Copiaré hoy, Jueves Santo, este emotivo soneto de Julio Mariscal Montes (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1922-1977), que evoca el momento de la institución de la Eucaristía por Jesús, durante la Última Cena con sus discípulos.
La mano del Señor se reposaba sobre el desnudo candeal dorado[1], y rompía la noche su cercado y el alba, clara y niña, la inundaba.
Alzó Jesús la mano: le temblaba de Amor el Candeal Glorificado, y el aire, alto jinete[2], arrodillado como un humilde can, se le entregaba.
Y habló el Señor: Este es mi Cuerpo. Y era su mano un leve pétalo de rosa para ofrecerse, entero, en su ternura.
Jerusalén dormía en la ladera. La mano de Jesús, ya mariposa, se quemaba las alas de amargura[3].
[1]candeal dorado: pan candeal (sobado o bregado), hecho con harina de trigo candeal (que da harina blanca de calidad superior) y cuya corteza es de color dorado.
[3] Cito por Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). Poesía religiosa, selección, prólogo y notas de Leopoldo de Luis, Madrid / Barcelona, Ediciones Alfaguara, 1969, pp. 361-362.
Vaya para hoy, Miércoles Santo, el soneto «Pecado», de Rafael Morales (Talavera de la Reina, Toledo, 1919-Madrid, 2005). El texto expresa la condición pecadora del hablante lírico («He pecado, Señor», v. 5), que se dirige en apóstrofe a Dios, consciente de su condición de «polvo vano» (v. 12), «tan humano» (v. 14).
Oh, Dios mío, Dios mío. Tu ira azota en mi carne de hombre. Por mis venas tus látigos restallan, y me suenas como un trueno en mi sangre más remota.
He pecado, Señor, y en cada gota de la sangre que llevo muerdes, truenas, hundes fieros cuchillos y me llenas de un huracán que de tus llagas brota,
que ruge por mi pecho, que restalla, abriéndose en la estrella de mi mano como una enorme ola de metralla.
Sopla, Señor, sobre mi polvo vano, avéntame cual polvo de batalla. Mas no… ¡Perdón!… Al fin, soy tan humano…[1]
[1] Cito por Poesía española contemporánea. Antología (1939-1964). Poesía religiosa, selección, prólogo y notas de Leopoldo de Luis, Madrid / Barcelona, Ediciones Alfaguara, 1969, p. 215.
Copiaré para hoy, Martes Santo, este soneto que pertenece a Las obras del famoso poeta Gregorio Silvestre, recopiladas y corregidas por diligencia de sus herederos, y de Pedro de Cáceres y Espinosa… Impresas en Lisboa, por Manuel de Lira, a costa de Pedro Flores librero, vénde[n]se en su casa al Peloriño vello, 1592. El texto expresa el deseo de arrepentimiento del hablante lírico (que vive «en tinieblas», «ciego», v. 1), su intención de seguir a Dios; en este sentido, la muerte de Cristo, su sangre derramada, trae la salvaciónal género humano («aquesto es en tu muerte buscar vida», v. 13).
O yo vivo en tinieblas, o estoy ciego, pues ojos tengo, y luz, y claro día: ¿por qué no sigo a Dios, pues Dios me guía con fuerza, con razón, con mando y ruego?
En nombre de Jesús, comienzo luego, enciéndame el ardor en que él ardía; su sangre derramó, salga la mía: responda sangre a sangre y fuego a fuego.
Ven pues a mí, Señor, que ya despierto, aunque este despertar es tu venida, la mano de tu amor es que me hiere.
Conviéneme morir, mas ya estoy muerto, y aquesto es en tu muerte buscar vida, la cual no vivirá quien no muriere[1].
[1] Cito con algún ligero retoque en la puntuación por Roque Esteban Scarpa, Voz celestial de España. Poesía religiosa, Santiago de Chile, Zig-Zag, 1944, pp. 310-311.
Vaya para este Lunes Santo el soneto «A las llagas de Cristo», de don Francisco de Borja y Aragón, quinto príncipe de Esquilache (¿Nápoles?, c. 1577-Madrid, 1658), que se construye como un apóstrofe al «Eterno Dios» (v. 1), y cuyo sentido general es muy claro: ʻaunque mis pecados fueran incontables (más que los granos de arena de una playa, más que las ondas del mar, más que las lluvias de abril, más que los átomos del aire, más que las estrellas), quedarían perdonados si pudieran pasar el mar Rojo —mar Bermejo, v. 14— que forma la sangre de las llagas —cinco manantiales, v. 13: manos, pies y costado— de Cristoʼ.
Santísimo Cristo de las Cinco Llagas, Hermandad de la Trinidad (Sevilla).
Eterno Dios, si mis pecados fueran más que la arena que las ondas bañan, y las del mar, que la codicia engañan, si verse más de las que son pudieran;
más que las lluvias que en abril esperan los tristes campos, que el invierno extrañan, y los átomos leves, que acompañan los rayos que en los montes reverberan;
si a los astros vencieran celestiales en número, partiendo el de infinitos entre ellos, y las causas naturales,
quedaran cancelados y prescritos, si pudieran de cinco manantiales pasar el mar Bermejo mis delitos[1].
[1] Cito, con algún ligero retoque, por Suma poética. Amplia colección de la poesía religiosa española, por José María Pemán y Miguel Herrero, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1944, p. 324 (hay ed. facsímil, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2008).
Vaya para este día el soneto «Domingo de Ramos», de Alonso de Bonilla (Baeza, c. 1567-Baeza, 1642), que ilustro con el fresco La entrada en Jerusalén de Giotto di Bondone, escena 26 de su Ciclo de la vida de Cristo en la Cappella degli Scrovegni (Padua).
Más que de su intención, del cielo santo la varonil capacidad movida, del nuevo Rey celebra la venida, formando sendas de uno y otro manto[1];
sirven, desgajan palmas entretanto que la pequeña infancia le apellida[2], porque al compás de la niñez florida, remite el Rey de su alabanza el canto.
No fía de varones la alabanza, que suelen con lancetas de malicia sangrar de su opinión las dignidades[3];
A los niños la deja en confianza el Sol divino de inmortal justicia, porque los niños dicen las verdades[4].
[1]formando sendas de uno y otro manto: «Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles, y las tendían en el camino» (Mateo, 21, 8).
[3]suelen con lancetas de malicia / sangrar de su opinión las dignidades: los físicos usaban las lancetas para practicar sangrías a los enfermos, forma curativa usual en la época; aquí se emplea en sentido figurado.
[4]los niños dicen las verdades: «Los niños y los locos dicen las verdades» es refrán conocido. Cito por Suma poética. Amplia colección de la poesía religiosa española, por José María Pemán y Miguel Herrero, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1944, pp. 297-298 (hay ed. facsímil, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2008).
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.» (Juan, 11, 25)
Vaya para hoy, quinto domingo de Cuaresma, sin necesidad de mayor comentario, el poema número 946 del Cancionero de Unamuno, fechado el 25 de marzo de 1929. Lo ilustro con La resurrección de Lázaro (1855), de Juan de Barroeta y Anguisolea, que pertenece a los fondos del Museo Nacional del Prado (Madrid).
Lázaro va a remorir y recuerda que tiembla al recordar temblando de que se le pierda el recuerdo de soñar. Lázaro va a remorir; le remuerde el sueño que revivió; es primavera, y el verde reverdeció. Lázaro va a remorir y se olvida del olvido que soñó, la primera, única vida, que vivió. Lázaro tiembla y resiste, ¿volverá a vivir? ¿volverá a temblar? Va a remorir, y va triste, ¿volverá a soñar? ¿volverá a morir? Lázaro va a revivir…[1]
[1] Ver Miguel de Unamuno, Poesía completa, 3. Cancionero, Diario poético (1928-1936), ed. de Ana Suárez Miramón, Madrid, Alianza, 1988, p. 460. Tomo el texto de Egan. Suplemento de literatura del Boletín de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, 3, 1951, p. 12.
«El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: “Ve a Siloé y lávate”. Entonces fui, me lavé y comencé a ver» (Juan, 9, 11)
Vaya para este cuarto domingo de Cuaresma (domingo de Laetare) el poema titulado «Las manos ciegas», de Leopoldo Panero (Astorga, León, 1909-Castrillo de las Piedras, León, 1962). Lo ilustro con «La curación del ciego de nacimiento» (c. 1577) del Greco, cuadro conservado en el Museo Metropolitano de Arte / The Met Fifth Avenue (Nueva York, Estados Unidos[1]).
… y miedos de las noches veladores. (San Juan de la Cruz)
Mi sangre cotidiana como una cruz cansada; mi pureza más dulce resonando te sostiene. Mis manos que trabajan en tu gloria; mi pecho que en tu gloria, Cristo mío, se encierra; mi alma; todo en verdad te conoce pues que vive. ¡Qué soledad más honda das a mi voz y a mi inocencia cuando en medio de la noche tiemblo, libre, escuchando mi vida en la instable tristeza del instante como un ciego que extiende al caminar las manos en la sombra! La vida que me das y me rocías dentro del corazón y me sostienes allí donde no llega más sed que la de amarte la vida que hoy, mañana, me darás, yo la siento sustancia de tu ser, delicia viva como nieve en la mano que se toma. ¡Qué vasto señorío para mi soledad y mi tristeza la noche moja con el pie y el suelo como un ala cansada se recoge! ¡Qué miedo en las estrellas esta dolencia y este sitio del corazón entre la sombra! En verdad pues que vive el hombre se libera de sí mismo para ver tu hermosura y contemplarte allí donde de todo eres dueño y soy libre; donde el amor me hace primera criatura y llega hasta mis labios como el viento la belleza interior de la esperanza. Todo yo, Cristo mío, todo mi corazón sin mengua, entero, virginal y encendido, se reclina en la futura vida como el árbol en la savia se apoya que le nutre y le enflora y verdea. Todo mi corazón, ascua de hombre, inútil sin tu amor, sin ti vacío, en la noche te busca, lo siento que te busca como un ciego que extiende al caminar las manos llenas de anchura y de alegría[2].
[1] Existe otra versión en la Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde (Alemania).
[2] Tomo el texto de Escorial. Revista de cultura y letras, 25, 1942, pp. 343-344. Forma parte de una «Corona poética de San Juan de la Cruz», que incluye también poemas de Manuel Machado, Gerardo Diego, Adriano del Valle, Luis Felipe Vivanco, Alfonso Moreno y Luis Rosales.
Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dijo: «Dame de beber». (Juan, 4, 7)
Vaya para hoy este soneto del escritor, periodista, político y diplomático mexicano José Tomás de Cuéllar, conocido por el seudónimo Facundo (Ciudad de México, 1830-Ciudad de México, 1894). Pertenece a su poemario Mis primeros versos (1848), que forma la segunda parte del tomo VIII de La linterna mágica (pp. 157-158), una Colección de novelas de costumbres mexicanas, artículos y poesías formada por 24 tomos que Cuéllar fue publicando entre 1889 y 1892.
II Guercino (Giovanni Francesco Barbieri), «Jesús y la samaritana en el pozo» (c. 1640-1641). Museo Nacional Thyssen-Bornemisza (Madrid).
«Dadme a beber del agua de la vida» dijo Sarai[1] a Cristo allá en Samaria, incrédula tal vez y temeraria. Jesús al ver a la mujer perdida[2]
delante de él con la cabeza erguida cabe el brocal del pozo solitaria, levantó, como losa funeraria, el velo de su historia envilecida.
Tiembla Sarai, espántale la oscura vergonzosa memoria del pasado: «Dadme a beber» —repite, ansiando calma.
Del Redentor escucha la voz pura, y en medio de su lloro acrisolado en aguas de la fe bañó su alma[3].
[1]Sarai: en el cristianismo oriental se denomina a la mujer samaritana Photine, Photini o Photina (Φωτεινή, de φως, ʻla luminosaʼ), transcrito también como Fotina. En cuanto al nombre de Sarai, se encuentra en el Antiguo Testamento, como mujer de Abraham y madre de Isaac. Ignoro de dónde viene el aplicar a la Samaritana el nombre de Sarai, pero tiene cierta tradición en Hispanoamérica: cfr. «Así hablaba Sarai, la bella Samaritana, conocida hasta entonces en Sichar por sus infortunios y por el atractivo de sus gracias, a las que pocos hombres sabían permanecer insensibles» («La Samaritana», en Las mujeres de la Biblia, en El Espectador de México, p. X). La composición «Versos por la Samaritana» del poeta popular chileno Juan Bautista Peralta comienza: «Jesús con mucha dulzura / agua a Sarai le pidió. / Esta todo le negó / según dice la Escritura».
[2]mujer perdida: tradicionalmente, la samaritana está representada como una joven mujer pecadora, que había tenido cinco maridos y que, cuando se encuentra con Jesús en el pozo de Jacob, en Siquem, vivía con un amante (ver Juan, 4, 16-18). De ahí también la indicación del v. 8 «su historia envilecida».
[3] Tomo el texto de Wikisource. Antecede al poema la dedicatoria «A mi querido maestro y amigo don Lorenzo Aduna».
Este es mi Hijo amado, en quien me complazco, escuchadlo. (Mateo, 17, 5)
El escritor peruano Francisco Clemente de Althaus Flores del Campo (Lima, 1835-París, 1876) dejó una novela inconclusa, titulada Coralay, redactada en su juventud, y compuso también el dramaAntíoco, que se estrenó en el Teatro Principal de Lima el 24 de marzo de 1877. Como poeta publicó Poesías patrióticas y religiosas (París, A. Laplace, 1862), Poesías varias (París, 1863) y Obras poéticas (1852-1871) (Lima, Imprenta del Universo, de Carlos Prince, 1872). Fue además traductor, sobre todo de los clásicos latinos y los escritores románticos italianos.
Vaya para hoy este soneto suyo dedicado a la Transfiguración del Señor, del que cabe destacar la sonoridad de las rimas agudas.
Rafael Sanzio, La Trasfigurazione (c. 1517-1520). Museos Vaticanos (Ciudad del Vaticano).
Ya la gloriosa cumbre del Tabor atrás dejaron los divinos pies; nieve la veste, un astro la faz es que del sol avergüenza el resplandor.
Así, del alto cielo, oh, morador, a la diestra del Padre arder le ves; y los aires Elías y Moisés huellan a un lado y otro del Señor;
mientras yacen por tierra, en ademán de asombro, de pavor y adoración, Pedro, Santiago y el amado Juan.
¡Cuándo, oh, Señor, en la celeste Sión sin velo así mis ojos te verán, si de verte mis ojos dignos son![1]
[1] Tomo el texto de Clemente Althaus, Poesías patrióticas y religiosas, París, A. Laplace, 1862, p. 162.
Este soneto es el segundo texto del díptico titulado «Faut-il sʼabêtir?» de la sección «Variaciones hipotéticas», de Concierto en mí y en vosotros (San Juan de Puerto Rico, Universidad de Puerto Rico, 1965). La formulación del primer verso —que, en primera instancia, pudiera resultar sorprendente— va cobrando su verdadero sentido conforme se va desarrollando el soneto. Como comenta Lucía Cotarelo Esteban, en este poema de Gaos —como en los de otros poetas de posguerra— «aflora la necesidad de una esperanza sólida, el deseo fervoroso de una voz paternal, de un abrazo tranquilizador que aplaque en la noche el temor»[1]. Obvio es decir que el hipotexto sobre el que se construye es el famoso soneto anónimo del siglo XVI«No me mueve, mi Dios, para quererte…», una de las grandes cimas de la poesía religiosa española, cuyo primer verso antepone Gaos como lema.
Salvador Salí, Le Christ (El Cristo). Cristo de San Juan de la Cruz (1951). Kelvingrove Art Gallery and Museum (Glasgow, Reino Unido).
No me mueve, mi Dios, para quererte… Anónimo
No me mueve, mi Dios, para odiarte, el cielo que me tienes escondido ni me mueve el infierno, no temido —¿qué más infierno ya?— para rogarte
que me muevas, Señor. Pon de tu parte lo que puedas, si puedes. Descreído, aunque en la luz te vea, ¿qué sentido pueden tener el sol, la vida, el arte…?
Muéveme, pues, y llámame, aunque quiera mi pensamiento, mi razón ignara no oírte. Dime, oh Dios, que no es quimera
la esperanza, la fe, y aunque así fuera, engáñame —¿no puedes tal vez?— para poder dormir, soñar hasta que muera[2].
[1] Lucía Cotarelo Esteban, «Vivencia nietzscheana de la divinidad en la poesía de posguerra», en Sergio Antoranz López y Sergio Santiago Romero (coords.), La recepción de Nietzsche en España. Literatura y pensamiento, Bern, Peter Lang, 2018, p. 174.
[2] Vicente Gaos, Poesías completas, II (1958-1973), León, Institución «Fray Bernardino de Sahagún», 1974, pp. 138-139.