn entradas anteriores nos hemos ido aproximando al concepto de «género literario» y ahora seguimos avanzando en un intento de definición del mismo[1]. Para ello, continúo acarreando algunos materiales y citas de estudiosos que se han ocupado de estas materias. Así, por ejemplo, Fernando Lázaro Carreter, en un trabajo publicado en 1976 titulado «Sobre el género literario», escribía lo siguiente:

Me atrevería a afirmar algo quizá escandaloso, y es la escasa fecundidad que, a efectos críticos, ha tenido algo tan permanentemente traído y llevado por los siglos como son los géneros literarios. La suma de especulaciones sobre este problema y la innegable agudeza y profundidad de muchas de ellas, apenas han tenido efectos operativos, si se descuentan sus aplicaciones en el período clásico y neoclásico, que dieron como resultado el desprestigio de la noción misma de «género». En efecto, tomados como baremos normativos, revelaron constantemente su insuficiencia para medir las obras concretas, y se justificó la reacción romántica de Croce negando a dicha noción cualquier tipo de validez que rebasara lo meramente didáctico[2].

Tras comentar que «en este terreno, los esfuerzos siguen siendo muchos y los resultados magros», señala que son pocos fecundos los intentos recientes de salirse de la triada clásica de Épica, Lírica y Dramática incluyendo, como hace H. Seidler, la Didáctica,  añade:

Una red más tupida de géneros no va a facilitarnos la empresa de aprehender con mayor facilidad la obra concreta, que siempre hallará un agujero por donde escurrírsenos. No parece que deban producirse por ahí los intentos para proporcionar fecundidad crítica al concepto de «género», porque lo máximo que podemos alcanzar con él es una clasificación aproximada. Y ese parece pobre objetivo para el crítico[3].

Y a continuación aporta las siguientes reflexiones:

Esta conclusión conduce inexorablemente a otra: ¿no será mejor renunciar a aquel evanescente concepto, y asumir la perspectiva idealista de la unicidad irreductible de la obra concreta? Pero contra esta posibilidad conspira el hecho de que el lector menos dotado de habilidades clasificadoras halla afinidades y diferencias entre unas obras y otras; y de que el propio mercado editorial conoce muy bien el interés o el desinterés por cierto «género» de obras. La historia literaria, nacional o comparada, reconoce, por su parte, la fuerza expansiva de ciertos modelos, desde la oda o la sátira horaciana al drama pirandelliano o a la novela de hechos simultáneos inventada por Sinclair Lewis. Y hasta el mismo escritor muchas veces sitúa explícitamente su creación en unas coordenadas genéricas, llamándola «oda» o «sátira» o «comedia de costumbres». Pero aun en el caso de que no lo haga, actúan sobre él las fuerzas de la historia literaria y sus manifestaciones actuales, de modo que no puede evadir su acción aunque sea para contrariarlas. Las recibe en forma de propuestas u opciones, y con ellas van, justamente, los géneros literarios, no como meros estímulos del ánimo, que le mueven a escribir desde un temple espiritual dado y a adoptar la primera persona (lírica), la tercera (narrativa) […] o la primera y la segunda alternantes (dramática), sino como configuraciones estructurales bien determinadas, de las cuales sólo podrá zafarse mediante un golpe de genio[4].

Por su parte, Angelo Marchese y Joaquín Forradellas, en la entrada «Géneros literarios» de su Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, nos recuerdan en primer lugar las palabras de Maria Corti en sus Principi della comunicazione letteraria:

El texto, salvo casos excepcionales, no viene aislado  en la literatura, sino que, debido a su función sígnica, pertenece con otros signos a un conjunto, es decir, a un género literario, el cual, por esta causa, se configura como el espacio en que una obra se sitúa en una compleja red de relaciones con otras obras.

Tras lo cual ofrecen la siguiente definición, con la que terminaremos por hoy:

Un género literario es, pues, una configuración histórica de constantes semióticas y retóricas que es coincidente en un cierto número de textos literarios. Estas constantes forman un sistema cuyos componentes son inteligibles por la relación que establecen entre sí. Este «modelo estructural», como lo llama Lázaro Carreter, puede ser definido también de un modo no inmanente, si lo colocamos en presencia y oposición con otros géneros y discursos de los que selecciona, integra o altera ciertos estilemas o procesos. A la disciplina que estudia los géneros se le llama genología[5].


[1] Una muy útil síntesis de todas estas cuestiones la tenemos en la monografía de Kurt Spang, Géneros literarios, Madrid, Síntesis, 1993. Como bibliografía preliminar ineludible, hay que remitir también a Delfín Leocadio Garasa, Los géneros literarios, Buenos Aires, Columba, 1969; a la compilación de varios trabajos fundamentales (los de Todorov, Hernadi, Fowler, Schaeffer, Genette, etc.) coordinada por Miguel Ángel Garrido Gallardo (ed.), Teoría de los géneros literarios, Madrid, Arcos, 1988; y a Antonio García Berrio, y Javier Huerta Calvo, Los géneros literarios, sistema e historia (una introducción), Madrid, Cátedra, 1992.

[2] Fernando Lázaro Carreter, «Sobre el género literario», en Estudios de poética (La obra en sí), Madrid, Taurus, 1976, p. 114.

[3] Fernando Lázaro Carreter, «Sobre el género literario», en Estudios de poética (La obra en sí), Madrid, Taurus, 1976, p. 115.

[4] Fernando Lázaro Carreter, «Sobre el género literario», en Estudios de poética (La obra en sí), Madrid, Taurus, 1976, p. 115.

[5] Angelo Marchese y Joaquín Forradellas, Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, 7ª ed., Barcelona, Ariel, 2000, p. 185.

Hacia una definición del concepto «género literario» (1)

Los géneros literarios, de García Berrio y Huerta CalvoComentaba en una entrada anterior que las obras literarias se pueden clasificar, atendiendo a distintos criterios, en distintas clases, categorías, grupos… Pues bien, esas clases, categorías o grupos de obras con características (temáticas, estructurales…) afines, y que responden a unas convenciones de creación similares, son los géneros literarios. Dentro de los géneros mayores (ya sean estos los de la triada clásica: narrativos, líricos y dramáticos, ya añadamos a esta tipología los géneros didácticos) cabe distinguir a su vez, subgrupos (subclases, subcategorías) de obras, que son los denominados subgéneros literarios, también denominados por algunos autores géneros menores o géneros históricos.

Ireneo Martín Duque y Marino Fernández Cuesta, en su obra Géneros literarios: iniciación a los estudios de literatura, se refieren a ellos como «las varias formas de acercarse a la creación literaria»[1], definición quizá inexacta por demasiado vaga. Esta es la sencilla definición que ofrece Jorge Puebla Ortega cuando escribe:

La teoría de la literatura clasifica las obras literarias en una serie de grupos; cada uno de ellos constituye un género literario. Todas las obras pertenecientes a un determinado género poseen en común unas [mismas] características[2].

Por su parte, Francisco Abad Nebot, en un trabajo de 1982 titulado «Los géneros literarios», escribía las siguientes reflexiones:

El creador artístico posee y parte de unas ideas y emociones extraliterarias y anteriores al texto; este complejo conceptual y emocional requiere para expresarse de determinadas funciones del lenguaje, y a su vez estas finalidades con las que ha de ser usado el idioma determinan su modo o uso, modo de empleo que por su parte divide a los textos posibles en las tres grandes formas naturales o tipos genéricos.

Estos tipos han sido llamados tanto formas naturales de la literatura como géneros mayores, y a ellos responden en un segundo nivel de abstracción las obras particulares. Peribáñez, de Lope, resulta por un primer análisis de sus rasgos constructivos una comedia del barroco español, pero abstrayendo aún más nos resulta un texto genéricamente dramático[3].

Según él, los géneros «constituyen entidades formal-constructivas con existencia concreta en la historia de la serie artística»[4]. Y añade poco después: «Dentro de la serie literaria, los géneros son entidades con diseño e historia propia; ese diseño es describible y su trayectoria historiable[5].

El crítico hispano-alemán Kurt Spang, en su monografía dedicada a los Géneros literarios, establece en primer lugar una serie de «Criterios para una definición de los géneros literarios», que son criterios cuantitativos, criterios lingüístico-enunciativos, rasgos métricos, rasgos estilísticos, funciones lingüísticas y registros, rasgos enunciativos, criterios temáticos y, en fin, criterios históricos y sociológicos[6]; y luego dedica un apartado a «El origen de los géneros»[7], tras lo cual ofrece el siguiente resumen con sus conclusiones, que insisten en el carácter complejo que tienen los géneros literarios, y de ahí la necesidad de una definición no simplista, sino abarcadora de distintos criterios:

Queda constancia de que el género literario es un fenómeno complejo cuya definición obedece a un cúmulo de rasgos diversos y variables. Los estudiosos de la disciplina llaman la atención sobre el hecho de que nunca puede ser un solo criterio el que decida sobre la pertenencia o no a un género; siempre se conjugan si no todos, por lo menos la mayoría de los rasgos definitorios que acabamos de ver. La complejidad de género literario es precisamente una consecuencia lógica de la pluralidad de ingredientes. Naturalmente, se vislumbra aquí también el peligro de una definición demasiado detallada, tan perjudicial como las definiciones demasiados vagas. O será aplicable a demasiados pocos fenómenos por ser muy restrictiva o ya no dice nada aprovechable sobre la realidad que define dando cabida a demasiados fenómenos[8].

En fin, terminaremos por hoy —pero habrá que seguir aportando en próximas entradas nuevas opiniones de otros críticos que nos permitan avanzar en nuestro propósito de definir los géneros literarios—con estas palabras de Antonio García Berrio y Javier Huerta Calvo que ponen de relieve la importancia de los géneros literarios en el marco más amplio de la Teoría de la Literatura:

La teoría de los géneros literarios sigue siendo una de las cuestiones y objetos de atención fundamentales para la Teoría de la Literatura. Afirmar esto implica reconocer primeramente el hecho histórico de la importancia principal que la cuestión de los géneros —bajo cualquiera de sus formulaciones históricas de tipologías expresivas, estilísticas, métricas, etc., relativas a modalidades y clases de textos literarios— ha tenido tradicionalmente en la reflexión teórica y preceptiva sobre la literatura. La otra faceta implicada es que la reflexión sobre los géneros, afectada apresuradamente en los últimos tiempos por una cierta argumentación histórico-pragmática, debe ocupar una posición necesariamente relevante o central en la configuración de la Teoría de la Literatura[9].


[1] Ireneo Martín Duque y Marino Fernández Cuesta, Géneros literarios: iniciación a los estudios de literatura, 7.ª ed., Madrid, Playor, 1982, p. 11.

[2] Jorge Puebla Ortega, Los géneros literarios, Madrid, Playor, 1996, p. 9.

[3] Francisco Abad Nebot, «Los géneros literarios», en Los géneros literarios y otros estudios de filología, Madrid, Cátedra de Lingüística General, UNED, 1982, pp. 91-92. Este crítico relaciona los géneros literarios con el empleo de un tipo discursivo principal, un modo de empleo del lenguaje predominante, esto es, con las funciones el lenguaje.

[4] Abad Nebot, «Los géneros literarios», p. 116.

[5] Abad Nebot, «Los géneros literarios», p. 116.

[6] Kurt Spang, Géneros literarios, Madrid, Síntesis, 1993, pp. 31-39.

[7] Spang, 1993, pp. 39-40.

[8] Spang, 1993, pp. 40-41.

[9] Antonio García Berrio y Javier Huerta Calvo, Los géneros literarios: sistema e historia (Una introducción), Madrid, Cátedra, 1992, p. 11.

Los géneros literarios: una cuestión compleja

Géneros literarios, de Kurt SpangPlanteábamos en la entrada anterior que la consideración teórica de los géneros literarios[1] constituye una cuestión bastante compleja, y aludíamos a la confusión terminológica que se produce ya que a veces los críticos denominan géneros a los grandes grupos de obras literarias (los grupos “mayores”, a saber, la narrativa, la dramática y la lírica, si optamos por la tradicional clasificación tripartita, aunque ya quedó indicado que a veces se añade un cuarto género, el didáctico); pero también se refieren con esa palabra a las subcategorías o grupos “menores” que cabe establecer dentro de cada uno de ellos, esto es, a los subgéneros literarios. Comenta Kurt Spang que, a la hora de enfocar esta cuestión de los géneros, al intentar abarcar «el polifacético cúmulo de fenómenos y formas [literarias]»[2], la tarea resultará más fácil si se diferencian cinco niveles distintos de observación y de abstracción. Son, por decirlo con sus propias palabras, los siguientes:

1) las manifestaciones verbales en general;

2) la literatura en su totalidad (según la amplitud de enfoque: la literatura española, la literatura occidental o la universal, que naturalmente también tienen sus géneros no habituales en las occidentales);

3) la forma fundamental de presentación literaria o género teórico del que forma parte (en este caso: la narrativa);

4) el posible grupo al que pertenece (la novela);

5) la obra literaria individual (p. ej. Cinco horas con Mario)[3].

Y, con respecto a la utilización indistinta de la palabra género para referirse tanto a las categorías mayores como a los subgrupos, esto es, a los subgéneros que cabe deslindar en cada uno de los tres grandes géneros literarios, escribe el mismo crítico hispano-alemán:

Una ya tradicional y muy obstinada confusión terminológica, originada probablemente por la tendencia temprana al mero inventario sin indagaciones ontológicas, es el causante de la utilización del marbete «género» tanto para los fenómenos que se observan en el nivel de abstracción que llamamos formas de presentación literarias o géneros teóricos (nivel 3), es decir, la narrativa, la dramática y la lírica, como también a las posibles subdivisiones de estas formas en el nivel de los grupos (nivel 2), por ejemplo, la novela, la comedia, la elegía, etc. Es más, se llaman igualmente géneros —añadiéndoles un especificativo— las subdivisiones de estos últimos fenómenos, de modo que se habla de novela policíaca, de comedia de capa y espada, del soneto amoroso, etc. y, finalmente, distinciones genéricas que obedecen a otros criterios, como, por ejemplo, la procedencia social tal como lo observamos en etiquetas del tipo novela cortesana, bucólica, drama burgués, etc.[4]

En fin, con relación igualmente a la gran complejidad de la consideración teórica de los géneros literarios, quiero traer también esta cita de Julio Matas, quien en las palabras preliminares de su estudio La cuestión del género literario comenta lo siguiente:

Ante «la cuestión del género literario», el crítico (y también el escritor que se la plantee) —al contrario de lo que, por lo común, sucede con el teórico o sistematizador de la literatura— experimentará, hoy, sobre todo, perplejidades. La primera (en el sentido, asimismo, de radical) se le presentará ante el dilema entre la afirmación convertida en axioma, de estirpe aristotélica, de la existencia de tres tipos o géneros fundamentales de la literatura, épico, lírico, dramático —que Goethe llegó, por su parte, a considerar «formas naturales de la poesía»—, y la negación, favorecida por los románticos, de la posibilidad de distinguir género alguno en las artes, refrendada, para complicar aún más las cosas, por la venerable autoridad de Benedetto Croce[5].

Por lo que toca a la consideración y el desarrollo histórico de los géneros literarios, asunto igualmente complejo, cabe destacar que se produce un radical cambio de perspectiva según nos situemos antes o después del movimiento romántico. De forma muy esquemática —en próximas entradas podremos desarrollar este asunto con más detalle—, tenemos que:

1) Hasta el siglo XVIII incluido (Aristóteles, Platón, Horacio, preceptistas medievales, renacentistas, barrocos y neoclásicos…), prevalece un enfoque eminentemente normativo, preceptivo (el género como modelo teórico, previo, para el escritor), tal como certeramente resume Jorge Puebla Ortega:

Para los teóricos grecorromanos y neoclásicos los géneros literarios representaban entidades cerradas e inmutables, modelos ideales que el escritor debía imitar sometiéndose a una serie de reglas. Dichas reglas constituyen la llamada preceptiva clásica[6].

2) En cambio, después del triunfo del Romanticismo, movimiento estético-cultural que pone el énfasis en el genio del escritor, en la personal originalidad creadora de cada uno de ellos, se impone un enfoque no normativo, sino libre y abierto; por decirlo con palabras del mismo crítico:

Esta concepción normativa fue desechada en el siglo XIX. Actualmente los géneros se consideran modelos abiertos y flexibles que no gobiernan sino que orientan al escritor en la elaboración de la obra, al público en su interpretación, al estudioso en su análisis y al crítico en su valoración[7].

3) Y hay que recordar, como ya comentábamos en la entrada anterior, que Benedetto Croce y otros críticos en su línea interpretativa propugnan directamente la no existencia de los géneros literarios.

En fin, terminaremos las reflexiones de hoy con esta consideración de otro notable estudioso de los géneros literarios, Miguel Ángel Garrido Gallardo, quien destaca la importancia y la utilidad que sigue teniendo, a día de hoy, esa institución literaria que son los géneros:

Después de todos estos siglos, los géneros siguen siendo una cuestión fundamental de la Teoría de la literatura. Superando los extremos de las adopciones rígidamente preceptivas de la doctrina aristotélica en las estéticas clasicistas y el embate idealista del siglo pasado que negó puramente su existencia (Croce dixit), el género se nos presenta como un horizonte de expectativas para el autor, que siempre escribe en los moldes de esta institución literaria aunque sea para negarla; es una marca para el lector que obtiene así una idea previa de lo que va a encontrar cuando abre lo que se llama una novela o un poema; y es una señal para la sociedad que caracteriza como literario un texto que tal vez podría ser circulado sin prestar atención a su condición de artístico[8].


[1] Una muy útil síntesis la tenemos en Kurt Spang, Géneros literarios, Madrid, Síntesis, 1993. Ver también Delfín Leocadio Garasa, Los géneros literarios, Buenos Aires, Columba, 1969; la compilación de varios trabajos fundamentales (los de Todorov, Hernadi, Fowler, Schaeffer, Genette, etc.) coordinada por Miguel Ángel Garrido Gallardo (ed.), Teoría de los géneros literarios, Madrid, Arcos, 1988; y el estudio de Antonio García Berrio y Javier Huerta Calvo, Los géneros literarios, sistema e historia (una introducción), Madrid, Cátedra, 1992, entre otra mucha bibliografía que podría citarse. Ver, por ejemplo, Jesús G. Maestro, Crítica de los géneros literarios en el «Quijote». Idea y concepto de «género» en la investigación literaria, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2009. Una aportación muy reciente, centrada específicamente en el teatro calderoniano, es la de Antonio Sánchez Jiménez (ed.), Calderón frente a los géneros dramáticos, Madrid, Ediciones del Orto, 2015 (ver especialmente su contribución inicial, «El género como instrumento, el género como problema», en las pp. 7-14).

[2] Spang, Géneros literarios, p. 15. Poco antes (p. 14) hablaba de «la selvática floración de diversas formas literarias».

[3] Spang, Géneros literarios, p. 15.

[4] Spang, Géneros literarios, pp. 17-18. Pero poco después matiza: «Sin embargo, se debe tener presente que, en el fondo, la cuestión terminológica es de segundo orden; lo que importa es la distinción y claridad de los conceptos y niveles que se contemplan. La confusión surge si la misma voz designa realidades distintas o si, al contrario, la misma realidad se caracteriza con etiquetas distintas» (p. 18).

[5] Julio Matas, La cuestión del género literario. Casos de las letras hispánicas, Madrid, Gredos, 1979, p. 10.

[6] Jorge Puebla Ortega, Los géneros literarios, Madrid, Playor, 1996, p. 9.

[7] Puebla Ortega, Los géneros literarios, p. 9. Obviamente, habría que matizar el momento cronológico en que se produce ese triunfo del movimiento romántico: la indicación del siglo XIX vale para España (no entro ahora, pues no es del caso, en la distinta consideración que tienen Peers y Sebold sobre el Romanticismo español: si el primero restringe su vigencia a poco más de una década, 1834-1845, aproximadamente, el segundo habla de todo un siglo romántico, desarrollado entre 1780-1880, más o menos), pero habría que adelantar la fecha para otros países europeos y, por supuesto, considerando por separado la situación específica de cada uno de ellos.

[8] Ver Miguel Ángel Garrido Gallardo, «Una vasta paráfrasis de Aristóteles», en Miguel Ángel Garrido Gallardo (ed.), Teoría de los géneros literarios, Madrid, Arcos, 1988, pp. 9-27; la cita corresponde a la p. 20.

¿Qué son los géneros literarios?

No es fácil contestar a tal pregunta o, por lo menos, la respuesta resulta bastante compleja, en parte porque existen numerosas e importantes discrepancias entre los autores que se han ocupado de los géneros literarios, desde la Antigüedad grecolatina hasta nuestros días[1]. Y, por supuesto, existe abundante bibliografía tanto sobre la teoría de los géneros como sobre los distintos géneros y los varios subgéneros que se pueden deslindar dentro de cada uno de ellos. En esta entrada —y en algunas más que vendrán después— intentaré ofrecer algunas notas orientativas, sin pretensión alguna de agotar una materia tan amplia y profunda. La finalidad que me guía es esencialmente divulgativa. Los teóricos y los expertos en la materia sabrán disculparán la brevedad y el carácter necesariamente sintético de estas sencillas notas didácticas.

Todos tenemos una idea aproximada de qué cosa sean los géneros literarios: las obras literarias se pueden clasificar, atendiendo a distintos criterios, en distintas clases, categorías, grupos… Pues bien, esas clases, categorías o grupos de obras que presentan unas características afines (temáticas, estructurales…), y que responden a unas convenciones de creación similares, son los géneros literarios. De acuerdo con la retórica clásica, los tres grupos o géneros más importantes son la narrativa (o género épico), la lírica y la dramática, pero a veces se añade un cuarto género, el didáctico. Dentro de los géneros mayores cabe distinguir a su vez, subgrupos (subclases, subcategorías) de obras, que son los denominados subgéneros literarios.

Esquema de los géneros literarios

Pero las cosas no son tan sencillas como pudiera parecer en primera instancia. La definición exacta y la delimitación de los géneros literarios dependen, claro está, en primer lugar de qué entendamos por literatura y de qué criterios sigamos para establecer la clasificación genérica. Evidentemente, cuanto más amplio sea el concepto de literatura que maneje el crítico, mayor será el número de géneros (y de subgéneros) que pueden establecerse.

Otra dificultad viene dada por el hecho de que la palabra género la aplicamos tanto para referirnos a esos grandes grupos mayores de obras literarias con características y convenciones afines como a las distintas subcategorías o modalidades que cabe deslindar dentro de ellas, es decir, se usa la palabra género como sinónimo de subgénero[2]: nos referimos, así, al género de la novela histórica, o al género de la comedia palatina, cuando quizá fuera más exacto hablar en estos casos de subgéneros (que forman parte del género —o “contenedor”, valga decirlo así— mayor de la narrativa). Seguramente por una cuestión de economía lingüística, aceptamos género como sinónimo o equivalente de subgénero.

En fin, todavía podemos dar una vuelta de tuerca más y preguntarnos: ¿Existen los géneros literarios? La pregunta no es baladí, porque desde los estudios de Croce (su Estetica data de 1902), él y otros críticos han negado la existencia de los géneros literarios. Al comienzo de la primera parte de su libro Los géneros literarios, «Planteo del problema», Delfín Leocadio Garasa, tras recordar que «Benedetto Croce y otros doctos tratadistas han proclamado la inexistencia estética de los géneros literarios», escribe lo siguiente:

Estas vacilaciones e inconsistencias harán quizás añorar a más de uno la feliz época de la Retórica y la Preceptiva, en cuyo dominio todo estaba resuelto en paradigmas tan rígidos como especiosos. Las obras literarias se adjudicaban ineludiblemente a algunos de los géneros vigentes: al género lírico —expresión de los sentimientos del alma—, al género épico —relato en verso de hechos heroicos o maravillosos—, al género dramático —representación de la vida en acción—, al género didáctico —que imparte enseñanzas de diversa índole, al género pastoril —pintura de la vida rústica sometida a diversas estilizaciones—, al género oratorio —cuya finalidad es convencer o persuadir sobre tópicos académicos o causas forenses—, al género histórico —relato veraz de cosas sucedidas—, y finalmente al género novelesco, cuya materia cambiante e imprecisión formal ocasionaba cierto escozor. Así podía dictaminarse sin asomo de duda: «Esa fábula pertenece al género didáctico», «Aquella crónica no reúne los requisitos del género histórico». Sin embargo, esta clasificación tan rígida, en que la noción de género confluía con las de “tema”, “estilo”, “tono” u otros rasgos diferenciadores de la obra literaria, también suscitó controversias pese a la apodíctica suficiencia de los dómines[3].

Hay que añadir, en fin, que la consideración de una teoría de los géneros literarios implica tener en cuenta no solo la perspectiva de la emisión o creación de la obra literaria (los géneros brindan modelos al escritor), sino también la de la recepción de la misma (el receptor dispondrá de mejores claves para interpretar una obra literaria si es capaz de ponerla en relación con otras que pertenezcan a la misma serie genérica). Así pues, vaya por adelantado la idea de que conocer bien los géneros (y subgéneros) literarios puede sernos de gran utilidad a la hora de analizar una obra literaria: si sabemos a qué género mayor (y a qué subgénero concreto) pertenece, y si conocemos las características temáticas, formales, etc., de ese género (y las convenciones específicas de ese subgénero), en mejores condiciones estaremos para clasificar, entender y valorar ese texto literario concreto.

Pues bien, de todas estas cuestiones —y algunas más, aquí no apuntadas todavía— iremos tratando en sucesivas entradas del blog.


[1] Una muy útil síntesis de todas estas cuestiones la tenemos en la monografía de Kurt Spang, Géneros literarios, Madrid, Síntesis, 1993, quien en sus «Observaciones previas», escribe: «Si los estudiosos de los géneros literarios coinciden en pocos ámbitos, se observa, sin embargo, una inusitada unanimidad en cuanto a la afirmación de la complejidad de esta disciplina y de los muchos cabos todavía por atar» (p. 13). Como bibliografía preliminar ineludible, hay que remitir también a Delfín Leocadio Garasa, Los géneros literarios, Buenos Aires, Columba, 1969; a la compilación de varios trabajos fundamentales (los de Todorov, Hernadi, Fowler, Schaeffer, Genette, etc.) coordinada por Miguel Ángel Garrido Gallardo (ed.), Teoría de los géneros literarios, Madrid, Arcos, 1988; y al estudio de Antonio García Berrio y Javier Huerta Calvo, Los géneros literarios, sistema e historia (una introducción), Madrid, Cátedra, 1992. Hay, por supuesto, muchísima más bibliografía específica. Ver, por ejemplo, Jesús G. Maestro, Crítica de los géneros literarios en el «Quijote». Idea y concepto de «género» en la investigación literaria, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2009. Una aportación muy reciente, enfocada hacia el teatro calderoniano, es la de Antonio Sánchez Jiménez (ed.), Calderón frente a los géneros dramáticos, Madrid, Ediciones del Orto, 2015 (ver especialmente su contribución inicial, «El género como instrumento, el género como problema», en las pp. 7-14).

[2] Escribe Jorge Puebla Ortega, Los géneros literarios, Madrid, Playor, 1996, p. 10: «El término género se usa muchas veces como sinónimo de subgénero. Es un procedimiento lingüístico habitual que consiste en aplicarle a la parte el nombre del todo». Para esta confusión terminológica, ver también Spang, Géneros literarios, pp. 17-18.

[3] Garasa, Los géneros literarios, p. 11.