En entradas anteriores he transcrito aquí algunas composiciones de Tratado de urbanismo de Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008), poeta de la Generación del 50 o del medio siglo, del que estamos celebrando el centenario de su nacimiento. A «Inventario de lugares propicios al amor», «Soneto para cantar una ausencia» y «Soneto para imaginarte con exactitud» añado hoy «Canción de invierno y de verano», que es el noveno poema de la sección «Intermedio de canciones, sonetos y otras músicas», del mismo libro. Dice así:
Cuando es invierno en el mar del Norte es verano en Valparaíso. Los barcos hacen sonar sus sirenas al entrar en el puerto de Bremen con jirones de niebla y de hielo en sus cabos, mientras los balandros soleados arrastran por la superficie del Pacífico Sur bellas bañistas.
Eso sucede en el mismo tiempo, pero jamás en el mismo día.
Porque cuando es de día en el mar del Norte —brumas y sombras absorbiendo restos de sucia luz— es de noche en Valparaíso —rutilantes estrellas lanzando agudos dardos a las olas dormidas.
Cómo dudar que nos quisimos, que me seguía tu pensamiento y mi voz te buscaba —detrás, muy cerca, iba mi boca. Nos quisimos, es cierto, y yo sé cuánto: primaveras, veranos, soles, lunas.
Un cambio de tema apreciamos en «Del sonoro silencio de los seres»[1] (el título forma un bello endecasílabo aliterativo), que reitera en forma anafórica los elementos «como» y también «y decidme». Nos habla este poema de «ese sonoro silencio que todo lo puebla», de la «estirpe sonora» de los seres, cada uno de los cuales tendrá «una fe llena de recogimiento que descubre lo sublime y lo escancia en su propio vaso». En el fondo de los seres, opina el poeta, se oculta algo sublime y secreto, una música acariciadora. Amadoz es «de los que todavía confían en el hombre / y han plantado su esperanza sin huir de este desierto que nos duele»; el poeta, ahora, tiene fe en el hombre:
Siempre existe alguien que recoge el depósito ignorado que todos llevamos, siempre existe el que descubre más allá del ensueño y se ofrece creador y conmovido por la dicha de la vibración de todos los tiempos para que los demás nos unamos mítica y solidariamente.
En el siguiente poema, sin título explícito (el primer verso es «De nuestro estar en el mundo…»), el lema apunta hacia dos temas queridos del poeta: la muerte que llama a la puerta y un «nuevo amor» que es la posible trascendencia más allá del final de nuestros días. Tras la espera de la vida terrena, se aspira a un «nuevo ciclo libre de noches y días / […] / en la inmensa ola del no tiempo» (la eternidad); se confía en «la opaca luz del más allá» y, frente a las dudas y titubeos de poemas anteriores, se afirma, aquí ya claramente, la existencia de un ser trascendente que permite al hombre superar su muerte física:
… caminamos rendidamente silenciosos hacia Alguien que nos adivina, callado, al final de la estancia abierta, en eterna espera.
… La muerte llama a la puerta celosa, intransparente, de la mano nos lleva.
«Acordes para la muerte de un amigo» también lleva un lema relativo a la presencia de la muerte-sombra; el hombre sigue siendo ese «nómada transeúnte” de poemas anteriores, ahora «con las pupilas rotas por los años» y «con las manos tronchadas», pero que desea a toda costa «saltar los goznes de la vida». Tras repetir la expresión «quién podrá mirar su propia muerte», concluye: «difícil es rendirse y MORIR EN LA MUERTE DEL OTRO»[2].
«Epitafio para un sueño» es un breve poema de homenaje a Gabriel Celaya, basado en la anáfora de «En el sueño…», que evoca «su recia y humilde pasión» de poeta. En fin, el libro se cierra con el «Poema sinfónico para amantes de lujo», transmitido a través de una primera persona que corresponde —una vez más— a un extraño pasajero o peregrino:
Me desposé con el viento, dije adiós a todo, amante, me sentí lleno de libertad.
Además de ser la evocación del encuentro de unos amantes en la playa en una «noche soleada», el poema alude indirectamente a la muerte de lady Diana Spencer, Diana de Gales (acaba con una referencia a Althorp, que es una propiedad de la familia Spencer al norte de Londres donde reposa el cadáver de Diana). Las alusiones clásicas (Circe, Olimpo) se mezclan aquí con otras contemporáneas (Elton John, Teresa de Calcuta).
Así concluye este poemario de Amadoz, unitario y coherente en sus temas e imágenes, como todos los suyos. Igualmente, desde el punto de vista de la expresividad poética, las continuas anáforas, y las frecuentes repeticiones de frases (a veces obsesivas) son los elementos principales que crean el ritmo poético en todas estas composiciones[3].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Destaco la fuerza expresiva de «estar como una luz desflorecida que ya no tiene aroma».
[3] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
Vaya para hoy un nuevo poema de María Victoria Atencia (Málaga, 1931- ), recientemente galardonada con el Premio Nacional de las Letras Españolas 2025, que se suma a las composiciones «Blanca niña, muerta, habla con su padre», «Sazón» y «Epitafio para una muchacha» transcritas en los días anteriores. «Las palomas» (fechado el 6 de diciembre de 1975) forma parte de su poemario Los sueños (1976).
Con un tiempo lentísimo los paseos del parque se desplazan en torno a las palomas mientras a mi padre me acercan, lo rebasan y siguen y nuevamente tornan en su giro, rozándolo, y grito y no me oigo y las palomas vuelan sin que me queden fuerzas que detengan el parque, sin que me queden gestos que mi padre aperciba, y alcance a comprender que preciso el seguro refugio de sus brazos. Mis manos desoladas buscan en los bolsillos algo que me ilusione —regaliz o altramuces dulces— y cuando quiero en el suelo sentarme, me hace daño una piedra[1].
[1] Cito por María Victoria Atencia, La señal. Poesía 1961-1989, prólogo de Clara Janés, edición de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento de Málaga, 1991, p. 55.
En días pasados he transcrito aquí los poemas «Blanca niña, muerta, habla con su padre» y «Sazón» de María Victoria Atencia (Málaga, 1931- ), que acaba de ser galardonada con el Premio Nacional de las Letras Españolas 2025. Hoy traigo una de las composiciones más conocidas y celebradas de la poeta malagueña, su «Epitafio para una muchacha», perteneciente a su poemario Cañada de los Ingleses (1961).
Ofelia (1851-1852), de John Everett Millais. Tate Gallery (Londres).
Porque te fue negado el tiempo de la dicha tu corazón descansa tan ajeno a las rosas. Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico y la tierra no supo lo firme de tu paso.
Aquí empieza tu siembra y acaba juntamente —tal se entierra a un vencido al final del combate—, donde el agua en noviembre calará tu ternura y el ladrido de un perro tenga voz de presagio.
Quieta tu vida toda al tacto de la muerte, que a las semillas puede y cercena los brotes, te quedaste en capullo sin abrir, y ya nunca sabrás el estallido floral de primavera[1].
[1] Cito por María Victoria Atencia, La señal. Poesía 1961-1989, prólogo de Clara Janés, edición de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento de Málaga, 1991, p. 394. En esta edición, el segundo verso de la tercera estrofa comienza con «el tacto»; restituyo la lectura correcta, «al tacto».
Copiaba el otro día el poema «Blanca niña, muerta, habla con su padre» de María Victoria Atencia, perteneciente a su poemario Marta & María (1976). Vaya para hoy su soneto «Sazón», que abre su primer libro de poemas, Arte y parte (1961):
Ya está todo en sazón. Me siento hecha, me conozco mujer y clavo al suelo profunda la raíz, y tiendo en vuelo la rama, cierta en ti, de su cosecha.
¡Cómo crece la rama y qué derecha! Todo es hoy en mi tronco un solo anhelo de vivir y vivir: tender al cielo, erguida en vertical, como la flecha
que se lanza a la nube. Tan erguida que tu voz se ha aprendido la destreza de abrirla sonriente y florecida.
Me remueve tu voz. Por ella siento que la rama combada se endereza y el fruto de mi voz se crece al viento[1].
[1] Cito por María Victoria Atencia, La señal. Poesía 1961-1989, prólogo de Clara Janés, edición de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento de Málaga, 1991, p. 22.
María Victoria Atencia (Málaga, 1931- ) acaba de ser galardonada con el Premio Nacional de las Letras Españolas 2025, en reconocimiento al conjunto de su labor literaria. Perteneciente a la Generación del 50 o del medio siglo, desde muy joven estuvo ligada al grupo poético de Caracola. Entre sus obras destacan títulos como Arte y parte (1961), Cañada de los Ingleses (1961), Marta & María (1976), Los sueños (1976), El mundo de M. V. (1978), El coleccionista (1979), Compás binario (1984), Paulina o el libro de las aguas (1984), Trances de Nuestra Señora (1986), De la llama en que arde (1988), La pared contigua (1989), La intrusa (1992), El puente (1992), Las contemplaciones (1997, Premio Andalucía de la Crítica y Premio Nacional de la Crítica 1998), Las niñas (2000), El hueco (2003), De pérdidas y adioses (2005) y El umbral (2011, Premio Real Academia Española 2012). Existen además varias antologías de su poesía: así, Ex libris, de 1984, con prólogo de Guillermo Carnero, recopila en Visor sus libros poéticos hasta El coleccionista; en 1991 el Ayuntamiento de Málaga dio a las prensas La señal. Poesía 1961-1989, edición de Rafael León, con prólogo de Clara Janés; en 2011 Renacimiento acogió Como las cosas claman (Antología poética, 1955-2010), con prólogo de Guillermo Carnero; y en 2014 Fundación Málaga patrocinó la publicación digitalVoz en vuelo (Antología poética 1961-2014), edición e introducción de María José Jiménez Tomé. Más recientemente, en 2021, Cátedra publicó Una luz imprevista. Poesía completa, en edición de Rocío Badía Fumaz.
Copiaré hoy uno de los poemas de Marta & María, concretamente el titulado «Blanca niña, muerta, habla con su padre», escrito en rítmicos alejandrinos:
Aparta el ave umbría que se posó en tus ojos para quebrar por siempre su vuelo en tu mirada. ¿Era razón de vida que yo me anticipase? Tanto amor tengo tuyo que no te estoy ausente pues mi sangre retorna nuevamente a la tuya y aguardo desde el polvo, floralmente, tu mano.
Me fue puesta esta casa más allá del estiércol: no podrá contra ella el terral que propaga a la dama de noche, ni al viento de poniente. Mi jardinero y padre, siempre aquí es primavera: tu majestad prosigue sobre las rosas rojas; sonríe, pues que vives sólo para lo bello[1].
[1] Cito por María Victoria Atencia, La señal. Poesía 1961-1989, prólogo de Clara Janés, edición de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento de Málaga, 1991, p. 22.
Vienen después los poemas «Nadie puede ser sometido» (ya comentado en una entrada anterior, pues se incluía también en Elegías innominadas) y «Tiempo de embriaguez, de alba esperanzada»[1], evocación de «nuestro humano desierto» y de «el destino que espera»[2]. Hay una alusión a un él que, de nuevo, aunque no se dice explícitamente, podría ser ese Dios desconocido, anhelado pero lejano:
… necesitamos contemplarlo, estar ante él, y nada más que una interminable despedida.
«Quisiste vivirlo todo», ya desde su lema que habla de «los brazos del Amado», nos traslada al territorio de la poesía mística, del ascenso hasta Dios, que aparece evocado como «el Escondido de todos los tiempos». Nueva aproximación, por tanto, al tema de la fe y la trascendencia, desde un nuevo registro y una nueva perspectiva. Se alude a los éxtasis de san Juan de la Cruz: «supiste subir la escala insondada en paso firme», «en la escala prodigiosa eres arrebatado / hasta confines de fuego».
Junto a las imágenes propiamente místicas del vuelo del alma hasta Dios se mezclan otras que son referencias bíblicas (el monte Tabor, la rosa del Carmelo) y mitológicas (Zeus). San Juan es capaz de «mirar los ojos del Amado en tenue soslayo»; de él se predica: «quisiste vivirlo todo / hasta tu propia muerte en alas del fuego transportado» o, muy bellamente, «enhebrar tu suerte de tierra en el telar del cielo». Además de cantar sus «nupcias con el cielo», el poema presenta a san Juan como un visionario que tiene «voz de mago», como un «mago cenital por encima de toda violencia y empeño», un «mago de luz y sombras»:
… te dormiste mágico en el sello indeleble del abrazo hasta que el secreto se disipa y el resplandor te invade, te lleva por todos los tiempos y lugares, te llena de todo, quisiste vivirlo todo, mago en posesión y fuego, en esperado amanecer de otro, en ojos de éxtasis de luz terrena extintos, hasta el brillar, sin saberte, en las encendidas pupilas del Amado[3].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Se repite la frase «necesitamos mirar el tiempo que pasa».
[3] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
«Acertado vuelo»[1] presenta un tono premonitorio, subrayado por la anáfora de la conjunción y que antecede a distintas formas verbales de futuro («y caminará … y saltará … y se orientará … y nacerá…», etc.). Es una referencia al hombre que «será cumplido destino en preciso vuelo», en «su hábito diario de ser hombre». Expresiones como «su fe de fuego detrás de la alambrada de sus ojos» o «su boca de profeta» podrían hacernos pensar que estamos ante un poema de intención religiosa, pero el sentido no es tan claro, sino más bien vago e impreciso:
Nadie podrá desviar de su carne la luz sin beberla, sin que se le caigan los ojos y su destino se quiebre en un silencio de roble, sin que se remansen sus ríos y abreven a la mar de sus mejillas en un ACERTADO VUELO que a su nido vuela.
«Caminos de fe» es una evocación lírica del Camino de Santiago, como un símbolo de todos los caminos recorridos por el hombre en su difícil pero incesante búsqueda de la fe. El Camino a Compostela es concebido como «una interminable carrera de fe y fuego» (con variantes: «caminos de fe y fuego», «bastiones de fe y piedra», «caminos de luz y fuego»), que lleva al hombre a alcanzar «los cielos de horizonte compostelano». Se introducen imágenes concretas del peregrinaje, como la del cayado, y se termina proclamando que esa fe del peregrino (del hombre, en general) es «búsqueda infinita de remanso», es un «caminar jubileo» que le acerca
al más soñado, a aquel que les libre de sus justas y batallas, a aquel que los duerma en sus propios pechos con el sosiego mamantío de niño.
«Donde duerme el río largo de los años» comienza afirmando que «la vida tiembla y se rompe como un bello cristal de enero»; se trata de una evocación de los «hombres desheredados», caminantes —una vez más— con un destino incierto o, incluso, sin destino («un pueblo asociado de caminantes sin destino»); pero con un final que parece esperanzado, cuando afirma que
alguien se unirá a su destino como un plácido advenimiento de trigales limpios y saltarán sus goznes y sus mansiones se harán intransparentes[2].
«Noche de vendimia» es una evocación lírica de la tragedia del estadio Heysel de Bruselas (durante la final de la Copa de Europa del año 1985, que enfrentaba a la Juventus y al Liverpool, murieron treinta y nueve personas como consecuencia de los incidentes provocados por los hinchas radicales). Se afirma que: «La fe de la noche de cada hombre se ha quebrado» y «cada hombre ha mordido su propia muerte entre cada hermano». Efectiva es la anáfora de «habrá»: «habrá que coger la vendimia de tanto cuerpo destrozado, / habrá que domar el instinto y recrearlo de nuevo para seguir siendo hombres». La noche de la tragedia se define como una «noche de siega», de dolorosa cosecha[3], en la que la tierra «se ha hecho intransparente» (adjetivo que aparecía también en el poema anterior y se repetirá en distintas ocasiones, siempre con connotaciones negativas).
El lema —del propio Amadoz— bajo el que se presenta «Pacto con el loco» anuncia los dos motivos centrales del poema: la muerte que culmina el ciclo de la vida y «una anhelada fe prodigiosamente oscura». Se estructura en torno a la anáfora de «pacto … pacto … pacto…» y las diversas alusiones a un tú («tu voz sinuosa me llama») que podría ser Dios o bien «el viejo mito de la muerte»:
… pacto con el loco buscador de oros, con mis células carcomidas y con el desgarrado grito de mi noche; pacto con mi anhelada fe que obscura me precipita y me desnuda en mi vacío; […] con la fe y la esperanza que tanto necesita mi muerte[4].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Hay aquí algunas imágenes sugerentes: «las mariposas aladas de sus ojos», «la jauría de sus noches de terciopelo»; repeticiones varias, como la de «nadie levantará su voz en este inhóspito desierto»; y símiles: «como un pájaro lleno de vuelos», «cual guerrero noble», etc.
[3] En el poema siguiente encontraremos los sintagmas «vendimia de sangre» y «mis viejas cosechas».
[4] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
El siguiente poema[1], ya desde el título, «Para un poeta en Nueva York», es un sentido homenaje a García Lorca, al que se evoca como «Poeta valiente / de ojos acerados», y a su poesía como el «heraldo eterno / de tu palabra», «la saliva nueva de tu palabra», «tu palabra / guerrera al viento». A veces la referencia se hace más concreta, como cuando habla de «tu canción gitana», en alusión transparente al Romancero gitano, o estos otros versos que recrean la temática y el ambiente poético de Poeta en Nueva York:
Se hiela Central Park, con los niños multicoloreados, tu mirada blanca, limpia, se deshoja protectora en aquel baile festivo de tus tardes densas y paradas en las que la luz se esconde compacta y el viento se cuaja.
De ademán furtivo se abre el alba de tu corazón para mirar con ternura niños que juguetean, viejos que dormitan y mueren en aquel cementerio en vida, se abre el alba de tu corazón en tu voz favorita como un efusivo canto de pájaros agonizantes.
Los lectores que conozcan la poesía surrealista, plena de imágenes oníricas, de Poeta en Nueva York percibirán en estos versos —en todo el poema, en general— claros ecos de los versos lorquianos. En la composición se alude también al asesinato del granadino durante la guerra civil: «Joven poeta / segado por el cuchillo fiero / de la sangre»; y termina recordándolo elegíacamente como «joven poeta que lloras tu luz / y con el beso postrero / sientes que todo se marchita, / muere».
«A este loco de la colina» es un poema más enigmático que evoca a un personaje solitario, sin voz ni amigos, que se ignora a sí mismo, que permanece encerrado «en la jaula de sus sueños», y que bien pudiera ser una nueva alusión velada a ese Dios lejano que no deja sentir fácilmente su presencia. Y el siguiente, «Amas la libertad…», constituye un reiterado canto a la libertad, concebida como una «excelsa venus desmelenada / de mirada serena», buscada por «aventureros y navegantes». El poema es mitad evocación nostálgica, mitad apóstrofe a la libertad, considerada al mismo tiempo como «Edén añorado» y como «furtiva sirena»:
… vieja libertad de antaño que florece como flor silvestre en cada uno de nosotros, y nos alimenta de crónicos anhelos descubriendo nuestro oculto deseo de libertad inalcanzada […] vieja libertad escurridiza, […] recorremos montañas y valles para salvarte, para proclamar tu amor de madre, tu frescura joven, el misericorde rostro de tus labios concupiscentes, el reto inaudito de tu, acaso, adiós definitivo[2].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
Estos días pasados he copiado aquí los poemas «Canto rabioso de amor a España en su belleza», «Belleza cruel» y «Hombre naciente» de Ángela Figuera Aymerich (Bilbao, 1902-Madrid, 1984), pertenecientes todos ellos a su poemario Belleza cruel (México, 1958; Barcelona, 1978). Añado hoy «Sólo ante el hombre», composición que cierra la primera sección del poemario, titulada también «Belleza cruel».
Sí, yo me inclinaría ante el definitivo contorno de los lirios.
Sí, yo me extasiaría con el trino del pájaro.
Sí, yo dilataría mis ojos sobre el mar y la montaña.
Sí, yo suspendería el soplo de mi pecho ante un arcángel.
Sí, yo me inclinaría ante la faz de Dios, tocando el polvo, si con su mano convocara el trueno.
Pero sólo ante el hombre, hijo del hombre, reo de origen, ciego, maniatado, los pies clavados y la espalda herida, sucio de llanto y de sudor, impuro, comiéndose, gastándose, pecando setenta veces siete cada día, sólo ante el hombre me comprendo y mido mi altura por su altura y reconozco su sangre por mis venas y le entrego mi vaso de esperanza, y le bendigo, y junto a él me pongo y le acompaño [1].
[1] Cito por Ángela Figuera Aymerich, Belleza cruel, prólogo de Carlos Álvarez, Barcelona, Lumen, 1978, p. 23.