«De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin: lenguaje y estilo

Decía en la primera entrada de esta serie que De la vida y el mar (Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999) es una novela histórica peculiar, cargada de reflexiones filosóficas. El tono ensayístico lo apreciamos, por ejemplo, en el diálogo que mantienen Ezan y Juan Miguel en el capítulo IV (hablan sobre la fe, la religión, la libertad…). También en el capítulo XIII, cuando Enneco sale en busca de Joanes y lo encuentra junto a la tumba de la madre. Joanes cuenta en qué ha consistido su venganza y los dos hermanos conversan sobre su imposibilidad para amar, en tono existencial: la vida es un puro azar (p. 110), Joanes necesita volver a encontrarse a sí mismo, etc. Lo mismo ocurre en la entrevista entre Nerea y Ezan en el capítulo XX, con diversas reflexiones sobre la vida[1]. Filosófico es asimismo el último capítulo, con el diálogo de Ezan y Joanes. Al fin el joven siente deseo de hablar con su padre, «a quien por muchos años se negó a aceptar que todavía quería» (p. 235). Explica que la muerte es una amante lasciva (p. 235), a la que ha amado y deseado: «Nada me ha dado una paz absoluta como asumir que mi destino es ya sólo la muerte (p. 235). Los fantasmas de su pasado le atormentan y su presente es el peor de todos. Las voces de los muertos claman venganza, su mente es un campo de batalla de voces: «Yo ya no sé qué hacer ni quién soy» (p. 235); «La muerte se ha convertido en mi salvación más que en mi condena. La necesito como nunca he necesitado a nadie» (p. 236). Ezan también sabe que «hay circunstancias en las que la vida se convierte en la más cruel condena del hombre» (p. 236); «Sólo soy mi presente y mi presente se me hace demasiado desolado para soportarlo» (p. 237). Ezan se pregunta quién sabe lo qué es la felicidad:

Felicidad es una palabra inventada por las personas únicamente para dar a su existencia un fin que sin ella no tendría. Creer en una posibilidad irreal es lo único que muchas veces nos mantiene activos. Creer que existe una meta a la que llegar nos permite seguir caminando por muy oscuro que sea el sendero. Creemos en ella porque nos es más útil que mostrarnos escépticos, porque la ingenuidad está unida a la naturaleza humana. Un hombre no solamente no puede ser feliz sino que nunca debe llegar a serlo. Un hombre que se cree feliz es un hombre sin retos que vencer, sin sueños que realizar. Sólo puede creer ser feliz quien se conforma y, a pesar de ello, son los disconformes quienes nos abren el camino de la salvación (p. 237).

Encontramos frases de tono similar, todas en boca de Joanes: «La vida me ha ido robando poco a poco todo lo que en otra época tuvo un significado para mí» (pp. 238-39); «Te odié con tanta fuerza por traicionar la memoria de mi madre [al casarse con Freda] que me ha resultado imposible volver a amar, aunque solamente fuera por el temor que me inspiraba la idea de volver a vivir la traición en mi sangre» (p. 239); «Hoy necesito nadar entre mi propia sangre y flotar en un mar de melancolía hasta que vuelva a sentirme libre en mi inocencia. Hoy solamente mi muerte podrá devolverme la vida» (p. 239).

Bosque en otoño

Otras cuestiones dignas de comentario —en las que no puedo detenerme ahora— serían la presencia del paisaje, con descripciones de la belleza del bosque de Lorraiz en otoño (p. 57) o la primavera en los bosques del Lindux (p. 131). Y también —en algún momento puntual— del humor, como cuando Ezan se disculpa con Juan Miguel, obispo de Iruña, diciendo: «Ahora debo volver con mi esposa si no quiero que mis escasos bienes dejen de pertenecerme. Tú no sabes cómo son las mujeres cuando van de compras» (p. 134).

Hemos visto cómo esta novela está protagonizada por unos personajes existenciales, que —según confiesan ellos mismos— han sobrevivido, pero no han vivido. Esta perspectiva anacrónica —de anacronismo voluntario— da una notable originalidad a la obra, que se convierte así en algo más que una novela histórica. El relato de Íñigo de Miguel Beriáin refleja las luchas interiores de unos personajes marcados por un pasado desgraciado, sobre todo Ezan y Joanes, en menor medida Enneco (el odio y la venganza en Joanes, y su resentimiento contra su padre). Es interesante también la visión del pueblo vascón mimetizado con el bosque, y ayudado por este a vencer la batalla de Roncesvalles. En definitiva, una visión renovadora para un género clásico: el de la novela histórica[2].


[1] Se afirma ahí que vivir es algo extraño, que no existe una meta, etc. (pp. 153-54).

[2] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Los vascos y la batalla de Roncesvalles en «De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin

La novela[1] describe a los vascos, que luchan por su supervivencia en su limitado reducto, con la amenazadora presencia de los musulmanes al sur y de los francos al norte (cfr. p. 23). Son indómitos y viven apegados a su pasado milenario: «Mi raza ha mantenido tradiciones ancestrales durante milenios y ha sido feliz» (p. 38), dice Ezan. Pero los francos, que los creen unos paganos salvajes, no están dispuestos a aceptar la existencia de un pueblo independiente dentro de las fronteras de su reino: «Carlos quiere vasallos, no aliados» (p. 90), sentencia Joanes. Ahora deben unirse para sobrevivir: «Una victoria puede darnos la unidad que todos necesitamos» (p. 208), señala Nerea. «Los vascos se juntan, no se unen» (p. 208), replica Freda. Unirse es la única forma de que sobrevivan. Algunos de sus señores más destacados son Ezan del Lindux, Asier de Goñi, Miguel de Aritza, Enneco Jimeno, Etxebe García y Juan Miguel, obispo de Iruña.

Los vascos, que forman un «pueblo de poetas errantes» (p. 57), siguen siendo paganos (p. 20); se habla de sus paganas supersticiones (p. 20) y se introducen leyendas y elementos del folclore: por ejemplo, la leyenda de la Sorgiñe, la Dama de Amboto, el Espíritu del bosque, Ganeko, señor de la noche, Galtxaporris, Tártalo, Ensunga, Sugaar, Jaun Zuria, Basajaun… En cualquier caso, reconocen que los tiempos van a cambiar: «Y sin embargo, no queda posibilidad de supervivencia sin la fe en Dios en un mundo como el nuestro. El futuro de tu pueblo pasa por la aceptación del cristianismo. Tú sabes que no queda otra solución que la conversión», comenta Juan Miguel a Ezan (p. 38). Deben vencer el peligro del sur unidos en la Cruz.

Basajaun, Señor del Bosque o Señor Salvaje, en la mitología vasca
Basajaun, Señor del Bosque o Señor Salvaje, en la mitología vasca.

Al final Nerea, para salvar a Joanes, desea que se convierta en el Basajaun, «aquel a través del cual el Dios de los bosques guía a los hombres hacia un nuevo horizonte» (p. 243). Joanes, «el retoño más hermoso del tronco más fornido» (p. 243), reconoce que su vida ha cobrado un sentido que no buscaba: pasa a simbolizar la serenidad y la sabiduría, se convierte en un dios —el dios del bosque— para sobrevivir. Y es que en los bosques y en magia nocturna (cfr. p. 33) reside el espíritu del pueblo vasco[2], tal como explica Ezan a Juan Miguel:

En estos bosques reside el espíritu de mi pueblo. Ellos cuidan de los vascos y a cambio los vascos los protegen de los que vienen de fuera. Es como un pacto secreto del que nadie habla pero que yo sé que existe. Estoy seguro de que si de un modo u otro hemos sobrevivido a lo largo de los siglos es porque en nosotros habita el amor por el bosque y este nos corresponde. Ese es el motivo por el que nadie podrá jamás destruir a mi pueblo sin destruir a un mismo tiempo la propia naturaleza de nuestra tierra (p. 33).

Comentaré ahora cómo aparece reflejado en la novela lo relativo a la batalla de Roncesvalles. Suleymán, aluazir de Zaragoza, ha ofrecido a Carlomagno el gobierno de la ciudad. El emperador desea crear una marca, y con el control de Zaragoza la frontera franca bajaría del Pirineo al Ebro. El capítulo XV refiere la llegada de los francos al final del invierno: es el ejército más poderoso de Occidente, con Carlos al frente y sus capitanes Olivier, Eginhart, Anselme, Turpin, Roland (cfr. p. 121). Luego sigue lo que la historia nos cuenta: cómo quedaron detenidos frente a las puertas de Zaragoza, que no les fueron abiertas. De regreso, destruyen Iruña, que es demolida hasta los cimientos, pero no logran someter a los vascos[3]. Para vengarse, estos no pueden dar una batalla campal, porque el ejército franco es invencible, pero sí cortarles la retirada en el Pirineo. La raza ha sobrevivido siempre y ahora siguen dispuestos a morir como hombres libres, antes que vivir como esclavos. Tienen la ventaja de que Joanes conoce las tácticas militares de los francos. Roland, pésimo estratega y muy vanidoso, preferirá morir antes que pedir ayuda. Los vascos son conscientes de que «No habrá otra oportunidad como esta» (p. 182), y Nerea resume así el sentir general:

Mi memoria […] se nubla ante la noche del tiempo. Largos años han transcurrido desde que los primeros de nuestra raza llegaron a esta tierra, tantos que no podría decirse realmente si algún humano las había habitado antes. A lo largo de los siglos hemos permanecido aquí, más allá de lo que las agitadas olas de la historia han deparado a todos aquellos que han convivido con nosotros. De los diversos pueblos que han ido ocupando sucesivamente los territorios que nos rodeaban apenas queda otro recuerdo que el del humo que deja el incendio cuando queda sofocado. ¿Por qué sobrevivimos nosotros allí donde todos los demás han ido pereciendo? La respuesta está en nuestros corazones, porque son nuestros corazones los que han aprendido durante generaciones a sentir el bosque como algo propio, algo que es parte de nosotros mismos, de forma que no se puede destruir una cosa sin destruir la otra. No sois inteligentes como los romanos, no sois salvajes como los celtas, ni siquiera sois fuertes como los godos y a pesar de ello, habéis superado todo lo que ellos pudieron afrontar. El día en que creáis que sois una raza elegida, un pueblo a quien Dios ha elegido para elevarlo a la gloria, correréis la misma suerte que todos ellos porque olvidaréis vuestras raíces. Es la tierna devoción con la que habéis cuidado de los prados de vuestra tierra la que os ha salvado, el mismo amor que ahora despierta el deseo de luchar por lo que sentís que os puede ser arrebatado. Tenéis una causa que es noble y justa porque no ataca quien defiende lo que ama. Vuestras posibilidades de victoria son ciertas y yo os puedo asegurar que la resonancia de sus efectos perdurará mucho más tiempo que el mismo Imperio. Partid a la batalla con mi bendición. No temáis la derrota porque combatís en vuestra propia tierra y vuestra propia tierra os dará la victoria (p. 183).

Su arenga cumple la misma función que los versos que declama Amagoya en Amaya[4]. Nadie contradice a esa mujer extraordinaria y el Consejo declara la guerra al imperio. El 13 de agosto de 778 es la última reunión del Consejo. Llega entonces Alí Banuqasi, joven vástago de los señores árabes de Tudela con trescientos jinetes (Enneco había pedido ayuda a los Banuqasi, que tenían cuentas pendientes con los francos). El plan de batalla es elaborado por Joanes, quien decide esperarlos en las cimas de Altobiskar.

El capítulo XXVII presenta a la retaguardia del ejército franco en Roncesvalles. Roland, nieto de Pipino, es el más altanero de los guerreros del Imperio, con aspiraciones al trono. Con su orgullo al no tañir el olifante, trazó su propio destino y el de los suyos. En la descripción de la batalla, cabe destacar un bello efecto estilístico, la aliteración de eses para sugerir el zumbido de las flechas volando por el aire: «y como siseantes semillas de sangre surgieron silenciosas saetas que sembraron el suelo con la sombra de la muerte» (p. 219). El bosque de hayas de Lorraiz —personificado: las hayas ríen— ayuda a los vascos, los oculta al tiempo que desarma a los francos. Es el 15 de agosto de 778 cuando estalla la cólera de Dios y la hierba queda convertida en un osario. Tras la batalla, Ezan busca a sus hijos y los lectores nos enteramos de lo ocurrido: Enneco, el más hermoso de los vascos del sur, ha quedado muerto. «Si el dolor tuviera barreras, el corazón de Ezan las hubiera roto» (p. 224). Pero una voz le dice que debe buscar al otro hijo, porque su amor puede salvarlo: «No puedes devolverle su vida pero aún puedes apartarlo de la muerte» (p. 225). La tristeza y el dolor ceden ante la perspectiva de un dolor mayor. Con angustia, va a la tumba de su mujer e hija, y allí encuentra a Joanes.

En este episodio de la batalla de Roncesvalles se imbrican, en la novela, el plano histórico-colectivo y el del conflicto personal de los personajes. La venganza de Joanes se ha cerrado de un modo distinto a como él la soñó. Joanes entró entre los francos como un estilete, como una fuerza del destino desatada. Él mismo explica que buscó a Eginhart, el gonfalonero de Roland. Carga salvajemente contra él, es un hombre solo que pide sangre contra un cuerpo de caballería, y sus guerreros se ven arrastrados al fragor del combate. Son locos que pelean con fiera alegría, «la alegría de quien está más allá del temor a la muerte» (p. 229). Cuando Joanes se adelanta, Enneco se le une, porque deseaba «adentrarse con él en el sendero de lo desconocido» (p. 230). Joanes mata a Eginhart. Entonces una voladora flecha viene contra él, pero Enneco se interpone, hace este sacrificio para salvar al bienamado hermano. Es un clérigo quien la ha lanzado (Arnoldo): la furia de Joanes se desata, las almas de su madre y su hermana piden justicia: arroja su hacha, y sabe que no ha errado el golpe. Después llora, desea huir de aquel lugar maldito, «refugiándose entre las sombras más oscuras de las tierras de sus padres» (p. 231); la vida le ha dejado y se acuesta sobre la tumba de sus seres queridos. Como ya indiqué, Nerea lo convencerá para que viva en el bosque, haciéndole creer que es el Basajaun.

En la parte última de la novela se reiteran las explicaciones sobre el comportamiento de los personajes y se avanza hacia un final esperanzado: la Sorgiñe cuenta que los francos, al destruir el hogar familiar, crearon un trauma en Ezan y sus dos hijos. Ezan encaró lo sucedido, los hijos no; Enneco se cerró en una vida cómoda pero vacía, y habrá muerto feliz; Joanes se refugió en el odio y la venganza: «Llegaste a depender de tu odio de un modo que ni siquiera en la tierra del amor en la que yo vivo pudiste olvidarlo» (p. 241). La Sorgiñe dice que Joanes tiene ahora «la fortaleza que proporciona recuperar el control sobre tu propia vida» (p. 242). De hecho, ha atravesado el umbral de la vida: «Has estado muerto y has vuelto a la vida al son de mi llamada» (p. 242). Sabe demasiado, ya no le queda nada que aprender entre los hombres, y ha llegado el momento de que asuma su puesto y sea semilla de esperanza para su pueblo. El dolor queda atrás: puede volver a ser feliz, y su padre debe serlo también. Joanes abraza a Ezan, quien ve cómo Joanes y Nerea desaparecen entre las hayas, unidos en su destino. La voz de Freda le llama: «Comenzó a caminar hacia ella. La vida seguía siendo hermosa, después de todo» (p. 245)[5].


[1] Íñigo de Miguel Beriáin, De la vida y el mar, Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999.

[2] El espíritu del bosque está en su mente (cfr. p. 116). Esto nos recuerda algunas de las leyendas de Iturralde y Suit.

[3] Dice Miguel de Aritza a Arnoldo: «Si de veras crees que una raza que ha sobrevivido durante miles de años a todos los pueblos que han intentado doblegarla va a perder su libertad por la cobarde destrucción de una ciudad indefensa, debes ser idiota» (p. 166).

[4] Hasta el símil de las olas de la historia (p. 183) está también en Navarro Villoslada.

[5] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Los personajes de «De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin (y 2)

Nerea es un personaje importante en esta novela[1]. La curandera Nerea, que fue la preceptora de Ezan[2], lleva cuarenta años sola en el bosque, convertida en mito por su pueblo, que la cree la Sorgiñe —bruja, hechicera—. Vieja, enferma y cansada, el pueblo la respeta y hasta los orgullosos señores vascos hacen caso de sus palabras. La Sorgiñe pide a los vascos que olviden las viejas reyertas, porque deben mantenerse unidos para vencer a los francos. Esta es la descripción de la Sorgiñe que leemos en el capítulo XVI, cuando mantiene una entrevista con Joanes:

Examinó el rostro que se mostraba ante sus ojos. Cada uno de sus rasgos le resultó tan familiar como si cada noche que había pasado en la arboleda hubiera permanecido contemplándolo impasible. La larga y plateada melena que protegía sus bien formados senos guardaba aún en sus extremos el recuerdo del contacto con la frente de Joanes […]. Los finos labios no hubieran arrastrado la atención del hombre adepto a la lujuria, ni siquiera la del admirador de la proporción y la belleza y, sin embargo, no era posible mirarlos sin que brotara el deseo de tocarlos, porque albergaban la promesa del beso eterno, del beso que sacaba a su destinatario de la posada de los muertos, el beso que sirve de jumento a la esperanza en sus caprichosos paseos por el valle de la tristeza. Sobre ellos pendía la pronunciada nariz que delata el carácter de hierro envuelto en el manto de gamuza de una sonrisa tierna (p. 127).

Nerea huyó al bosque porque el pueblo la mitificó, la hizo casi una diosa; sabe curar, pero en realidad no tiene poderes sobrenaturales. Y su arte fue su peor condena, porque hicieron de ella una leyenda viviente. En sus ojos, en los que hay armonía, se ven el cambio y la tradición mezclados: «El reflejo de todo lo que en la vida hay de hermoso parecía morar en la mirada de la dulce hechicera» (p. 127).

Sorgin. Fuente: «La mitología vasca» (partekatu.com)
Sorgin. Fuente: «La mitología vasca» (partekatu.com).

Freda es la madre del narrador, una bella noble goda, rubia con ojos azules (véase su descripción en la p. 29). Ezan la salvó de un saqueo en el sur. Interesa destacar el duro alegato contra la guerra que dirige a su esposo, al que explica que las mujeres saben sentir la vida, los hombres destruirla:

He visto muchas veces a los hombres que me rodeaban dejarme para ir a la guerra y nunca, nunca me han dado un motivo que me convenciera. Vosotros, los hombres, necesitáis la pelea. Los jóvenes necesitan luchar para demostrarse que ya son hombres y los hombres la necesitan para demostrarse que aún no son viejos. El deseo de gloria os pertenece por completo a vosotros, los malditos hombres. Si sintierais la vida como la sentimos nosotras, si supierais lo que es sentir una vida dentro, sentir cómo de la nada surge y cómo se alimenta de nuestro propio cuerpo, si fuerais vosotros quienes arriesgarais vuestra propia vida en cada parto, entonces sabríais lo mucho que nos cuesta crear una vida comparado con lo poco que tardáis vosotros en destruirla. Las mujeres nos lo jugamos todo para que surja de nuevo una vida; los hombres os jugáis la vuestra únicamente para destruir lo que nosotras creamos (p. 188).

Freda es mujer celosa y desconfiada: «Era parte del carácter de mi madre mirar con desconfianza todo lo que pudiera alterar su vida» (p. 204). Lo que no impide que se establezca una corriente de natural simpatía, de sana confianza, entre ella y Nerea.

Amaia es la esposa de Enneco. Esta es su idealizada descripción:

Amaia siempre había sido una mujer muy codiciada. Su frágil apariencia instigaba inevitablemente el instinto protector que con gran presteza demuestran los hombres. Su desenfadada risa siempre había conseguido el resultado de animar la vida de todos cuantos le rodeaban sin que siquiera notaran lo imprescindible que se hacía su presencia. Las hermosas facciones de su rostro fulgurantes pasiones despertaban entre los más románticamente enamorados de un pueblo de poetas errantes. Sus largas trenzas rubias conformaban el aspecto aniñado, que antes que resultarle una carga mucho le había ayudado a provocar la ternura en las almas de las personas que la contemplaban, sirviendo a un tiempo de escudo y alabarda de una voluntad siempre presta para la lucha. Y en el centro de la luz que se filtraba sobre el claro, su sincera sonrisa semejaba ser el reflejo esquivo de la felicidad verdadera, tan esperada siempre, tan escurridiza a veces (pp. 57-58).

Arnoldo es el villano de la novela, visto como una verdadera alimaña. Es arcipreste en la Corte del emperador Carlos, su siervo en Iruña. Es Arnoldo el Bastardo, la persona más odiada en las tierras del norte, un artista del engaño y la traición, taimado, avieso y despiadado. Es godo en zona de francos, nunca se sabe si espía o parlamentario. Dice que quiere convertir a los vascos y unirlos a los francos, para formar un frente cristiano contra el sur musulmán. En realidad, para él los vascos son una estirpe de felones, una raza de ladinos (ellos avisaron a los moros, la no entrega de Zaragoza también fue una celada suya…) y únicamente desea exterminarlos, por eso pide a los francos que acaben con Iruña.

En fin, Juan Miguel es el obispo de Iruña, personaje menos importante, antecesor en el cargo de Pedro[3].


[1] Íñigo de Miguel Beriáin, De la vida y el mar, Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999.

[2] Nerea es casi su madre (p. 34). El padre de Ezan la acogió al morir la madre de Nerea, y ella sintió siempre amor al niño Ezan, es obra de sus manos, y lo quiere como hijo, como al hijo que no pudo tener. Del mismo modo, para Ezan su preceptora es una mujer irrepetible (p. 147).

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Los personajes de «De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin (1)

Los personajes más destacados de la novela[1] son los de Ezan y sus dos hijos, Enneco y Joanes. A su alrededor se mueven otros personajes secundarios. Veamos:

Ezan es un montañés mezcla de poeta y soldado, un hombre independiente y un gran pensador[2], según lo define su amigo Juan Miguel, que llegó a cursar estudios en Toledo. Ezan se siente joven, pese a ser viejo, y para él no hay imposibles: «nada que no se intente se puede lograr» (p. 40), opina. Sin embargo, es un hombre triste, sombrío, lleno de pesar: hay algo en su interior que le atenaza el corazón. De joven creía que la felicidad podía retenerse eternamente, pero la vida le ha descubierto que no es así. Tras el asesinato de su esposa, Ezan decide unir su soledad con la de Freda, aunque ese matrimonio está mal visto entre su gente y por su propio hijo Joanes.

Enneco es el mayor de los hijos de Ezan y se caracteriza por la prudencia. Es una promesa para su pueblo: el sucesor natural de su padre como guía de los vascos. Enneco se casa con Amaia, hija del señor del valle de Aritza, aunque su experiencia vital le impide amarla: más bien se ha desposado para dar un descendiente que pueda sucederle como caudillo de su pueblo. Morirá en la batalla de Roncesvalles, siendo la víctima propiciatoria de la catarsis liberadora para su padre y su hermano pequeño.

Batalla de Roncesvalles

Joanes es el hermano menor de Enneco y, sin duda, el personaje central y más interesante de esta historia. A diferencia de Enneco, Joanes —crucificado por los francos— sí vio los cadáveres de su madre y de su hermana. Desde entonces, el odio y el deseo de venganza cegaron su corazón, vaciaron su ser y lo imposibilitaron para el amor: «Su dolor era tan intenso que no deseaba mirarme a mí, ni a Enneco, ni a nadie que hubiera amado anteriormente sólo por el temor de que sentir amor hacia alguien menguara su odio» (p. 193), señala Ezan. Joanes se refugió solo en su hermano, porque necesitaba el olvido para tratar de borrar el pasado, explica Freda (p. 193). El joven se convirtió en un ser oscuro y taciturno, separado del mundo por un abismo de tristeza. Se entrena para la lucha, como una forma de canalizar su furia, y va al norte, con los francos, llegando a convertirse en el líder de los exploradores del emperador Carlos. Joanes es un volcán de sentimientos en erupción que tiene la fuerza de la locura. Como explica Nerea, «Sólo Joanes puede salvar a Joanes» (p. 207). Ahora que se acerca una gran batalla entre vascones y francos, el muchacho tiene la oportunidad de completar su venganza (consistente en matar a todos los que participaron en el ataque a su casa). Nerea teme que Joanes culmine esa venganza: desea que alcance la paz, pero no cree que el asesinato de todos los culpables se la pueda devolver: al contrario, solo servirá para acentuar su locura. Por eso desea llevarlo al bosque, único lugar donde podría volver a ser feliz: Nerea quiere aprovechar su locura (Joanes oye en el bosque las voces de su madre y de su hermana) para hacerle creer que es un elegido de Dios y que ya no puede vivir entre los hombres.

Joanes ha regresado a la tierra de sus padres, después de unos años de ausencia, precisamente para prevenir a su gente del grave peligro que se cierne sobre el país de los vascos. Endurecido por la vida, Joanes tiene un brillo de odio en los ojos, es una letal máquina de combate. En la entrevista con los ancianos se muestra violento, los insulta, los llama ofuscados y cobardes, así que Miguel, el más poderoso de los señores vascos, lo expulsa del Consejo. Joanes les avisa de lo que se les viene encima: en primavera verán cumplidas sus predicciones. El narrador comenta:

Creo que con ese último gesto Joanes sembró la semilla de lo que le sobrevendría en el futuro. Si en el momento en que montó su caballo para salir pesaroso de los dominios de Ezan hubiera sabido lo que iba a suceder, probablemente nunca lo hubiera hecho. Habría huido lejos de allí y nada de lo que sucedió después hubiera llegado a producirse. Pero todos los que conocieron a Joanes dicen que no podía evitarlo; la mala fortuna se posaba de continuo en la rama en la que anidaba Joanes del Lindux y a él nunca le tocaba pero acababa destrozando a los que le rodeaban. Por eso todos los que vivieron aquellos tiempos dicen que lo que ocurrió después estaba predestinado a suceder (p. 96).

Solitario y testarudo, Joanes sigue su búsqueda sin término. Inconsciente, en sueños, escucha una cálida voz de mujer que le pide que olvide las viejas heridas. Cuando despierta del sopor, una anciana mujer —Nerea, la Sorgiñe— le explica que su búsqueda ha concluido: él está enfermo, no del cuerpo, sino de la mente, y ella sola no puede curarlo: «Es demasiado tarde» (p. 149). Solo puede curarlo su padre, a quien Joanes no odia, en realidad, aunque siga aislado de él por una barrera de resentimiento. En cualquier caso, le advierte Nerea, está cerca el día en que deseará recuperar a su padre. Cuando consulta a la Sorgiñe, ella le responde: «¿Qué interés puede tener para ti saber tu futuro si ni siquiera has podido asimilar tu pasado?» (p. 158). La réplica de Joanes es: «Necesito saber si mi futuro me librará de mi pasado» (p. 158). Pero solo depende de él poder convivir con su pasado, y así le dice la anciana:

¿Cómo quieres que adivine lo que ni siquiera existe? No hay destino, Joanes, el futuro lo hacemos nosotros. Por eso somos libres. Si yo puedo anticipar algunas cosas que más tarde suceden es únicamente porque utilizo el menos común de los sentidos, no porque una suerte de revelación divina me lo aclare (p. 159).

Él puede elegir: durante años, ha convivido con el odio, y ese odio acabará con él. Busca justicia, dice el joven, y teme no poder acabar lo que un día empezó: su único objetivo, insiste, es castigar a los asesinos de las personas que más amaba. Pero Nerea le hace ver que quizá, al culminar su venganza, el vacío inunde su vida; y que tal vez su justicia arrastrará a la perdición a otros[3].


[1] Íñigo de Miguel Beriáin, De la vida y el mar, Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999.

[2] Para la caracterización de Ezan, remito a las pp. 52-53.

[3] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

«De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin: argumento, narrador y estructura

La desgracia familiar de la que arrancan todos los males del trío de protagonistas (cuyos detalles no se nos cuentan hasta bien avanzada la novela[1]: desde los primeros capítulos, el lector adivina la existencia de una historia trágica ocurrida en el pasado, pero esta no se revela en su totalidad hasta más adelante[2]) se puede resumir así: un clérigo y cuatro soldados francos, en una incursión en tierra de los vascones, violan y matan a Claudia, la esposa de Ezan, y a su hija Alai, al tiempo que crucifican al pequeño Joanes; este, que desde entonces solo vive para la venganza, hace responsable de la desgracia a su padre por no haber estado en la casa para defenderlos (en el momento del ataque, Ezan estaba en el sur, junto con su hijo Enneco); además, Joanes tampoco le perdona la traición de haberse vuelto a casar después (con Freda, una noble goda). Ese hecho luctuoso del pasado condiciona por completo la vida de los protagonistas y motiva todas sus palabras y acciones.

Guerreros francos

Unas líneas preliminares nos indican que el narrador de la novela es Pedro, obispo de Iruña (hijo de Ezan y Freda), que escribe a posteriori lo que sucedió en torno al año 777, según las noticias que ha podido recabar de unos y otros:

Algunas veces, creo que cada cierto periodo de años, surgen de entre los rincones de la Historia personas que por su carisma se transportan más allá de su propia época y por los acontecimientos que les toca vivir se convierten en leyendas que nunca mueren realmente. Yo tuve la suerte de conocer a algunas de estas personas. Por eso, antes de que Dios me lleve a su lado, he decidido narrar en este escrito los extraordinarios sucesos que tuvieron lugar en el país de los vascos, en torno al año 777 de Nuestro Señor Jesucristo, tal y como me fueron narrados por mi madre, Freda, Miguel de Aritza, mi antecesor en el cargo de obispo de Iruña, y muchas más gentes que asistieron a dichos sucesos. Pedro, obispo de Iruña[3].

La acción de la novela comienza en el año 711, con la derrota de los godos en el Guadalete (con un capítulo primero que tiene carácter preliminar, explicativo de la situación histórica que va a servir de fondo); pero ya en el capítulo II se da un salto cronológico que nos lleva hasta el año 777. El orden de la narración es lineal, aunque con frecuentes saltos atrás para recuperar fragmentos del pasado, sobre todo a través de diálogos entre los distintos personajes[4].


[1] Íñigo de Miguel Beriáin, De la vida y el mar, Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999.

[2] Ezan refiere a Freda la historia de su desgracia familiar, que juró no contar, en las pp. 191 y ss.

[3] Esa primera persona narradora —Pedro, confiado al cuidado de Juan Miguel— irrumpe continuamente en el relato, con expresiones del tipo: «Yo aún recuerdo…» (p. 19), «… por lo que yo sé de él» (p. 40), etc.

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: «De la vida y el mar» (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin

Roncesvalles es, sin duda alguna, uno de los topónimos europeos que despierta mayores reminiscencias de historia, de leyenda y de poesía. Como ha escrito Jaime del Burgo, «Juglares y poetas, artistas y mazoneros, historiadores y novelistas de ficción, han dejado en torno a su grandeza los más bellos cantos en prosa, en verso y en piedra»[1]. Desde la Chanson de Roland hasta novelas de nuestros días, pasando por multitud de romances y leyendas históricas en prosa, el aliento épico de aquella batalla del año 778, en que fuera sorprendida la retaguardia del ejército de Carlomagno, ha inspirado a numerosos literatos. Hoy (y en próximas entradas) voy a referirme a una novela que vuelve sobre este tema, De la vida y el mar (Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999), de Íñigo de Miguel Beriáin[2], obra que tiene como fondo histórico el enfrentamiento de vascones y francos en el siglo VIII.

Cubierta del libro: De la vida y el mar (Vitoria, Ecopublic Ediciones, 1999), de Íñigo de Miguel Beriáin

Esta novela, en cuya construcción se aprecian algunos patrones típicos de la novela histórica romántica (personajes-tipo como la curandera-bruja Nerea o el villano Arnoldo, el recurso a los disfraces[3]…), recuerda temáticamente dos anteriores, Amaya (1879) de Francisco Navarro Villoslada y Jaizki el proscrito (1960) de Luis del Campo, en las que también se ofrecía una visión idealizada de los vascones, amantes de su independencia y apegados a las costumbres de su pasado milenario, con inclusión de referencias a distintas leyendas y personajes de su mitología. No puedo detenerme ahora en el análisis detallado de esos puntos de contacto. Baste con recordar que en la novela de Íñigo de Miguel la primera persona narradora venera el recuerdo de Ezan, un vasco casado con una goda, algo similar a lo que sucede en Amaya, donde Ranimiro, caudillo godo, se casa con Lorea, mujer vasca; la intervención de la Sorgiñe o bruja ante el Consejo de Ancianos incitando a los vascos a la pelea cumple una función similar a la de Amagoya en Amaya, en idénticas circunstancias (igual que Amagoya, Nerea inspira un temor supersticioso y el pueblo la respeta). Otro punto importante en que coinciden ambas novelas es la idea de que los vascos, que hasta ese momento han vivido organizados en tribus independientes, necesitan unirse —y, más concretamente, unirse en la Cruz— y tener un caudillo único para seguir sobreviviendo. Del hijo que espera Freda se dice que, si es niño, será el rey del nuevo reino que va a surgir, mientras que, si es niña, será madre de quien lo sea, y una profecía similar hay en Amaya[4]. Por otra parte, la presencia del vasco que ha tenido que marcharse de su tierra, pero que, llevado por el amor a su pueblo, vuelve para avisar a los suyos de que les amenaza un gran peligro, es algo que emparenta a De la vida y el mar con Jaizki el proscrito (si Jaizki regresa siendo general de las legiones romanas, Joanes vuelve como capitán del ejército imperial franco).

En cualquier caso, pese a estas coincidencias temáticas y constructivas con novelas anteriores, hay que señalar que la obra de Íñigo de Miguel es una novela histórica original y peculiar, sobre todo por una circunstancia novedosa: los personajes mantienen diálogos de un tono que pudiéramos calificar como «filosófico», con abundantes reflexiones en sus réplicas acerca de la vida, el paso del tiempo, la felicidad y la desgracia, el amor y el odio… De la vida y el mar es la historia «existencialista» de unos personajes (Ezan y sus hijos Enneco y Joanes) que, atormentados por los fantasmas del pasado (la destrucción del núcleo familiar a manos de los francos), han quedado incapacitados para amar: y es que sus enemigos no solo les arrebataron violentamente a sus seres queridos, sino también la posibilidad de vivir una vida feliz. Únicamente tras cumplirse su venganza en la batalla de Roncesvalles, en la que morirá Enneco, se produce la catarsis liberadora para Ezan y Joanes[5].


[1] Jaime del Burgo, Navarra, 2.ª ed., Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1978, p. 97.

[2] Nacido en Pamplona en 1972, es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Navarra y en Derecho por la UNED. Es también doctor europeo en Derecho y doctor en Filosofía. Además, cursó estudios de Psicología, al tiempo que ejercía la abogacía. Actualmente ocupa un puesto de investigador distinguido en el Grupo de Investigación de la Cátedra de Derecho y Genoma Humano del Departamento de Derecho Público e Ikerbasque Research Professor de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Universitatea (UPV / EHU). En esta su primera novela mezcla sus conocimientos en todos esos campos citados y su profundo amor a la historia medieval.

[3] Así, en el capítulo V encontramos cinco jinetes vascos vestidos con ropas francas.

[4] Y hay otras coincidencias en detalles menores: todos los líderes están en la boda, como sucede en Amaya en la boda de Teodosio; se insertan bromas sobre la abundancia de la comida y la bebida; la figura de Miguel, señor de Aritza, recuerda la de Miguel de Goñi, etc.

[5] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Ecos literarios de la batalla de Roncesvalles: De la vida y el mar (1999), de Íñigo de Miguel Beriáin», en Enrique Banús y Beatriz Elío (eds.), Actas del VII Congreso «Cultura Europea». Pamplona, 23-26 de octubre de 2002, Pamplona, Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra) / Thomson / Aranzadi, 2005, pp. 1373-1381.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (y 2)

En la entrada anterior examinamos los siguientes grupos: 1) Novelas de la antigüedad grecolatina; 2) Novelas ambientadas en la Edad Media; 3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro; y 4) Novelas sobre el siglo XVIII. Nos queda por considerar el último: 5) Novelas ambientadas en el siglo XIX.

Los relatos ambientados en el siglo XIX son bastante frecuentes; la consideración de estas novelas de ambiente contemporáneo nos lleva a estudiarlas como posibles antecedentes del episodio nacional galdosiano, lo que requiere una mención más extensa. Por tanto, trataré de señalar ahora la relación entre novela histórica y episodio nacional.

En efecto, existen varios títulos de tema histórico contemporáneo que pueden ser considerados antecedentes de las series de Galdós. Ahora bien, el único argumento para poder establecer una división en este período entre novela histórica y episodio nacional es la mayor o menor lejanía en el tiempo. Con Galdós, la cosa será distinta porque habrá además diferencias de técnica y de estilo. Sea como sea, podemos intentar distinguir esos dos grupos, aunque resulte un tanto arbitraria la separación, según sitúen o no su acción en una época anterior al siglo XIX. Esta división ha sido señalada por Ferreras, aunque utiliza un término que quizá se preste a confusión. Veamos:

Distingo en la novela histórica dos tendencias: una, la tradicional si se quiere y que llamaré novela histórica, y otra, que llamaré novela histórica nacional; esta última se caracteriza por escoger no solamente un tema patrio, sino también por una problemática que le permite enfrentarse con el universo exterior, nacional; la historicidad, en este caso, se convierte en contemporaneidad. Fácilmente se comprenderá esta división, que creo necesaria, si comparamos una novela histórica cualquiera con un Episodio Nacional de Pérez Galdós; en el primer caso, nos encontramos ante la corriente tradicional de la novela histórica; en el segundo, el universo de la novela es escogido en función de una problemática actual, vigente, determinante. Novelar un suceso de la Edad Media y novelar un suceso del XIX, o quizá del XVIII, como en la novela de García de Villalta, son dos actitudes muy diferentes y quizá opuestas[1].

Ferreras señala que la novela histórica ambientada en un pasado lejano es un caso de ruptura romántica y también una forma de evasión (dicho de otra forma, la ruptura proporciona al novelista la huida a un mundo que considera mejor que aquel en el que vive); en cambio, en el caso del episodio nacional, el novelista no puede evadirse ya que los sucesos narrados están actuando todavía en el momento de escribirse la novela, que de esta forma «no es una pura reconstrucción del pasado, sino un enjuiciamiento, una crítica, del presente»[2]. Por esta razón, la imaginación del novelista puede apartarse poco de la realidad, frente a lo que ocurre con el otro tipo de novelas históricas, pues el lector conoce o incluso ha vivido esos hechos tan cercanos:

Los acontecimientos coetáneos obligan a una mayor responsabilidad, reduciendo las posibilidades de la fantasía […]. Los acontecimientos remotos se conocen en cuanto historia externa y colectiva y queda, o se admite que queda, un margen amplio de ignorancia para que por él corra la imaginación. La misma ignorancia se supone en cuanto atañe a usos y costumbres, que se inventan sin riesgo, además de podérselos recargar con aditamentos exóticos. Sin embargo, ante los acontecimientos coetáneos, el margen de arbitrariedad y fantasía disminuye en cuanto a la fantasía convencional y fácil, pues se requiere una imaginación poderosa que produzca la fantasía dentro de lo usual y conocido[3].

Navas Ruiz denomina «novelas-documento» a este tipo de obras novelescas de tema histórico contemporáneo; también él señala para estos antecedentes del episodio nacional una mayor proximidad al realismo que en el caso de las novelas históricas de épocas lejanas:

Mezcladas con las históricas han venido estudiándose varias novelas que constituyen propiamente episodios nacionales o novelas-documento, pues se refieren a sucesos contemporáneos, ya rigurosamente tales, ya en cuanto influyen aún decisivamente en el presente. Ha de considerarse su iniciadora a Casilda Cañas de Cervantes, por La española misteriosa […]. La novela documento se aproxima ya al realismo, puesto que se enfrenta a problemas de la sociedad contemporánea y trata de captar el aspecto político de la misma. Será, pues, necesario en los futuros estudios sobre el realismo decimonónico retrotraer los orígenes hasta dichas obras, que si hoy parecen de escaso valor y han caído en un casi justo olvido, fueron conocidas y leídas en su tiempo. ¿Por qué empeñarse en considerar sólo el costumbrismo como antecedente de aquella corriente?[4]

Estas novelas son bastante numerosas; la mayoría de ellas tratan el tema de la guerra de la Independencia[5], especialmente en el territorio de Aragón y Cataluña (sitio de Zaragoza, penalidades de la ciudad de Barcelona…)[6]; también las hay, aunque en menor cantidad, sobre las guerras carlistas y sobre la revolución de 1868; y otras son de asunto contemporáneo pero extranjero.

Dos_de_mayo,_por_Joaquín_Sorolla

Dejando aparte las obras de estas características escritas por los emigrados españoles en Inglaterra, ofrezco a continuación una lista bastante amplia con sus títulos[7]:

1822 Rafael de Riego o La España libre, de Francisco Brotons.

1829 Los terremotos de Orihuela o Henrique y Florentina, de Estanislao de Cosca Vayo[8].

1830 Orosmán y Zora o La pérdida de Argel, de D. J. G.

1831 Las ruinas de Santa Engracia o El sitio de Zaragoza, anónima, quizá de Francisco Brotons.

1831-1832 Teodora, heroína de Aragón, de Antonio Guijarro y Ripoll.

1832 Jaime el Barbudo, de Ramón López Soler.

1833 La española misteriosa y el ilustre aventurero, o sea Orval y Nonui[9], de Casilda Cañas de Cervantes. La amnistía cristina o El solitario de los Pirineos, de Pascual Pérez y Rodríguez.

1835 La explanada. Escenas trágicas de 1828, de Abdón Terradas.

1840 Eduardo o La guerra civil en las provincias de Aragón y Valencia, anónima.

1844 El Gil Blas del siglo XIX, de Juan Francisco Siñériz.

1845-1846 El dos de Mayo, de Juan de Ariza. Espartero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

1846 Martín Zurbano o Memorias de un guerrillero, de Ildefonso Antonio Bermejo.

C. 1846  Zurbano o Una mancha más en la historia de los partidos, de José Velázquez y Sánchez.

1846-1847 El patriarca del valle, de Patricio de la Escosura.

1847-1851 Misterios de las sectas secretas o el francmasón proscrito, de José Mariano Riera y Comas.

1849 Josefina de Comerford o El fanatismo, de Agustín de Letamendi.

1851 Las ruinas de mi convento, de Fernando Patxot.

1852 Marta, episodio histórico contemporáneo, de Isidoro Fernández Monje.

1855 Los guerrilleros, de Eugenio de Ochoa.

1856 Mi claustro, de Fernando Patxot.

1858 Las delicias del claustro, de Fernando Patxot.

1859 La ilustre heroína de Zaragoza o La célebre amazona en la guerra de la Independencia, de Carlota Cobo.

1861 Atrás el extranjero, de Manuel Angelón.

1863 Luisa o La provincia, de José Ferreiro y Peralta. El dos de Mayo o Los franceses en Madrid, de Manuel Vázquez de Taboada.

1864 El sitio de Zaragoza, de Manuel Vázquez de Taboada. Riego, de Mariano Ponz.

1865 Los mártires del pueblo, de Juan de la Cuesta.

Existen, además, unos Episodios de la Revolución Española, sin año, de Vicente Moreno de la Tejera, y una biblioteca desde 1877 con más de catorce títulos: Episodios de la guerra civil en forma de novelas históricas.

Después de que durante varios años predominasen, con mucho, los asuntos medievales, los temas contemporáneos empiezan a ser cultivados con mayor asiduidad —aunque existen varios títulos anteriores— desde mediados de siglo:

Hasta el 1848, aproximadamente, los temas de historia contemporánea ocupan un lugar secundario en la novela romántica española respecto a los medievales y renacentistas, pero a partir de la citada fecha los autores comienzan a convencerse de que no necesitan ir a la Edad Media para sacar escenas de crueldad de la leyenda de Pedro I de Castilla, ni al siglo XVI para inventar un príncipe Carlos martirizado por un siniestro Felipe II, porque la historia política contemporánea de su país abunda en escenas de «terror gótico» y en situaciones de misterio y sensacionalismo que no desmerecen de las más acreditadas del género en novelas como The Mysteries of Udolpho, The Monk y The Castle of Otranto[10].

Como es fácil de comprender, el grado de politización es más alto en este tipo de novela histórica, según señala Hinterhäuser:

La alternativa temática entre el pasado remoto y el reciente existe ya en los orígenes mismos de esta clase de novelas. Las que se acogían a la Edad Media eran las más abundantes (sobre todo en Italia y España; en Francia mucho menos); a la historia cercana, todavía caliente, se llegaba bien como final de un amplio ciclo, o debido a preferencias basadas en razones políticas (es decir, los autores “progresistas” y también, ocasionalmente y con intención polémica, los “reaccionarios”)[11].

De todas formas, no todas las novelas históricas de tema contemporáneo pueden ser consideradas antecedentes del episodio nacional galdosiano, pues en algunas el tema no pasa de ser un mero pretexto para elaborar la acción, sin que exista en ellas una intención reconstructora de ese presente todavía operante en la sociedad del autor y del lector.

Por otra parte, habría que pensar también si puede considerarse dentro de esos antecedentes otro tipo de novelas al estilo de las de Eugène Sue, a las que tradicionalmente se ha llamado «sociales» (las de Ayguals de Izco o Martínez Villergas, entre otros), pues al menos tienen en común con las novelas antes mencionadas la ambientación contemporánea[12].


[1] Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 300.

[2] Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica, pp. 300-301. Y añade a continuación: «Si esto es así no puede haber mucha diferencia entre una novela histórica nacional o episodio nacional y una novela realista; en ambos casos se materializa un universo actual, y la diferencia estriba solamente en el tema escogido; la novela vulgarmente llamada realista inventa personajes, la novela histórica nacional o episodio utiliza e interpreta personajes dados».

[3] Enrique Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español, Madrid, Tecnos, 1977, p. 61.

[4] Ricardo Navas Ruiz, El Romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 98.

[5] Algunas han sido estudiadas por María Isabel Montesinos, en su trabajo «Novelas históricas pre-galdosianas sobre la guerra de la Independencia», en Estudios sobre la novela española del siglo XIX, Madrid, CSIC, 1977, pp. 11-48. Ferreras, por su parte, anuncia en el plan general de sus «Estudios sobre la novela española del siglo XIX» un libro dedicado a La novela histórica nacional.

[6] Cfr. Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 31.

[7] He utilizado para confeccionarla los mismos estudios que para la de producción de novela histórica: Brown, La novela española (1700-1850); Felicidad Buendía, Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963; Juan Ignacio Ferreras, La novela por entregas (1840-1900). Concentración obrera y economía editorial, Madrid, Taurus, 1972, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973 y El triunfo del liberalismo y la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976; José F. Montesinos, Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX, Madrid, Castalia, 1982; Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954; y Guillermo Zellers, La novela histórica en España (1828-1850), Nueva York, Instituto de las Españas, 1938), más el de Jorge Campos, «La novela», en Guillermo Díaz Plaja (ed.), Historia general de las literaturas hispánicas, IV, segunda parte, Barcelona, Barna, 1957, pp. 217-239, y el de Navas Ruiz, El Romanticismo español.

[8] Es la que señala Brown como primera novela de historia contemporánea.

[9] Ferreras hace notar que los nombres de los protagonistas son anagramas de Valor y Unión.

[10] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, pp. 166-167.

[11] Hans Hinterhäuser, Los «Episodios nacionales» de Benito Pérez Galdós, Madrid, Gredos, 1963, p. 42.

[12] «[…] la única historia que satisface a los novelistas después de 1845 es la contemporánea y, dentro de esta, no la historia colorista y caballeresca sino […] la política, satírica y crítica. La novela histórica se disuelve en la exposición de agravios y resentimientos sociales», escribe Brown, La novela española (1700-1850), p. 36.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la época en que se sitúe la acción (1)

Este criterio y el de los temas son los de carácter más puramente externo que podemos aplicar para intentar la clasificación de tan extensa producción. Ambos criterios podrían combinarse, ya que hay novelas centradas en la misma época, por ejemplo la Edad Media, pero que tratan temas muy distintos: la Reconquista, los templarios, el reinado de Pedro el Cruel…; sin embargo, los separo en dos apartados distintos para mayor claridad. Veamos, pues, la clasificación por épocas históricas:

1) Novelas de la antigüedad grecolatina

Son muy escasas. Ferreras, que duda de que existiera este tipo de novela, al que califica de «arqueológica», antes de 1870, lo excluye de su trabajo[1]. Solo he podido recoger, citada por Peers, la obra de Ribot y Fontseré Los descendientes de Laomedonte y La ruina de Tarquino, de 1834.

2) Novelas ambientadas en la Edad Media

Constituyen la inmensa mayoría y no merece la pena citar títulos, pues habría que incluir todas las de Cortada y Sala, varias de las de López Soler, la de Larra, la de Espronceda, la de Gil y Carrasco, y las de una enorme cantidad de autores. Bastará con recordar la devoción por el medievalismo del movimiento romántico; valgan como muestra la opinión de dos autores contemporáneos:

La Edad Media, fuente abundantísima de brillantes y caballerosos hechos, de horrendos crímenes y de pasiones violentas; la Edad Media, romántica por su espíritu guerrero, no podía menos de excitar el entusiasmo de nuestros literatos que, levantando una bandera nueva, pero brillante, rompieron las trabas que hasta el día han sujetado en parte el vuelo de la imaginación[2].

Los tiempos de la caballería parecen, en efecto, tiempos soñados, tiempos creados en los felices delirios de una imaginación acalorada por el entusiasmo que inspiran sentimientos generosos… Basta ver carcomida de orín una manopla, ver un pedazo de hacha de armas, leer una estrofa de una balada o el grito de un heraldo consignados en una crónica de pergamino, para que nuestra fantasía se pierda inmediatamente por entre los pilares de una abadía, los fosos de un castillo y las tiendas de un torneo. La poesía se exhala naturalmente de los recuerdos como de la rosa su fragancia… ¿Qué edad más poética que la edad media?[3]

Caballeros

Así pues, los novelistas encontraron un rico filón de temas para su inspiración en los largos siglos del medievo nacional[4], especialmente en los revueltos años del reinado de Pedro el Cruel. Como señala Buendía, el único secreto que encerraban sus obras era el de

exaltar de una manera poética todo lo que de novelable tenía la lejana Edad Media y aprovechar de una manera novelesca todo el caudal de enorme poesía que encerraban los turbulentos siglos medievales, cuyo espíritu informó el movimiento romántico y enriqueció los temas de todas las manifestaciones literarias y de la vida misma[5].

En definitiva, el retorno a la Edad Media constituye uno de los grandes ideales del Romanticismo, sobre todo de la corriente que Peers denominó «renacimiento romántico»: «Lo caballeresco y la raíz cristiana en lo religioso representan, a través de Walter Scott y Chateaubriand, el romanticismo de tipo tradicional, cristiano y conservador»[6]. En cualquier caso, se trata siempre de una Edad Media idealizada de acuerdo con unos tópicos fijos, lo que no quita tampoco para que los románticos, desde la lejanía de su siglo XIX, reflejen en sus obras algunos aspectos rudos y oscuros de aquella época. Esta circunstancia ofrecía además algunas ventajas a la hora de lograr un mayor exotismo y, en consecuencia, un mayor interés en el lector. Esta es la razón por la que Bergquist indica de los novelistas históricos que

aunque escogen a la Edad Media como fondo de su obra, continúan considerándola como una era semibárbara, inculta y revuelta, plagada de discordias, corrupción y guerras. El que esta visión de la Edad Media fuese o no justa no tiene importancia. El hecho es que, a juzgar por la evidencia de nuestra novela histórica, se hallaba muy difundida entre los románticos españoles, y que con toda probabilidad contribuyó a que éstos con tanta frecuencia acogieran al Medioevo como feudo de sus obras, ya que la supuesta anarquía de aquella época sería atractiva al aspecto rebelde y anárquico del temperamento romántico. En un plano más práctico, esta misma anarquía y falta de leyes les permitía incluir en sus novelas sucesos emocionantes como raptos, duelos, asedios y justas, que no podrían tener lugar en tiempos más modernos. La ignorancia y superstición con las que nuestros autores caracterizaban también a la Edad Media, permiten asimismo la inclusión de sabrosos, y no menos emocionantes, episodios sobrenaturales, tan amados por los románticos, e imposibles de escenificaren la prosaica edad actual[7].

3) Novelas del Renacimiento y del Siglo de Oro

Siguen en número a las de ambiente medieval. Las más importantes son sin duda Ni rey ni Roque, de Escosura, y Gómez Arias, de Trueba y Cossío, aunque hay otras: Kar-Osmán, de López Soler, Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa, El auto de fe, de Eugenio de Ochoa, El huérfano de Almoguer, de José Augusto de Ochoa, Cristianos y moriscos, de Estébanez Calderón o Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada. De este período, se elegirá el reinado de Felipe II en varias novelas.

4) Novelas sobre el siglo XVIII

Son muy escasas; solo he podido recoger dos títulos, El golpe en vago, de García de Villalta, y Arturo, el hijo del ajusticiado, de Francisco de Paula Llivi.


[1] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y de la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, p. 72. Creo que sería más acertado reservar el adjetivo arqueológica para aquella novela que reconstruya con peculiar detenimiento una época histórica, al estilo de Salammbó de Flaubert o Doña Isabel de Solís de Martínez de la Rosa, independientemente de que esa época sea muy lejana en el tiempo o no.

[2] Son palabras de un artículo anónimo, «Costumbres de la Edad Media», aparecido en Guardia Nacional el 28 de agosto de 1836. Tomo la cita de Edgar A. Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. I, pp. 315-316.

[3] Antonio Ribot y Fontseré, «Prólogo» a las Poesías de Juan Arolas, Barcelona, Imprenta del Constitucional, 1842, p. IX. Cito por Peers, op. cit., II, pp. 429-430.

[4] No entiendo muy bien la segunda parte de esta afirmación de Reginald F. Brown: «Escoge la novela sus temas de todas las épocas. Demuestra cierto interés por el reinado de Felipe II y cierta aversión por la Edad Media, época que habrá de ser más tarde campo cultivado con fines dudosamente históricos por los novelistas posteriores a 1850» (La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 28).

[5] Felicidad Buendía, «Estudio preliminar» en su Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 39.

[6] Buendía, «Estudio preliminar», p. 16.

[7] Inés Liliana Bergquist, El narrador en la novela histórica española de la época romántica, Berkeley, University of California, 1978, pp. 30-31.

Clasificación de la novela histórica romántica española según los temas

Propongo la siguiente clasificación en cinco apartados[1]: 1) temas de la historia nacional; 2) temas de la leyenda nacional; 3) temas de historia extranjera; 4) temas americanos; 5) temas regionales y costumbristas. Examinémolos por separado.

1) Temas de la historia nacional[2]

Podríamos señalar dos grandes apartados, los temas de historia pasada y los episodios históricos de ambiente contemporáneo. Dejando de lado los antecedentes del episodio nacional galdosiano, consideremos ahora los temas de la historia pasada.

Son muy variados: Rodrigo y la pérdida de España (Los árabes en España, de García Bahamonde, Amaya, de Navarro Villoslada); la Reconquista, con posibles subtemas como el Cid (La conquista de Valencia por el Cid, de Vayo, El Cid Campeador, de Ortega y Frías), la conquista de Sevilla (Ramiro, conde de Lucena, de Húmara y Salamanca), la reina doña Urraca (El conde de Candespina, de Escosura, Doña Urraca de Castilla, de Navarro Villoslada), la conquista de Granada (Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa); las cruzadas (Tancredo en Asia, de Cortada y Sala); la caída de los templarios (El templario y la villana, de Cortada y Sala, El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco); la rebelión de los moriscos (Gómez Arias, de Trueba, Los monfíes de las Alpujarras, de Fernández y González), etc.

Templarios

Dentro de los temas medievales, existe también cierta preferencia por el reinado de Pedro el Cruel, empezando por El castellano, de Trueba y Cossío, y, en general, por las épocas de violencia, conflictos de sucesión y luchas civiles (se podrían citar varios ejemplos; pensemos solo en el título de la que se puede considerar la primera novela histórica española: Los bandos de Castilla; o en los subtítulos significativos de otras dos novelas: El solitario o Los desgraciados efectos de una guerra civil, de García Bahamonde, y Los amigos enemigos o Guerras civiles, de Húmara y Salamanca). En algunos casos, no necesariamente en todos, la descripción de dichas contiendas intestinas puede ser un reflejo de la situación vivida en España en varias ocasiones a lo largo del siglo XIX, y particularmente en los años 30, con la primera de las guerras carlistas.

De hecho, son varios los autores que piensan que la novela histórica actualiza los sucesos del pasado para acomodarlos a las circunstancias de sus días. Llorens considera el fenómeno como parte integrante de la evasión romántica de los emigrados: «Se huye hacia el pasado, pero proyectando hacia él el agitado mundo contemporáneo»[3]. Similares son las palabras de Navas Ruiz: «Se reconstruye el pasado, no por huir del presente, sino para interpretarlo como enseñanza de hoy: en el pasado interesa lo que se parece a lo actual»[4]. Regalado García opina que «un mismo autor, según los temas que cultiva, puede aparecer, y aparece, como romántico, vuelto hacia el pasado, o como crítico realista de los problemas de su tiempo»[5]. Ferreras, en fin, se muestra tajante al respecto: «[…] toda la producción de novelas históricas responde a la misma problemática: su pasado histórico no es más que una actualización del presente problemático»[6].

Tierno Galván, en cambio, no cree que sea así, al menos en las novelas históricas de carácter más folletinesco:

Una clase de conflicto que aparece con mucha frecuencia, cuya acción suele referirse a la lucha por el poder político, es la guerra civil. Es notable, sin embargo, que en muy pocas ocasiones se utiliza la guerra civil histórica como modelo para condenar la guerra civil presente […]. Hay casos en que la novela histórico-folletinesca es coetánea con las guerras carlistas, o con algún pronunciamiento o intentona militar que produce unos días o unos meses de guerra civil. Sin embargo, no aparece la condena moral o política de este hecho de modo explícito[7].

Efectivamente, son raras las comparaciones explícitas entre las guerras civiles pasadas y las presentes, pero puede considerarse que el solo hecho de llevar a sus novelas las contiendas históricas entre pueblos hermanos es un síntoma de que estos autores tienen conciencia de la relación o parecido existentes entre unas y otras.

De la misma forma, la persecución y caída de los templarios puede ser una reminiscencia de las persecuciones y matanzas de frailes que ensangrentaron nuestro suelo por esas mismas fechas; entonces, la confiscación de sus castillos y posesiones sería trasunto de la apropiación de los terrenos y bienes muebles de la Iglesia española después de las medidas desamortizadoras de Mendizábal. Esta es una de las lecturas, en lo que se refiere a los temas, que puede hacerse, por ejemplo, de la novela de Gil y Carrasco.

Por otra parte, será frecuente la ambientación en el reinado de Felipe II, visto por los escritores liberales como un tirano (también aquí parece fácil establecer un paralelismo con el momento contemporáneo de la producción de dichas novelas, es decir, con el absolutismo de Fernando VII); el tratar los avatares de dicho monarca permitirá, además, incluir todos los tópicos sobre la Inquisición y la leyenda negra de España[8]:

Y es que el Siglo de Oro no resultaba muy simpático a la interpretación liberal: los Austrias aparecían como tiranos, no como creadores de la grandeza de España. Carlos V era el enemigo de los Comuneros, de las libertades castellanas, no el Emperador de Europa. Felipe II se identificaba con la Inquisición y los peores abusos del despotismo[9].

Vemos pues que la novela histórica puede politizarse, tanto en sentido conservador como liberal, al hacer los escritores uso de los temas del pasado para aludir más o menos veladamente a circunstancias de su propio presente. De hecho, en estas novelas son frecuentes los excursos del narrador en los que aparecen claras las ideas del autor sobre distintos aspectos de la sociedad de su época. Por supuesto, existen grados dentro de esa “politización”: en algunas será tan fuerte que la novela dejará de serlo para convertirse en mero libelo difamador del contrario o en simple panfleto proselitista; en las mejores novelas del género no irá más allá de una toma de postura por parte de sus autores.

2) Temas de la leyenda nacional

Bernardo del Carpio (la novela así titulada de Fernández y González); la campana de Huesca (la obra de Cánovas del Castillo); el pastelero de Madrigal (la novela de igual título del mismo Fernández y González, Ni rey ni Roque, de Escosura); los amantes de Teruel (Marcilla y Segura, de Isidoro Villarroya, Los amantes de Teruel, de Esteban Gabarda e Igual). Están muy relacionados con los del apartado anterior y puede resultar arbitraria la distinción; por ejemplo, Bernardo del Carpio se podría incluir dentro de los temas de la Reconquista; o Ni rey ni Roque, con las novelas que tratan del reinado de Felipe II.

3) Temas de historia extranjera

Son muy poco frecuentes, aunque se podría mencionar algunas novelas anteriores a la que indica Navas Ruiz como primera. En efecto, repasando los catálogos de Ferreras encontraremos que antes de Los hermanos Plantagenet (1847), de Fernández y González, aparecieron otros títulos como Orosmán y Zora o La pérdida de Argel (1830), El siglo XVI en Francia o Ulina de Montpensier (1831), Los blancos y los negros o Guerras civiles de Güelfos y Gibelinos (1838), Ana Bolena (1839), Una revolución en Venecia (1846) y quizás alguno más.

4) Temas americanos[10]

Algunos de ellos se podrían incluir también dentro de los de historia nacional. Se cultivan desde muy temprano, puesto que una de las primeras novelas históricas españolas es Jicotencal, príncipe americano (Filadelfia, 1826; Valencia, 1831). La producción no es muy extensa, pero sí que incluye obras importantes: El nigromántico mejicano. Novela histórica de aquel imperio en el siglo XVI (1838) y El sacerdote blanco[11] (1839), de Pusalgas y Guerris, Pizarro y el siglo XVI (1845) y La conquista del Perú (1853), de Pablo Alonso de la Avecilla, Guatimozín (1846), de Gómez de Avellaneda, y La conjuración de Méjico o Los hijos de Hernán Cortés (1850), de Escosura.

Así como la novela histórica de tema nacional suele presentar problemas de convivencia cultural entre varias razas o religiones (cristianos, moros, judíos), en las de asunto americano se recogen los conflictos derivados de la conquista y colonización, salvados normalmente por el amor entre un español y una bella indígena. Tierno Galván[12] señala que estos autores, llevados de su patriotismo, muestran siempre la superioridad de los españoles sobre los indios americanos, al tiempo que defienden principios moralizadores católicos; así sucede en el caso de Pusalgas y de Avecilla, indica Ferreras[13], pero por el contrario, los otros autores (García Bahamonde, la Avellaneda y Escosura) muestran la crueldad, a veces gratuita, de los conquistadores. De la misma forma, hace notar Navas Ruiz que en estas novelas

la obra colonizadora en América venía envuelta en los ecos de religiosidad y avaricia de la leyenda negra. Por eso, o se prefirió preterir la época o, cuando se trató, se reprimió toda exaltación patriótica cuyo significado resultaba más que dudoso a la luz del credo liberal. Se buscó más bien el recuerdo literario o el gesto humano, caballeresco, de algún hidalgo[14].

5) Temas regionales y costumbristas

Algunas novelas pueden tratar un tema de la historia nacional pero con unos matices especiales que permiten la creación de este quinto apartado. Me estoy refiriendo a novelas como La heredera de Sangumí (y en general todas las de Cortada y Sala), por acercarse a los temas y paisajes catalanes; El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco, por su perfecta captación del paisaje leonés berciano[15]; La conquista de Valencia por el Cid, de Vayo, con sus descripciones de la comarca levantina; o Doña Blanca de Navarra, de Navarro Villoslada, que describe las luchas internas en el escenario del viejo Reyno. Aparte debe quedar la obra de Estébanez Calderón Cristianos y moriscos, a la que no considero verdadera novela histórica[16]; se trata más bien de un cuadro de costumbres históricas, es decir, de una pintura de las costumbres españolas, como otras obras del andaluz, solo que referida a una época alejada en el tiempo.

Así pues, los novelistas históricos muestran su amor a una naturaleza regional; como señala Peers,

los románticos españoles aportaron al ideal regional algo que era más importante que los datos exactos o la descripción detallada y objetiva. En cuanto al regionalismo, tal como lo interpretaban, el paralelo más acertado que puede establecerse es el del cosmopolitismo de los románticos de otros países. Libres, a tenor de la carta romántica, de poner rumbo a donde les apeteciera, estos últimos vagaban por toda la faz de la tierra, especialmente por el Oriente, y regresaban con trofeos de sus viajes. Pero los románticos españoles interpretaban la libertad como licencia para describir los lugares de su propia tierra que más amaban, acaso el lugar que les dio fama o el escenario de sus primeros años de vida y formación .


[1] Ricardo Navas Ruiz (El Romanticismo español, Salamanca, Anaya, 1970, p. 97) señala los siguientes temas: la Reconquista, las luchas fratricidas, los templarios, los Austrias (especialmente Felipe II), asuntos americanos (sobre todo, la conquista de México y Perú), asuntos regionales y asuntos de historia extranjera, y ofrece la que considera primera novela en tratarlos: Ramiro (1823), The Castilian (1829), El templario y la villana (1840), Ni rey ni Roque (1835), El nigromántico mexicano (1838), La heredera de Sangumí (1835) y Los hermanos Plantagenet (1847), respectivamente.

[2] Constituían un verdadero filón que podían explotar los novelistas españoles; recordemos que uno de los objetivos de López Soler con Los bandos era «manifestar que la historia de España ofrece pasajes tan bellos y propios para despertar la atención de los lectores como las de Escocia y de Inglaterra». Los temas, pues, estaban ahí y, como señala Edgar A. Peers, «lo que faltaba era genio y originalidad propia para interpretar estos temas y darles forma literaria duradera» (Historia del movimiento romántico español, Madrid, Gredos, 1954, vol. I, p. 215).

[3] Vicente Llorens, El romanticismo español, Madrid, Castalia, 1989, p. 177.

[4] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 96.

[5] Antonio Regalado García, Benito Pérez Galdós y la novela histórica española (1868-1912), Madrid, Ínsula, 1966, p. 177.

[6] Juan Ignacio Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica (1830-1870), Madrid, Taurus, 1976, p. 180.

[7] Enrique Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español, Madrid, Tecnos, 1977, pp. 51-52.

[8] «Es por la necesidad de aprehender las bases de la comunidad posible o, al contrario, de la comunidad en ruina, que la novela histórica de cada nación tiende a temas de cierta época, especialmente la época de la caída de la comunidad natural. La novela histórica del romanticismo francés se orientaba a la época de la creación de la monarquía centralizada de Luis XIV y la supresión de las libertades hugonotes. La mayoría de las novelas de Walter Scott se refiere a la caída de la comunidad escocesa por intervención del Estado centralizado inglés…» (Vladimir Svatoñ, «Lo épico en la novela y el problema de la novela histórica», Revista de Literatura, LI, 101, 1989, p. 18).

[9] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 27.

[10] Puede consultarse el trabajo de Juan Ignacio Ferreras «El tema americano en la novela del siglo XIX: orígenes y desarrollo», incluido en su libro Introducción a una sociología de la novela española del siglo XIX, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973, pp. 241-287.

[11] Esta novela se subtitula La familia de uno de los últimos caciques de la isla de Cuba. Novela histórica americana del siglo decimoquinto.

[12] Tierno Galván, «La novela histórico-folletinesca», pp. 49-51.

[13] Ferreras, El triunfo del liberalismo y la novela histórica, p. 129.

[14] Navas Ruiz, El Romanticismo español, p. 27. Indica también que «el patriotismo, cuando existe, reviste más bien el carácter de ideal regionalista: amor a la tierra y su tradición local».

[15] Reginald F. Brown, en La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, p. 37, señala que «sin pensarlo, salió regionalista la novela histórica de Enrique Gil».

[16] Su autor la subtitula Novela lastimosa; sin embargo, pese a la tenue historia de amor, el relato se caracteriza por su estatismo, y lo que prevalece en su corto número de páginas es la descripción de tipos, vestidos, fiestas y bailes.

[17] Peers, op. cit., Historia del movimiento romántico español, vol. II, p. 418.

Clasificación de la novela histórica romántica española según la procedencia regional de los autores

En tiempos del Romanticismo, hay en España distintos autores que cultivan asuntos de la historia de su región, al tiempo que nos ofrecen la visión de un paisaje que conocen mejor por ser el de la tierra que les vio nacer. Pues bien, al mismo tiempo que se puede hablar de temas y paisajes catalanes, valencianos, leoneses o navarros, es posible también establecer una distinción de carácter más general entre dos grandes conjuntos de novelas, las castellanas y las catalano-levantinas. Consideremos estas palabras de Reginald F. Brown:

Es un lugar común en la historia del romanticismo español el hacer una distinción entre el romanticismo catalán, «creyente, aristocrático, arcaico, restaurador», en palabras de Tubino, y el de Madrid, «descreído, democrático, radical en las innovaciones y osado en los sentimientos». Resulta, pues, de notable interés encontrar que, de querer sostener la misma distinción en la novela, tendría que aplicarse a la inversa. Los novelistas mediterráneos, así catalanes como valencianos y andaluces, se complacen infinitamente más que los castellanos en escenas de sangre, horror y violencia, y en argumentos que explotan más despiadadamente la intriga amorosa, “subterránea”, los procesos tenebrosos de sectas secretas, las venganzas, las opresiones, los suicidios y el colorido más exótico e impresionante. No se debe olvidar la «Colección» de Cabrerizo, cuya influencia claramente se manifiesta en casi todas las obras de López Soler, de Vayo y de Joaquín del Castillo. Si fuera necesario adelantar más pruebas, bastaría comparar los títulos respectivos de las novelas castellanas y mediterráneas…[1]

Brown señala como las mejores novelas castellanas Ni rey ni Roque, de Patricio de la Escosura, Ramir Sánchez de Guzmán, de Luis González Bravo y Eugenie Moreno y El huérfano de Almoguer, de José Augusto de Ochoa. Castellanas son también Sancho Saldaña de Espronceda y El golpe en vago de García de Villalta aunque, como muchas otras, no son sino «una profusión de intrigas e incidentes pueriles desprovistos de todo enlace o sentido»[2]; e igualmente castellanas, aunque con matizaciones, El doncel de don Enrique el Doliente de Larra y El señor de Bembibre de Gil y Carrasco[3].

Doncel

Dentro de las novelas catalanas existen distintos grados; en las menos buenas «se acumulan atrocidades e incidentes escalofriantes sin más propósito que el de horripilar al lector», y eso sucede hasta en las más históricas como La conquista de Valencia por el Cid, de Estanislao de Cosca Vayo. «Pero en las mejores novelas catalanas las violencias se intensifican, y se acrisola el tema hasta alcanzar niveles de tensión trágica que solo alcanza en Castilla El doncel, de Larra», que es lo que ocurre con las producciones de Juan Cortada y Sala[4].

Felicidad Buendía, que también señala esta distinción entre novela histórica castellana y mediterránea[5], apostilla que no son esenciales las distancias que separan a un grupo del otro, dado que coinciden en aspectos más importantes:

Denominador común de ambas tendencias, escisión relativa, debida más bien a diferenciaciones de raza que a la divergencia de estilo, es la unidad de criterio en el sentir literario, pauta marcada por la influencia de factores literarios externos, asimilados a nuestra corriente y actividad artística; factores sociales de índole revolucionaria y renovadora, a la par que una conciencia latente y también manifiesta de nuestros valores literarios nacionales y valores de espíritu dados un poco a la deriva y al desconcierto por las complejas situaciones políticas nacionales.


[1] Reginald F. Brown, La novela española (1700-1850), Madrid, Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1953, pp. 28-29.

[2] Brown, La novela española (1700-1850), p. 30.

[3] «Ambas son obras un poco sui generis. Es castellana El doncel por sus muchos detalles realistas e incidentes bien descritos, mientras que se acerca al patrón catalán en lo avasallador de los afectos. Pero, por ser expresión de la pasión íntima y personal del autor, destaca entre todas las novelas históricas españolas y es la más romántica de la época […]. El señor de Bembibre suele ser considerada como la mejor de todas las novelas románticas, principalmente por el sentimiento de la naturaleza en que va envuelta la acción, sentimiento, por lo demás, poco propio de la novela histórica. El claroscuro del conflicto y del desenlace es mucho más apagado de lo que se acostumbra en la novela castellana», escribe Brown, La novela española (1700-1850), p. 30.

[4] «Descartando las mejores poesías de Espronceda y alguna que otra poesía o drama, no conozco obra literaria romántica española de tan apasionada y pura belleza como la de Lorenzo, de Juan Cortada, ni tampoco otra que rivalice, en intensidad de emoción y sobriedad del argumento, con El templario y la villana, del mismo autor. Don Álvaro y El trovador son cuentos deshilvanados en comparación con estas dos novelas», comenta Brown, La novela española (1700-1850), pp. 30-31.

[5] Felicidad Buendía, Antología de la novela histórica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, p. 32. En realidad, sigue a Brown, utilizando prácticamente sus mismas palabras, aunque sin citarlo.