La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: «De lo prehistórico en las Provincias Vascongadas»

El segundo trabajo erudito que nos interesa considerar (ya vimos en una entrada anterior el titulado «De la poesía vascongada») es «De lo prehistórico en las Provincias Vascongadas», que no sé si resulta muy conocido dentro de la producción escrita del de Viana. No se trata ahora de valorar el interés científico de ese artículo; es posible que sus opiniones sean incorrectas o inexactas en más de un punto, pero, en cualquier caso, demuestra su temprana preocupación por esta materia, la presencia de monumentos prehistóricos en la «escualherría o solar euscaro»[1]. En él se refiere a distintos hallazgos sepulcrales y megalíticos: Eguílaz, Arizala, Ocáriz, Escalmendi, San Miguel de Arrechinaga…

Dolmen de Aizkomendo o de Eguílaz (Álava, España)
Dolmen de Aizkomendo o de Eguílaz (Álava, España).

Mencionando distintas autoridades (Humboldt, Rodríguez Ferrer, Fernández-Guerra, Chaho), llega a la conclusión de que esos monumentos son célticos: los celtas o celtíberos llegaron a la llanada alavesa, pero su llegada a la escualherría o país vascongado no hizo perder a los euscaros su idioma, siendo el vascuence «la lengua usada en aquella región casi hasta nuestros días» (p. 196a). Y añade:

Conste, pues, para la debida claridad, que si las razas ibéricas, como creen los respetabilísimos autores antes citados, son euscaras, hubo euscaros (los de la orilla derecha del Ebro) que se unieron y mezclaron con los celtas, y euscaros también (los de la orilla izquierda) que no se mezclaron ni confundieron jamás; y conste que los vascos no confundidos con otros pueblos llaman euscaro a su idioma, y erdara, esto es, mezclado, a toda lengua extraña, a todo lo que no es euscaro o castizo. Se nos figura que la precedente observación, que no es nuestra, da más luz sobre este punto histórico que toda la erudición fundada en textos griegos y latinos de autores que se espeluznaban al tener que acomodar a su frase clásica los exóticos nombres vascongados (p. 196a).

Más tarde, a propósito de la cuestión de si várdulos, caristios y autrigones constituían una nación distinta de la de los vascos, que habrían venido al territorio después, escribe:

¿Qué nos importa a nosotros que los vascos sean denominados hoy de un modo y mañana de otro? Esto ha sucedido siempre y está sucediendo en nuestros mismos días. El nombre del vasco viene del vascuence, y quiere literalmente decir montañés o de la montaña; pero ellos no se dan a sí propios ese apelativo, ni el de vascongados, ni otro más que el de escualdunas, bajo cuya denominación comprenden a todo el que habla la lengua euscara, sea español o francés, llamando asimismo escualherria, literalmente tierra de escualdunas, a todas las provincias que hablan la lengua euscara y pueblan ambas vertientes de los Pirineos occidentales: navarros, guipuzcoanos, alaveses y vizcainos, españoles; suletinos y laburdinos, franceses (p. 215b).

Y sigue argumentando:

Nadie, que sepamos, ha sostenido, ni siquiera imaginado, que várdulos, caristios y autrigones hablasen un idioma distinto del euscaro; fueron por lo tanto verdaderos y legítimos euscaldunas, castizos vascongados, y si escritores griegos o latinos les han dado aquellos nombres, nada tienen ellos que ver en esta cuestión geográfica o filológica (p. 215b).

Para Navarro Villoslada, todos esos pueblos son de una misma casta, «procedan o no de la gran familia ibérica caucásica, en cuya cuestión es inútil entrar. […] O hay que reconocer que aquellos pueblos fueron ibéricos euscaros, o sea que autrigones, várdulos y caristios eran vascongados, o confesar que ni la historia, ni la tradición, ni la geografía tienen sentido común: encogerse de hombros, y seguir adelante» (p. 215b).

En los párrafos finales de su trabajo concluye que debe quedar arrumbado todo lo que se ha tenido por prehistórico en territorio vasco (monumentos, joyas, armas, huesos, herramientas…), pues son célticos, para preguntarse de seguido:

Pero, ¿no queda nada realmente prehistórico en el pueblo vascongado?

Sí, queda el idioma, queda el vascuence, el euscaro. Monumento anterior a la historia ibérica, más grande que todas las construcciones megalíticas, sin cimientos conocidos y sin término probable, con los raudales de miel que brotan de sus hendiduras se sustenta, ha más de treinta y siete siglos, un pueblo no menos sencillo, grande y misterioso.

¿Qué se sabe de su primitiva historia?

Lo que nos cuente la tradición o deje adivinar la leyenda; lo que la filología aprenda en ese monumento vivo donde todo se hallaría si hubiese alguien capaz de descifrar los caracteres de cada raíz, de cada palabra.

Eso es lo que hay que estudiar en el pueblo vasco y lo que se ha de encontrar al fin en lo único prehistórico que nos queda de la escualherría o solar vascongado (p. 216a).

Como vemos, se trata de dos artículos de corte erudito muy interesantes. Evidentemente, en algunas cuestiones su valor científico podría ser hoy puesto en entredicho —es terreno en el que no entro a valorar, pues escapa de mi campo de investigación—, o algunas de sus afirmaciones deberían ser matizadas; pero hay que tener en cuenta que los conocimientos que en aquel momento podía tener el autor eran limitados y han quedado superados por la investigación posterior. Todas sus afirmaciones están en la línea de las tesis del vasco-iberismo, cuyas características generales ha resumido así José Javier López Antón:

Es la doctrina que conforma uno de los mitos de la materia de Vasconia. Estos, surgidos en la monarquía plural de los Austrias, pretenden fortalecer la personalidad de Vasconia. Como su propio nombre lo indica, esta tesis considera a los vascos los descendientes de los antiguos iberos. La consecuencia es doble, desde una perspectiva racial y lingüística. Étnicamente, los vascos serían los antiguos pobladores de la Península Ibérica, replegados a la cordillera pirenaica ante el sucesivo establecimiento de culturas y pueblos exógenos. En la óptica lingüística, el idioma de esos pueblos autóctonos, el euskera, habría conformado el idioma vernáculo de Hispania[2].

En cualquier caso, importa destacar varias cuestiones presentes en estos dos textos: los elogios de Navarro Villoslada al vascuence (idioma dulce y musical, perfectamente apto para la expresión poética); la constatación de la remota antigüedad de sus orígenes y su condición de «monumento vivo»; la protesta contra su pérdida; el hecho de abordar o apuntar cuestiones más de detalle como aspectos de la construcción y gramaticales, los distintos dialectos, etc. Todo ello muestra claramente el interés y la preocupación del vianés por el venerando idioma primigenio de Vasconia[3].


[1] En mi trabajo respeto siempre las grafías de los textos citados, de diversa procedencia, de ahí que alternen formas como euskaro, eúscaro, éuscaro; Lecobide, Lekobide, Lecovidi, etc. Respecto a la denominación «vascuence», esta es la expresión que Navarro Villoslada emplea con preferencia para referirse al idioma vasco.

[2] José Javier López Antón, «Rasgos y vicisitudes del mito iberista de Aitor», en Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin (coords.), Congreso Internacional sobre la Novela Histórica (Homenaje a Navarro Villoslada),Pamplona, Gobierno de Navarra, 1996, p. 188.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: «De la poesía vascongada»

Hay en la producción periodística de Navarro Villoslada dos artículos eruditos muy importantes con relación al asunto que venimos tratando. Me refiero a «De la poesía vascongada», del año 1866, y «De lo prehistórico en las Provincias Vascongadas», de 1877. En el primero, publicado en El Pensamiento Español el 12 de diciembre de 1866, comienza indicando que va a comentar distintos elementos de la «poesía eúscara»[1], cuyos cantos son «puramente tradicionales»,

como que el vascuence no se ha escrito, con rarísimas y no bien averiguadas excepciones, hasta los tiempos modernos, y no ha sido cultivado por los sabios sino como mero objeto de curiosidad, o para difundir en el pueblo libros de piedad y devoción. El vascuence es, sin embargo, el idioma primitivo, o por lo menos el más antiguo que se conoce en la Península Ibérica: razón por la cual debiera ser más estimado por los mismos naturales, que de algún tiempo a esta parte parece que a porfía tratan de desterrarlo de entre las lenguas vivas (p. 3a).

Como se ve, duras palabras de denuncia, culpando a los propios naturales de la tierra por su desidia y falta de interés ante el vascuence, actitud que lo condena a la desaparición.

A continuación explica que son pocos los cantos o poemas vascongados, «pero hay la fortuna de que estos poquitos sean de distintos géneros y correspondan a diferentes épocas, desde la dominación romana en tiempo de Augusto hasta nuestros días» (p. 3a). Destaca que en esas composiciones o fragmentos no se percibe el menor sabor de clasicismo y los compara con los romances castellanos, para concluir que la vasca es una poesía más pura «por no haberse resabiado con la imitación de los clásicos gentiles» (p. 3b). Encontramos apuntada más adelante la idea de que el vasco ha sido siempre un valladar contra las ideas anticristianas, porque «la lengua del pueblo se alzaba como una muralla contra todo extranjerismo» (p. 3b). Y añade:

Y ¡cosa singular! Sin embargo de que en vascuence todo idioma extraño, incluso el romance, se denomina erdara, esto es, confuso, corrompido, y la misma voz se aplica al extranjero, esa muralla tenía un portillo abierto para todo lo español castizo, de tal manera que […] la poesía vascónica siguió las mismas huellas que la poesía popular de Castilla; primero histórica, sencilla y ruda; luego histórica, épica y lírica, y por último subjetiva en cantares cortos que, traducidos al castellano y puestos en metro popular, nadie diría sino que se han pensado y escrito en nuestro propio idioma (p. 3b).

Afirma a continuación Navarro Villoslada que el canto más antiguo que se conserva entre los éuskaros es «indudablemente» el que comienza «Lelo il Lelo, / Leloa: / Zarac il Lelo / Leloa», que se refiere a la llamada conquista de Cantabria por el emperador Augusto y es de «remotísima antigüedad»[2]. Comenta que esos cuatro versos iniciales nadie los entiende, «y cuidado que esto es mucho decir, tratándose de un idioma que no ha variado conocidamente; que ha podido admitir y admite palabras nuevas para significar cosas no primitivas, pero que permanece inalterable en su estructura gramatical». Da entonces la traducción que habitualmente se ha ofrecido para esos misteriosos versos y también la versión de Chaho, que le parece «completamente arbitraria»[3]. Añade que el resto de la canción (donde se mencionan los míticos caudillos Lecovidi y Uchín Tamayo) «es casi intraducible, ni aun en prosa, por la sencillez y concisión admirables del original» (p. 4a). No obstante, la traduce, y aporta luego una versión más literaria en verso (en romance de rima ú-o), pidiendo perdón «por la profanación que vamos a cometer» (p. 4a). Por último, destaca la semejanza de composición y sobre todo de estilo de este «Canto de Lelo» con antiguos romances castellanos, con los que coincide en sencillez, candor y desnudez de artificio, detalles que «están revelando idéntico origen en la composición» (p. 4b), si bien en la poesía vascongada se advierte cierto carácter subjetivo.

Aníbal cruzando los Alpes. Fuente: historiaeweb.com.
Aníbal cruzando los Alpes. Fuente: historiaeweb.com.

Luego se refiere al «Canto de Aníbal», del que antes ya había anotado que «por el asunto parece que debiera ser anterior [al de Lelo]; pero el aire, el artificio y hasta la metrificación denotan que ha sido compuesto en época más reciente. Algunos críticos lo atribuyen al siglo XVII» (p. 3b). Ahora escribe: «El de Aníbal ya es otra cosa: denota más seguridad en la dicción poética, más gala; pero el fondo de la composición es siempre sencillo y melancólico. Hay en ella una vaguedad, ternura y delicadeza de sentimientos que, a no dudarlo, la colocan entre las inspiraciones poéticas del cristianismo» (p. 4b). Tras explicar que los cantos vascongados constan de una introducción muchas veces ajena por completo al asunto central y concluyen enlazando sus últimas estrofas con el exordio, ofrece una versión en prosa y elogia la inimitable dulzura del original:

Dígase si hay nada más dulce, más tierno, más original. ¡Ah!, los críticos que atribuyen este canto al siglo XVII pudieran investigar qué poeta castellano lloraba a la sazón como el poeta vascongado; quién sentía el amor a la patria como él lo siente; quién se acordaba de su madre, de sus hermanas, como él las recuerda al lado de su primitiva esposa; y los tales críticos pudieran decirnos de paso por qué la Inquisición, que reinaba con todo su imperio en las Provincias Vascongadas y Navarra, no secaba la fuente de tanta ternura, de tanta poesía, al paso que el clasicismo imitador se desataba en insulsas églogas y canciones petrarquistas, llenas de conceptos rebuscados y fríos y de sutilezas enigmáticas o en poemas culteranos, que más que lenguaje del corazón semejaban palabras de conjuro (p. 5a).

En la segunda parte del artículo glosa nuevas composiciones vasconavarras de distinta índole «en que es imposible llevar la poesía a mayor altura» (p. 5a). Habla primero del «célebre canto de Roncesvalles» (el de Altobiscar), de conocida celebridad («ha dado la vuelta al mundo», p. 15b) y mayor mérito, del que da una «sombra», porque «un poema traducido, y traducido en prosa, sin los encantos de la armonía, sin los secretos recursos del ritmo, no es más que el cadáver del poema original» (p. 15b). Tras incluir la versión de las tres partes, «Introducción», «Narración» y «Epílogo» del «canto navarro», destaca el hecho de que no exalte el triunfo, circunstancia que se debe a delicadezas de sentimiento que solo inspira el genio del cristianismo, el catolicismo. Y a continuación se interroga sobre su autoría:

¿Quién es el autor de este canto, tan elevado en el fondo como original en la forma? ¿A quién se debe este poema en que abundan los rasgos líricos, épicos y dramáticos de primer orden?

Si tras esta pregunta pudiera colocarse un nombre propio, este nombre se pondría al par de Píndaro, de Horacio, Herrera, fray Luis de León y Manzoni. Pero el autor del canto navarro es desconocido, como el del canto de Aníbal, como el de Lecovidi. Si es modestia, no conocemos en toda la república literaria otra mayor; si el canto es una rapsodia popular, parécenos que sin exageración puede decirse que no hay pueblo de mayor genio poético que el pueblo vasconavarro (p. 16a).

Comenta que algunos insinúan la posibilidad de que el autor fuera un fraile de Fuenterrabía, pero se trata de meras conjeturas, sin pruebas. La obra parece artística, no popular, aunque luego matiza: «Para obra popular nos parece demasiado artística; para obra artística nos parece demasiado popular» (p. 16b).

Habla después de que «el pueblo eúscaro» es el «pueblo poético por excelencia», capaz de producir composiciones llenas de poesía como la «Gau-illa» (la noche del muerto o de la muerte), de Araquistain, recogida en sus Tradiciones vasco-cántabras: «el poemita de Gau-illa es una verdadera joya de poesía popular» (p. 16b). En fin, señala que hay otros cantares vascos, de menor extensión que los anteriores, que son de la misma índole que los castellanos, por ejemplo uno de tema amoroso, del que ofrece primero una traducción literal[4] y luego, dado que «parece una seguidilla en prosa», añade una versión imitando ese metro popular: «Mil corazones quieres / matar de amores…», etc.

En la conclusión, Navarro Villoslada desarrolla la idea de que no fue la Inquisición, sino el espíritu de imitación del clasicismo pagano del Renacimiento (que luchaba con el espíritu cristiano de la poesía popular) lo que ahogó el genio poético español. Y se pregunta:

¿Por qué se conservó pura y vigorosa la poesía vasca, no solo popular sino artística? Porque ni en una ni en otra se percibe el menor asomo de imitación extranjera, de paganismo clásico.

Porque fue constantemente fiel al espíritu nacional (p. 16b)[5].


[1] En mi trabajo respeto siempre las grafías de los textos citados, de diversa procedencia, de ahí que alternen formas como euskaro, eúscaro, éuscaro, etc. Respecto a la denominación «vascuence», esta es la expresión que Navarro Villoslada emplea con preferencia para referirse al idioma vasco.

[2] Años después reconocerá que se trata de imitaciones tardías.

[3] En un artículo firmado por «Un hijo de Aitor», publicado en La Avalancha, núm. 381, 24 de enero de 1911, «El vascuence, lengua primitiva», aludiendo al libro de Juan Fernández y Amador de los Ríos, Diccionario vasco caldaico castellano, leemos: «En él hallamos también muchos datos curiosísimos, noticias nuevas y muy sugestivas. Por ejemplo: explica en la página ciento diez y siete de la introducción cómo el famoso estribillo del canto de Lelo (que muchos lectores de La Avalancha habrán leído en Amaya) debe escribirse: Le elo il-le Elo, Le elo il-le Elo, l’ aloaz ar-Ati, Il El-Oah, con esta significación “no hay divinidad sino Dios, no hay divinidad sino Dios, el Dios, el Padre, Hijo, Espíritu Santo”» (p. 17b). Véase fray Eusebio de Echalar, «Asmakeria. El canto de Lelo y el canto de los cántabros», Boletín de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra, segunda época, tomo XVI, primer trimestre de 1925, núm. 61, pp. 154-159 y 252-263; tomo XVII, primer trimestre de 1926, número 65, pp. 53-71, 161-169 y 249-261.

[4] «Si como tengo un corazón tuviera mil, todos, amada mía, serían para ti. Pero en lugar de mil, no tengo sino uno solo. Toma, querida, este solo mil veces».

[5] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence: cuestiones preliminares

En sucesivas entradas voy a tratar de establecer cuál fue la actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence, rastreando sus opiniones y el empleo que de ese idioma hace en su producción literaria, desde la literatura costumbrista a la de pura ficción, pasando por el territorio de los estudios eruditos. Habría que comenzar señalando que nuestro autor no escribió en vascuence (no dominaba este idioma, que en sus obras aparece con cierta frecuencia, pero siempre de forma puntual, por medio de la incrustación de palabras sueltas o expresiones en el discurso en español). Lo que sí hay es traducciones o versiones de algunas de sus obras al euskera. Por ejemplo, su poesía «Meditación», que comienza «Tranquila está la noche, / sereno el firmamento…», se publicó en 1885 en la revista Euskal-Erría a dos columnas, en una el texto castellano y en la otra la traducción euskérica, «Gogartea» («Gau sosegu dago, / Zerua osgarbi…»), realizada por Claudio de Otaegui («Otaegi-ko Klaudio-k, euskaratua»). También podemos recordar la traducción reducida de Amaya al euskera por Iñaki Azkune y Jesús María Arrieta[1]. También existe versión en euskera del cómic con guion y dibujos de Rafael Ramos editado en 1981 por la Caja de Ahorros Municipal de Pamplona: Amaia, euskaldunak VIIIʼgn mendean (reeditado en 2014 por Denonartean-Cénlit Ediciones).

Cubierta del cómic Amaia, euskaldunak VIII. mendean, gidoia eta marrazkiak: Rafael Ramos

A título de curiosidad, recordaré que en 1918, con motivo del Centenario del nacimiento del escritor, la convocatoria de los Juegos Florales que se organizaron en su homenaje premiaba con una «Flor de plata» un «Soneto en vascuence retratando un paisaje de una de las novelas de Navarro Villoslada, Amaya o Doña Blanca de Navarra», premio que quedó desierto (como varios otros de la convocatoria). Y en 1923 E. de Larrañaga ofrecía en la revista Euskal Esnalea un texto sobre dos de los personajes de Amaya que rivalizan por convertirse en el rey de los vascos, «Eudón eta Teodosio»[2]. Por último, señalaré que también encontraremos en la obra de Navarro Villoslada el empleo, con fines humorísticos, del mal castellano hablado por vascoparlantes. Así pues, iremos rastreando en los escritos del de Viana la presencia del vascuence o de reflexiones sobre el vascuence[3].


[1] Amaia: VIII. mendeko euskaldunen historioak, Bilbao, Mensajero, 1965 (egokitzeak: Iñaki Azkune, Jesús María Arrieta; azola eta irudiak: Yulen Zabaleta), serie Gero. Euskal Liburuak, Kimu Saila, núm. 8. Se trata de una edición reducida en vascuence, que en 1985 había alcanzado la cuarta edición, y que cuenta con reediciones posteriores (por ejemplo, en 2016).

[2] «Amaya irakurgai ederra irakurri dezutenok, izen auek berealaxe ezagutuko dituzute noski, baña ez, irakurri ez denutenok», se lee en la nota al pie.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

«Amaya da asiera»: la actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence

En varias entradas sucesivas trataré de explicar cuál fue la actitud de Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) ante el vascuence[1], atendiendo a las ideas y reflexiones que sobre este asunto se encuentran diseminadas en el conjunto de su extensa obra. Pero antes quisiera destacar tres aspectos relacionados con la figura del autor que me parecen relevantes.

El primero tiene que ver con el carácter polifacético de este personaje: aunque el de Viana resulte conocido fundamentalmente como literato (y, sobre todo, como el autor de las novelas Doña Blanca de Navarra y Amaya o los vascos en el siglo VIII), importa recordar que tuvo también una actividad pública muy notable, tanto en el ámbito de la política como en el del periodismo. Como político, en efecto, fue tres veces diputado (siempre por Navarra, en una ocasión por el distrito de Estella y en otras dos por el de Pamplona), senador del Reino (por Barcelona), secretario personal durante unos meses de don Carlos de Borbón y Austria-Este (Carlos VII) y uno de los más destacados publicistas de la causa carlista. Conoció una evolución política que le llevó, en el transcurso de los años, desde el tibio liberalismo de sus años mozos, pasando por las filas del partido moderado y el denominado neocatolicismo, hasta el carlismo. No era carlista de toda la vida, ni lo fue luego por razones dinásticas, legitimistas, sino porque él, lo mismo que Cándido Nocedal, Gabino Tejado, Aparisi y Guijarro, etc., vio en el momento revolucionario de septiembre de 1868 que el partido del duque de Madrid era el que más coincidía con su ideario y desde cuyas posiciones mejor podía defender la idea nuclear de su pensamiento, el de la unidad católica de España. En cualquier caso, esta evolución del pensamiento político de Navarro Villoslada no fue brusca, de un día para otro, sino gradual, y se fue produciendo conforme iban evolucionando las circunstancias histórico-políticas en España.

Por lo que toca al periodismo, creo que puede afirmarse sin lugar a dudas que estamos ante el periodista navarro más importante del siglo XIX; y es que Navarro Villoslada desempeñó todas las tareas posibles dentro de ese campo, desde colaborador esporádico de humildes publicaciones de provincias hasta director y propietario único, a la altura de 1865, de uno de los periódicos españoles más importantes del momento: me refiero a El Pensamiento Español, que fue portavoz primero del grupo neocatólico y luego, desde septiembre del 68, junto con La Regeneración y La Esperanza[2], del carlismo.

Asimismo, también convendría señalar que, en el terreno propiamente literario, Navarro Villoslada practicó todos los géneros cultivados en su época: narrativa (y no solo la novela histórica; también novelas de corte folletinesco como Las dos hermanas o El Ante-Cristo, y otra de ambiente contemporáneo, su Historia de muchos Pepes, que describe a la perfección el mundillo periodístico madrileño de mitad de siglo, que tan bien conocía), teatro (dramas históricos, comedias de ambiente contemporáneo, el libreto de una zarzuela al que puso música Arrieta), relato corto (artículos costumbristas, leyendas históricas, cuentos…), diversos artículos eruditos y divulgativos, poesía épica y lírica, biografías, traducciones, etc.

La segunda idea que quiero comentar es que Navarro Villoslada vivió fuera de Navarra la mayor parte de su vida. Muy joven, en 1829, marcha a Santiago de Compostela, donde pasará varios años estudiando bajo la tutela de sus dos tíos, canónigos de la catedral. Luego, en 1841, se traslada a Madrid, para estudiar Leyes y empezar a darse a conocer en el mundillo literario de la capital. Después, casado con una muchacha vitoriana, se establece durante unos años en la capital alavesa, donde —por cierto— conocerá a Joseph Augustin Chaho (el creador del mito del gran patriarca vasco Aitor, que nuestro novelista popularizaría al incluir su historia en Amaya). Más tarde, salvo los años finales de su vida, residirá habitualmente en Madrid, incluso durante los años de la segunda guerra carlista (1872-1876) y los inmediatamente posteriores. A este respecto, me gustaría comentar que tradicionalmente se venía repitiendo un falso tópico, que podríamos formular así: en abril de 1872, cuando don Carlos decide alzar en armas a sus partidarios, Navarro Villoslada rompe con el carlismo y se retira a Viana y allí, en la paz campestre de su ciudad natal, escribe su novela Amaya. Esto no es del todo exacto: diversos documentos localizados en el Archivo del escritor (conservado en la actualidad en la Biblioteca de Humanidades de la Universidad de Navarra), así como unos cuadernos de cuentas que conserva don Pablo Antoñana[3] (en los que anotaba sus gastos e ingresos, mes a mes y día a día) demuestran fehacientemente que seguía viviendo en Madrid la mayor parte del año, y que “veraneaba” en el Norte (emprendía el viaje en el mes de junio, aproximadamente: tomaba las aguas en Cestona, en Urberuaga o en alguna otra localidad de las Vascongadas y luego pasaba una temporada en su casa de Viana; al llegar septiembre, volvía a Madrid).

El euskera en el tiempo de los euskaros

Esta permanencia de Navarro Villoslada fuera de Navarra durante buena parte de su vida puede explicar el hecho de que no colabore directamente en algunas de las actividades promovidas por la Asociación Éuskara de Navarra (por ejemplo, los certámenes literarios o las fiestas vascas); la propia lejanía física explicaría esa falta de contacto directo con los otros miembros de la Asociación, aunque el de Viana estuviera muy cerca de ellos en postulados e ideas. En cualquier caso, no deja de ser curioso que en el Archivo del escritor no se encuentre correspondencia con Iturralde, Campión, Olóriz, Landa… y sí, en cambio, con José Manterola[4] o Carmelo de Echegaray.

La tercera idea preliminar —y con esto ya voy entrando en la materia que nos ocupa— es la inclusión del vianés en ese grupo de escritores conocidos como los éuskaros[5], preocupados por la defensa de la identidad vasco-navarra, en un momento conflictivo, de crisis, tras la derrota carlista en la guerra de 1872-1876. No se olvide que Amaya empezó a publicarse como «folletón» de la revista La Ciencia Cristiana en 1877, al año siguiente de la abolición de los Fueros vascos. Con esa obra, Navarro Villoslada se va a convertir en uno de los primeros recopiladores del folclore vasco (él mismo calificó su novela como «centón de tradiciones éuscaras»). Es más, podríamos afirmar que —trascendiendo el territorio de la estricta literatura— Amaya vino a llenar un hueco que, en aquellos momentos, dejaba la historiografía vasca (esa novela es algo así como una historia —más o menos legendaria, pero historia— de los orígenes de los vascos[6]).

En cualquier caso, interesa destacar que en la obra y en el pensamiento de Navarro Villoslada encontramos los principales rasgos que caracterizan el pensamiento y la actuación de los éuskaros en favor de un movimiento de renacimiento cultural en Navarra y las Vascongadas: exaltación del país vasco-navarro y de sus gentes, su pasado, su historia, sus costumbres y tradiciones y, por supuesto, también de su primitivo idioma. No olvidemos que, en reconocimiento a sus méritos vascófilos Navarro Villoslada fue nombrado miembro honorario de la Asociación Éuskara de Navarra. En efecto, la publicación de su novela Amaya convirtió al escritor navarro en «el Walter Scott de las tradiciones vascas», en el «cantor de la raza vasca» (así reza la leyenda de la placa conmemorativa colocada en su casa natal) o —con mayor exageración— en «el Homero de Vasconia», siendo calificada su obra, por su tono y aliento épicos, como «la Ilíada de los vascos»[7].


[1] Esta es la expresión que Navarro Villoslada emplea con preferencia para referirse al idioma vasco. En mi trabajo, respetaré siempre las grafías de los textos citados, de diversa procedencia, de ahí que alternen formas como euskaro, eúscaro, éuscaro; Lecobide, Lekobide, Lecovidi, etc.

[2] Véase Carlos Mata Induráin, «Navarro Villoslada, periodista. Una aproximación», Príncipe de Viana, año LX, núm. 217, mayo-agosto de 1999, pp. 597-619.

[3] A quien agradezco su amabilidad al permitirme la consulta de esos materiales en su domicilio.

[4] Véase Carlos Mata Induráin, «Para el epistolario de Navarro Villoslada. Cuatro cartas inéditas de José Manterola (1880-1881)», Letras de Deusto, núm. 76, vol. 27, julio-septiembre de 1997, pp. 207-217.

[5] Para estos autores, véase el libro de José Luis Nieva Zardoya, La idea euskara de Navarra, 1864-1902, Bilbao, Fundación Sabino Arana-Euskara Kultur Taldea, 1999.

[6] En la introducción de Amaya, dice del vasco que es «un pueblo que no tiene historia propia que oponer a la de los extraños, ni más diplomas que sus cantares, ni más archivos que tradiciones y leyendas» (p. 10). Para esa construcción de una identidad vasca, de un imaginario colectivo, con sus mitos y leyendas, por parte de la historiografía (y otros territorios aledaños como la literatura) pueden consultarse varios trabajos de Jon Juaristi: «Joseph-Augustin Chaho: las raíces antiliberales del nacionalismo vasco», Cuadernos de Alzate, 1, invierno de 1984-1985, pp. 72-77; La tradición romántica. Leyendas vascas del siglo XIX, Pamplona, Pamiela, 1986; El linaje de Aitor. La invención de la tradición vasca, Madrid, Taurus, 1987; «Las fuentes ocultas del romanticismo vasco», Cuadernos de Alzate, 7, septiembre-diciembre de 1987, pp. 86-105; y «Vascomanía», en El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos, 5.ª ed., Madrid, Espasa Calpe, 1998, pp. 35-63. También los de Juan María Sánchez Prieto: El imaginario vasco. Representaciones de una conciencia histórica, nacional y política en el escenario europeo, 1833-1876, Barcelona, Eiunsa, 1993; y «Los románticos de la identidad vasca», Muga, 93, septiembre de 1995, pp. 26-37; y el de Iñaki Iriarte López, Tramas de identidad. Literatura y regionalismo en Navarra (1870-1960), Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.

[7] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Amaya da asiera”. La actitud de Navarro Villoslada ante el vascuence», en Roldán Jimeno Aranguren (coord.), El euskera en tiempo de los euskaros, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura) / Ateneo Navarro-Nafar Ateneoa, 2000, pp. 113-144.

Navarro Villoslada cuentista: valoración final

Baquero Goyanes, en su trabajo póstumo sobre el cuento español del siglo XIX, incluye a Navarro Villoslada entre los «cuentistas de transición»[1] entre los estilos del Romanticismo y el Realismo; dice que este autor, «por su ideología católica y tradicional y por su fidelidad al género de la novela histórica, supone una pervivencia del espíritu romántico, tanto en sus relatos extensos como en los breves que publica en 1841 y años siguientes en el Semanario Pintoresco Español». Sea como sea, además de estos relatos cortos de carácter histórico que he reseñado en la entrada anterior y aquellos que he calificado como cuentos, me interesa destacar la existencia de otros «relatos» que, sin ser cuentos, están en las fronteras del género, pues incluyen unos personajes, unos diálogos y una historia o, al menos, el germen de una historia posible. Esta característica —cierta indeterminación genérica, con producciones que se sitúan a medio camino entre dos modalidades narrativas distintas— podemos observarla igualmente en otros autores del último tercio del siglo XIX.

Portada del libro Mariano Baquero Goyanes, El cuento español: del Romanticismo al Realismo, ed. revisada por Ana L. Baquero Escudero, Madrid, CSIC, 1992.

En cualquier caso, podemos concluir también que Navarro Villoslada constituye el hito de arranque para el estudio de la historia del cuento literario en Navarra, por un doble motivo: por ser el primer escritor importante que cultiva la narración breve —en sus diversas modalidades— no de forma esporádica, sino con cierta continuidad; y porque, aparte de algunas piezas híbridas, consigue otras de plena ficción, en las que ha logrado depurar tanto el elemento costumbrista como el histórico. En definitiva, es el primero de entre los escritores navarros en redactar unas piezas narrativas breves que reúnen plenamente las características de lo que hoy entendemos por cuento literario moderno.


[1] Mariano Baquero Goyanes, El cuento español: del Romanticismo al Realismo, ed. revisada por Ana L. Baquero Escudero, Madrid, CSIC, 1992, pp. 99-100.

Dos leyendas históricas de Navarro Villoslada: «La muerte de César Borja» y «El castillo de Marcilla»

Por último, dos relatos de Navarro Villoslada podrían ser considerados como leyendas históricas, ambientadas ambas en los años de la pérdida de independencia del reino de Navarra: se trata de «Leyendas nacionales. La muerte de César Borja»[1] y de «Recuerdos históricos. El castillo de Marcilla»[2]. La primera leyenda (el narrador se refiere a su relato como «nuestra historia») cuenta, de forma dramática, la muerte del célebre capitán de los reyes de Navarra, don Juan III y doña Catalina, César Borgia —cuya ambición le llevó adoptar por lema «Aut Caesar aut nihil»—, acaecida el 12 de marzo de 1507 en la Barranca Salada, cerca de Viana: la historia comienza con la descripción del castillo de Viana, cercado por las tropas del capitán; en una tempestuosa noche, el conde de Lerín, al frente de sesenta jinetes, consigue introducir algunos pertrechos en el sitiado castillo, defendido por su hijo; al descubrir César Borgia el socorro, sale en persecución de los jinetes; finalmente, acometido por tres de ellos, y tras una denodada lucha, muere el ambicioso capitán.

Cesare Borgia
Cesare Borgia.

«Recuerdos históricos. El castillo de Marcilla» se sitúa en el momento en que, tras la incorporación de Navarra a la Corona de Castilla y la muerte del rey Católico en 1516, el cardenal Cisneros ordena el derribo de numerosas fortalezas navarras para evitar la posibilidad de un alzamiento; el Cardenal da este encargo a Hernando de Velasco, que lo ejecuta implacablemente; sin embargo, Ana de Velasco, marquesa de Falces, consigue salvar con su arrojo y determinación el castillo de Marcilla[3].


[1] Semanario Pintoresco Español, 1841, pp. 210-212.

[2] Semanario Pintoresco Español, 1841, pp. 125-126.

[3] El autor termina diciendo que el castillo se salvó, pero en cambio Cisneros y Villalva murieron al año siguiente: «Cuando las naciones no pueden vengarse de sus tiranos —concluye—, hay un Dios justo que no las deja sin venganza».

Tres cuentos de Navarro Villoslada: «Mi vecina», «Aventuras de un filarmónico» y «La luna de enero»

Otros tres relatos de Navarro Villoslada podrían ser considerados sin mucha dificultad como cuentos: son «Mi vecina»[1], «Aventuras de un filarmónico»[2] y «La luna de enero»[3]. En el primero, el narrador-protagonista, un joven despreocupado, se dedica a recorrer toda la ciudad buscando un alojamiento que tenga una buena «vecindad femenina»; al final, se instala en un cuarto porque ha visto en la casa de enfrente a una hermosa muchacha que, además, canta maravillosamente; tras el intercambio de algunas miradas amorosas, ambos comienzan a cartearse, y un día, aprovechando la ausencia de la madre de la vecina, el joven consigue entrar en casa de su adorada beldad; pero entonces descubre que la voz que escuchaba no correspondía a la bella muchacha que veía tras la ventana (pues es muda), sino a su hermana, «una mujer de tres pies y medio, raquítica, jorobada, de enorme cabeza y horrible catadura». El atrevido muchacho, tras unos momentos de indecisión, sale huyendo de la casa.

Bartolomeo Passerotti, Caricature (siglo XVI). Colección privada, Nueva York.
Bartolomeo Passerotti, Caricature (siglo XVI). Colección privada, Nueva York.

En «Aventuras de un filarmónico», relato también en primera persona, el protagonista es un joven melómano que acude desde su provincia a la corte para resolver un pleito familiar, con la esperanza de poder asistir a la ópera, su gran pasión; sin embargo, se suceden las circunstancias que le impiden ver logrado su deseo: nada más llegar, se resfría ligeramente y su tía le obliga a permanecer en cama; al día siguiente, no hay función; al otro, la función no se da por encontrarse enferma la prima donna; otro día, le surge un compromiso con su abogado; otro, no consigue billetes; más tarde se enamora de una bella muchacha que canta y toca el piano y, a los días, la pide en matrimonio a su madre; su novia le impone como condición que no asista a la ópera durante un mes. Entretanto, el pleito se ha fallado y su padre le escribe pidiéndole que vuelva a casa; para no regresar sin haber asistido a la ópera, la última noche en Madrid acude al teatro, descubriendo con sorpresa que su prometida es una corista de la obra y una mujer de pésima reputación.

«La luna de enero» es un gracioso relato cuya acción se sitúa en el año 1836; el protagonista, narrador de la historia, es un joven poeta que lee sin cesar las novelas y los dramas románticos plagados de maldiciones, asesinatos, envenenamientos y suicidios; después de varias horas de lectura, una noche en la que brilla en el cielo la luna de los románticos, el poeta distingue desde su ventana tres bultos negros encaramados sobre el tejado de la catedral; sin detenerse a buscar sus lentes, para no perder el tiempo, su fantasiosa imaginación (alucinada, como la de don Quijote, por las lecturas) forja un misterioso drama: los bultos que ve son los de Rosa y su amante, «el Cojo», sorprendidos por el marido engañado, Esquilón, el campanero de la catedral; estos personajes entablan una dramática lucha que culmina con la caída al vacío de los tres cuerpos. Despertados por los gritos de sorpresa y pavor del joven poeta romántico, acuden los vecinos y, tras escuchar su relato, bajan con luces a la calle, para descubrir que los cuerpos estrellados contra el suelo son los de tres enormes gatos[4].


[1] Revista de Teatros, 17 de octubre de 1843; Revista Literaria de El Español, 1848, núm. 2, pp. 20-22.

[2] Revista Literaria de El Español, 1848, núms. 3 y 4, pp. 45-47 y 63-64.

[3] «La luna de enero. Cuento romántico», folletín de El Correo Nacional, núm. 793, 20 de marzo de 1840; Semanario Pintoresco Español, 1855, pp. 218-219; reproducido con el título «País de efecto de luna» en la Revista Literaria de El Español, 5 de abril de 1847, núm. 14, pp. 217-220.

[4] El relato, que es evidentemente una burla de los excesos románticos, termina con estas palabras del narrador-protagonista: «En mucho tiempo no salí de mi casa, temiendo la rechifla de los muchachos. […] Mas no pasé ocioso los días de enero: expurgué mi librería de tantas novelas, cuentos y dramas románticos que habían exaltado mi imaginación, y a los cuales atribuí más que a la incierta claridad de la luna, más que a mi pereza en buscar el lente, toda la parte que tuvieron en tan ridículo suceso».

Relatos costumbristas de Navarro Villoslada: «Un hombre arruinado», «Hacer negocios» y «Un hombre público»

El relato titulado «Costumbres. Un hombre arruinado»[1] está a medio camino entre el cuento y el artículo de costumbres: por un lado, se cuenta una historia completa; pero en el fondo se viene a describir los manejos y la forma de vida de un pícaro agiotista. El argumento es el siguiente: un vizcaíno, José Ignacio de Bórica, acude a Madrid porque le han llegado rumores de que el banquero al que confió sus ingresos para una inversión lucrativa, un tal Juan Lalama de Trebisonda[2], está completamente arruinado; un amigo del vizcaíno, que es el narrador del artículo, le comunica que, en efecto, dicho banquero es conocido en Madrid como «La mar de Trapisondas» (una burda deformación de sus apellidos), por sus turbios negocios. Sin embargo, José Ignacio ve pasar a don Juan en una lujosa berlina; más tarde lo encuentra, vistiendo un costoso traje, en un palco del teatro: un hombre que lleva semejante tren de vida no puede estar arruinado, es su sencilla conclusión.

Eva Gonzalès, El palco en el Théâtre des Italiens (1874). Musée dʼOrsay (París).
Eva Gonzalès, El palco en el Théâtre des Italiens (1874). Musée dʼOrsay (París).

Pero las apariencias engañan: don Juan está agobiado por sus acreedores; su deuda, le confiesa, asciende a 12.300.000 reales y solo dispone en efectivo de cincuenta o sesenta duros. No obstante, consigue convencer al vizcaíno de que solamente podrá cobrar el dinero que invirtió si le hace un nuevo préstamo, renovándole los pagarés. En definitiva, en vez de recuperar el dinero, el cándido José Ignacio pierde todos sus ahorros y acaba en el hospital de locos de Valladolid, mientras que don Juan sigue viviendo, «en esta época de farsa», con el mismo lujo y boato.

«El mundo nuevo. Hacer negocios»[3] vuelve a ser un artículo casi costumbrista; describe las andanzas de Santos Hincaeldiente (nótese de nuevo el gusto de Navarro Villoslada por los nombres elocuentes), un hambrón que quiere «hacerse rico a toda costa y en poco tiempo», razón por la que se dedica a especular en la bolsa (no a invertir, pues no dispone de capital); esto es lo que él entiende por «hacer negocios» y «morigerar el país». Para ello ha fundado con otros compañeros una sociedad que, irónicamente, se llama La Moralidad, S. A., la cual hincha artificialmente el valor de sus acciones, para venderlas pronto y realizar rápidamente beneficios. Otro «negocio» que piensa emprender Santos Hincaeldiente consiste en casarse con una condesa millonaria. Sin embargo, la jugada le sale mal esta vez: la supuesta condesa no es rica y se marcha dejándole lleno de deudas; aprendida la lección, Santos marcha finalmente a La Habana con su hijo, con la esperanza de que allí podrá ganarse la vida trabajando honradamente o haciendo negocios de verdad. El narrador, un conocido del protagonista, va criticando durante todo el artículo esta forma de «hacer negocios» de la sociedad moderna que consiste en «el tráfico, el agio, el juego, el robo más o menos disfrazados».

Un tema semejante plantea el artículo «Un hombre público»[4], que describe el ascenso social de un tal Juanillo, un joven aldeano, ladrón de gallinas, que se hace sastre y luego, aprovechando una serie de circunstancias favorables (motivadas por las continuas crisis ministeriales del país), llega a ser diputado. Todo el artículo consiste en la conversación entre este nuevo «hombre público» y un conocido suyo del pueblo, Antonio Roblegordo, que es amigo a su vez del narrador de la historia; este insiste en la «farsa del mundo nuevo»[5] que permite que personajes sin formación y sin otro objetivo que su propio lucro alcancen altos puestos en la administración y en el gobierno, pasando por encima (gracias a su descaro, a su escasa vergüenza y a su falta de escrúpulos) de otras personas más honradas y mucho mejor capacitadas para el desempeño de tales cargos.


[1] La Ilustración Católica, 1878, pp. 126-127 y 135-136.

[2] En el original, Trevisonda.

[3] Semanario Pintoresco Español, 1853, pp. 380-382, 387-389 y 394.

[4] Revista Literaria de El Español, 1847, núms. 1 y 3, pp. 14-16 y 41-45.

[5] Según una cuartilla que encuentro entre los papeles del escritor, estos tres artículos pertenecen a una larga serie de títulos planeada por Navarro Villoslada con el título genérico de «El Mundo Nuevo. Cuadros de las costumbres de los modernos farsantes». Nótese, por tanto, la intención costumbrista de los mismos. Los personajes satirizados en estos artículos, por su deseo de vivir a costa ajena, recuerdan mucho a otros de su novela Historia de muchos Pepes.

Relatos costumbristas de Navarro Villoslada: «La familia en España», «Los adoradores de Pluto» y «España desde Venecia»

«La familia en España»[1] es un artículo destinado a exaltar las virtudes de la familia cristiana; consta de tres secciones, de las que la primera, narrada en primera persona, presenta una historia mínima: el narrador, de viaje por Alemania, es recibido en Colonia por Enrique Schmidt, un comerciante de vinos que le invita a comer a su casa; su anfitrión es un personaje que ha viajado por algunos países y que ha leído bastantes libros; es también un gran aficionado a la música y le lleva a un concierto que dan sus amigos en un salón del casino; el viajero español queda asombrado ante la vida dichosa y enriquecedora del alemán[2]; sin embargo, le confiesa el Sr. Schmidt, no es feliz porque él es católico y su mujer protestante[3]. Hasta aquí, la historia esbozada a modo de ejemplo (un caso particular a partir del cual se extraerán conclusiones generales). En efecto, la segunda sección del artículo se dedica a probar que en el seno del protestantismo no puede existir la familia propiamente dicha, al tiempo que se habla de la familia en Prusia, Inglaterra y Francia; en la tercera, el autor trata de «bosquejar el cuadro de la familia cristiana» (al parecer, Navarro Villoslada se inspira en su propia familia para su descripción), con sus sencillas virtudes, para concluir que «la base de la felicidad doméstica es la unidad religiosa». Como se ve, este artículo no es, ni mucho menos, un cuento, pero toma como punto de partida una anécdota ficticia para, a partir de ella, desarrollar la idea central.

Retrato de Antonio Morales y familia (c. 1810). Óleo atribuido a José María Espinosa Prieto. Colección Museo de la Independencia - Casa del Florero (Bogotá, Colombia).
Retrato de Antonio Morales y familia (c. 1810). Óleo atribuido a José María Espinosa Prieto. Colección Museo de la Independencia – Casa del Florero (Bogotá, Colombia).

«Apuntes de viaje. Los adoradores de Pluto»[4] trata sobre el deseo de hacer dinero que impera en la sociedad moderna; el autor señala como modelo, en este sentido, el carácter de los genoveses; tampoco se trata de un cuento, pero a lo largo del artículo el narrador introduce algunas marcas que denotan su participación en una historia («cuando yo pasé por aquella ciudad», «como a mí me sucedió»…) y refiere también una anécdota acontecida a «un amigo mío» que ilustra la idea que va exponiendo: la búsqueda de dinero conduce al olvido completo de Dios.

Similar, en este sentido, resulta el artículo «España desde Venecia»[5]; se trata de una descripción de esta ciudad, con reflexiones y comentarios sobre los males que ha traído la revolución, que solo encuentra freno en la católica y monárquica España; lo que me importa destacar ahora es el carácter de la narración, en primera persona, como si se tratara de un relato de viaje: «llegué por primera vez a Venecia», «tomé una góndola», «me encerré en mi cuarto», etc.


[1] La Ilustración Católica, año I, núm. 10, 7 de octubre de 1877.

[2] «De sobremesa —señala— me estaba yo contemplando a mi anfitrión con ingenua admiración, con verdadero entusiasmo. Aquel tipo me parecía inverosímil en España. […] Entre nosotros hubiera pasado por un sabio de primer orden, habría sido veinte veces diputado, cinco o seis ministro, una o dos presidente del Consejo, y tendría su partidito más o menos clásico, microscópico en la oposición, inconmensurable en el poder».

[3] Entonces la imagen idílica que había concebido el español se derrumba: «¡Ay! ¡Yo, que me había prendado de aquella notabilísima familia alemana, volví los ojos del corazón con alegría inefable a nuestra familia, a la familia que sólo habla la lengua de sus padres, que apenas lee más que un libro, que concurre a una misma iglesia, que sólo tiene un Dios, que se mira en el espejo de la Sacra Familia que respira el ambiente del cuadro de Murillo!…».

[4] La Ilustración Católica, 1878, p. 22.

[5] El Siglo Futuro, 16, 23 y 30 de junio de 1877.

Francisco Navarro Villoslada: cuentos y otros relatos

En primer lugar, dentro de la variada producción periodística de Navarro Villoslada, encontramos artículos de tipo político (por ejemplo, la inmensa mayoría de los publicados en El Pensamiento Español; bastará citar algunos títulos significativos: «El liberalismo», «Origen del liberalismo. Desde Lutero hasta la Paz de Westfalia», «El krausismo sin máscara», «La legalidad de los partidos»); otro grupo importante correspondería a los artículos de tipo «erudito», sobre diversos temas: «Telégrafos españoles», «Estudios sobre la Inquisición española en sus relaciones con la civilización» (que incluye distintas secciones: «De la filosofía popular en España», «De la teología popular en España», «De la lengua castellana como prueba de la ilustración española», «La vida intelectual de España y la Inquisición»…), «Influencia del cristianismo en la civilización», «De lo prehistórico en las Provincias Vascongadas», «De la poesía vascongada», «Apuntes sobre el grabado tipográfico en España», «De las ediciones ilustradas con láminas en el siglo XVI» (también de los siglos XVII, XVIII y XIX), «De los libros del rezo eclesiástico»; otros muchos artículos tratan de temas diversos de historia, arte, geografía, religión, etc.: «El día de difuntos» (desarrolla la idea de que la muerte es la puerta hacia Dios), «Ruinas» (un recorrido por las de diversos monumentos de varios países), «Antigüedades» (sobre la existencia de la torre de Babel), «El fin del mundo» (sobre los visionarios que han anunciado a lo largo de la historia el final de los tiempos), «El Escorial de la Rioja» (sobre San Millán de la Cogolla), «De nuestro carácter nacional» (el carácter español estriba en el catolicismo), «Job» (comentario de este libro de la Biblia)… Ninguno de estos trabajos nos interesa en relación con el género cuento.

Portada del Semanario Pintoresco Español, Nueva época, tomo I, 1846.

Sin embargo, existen otros «artículos» o «relatos» (utilizo adrede estos términos vagos) de Navarro Villoslada, especialmente algunas colaboraciones publicadas en el Semanario Pintoresco Español, que se hallan ya en un terreno fronterizo entre el artículo periodístico, el artículo de costumbres y el cuento. Sabido es que durante el período romántico existió una gran confusión terminológica respecto a este último subgénero narrativo que, hasta fechas recientes, no había merecido por parte de la crítica toda la atención dedicada, por ejemplo, a la novela[1]. Pues bien, es a estos otros trabajos de Navarro Villoslada en los que se puede apreciar cierto germen de una historia narrativa, y a aquellos que podrían ser considerados con toda propiedad «cuentos» o «leyendas históricas», a los que voy a dedicar las próximas entradas.


[1] Para estas cuestiones terminológicas y para la delimitación del género resultan imprescindibles los trabajos ya clásicos de Mariano Baquero Goyanes: El cuento español en el siglo XIX, Madrid, CSIC, 1949; Qué es la novela. Qué es el cuento, Murcia, Universidad de Murcia (Cátedra Manuel Baquero Goyanes), 1988; y El cuento español: del Romanticismo al Realismo, ed. revisada por Ana L. Baquero Escudero, Madrid, CSIC, 1992. También me ha resultado útil la tesis doctoral de María Teresa Arregui Zamorano, Estructuras y técnicas narrativas en el cuento literario de la generación del 98: Unamuno, Azorín y Baroja, Pamplona, Universidad de Navarra, 1990, posteriormente publicada como libro (Pamplona, Eunsa, 1998). Para el autor remito a mis dos libros: Carlos Mata Induráin, Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) y sus novelas históricas, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1995; y Francisco Navarro Villoslada (1818-1895). Literatura, periodismo y política, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, donde se encontrarán todos los datos sobre la vida y la obra del escritor de Viana así como una completa bibliografía.