África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (2)

Más adelante se ofrecen algunas descripciones de Kinshasa (pp. 80-81) y de Brazzaville (p. 108), que son todavía ciudades en construcción. Acogida por Otilia y su marido Antonio, Aura tiene oportunidad de escuchar el sonido del tam tam y una canción de negros (pp. 101-102): «Quedamos en silencio, escuchando aquel son monótono y sordo que se repetía insistente, obsesivo, penetrante y que repercutía en el espacio como llevando mensajes al infinito» (p. 102). También encontramos una descripción del anchuroso río Congo:

Me causó gran placer atravesar el Congo en sentido inverso al del día de mi llegada. El río corría igual, pastoso, de un azul sucio, dando la impresión de estar formado con aguas espesas, cargadas, alimentadas por vidas vegetales y animales, por aguas poderosas que arrancaban troncos, ramajes, motas de tierra, bajíos y bestias, con objeto de arrastrarlas a un destino ineludible, a un destino cruel, o para ofrecerlas a alguna divinidad monstruosa e insaciable (p. 108).

Aura visita Brazzaville con Otilia (pp. 110-111) y también sus barriadas negras: el Bas Congo, con su pintoresco mercado (pp. 111-112), y Poto-Poto, el segundo barrio negro, cuyas casas están formadas solo con agua y tierra, con barro:

Si dejándome llevar por mis impresiones hubiese gritado de sorpresa y estupefacción en el mercado de Bajo-Congo, en Poto-Poto mis reacciones fueron diferentes, y quedé pasmada, muda, petrificada por un «algo» enigmático, indescifrable e incomprensible que parecía flotar sobre aquella urbe negra, agitada, multiplicada en colores y sones, sobre la que pronto caería, como un gran misterio, el manto espeso y pesado del crepúsculo africano (p. 113).

Poto-Poto, Brazzaville.

Aura explica que no quiere regresar allí nunca más para no perder aquel impacto de la primera impresión:

«Adiós, pueblo que me has conmovido poniendo una confusión nueva en el fondo de mi espíritu. No quiero volver a verte por temor de caer de ese vértice en que me has colocado, por recelo de perder la impresión que he sentido al contemplarte y que no se podría repetir. Adiós; no te podré olvidar, porque nunca volveré» (pp. 113-114)[1].


[1] Cito por María del Villar, Saudades… Toujours, Madrid, Editorial Tanagra, 1973. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

África en «Saudades… Toujours» (1973) de María del Villar Berruezo (1)

La novela Saudades… Toujours (Madrid, Editorial Tanagra, 1973) presenta algunos puntos de coincidencia con Mis nocturnos africanos. Las características similares son, sobre todo, el describir —ahora en el género narrativo— una apasionada historia de amor que tiene como marco la tierra del África. Al decir de la prologuista Josita Herrán (pp. 7-9), Saudades… Toujours es «una pura y sencilla, apasionada, novela de amor» (p. 7), y destaca precisamente la belleza de las descripciones paisajísticas, que tienen el sabor de lo auténtico y vivido: «la novela posee la autenticidad de lo real, lo único imaginario es la anécdota de amor» (p. 8).

Cubierta del libro de María del Villar, Saudades… Toujours (Madrid, Editorial Tanagra, 1973)

La novela está narrada por una primera persona femenina, que corresponde a Aura, condesa de Tova. Aura con frecuencia se dirige a un : ese al que dispara sus palabras es Dey, el caballero elegante de ojos grises rodeado de misterio (¿un espía, un aventurero, un timador…?) al que conoció en el Congo. En la anotación de 12 de noviembre, Aura indica que va a escribir una narración de su viaje al Congo o bien una novela. En la de 19 de noviembre insiste en esta idea de escribir una novela o sus impresiones de África. Se decide por esto último y, con la ayuda de su agenda, va reviviendo ante nuestros ojos los días de amor pasados en África. Así evoca, por ejemplo, su llegada el 19 de septiembre a Punta Negra:

Punta negra me pareció blanca a causa de sus casas claras y de sus arenas pálidas. El sol, oculto tras una cortina de nubes sin forma, difundía una luz igual, opalina, y todo me hacía el efecto de estar envuelto en un manto algodonoso, pesado y húmedo.

La playa desierta, imponente, salvaje, infinita, me produjo una impresión de asombro y de recogimiento. Alejada de la ciudad, y en absoluta soledad, ni a lo lejos ni de cerca se veían casas, palmeras, casetas de baño o toldos, ni siquiera un negro o un blanco que errase por sus orillas.

Hasta donde la vista alcanzaba sólo se percibía la arena, el mar, y por encima el cielo. Era un cuadro imponderable de tres colores, un cuadro que sólo tres mágicas pinceladas componían. Aquella grandiosidad me conmovió.

Quise aislarme, que nada ni nadie se destacara ante mis ojos rompiendo la armonía de tal belleza, y corrí por la playa abandonando a Madame Diéce.

Ya lejos me dejé caer cerca del agua y hundí mis dedos en la arena escurridiza. […]

No se oía otra voz que la del océano resonando en los ámbitos con un susurro calmoso y repetido, y yo me sentía perdida, absorta, fuera del tiempo y fuera del espacio, fascinada por la ingente soledad.

La plata del mar, como lámina brillante y movediza, se partía a lo lejos, y entre las dos rasgaduras ligeramente azuladas, que la espuma bordeaba de blanco, aparecía la curva siniestra de un tiburón o solamente su aleta: un triángulo agudo y negro (pp. 46-47).

Una española a la que conoció en París, la señora Sánchez, la ha invitado a ir al Congo, ya que hay guerra en Francia (aquí podríamos ver un trasunto de la historia personal de la autora; Aura da conciertos de piano, de la misma forma que María del Villar dio recitales de danza). Ese mismo día tiene ocasión de contemplar la maravillosa puesta de sol desde el Círculo Europeo:

Desde allí, mientras saboreábamos el whisky que nos ofreció el presidente del Círculo, contemplé maravillada una puesta de sol de belleza indescriptible. El Círculo, situado en una altura, parecía el centro de un inmenso ramillete de palmeras que dominaba la panorámica de la bahía, en cuyas aguas se reflejaban los oros y arreboles del sol que pronto pasaron a los tonos del azul, de la plata y del estaño, para, por fin sosegados, dormirse en un frío color de pizarra (p. 50).

Con la magia de la agenda, Aura revive aquellos días de ensueño, imagina que está otra vez al lado de Dey y sigue desmenuzando sus remembranzas, «y las iré escribiendo para mí misma, para mí sola, y para ti en mi pensamiento» (p. 52). En la anotación correspondiente al 20 de septiembre evoca su viaje en tren saliendo de Punta Negra (pp. 52 y ss.). Coincide con un ingeniero y un buscador de oro, y el diálogo que entre ellos se establece sirve para ofrecer datos diversos sobre el paisaje (jungla y valles), la aventura de los buscadores de oro, el «trabajo ciclópeo» del tendido de la línea férrea, los caníbales… Cuando Aura llega a Brazzaville, la recibe Otilia, quien le explica la división de la ciudad:

La parte baja de la ciudad —me dijo— se llama Kinshasa. Leopoldville es la ciudad alta, donde están el Palacio del Gobernador, edificios administrativos y otros de viviendas. Cerca hay un barrio elegante llamado Katina. Pero el comercio y la animación están en Kin. El pueblo negro queda más lejos, aparte, y es bastante grande (p. 63)[1].


[1] Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «El “veneno africano”: la huella de África en la producción literaria de María del Villar Berruezo», en Actas del IV Coloquio Internacional de Estudios sobre África y Asia, Málaga, Editorial Algazara / Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, 2002, pp. 285-300.

Memoria y escritura en «La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz (y 2)

Juan es consciente de que la escritura resulta peligrosa («mal asunto las palabras y sus juegos, malo, venenoso», pp. 149-150), y de que la memoria es azarosa («Cuando vas a la deriva por la noche de tu ciudad es como si fueras a la deriva por tu memoria, nunca sabes lo que vas a encontrar», p. 168), desordenada («al final no hay manera de meter orden en la parada», p. 92) e incluso falsa, pura invención, como apuntan varias frases suyas:

Pero igual esto no es verdad y no es más que un invento de los míos (p. 35).

Nada es como está en la memoria, ni mucho menos como parece ser, como acabamos por inventar (p. 77).

Es curioso cómo los rostros tapan a los rostros, las historias a las historias, hasta que las cosas del pasado cogen el tinte de la invención pura o del sueño (pp. 444-445).

… estoy aquí contando verdades que son mentiras, mentiras que son verdad (p. 447).

De ahí que este narrador hable de «la memoria, menudo engañabobos» (p. 350) y hasta declare paladinamente que, cuando se producen lagunas en su recuerdo, se inventa todo. También se reitera la imagen de la memoria como una condena, como «bola de penado» (pp. 153 y 431). Al final, se llega a la conclusión de que es necesario olvidar para vivir, y que se escribe, no para recordar, sino precisamente para olvidar:

Así supe que la memoria no era para guardar nada, sino para ocultar, como un zacuto profundo, como un pozo negro. La memoria era para huir de ella, para esconderse de ella, para esconderse del presente. He tardado demasiado en desentrañar este galimatías (p. 60).

Escribir para olvidar, escribir para encontrar otra vida y hacerla propia (p. 165).

Memory

Así, frente a su pasado reconstruido con palabras, frente a esa ciudad suya hecha de palabras, a este mil voces que es Juan Fernández Lurgabe le queda una mujer, Irene, de carne y hueso. Las palabras le han servido, al menos, para curarse del miedo, de la lepra del miedo. Solo buceando en las zonas crepusculares de la conciencia y la memoria, ha podido contar esta historia:

La hemos contado mis muñecos y yo, yo y mis muñecos, ayudados de unos recortes de prensa, unas cartas, de unas pocas, pocas de veras, fotografías, no les gustaban, las rompían, como yo mismo también las rompo… El resto, memoria, inventos, depresión, desesperanza, enfermedad, mordazas… Con ese material he ido sacando estas palabras. Con ese material y con la ayuda de Irene, que me escuchó hasta el final, sin más, que me acompañó en el viaje, y también de Gus, que me trajo hasta aquí y al final ha ido leyendo, aunque casi, casi lo ha hecho por encima del hombro, para apostillar, para fastidiar arrimando el dichoso hombro, que es lo suyo. Le echaría en falta si así no fuera. Cada cual a su modo me ha dado lo mejor de sí mismo (pp. 583-584).

Y, al final de la novela, el narrador-protagonista se justifica y explica de forma bien explícita las razones que le han llevado a escribir todo lo que ha escrito:

Éstas, las que componen el rompecabezas de este viaje, no son palabras contra nadie. Es una parte de la conquista de la propia estima, es mi verdad, mi pequeña verdad, nada más, nada más y no es poco. Es decirme no, nunca más. Es decir, con estas condiciones, con condiciones, con culpa, con daño, el afecto que pueden profesarte no vale nada, nada, no es más que daño y dolor, porque tiene condiciones, porque tiene precio, porque así se le acaba poniendo precio a una vida, exigiendo su silencio, así no hay quien ame, así uno se va a la selva, al moro para siempre, se mete por ahí, vuelve, hecho un raro lleno de cicatrices y de historias con un vaso en la mano, buena historia, con el vaso están, las historias se las inventan o no tienen y chamullan y chamullan una noche tras otra, historias de aventuras de la vida dura e importante, pasan todas por el trago y entre las piernas, no interesan o interesan poco, las de ternura, la magnanimidad, el entusiasmo por la existencia, la capacidad, la necesidad de amar y ser amado pasan por otra parte, y al final uno se muere en un bar cuando ya se le escapa la gente, porque sus historias aburren, así, a porrillo, lo decía Estanis, así uno acaba en el arroyo, como estuve a punto de acabar yo, despachado, de noche, porque era un odre al que se le podía quitar la guita o porque sí, por pura crueldad, para calmarse o entonarse un poco: y esto, dicho así, puede hasta mover a risa, adónde va éste y cosas así, vivirlo en la vida cotidiana es un infierno, como son un infierno las enfermedades, la pobreza, la necesidad, la idiotez, la falta de instrucción (pp. 584-585).

Y es contra ese mundo, para poder vivir en él, además, por lo que he escrito estas palabras y he dicho no. […] Digo no a que se pueda en nombre de nada inspeccionar la vida del prójimo, husmearle, acecharle, escucharle, observarle, vigilarle, de cerca y de lejos, hacerle caer en la tela de araña de la camorra, empujarle a la vileza, sin ir más lejos, a convivir en condiciones de rencor, de inquina y de encono inhumanas, por miedo reverencial… […] Y disfrazar esa inquisición de legítimas preocupaciones (p. 585)[1].


[1] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.

Memoria y escritura en «La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz (1)

Ya hemos visto en entradas anteriores que la novela narra la vida sombría e inauténtica de Juan Fernández Lurgabe y su deseo radical de cambio. Ya he descrito antes ese ambiente opresivo, intolerante, zafio, pacato, puritano en extremo de Umbría y de su familia, un ambiente de beatería, delación y sospecha, que hizo que toda la vida de Juan fuera un conjunto de patrañas e historias fules, de simulaciones e imposturas, de perolas y vivencias fingidas. De hecho, todo su existir no ha sido otra cosa que un eterno debatirse entre seguir viviendo una vida falsa o decidirse por fin a intentar una vida auténtica. Tras su último regreso, el protagonista desea vomitar toda «la sopa del miedo» (p. 480), sacudirse las telas de araña de la cabeza y, más importante, «las zaborras del alma», aunque es consciente de que este nuevo intento —como ya comenté— puede ser una nueva patraña.

En este sentido, la escritura se convierte en un proceso fundamental para superar el pasado y llegar a alcanzar esa vida auténtica. Solo a través de la palabra escrita se puede compartir el pasado y el espacio de la memoria. El relato que vamos leyendo son las voces del narrador-protagonista puestas por escrito a invitación de Irene. Su historia —declara Juan— no se entendería sin esta mujer, su actual compañera, y las palabras que escribe son para ella (cfr. p. 45). Irene le dice: «El tuyo es un mundo de palabras, deberías escribirlas» (p. 161). Y él se pone a redactar «este memorial» (p. 80), este libro de la memoria o monólogo, que refiere su «mierdosa historia» (p. 56), y también la de otros muchos: «Mi historia, la suya, la nuestra» (p. 583).

Escritura

Para designar sus escritos, el narrador-protagonista utiliza varias referencias procedentes del ámbito teatral: habla así, continuamente, de montar su particular teatro de la memoria («Igual esto se lo ha inventado alguien para soltarlo en escena, en boca de un muñeco que se parece a mí una barbaridad», p. 53), y se refiere al relato como una «ópera bufa» (p. 42) o un «cuadrito de costumbres» (p. 480). Además, este recorrido por su pasado es un viaje, «este viaje mío de los comediantes» (p. 140), que le lleva a recorrer todos sus «rincones de la memoria rumiados hasta hartar» (p. 93):

El viaje al escenario real de nuestra vida es el verdadero viaje (p. 54).

Presentí que después de aquello no me quedaba poca cosa más que hacer en mi ciudad que irme, marcharme de Umbría para siempre, pero antes tenía que hacer algo, recorrer el verdadero camino, el de mi memoria y sus engaños, y éste está siendo el memorial de ese viaje (p. 140).

Hicimos bien en bajar porque de no haberlo hecho no podría haberme puesto a relatar este viaje, a escribir esta verdadera relación, cronista al fin de una expedición al Dorado de la Fuente del Olvido y del lago de la memoria, Nemo de las más oscuras profundidades (p. 151).

El de la memoria es, sin duda alguna, un tema nuclear en La flecha del miedo. A Juan siempre le han marcado los caminos que debía seguir en su vida, pero ahora lucha para que no le despojen también de la memoria:

… todas estas palabras […] y estas mínimas historias, que nadie vuelva a quitármelas, son mis palabras y son mis historias, es mi vida, es lo que me ha hecho ser lo que soy: un hombre desconcertado, indeciso, un mil voces, un mil hombres y ninguno entero, un brucolaco hecho a base de retales, de petachos, de más sombras que luces. Que nadie me diga que son mentiras, inventos, fantasmas, ganas de hacer daño… Se trata de mi vida. A pelo. Nada más. Me ha costado mucho recuperarlas. De poco las pierdo para siempre (p. 340).

Otras expresiones que emplea con frecuencia son el «zoco de la memoria» o el «cabaret de la memoria»; habla asimismo del «cáncer del pasado, de la memoria y de la aventura» (p. 58); y confiesa estar «revolviendo el potaje sucio de la memoria» (p. 485), al consignarlo todo sobre un papel:

Yo por el momento tecleo, no hago más que teclear, poner por escrito las voces de la memoria, los jirones de las voces que todavía permanecen casi intocadas en el aire, antes de que se desvanezcan como niebla para siempre (p. 48).

Chamullar de todo eso que ha estado durmiendo en el fondo de esa barraca de feria siniestra que es, a veces, nuestra conciencia: palabras, silencios, sueños, retazos de conversaciones, episodios inacabados, embrionarios, comedias o tragedias en las que te ha tocado la peor parte, rasgos precisos de las caras perdidas, esa gente que no volverás a ver en tu vida y que te es hostil, hostil; chamullar de la precisa memoria de las vergüenzas, de las vergüenzas mismas, que es más difícil, de los agravios, de las torpezas y los descalabros, de las palabras, de esa pequeña ambición, ¿no?, la corriente, de que la existencia sea llevadera; chamullar de quién es uno, simplemente para saberlo (p. 213).

Pero el pasado es un terreno misterioso, y el protagonista se siente confuso: nunca ha sabido quién era, «ni siquiera ahora en este espejo de tinta» (p. 68). De todas formas, recorre sin cesar los recovecos de la memoria, incluso los más recónditos, los que uno se esfuerza por que permanezcan más ocultos:

Era algo que había pasado y que había ido a parar a un lugar de la memoria que no se visita, en el que no se vuelve a entrar porque se tapia con palabras y con silencios, y con patrañas y con miedos. Un lugar en el que permanecen al acecho, inmóviles, extrañas criaturas que un día, cuando menos te lo esperas, regresan y quieren cobrarse lo suyo, y se lo cobran (p. 87)[1].


[1] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.

«La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz: las voces de los muñecos y el coro de personajes

Como he apuntado en una entrada anterior, Juan Fernández Lurgabe es un mil voces que ha vivido durante años dando tumbos. Desde el principio se nos presenta rodeado de sus muñecos (p. 13), que son otras tantas voces narrativas: Mabuse, la Wendy y Robin, que en el pasado, cuando pertenecieron a Estanis, tuvieron otros nombres. Tras la paliza que recibe Juan, su amigo Gus le trae los muñecos rotos. Recomponer los muñecos, recuperarlos, es recuperar también la salud y la memoria, y él mismo nos advierte: «Esta va a ser una ópera bufa con mucho figurante» (p. 42). Los muñecos son sus médiums y su salvación; «gorgojos de mi memoria» (p. 177), los llama, esto es, son voces de su memoria, y se identifica plenamente con ellos:

Ya no sé quién habla aquí, si yo mismo o los muñecos o si una vez más me he hecho muñeco para seguir el hilo de Ariadna de este puñetero laberinto (p. 431)[1].

Al final Juan decide poner por escrito el zacuto de sus ruidos. Y las voces de los muñecos —aunque hablan a través de él— se convierten en otras tantas voces narrativas de la novela, que contribuyen a aumentar, de alguna manera, el perspectivismo.

Por otra parte, podemos afirmar que La flecha del miedo es una novela coral, ya que por sus páginas desfilan numerosos familiares, amigos y conocidos de Juan, formando una impresionante galería de tipos y personajes: su amigo Gus, representante de la vida auténtica; sus hermanos y hermanas; su cuñado, apodado el Hormigones; su compañera Irene; la Milagritos, su anterior novia; Miguelito Andosilla, que estuvo en el Seminario y ahora es nacionalista radical; Rafael Urnieta, que construye urbanizaciones basura; el abogado Ferminito Zolina; Javier Cilveti, el castizo letraherido, erudito de lo inverosímil; los Aldeanos Críticos, como Tomás Aiduru, Álex Vareta, Jacobo Katumeo o Foyigollen, el poeta maldito de Umbría; Tito Kutz; Moncho Zuriketa; Bernardo Luzeta; Paquito Ondarra; Pachi Amorena; Pello Trigo; Pocholo Zabelzuri, dueño del bar El Farolito; el trompetista Molina; Felipe Itzal, el chamarilero filósofo; Bubi, el loquero ful guineano; Mikel Mendeku, alias el Canalla; Tito Urales; Nandito Makarrote, directivo de la Caja de Ahorros de Umbría; Juan Bondeta, policía secreto; Barón de Lys, el pianista de La Nave de Baco; la vedette Rosy Verteta; Julito Erice, jurista fascistón; el viejo Irala, la memoria inventada de la ciudad vieja… Y podríamos citar otros tantos nombres de personajes que intervienen en la acción o quedan aludidos en las distintas historias de Umbría. Todos ellos y muchos más salen a escena en esta novela-ópera bufa, y son otros tantos muñecos actuantes. Podría decirse que estos otros títeres o peleles —caracterizados en su mayor parte de forma paródica, grotesca— salen del baúl de los recuerdos de Juan, igual que salen sus muñecos de la maleta del ventrílocuo…[2]


[1] Para las referencias a los muñecos y sus distintas voces remito a las pp. 43, 45, 114, 122, 153, 338 y 467…

[2] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.

«La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz: sí existe tal lugar

Frente a ese espacio concreto (Umbría, la ciudad) y ese ambiente opresivo (su familia) que hacen tragar al narrador-protagonista «el potaje de la mugre», él cree que existe otro lugar[1], un lugar ideal en el que refugiarse y poder llevar una vida auténtica: un Bosque de Sherwood, un Bosque de la Malandanza donde ser proscrito o caballero andante, el Muelle de las Brumas o una nueva Isla de Juan Fernández, el Reino de la Aventura o el Lago de la Muerte, el País de los Sueños, Slumberland o el Reino de Nunca Jamás. El nombre no importa, hasta puede tratarse del laberinto de una barraca de feria. Frente a la ciudad del pasado, de los fantasmas, Juan Fernández Lurgabe (Juan sin tierra, no lo olvidemos) busca un refugio, una isla, una utopía.

Le quai des brumes, de Marcel Carné

En la cabeza de su muñeco Mabuse encuentra un canuto donde se guardan unos versos que hablan de un mapa, escondido en el juego de la oca heredado de la juguetería familiar de la calle de Arriaga. Cuando desmonta el juego de la oca, un grabado del siglo XVIII le muestra un mapa, un camino iniciático que le permitirá llegar a su país propio, subterráneo, secreto, a su isla soñada, a su utopía, que puede ser el paraíso perdido de la infancia[2] o, sencillamente, el prurito de saber quién es. Así se cerrarán definitivamente sus «aventuras misteriosas de la memoria hecha olvido» (p. 511). Porque, como le dice ahora su compañera Irene, es preciso olvidar para vivir. Y Juan la cree. Esa isla, esa utopía, ese lugar ideal es, sencillamente, la conquista del presente, de la vida posible[3].


[1] Juego con esta formulación con el título de una novela anterior de Sánchez-Ostiz, No existe tal lugar (1997).

[2] En otro momento se apunta: «La fantasía, ese sí que es un paraíso perdido» (p. 216).

[3] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.

«La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz: la figura del tío Estanis

Frente a ese mundo de personajes intransigentes y hostiles, la figura del tío Estanis representa la libertad. Estanis escribía novelas de misterio, policiacas y verdes, y fue quien dejó los muñecos en herencia a Juan tras su suicidio. Fue el cáncer lo que empujó a Estanis a quitarse la vida. Como Juan, su tío Estanis era un inadaptado radical, la oveja negra de la familia, una lacra para los otros. Como Juan, él también se marchó de Umbría, en 1936, para regresar más tarde, en el año 50. Durante la guerra, Estanis había trabajado como artista de variedades en el frente, y ese hecho, en la posguerra, pesaba como una losa para la familia:

Éramos, fuimos, una familia sin historia, apenas sin nombre, avergonzada por causas misteriosas que ocultaba su vergüenza como podía hasta en privado, sobre todo en privado, vuelta sobre sí misma, con una prisa enorme de desaparecer de escena e irse a disfrutar al otro barrio. Nunca he logrado saber por qué. Nunca. […] Todos parecían tener algo que ocultar, algo que les daba la tabarra en la conciencia. Teníamos alma de barraqueros. Todos arrastrábamos, como si fuéramos feriantes, una barraca de culpa (p. 59).

Fotograma de la película ¡Ay, Carmela! (1990), de Carlos Saura
Fotograma de la película ¡Ay, Carmela! (1990), de Carlos Saura

Estanis le caía bien a Juan precisamente porque era distinto de los demás. Su tío le contaba historias, falsas, de la ciudad y de la familia:

Cuál fue la realidad, imposible saberlo, imposible. Historias de Umbría, de sus dobleces, de su noche, sus timbas, del contrabando, las casas de putas sobre todo, la Turca, Casa Aurora, del campo, de las ciudades que había visto, de libros hablaba menos, y eso que leer, ya leía, pero tal vez leía por matar el tiempo, por perderse definitivamente (p. 449).

Estanis se suicidó en 1976. Tras su muerte, la familia quemó sus libros, trató de borrar todas las huellas de su memoria. Pero para Juan, Estanis se había convertido en su ídolo. Estanis siempre decía que Juan tomaría el tren… Y así sucede al final de la novela; el tren de Estanis se quedó parado, pero no así el de Juan:

«¿Y este tren adónde te ha llevado?», me había preguntado Irene en una de nuestras noches de viaje y espectáculo. «¿Éste?», y le contesté de seguido: «Éste es el tren de Estanis, el que me ha llevado a un viaje, el mío, en pos de las huellas de mis propios pasos. Un viaje de la oscuridad a la luz, un viaje si no en la noche, sí entre dos luces, a los subterráneos de la ciudad, a sus entrañas, a los subterráneos de la conciencia, el que ha traído tu vida a la mía, ese tren me gusta mucho, amor; un viaje para dejar atrás esas zonas de sombra que van quedando en la memoria y que uno cuida sólo por el gusto enfermizo, oscuro, de hacerse daño, por nada más» (pp. 580-581)[1].


[1] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.

«La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz: la intransigencia familiar

El ambiente del núcleo familiar en que ha vivido Juan (sus padres, sus hermanos Nico, Paquita, Camino, Lucía, su cuñado Hormigones…) constituía una atmósfera verdaderamente irrespirable. «Dominantes, avasalladores, intransigentes, fanáticos…» (p. 66), sus familiares son gente de orden de Umbría, y no de muchos amigos, porque temen a los demás, desconfían del otro. El protagonista tiene la impresión de que no conoció a su familia (cfr. p. 61), aunque sabe que podrían haber sido felices. En realidad, todos ellos han sido seres extraños para él, y juntos no pudieron compartir ni las migajas de una vida dichosa:

Me dolían aquellos para mí inevitables años de encono y de malentendidos, de reproches y confusiones, de exigencias y de tristezas, siempre tristezas, de culpa sorda (p. 65).

Juan critica sobre todo su cerrazón mental, su intransigencia en materia religiosa, propia de una secta de puritanos:

Lo perseguían todo: los amigos, el sexo, los libros, los gustos, las ideas de chichinabo, el matrimonio, los hijos, el egoísmo de la carne. Un carrusel de disparates con que macizar un manicomio, pero sobre todo la memoria (p. 72).

El protagonista ha pertenecido a un mundo agobiante, cerrado, completamente hermético, propio —aunque no exclusivo— de su entorno más cercano. Como otros en Umbría, los miembros de su familia odian al que se marcha de la manada, al que va por libre:

Parece cosa de otro tiempo y sin embargo es de ahora. Está en el corazón de la ciudad donde he vivido. La inquina contra los aventureros, los socialistas, los masones, los maricones, los enemigos de Dios, los vascos, los negros, los extranjeros. Una inquina heredada, enraizada, complicada, febril. La inquina de la ignorancia y del miedo y de la escasez (p. 72).

Periódico ABC del 9 de noviembre de 1992

Sus familiares son personas integristas, con sus principios y sus manías, con el ABC como breviario del alma y «las pendejadas de sus directores espirituales hechas dogmas de fe» (p. 89), con el castigo divino como último argumento racional. Juan no se entendió nunca con ellos, llevaban caminos distintos y estaban condenados a «una vida de malentendidos y de tristezas» (p. 183). Por ejemplo, a Juan le duele la incomprensión de los suyos, que nunca entendieron que se dedicara a escribir y pintar. En eso, él era distinto: «A mis hermanos no les gusta nada. Por pereza, por temor a pecar también, por oscuras razones, por miedo a la vida» (p. 89). En ese ambiente en el que todo es tabú, ha sentido arrebatada su intimidad, sus propios seres lo han marcado con el estigma del degenerado, del vago, del fracasado.

Así, para sus familiares, la lectura era algo clandestino. No solo los libros eran perniciosos, también el cine, las mujeres, cualquier entretenimiento. Veían el mal, la perversión, el pecado en todo. Para ellos, todo el que pensaba y vivía por su cuenta —como quería hacer Juan— estaba mal de la chaveta: «El camino de la disidencia les ponía nerviosos» (p. 461). Y es que tenían miedo a la verdad del prójimo. En ese mundo pequeño y asfixiante —reflexiona el narrador—, hacerse el loco era la única forma de que le dejaran a uno en paz. Otro de los aspectos familiares criticados por Juan es el de la hipocresía, la doble moral imperante:

Mangar en las contratas, estafarse por lo menudo en la mezcla de los áridos, en la cantidad de hierro puesta en obra, eso, permitido, irse de propia mano cuando la vida se hace sencillamente intolerable, no. Tal vez porque en el otro barrio no se puede robar así como así. Envenenarle los árboles al vecino, sí, si me da la gana, matarle el perro también, estafarle ocasionalmente para que el bello orden de las cosas siga en su sitio, eso sí, ponerse un condón, no. Era una gente estupenda (pp. 462-463).

Porque, eso sí, la moral, los vascos, los rojos, los coños, las furcias, las cerdas, los maricones, el sexto mandamiento, pero engañar en el peso, en la medida, en la calidad a porrillo, por eso no te condenas, por robar no vas al infierno, qué vas a ir, hombre, de qué, das para obras pías y, ¡riapa!, al cielo, con los barbis (p. 480).

Pero, sea como sea, todas esas personas están en su memoria y en su corazón: la memoria familiar no está perdida y tapiada para Juan. Al igual que sucedía con la ciudad, con Umbría, la familia, a pesar de todo y de todos, le tira poderosamente:

Me tiraba el encontrar un sitio donde no sentirme extraño, que no me fuera hostil, donde pudiera saberme querido tal y como era de verdad porque para que no me fuera hostil tenía que mostrarme como yo no era en realidad, tenía que esconderme. En todas partes además, en todas partes (p. 371)[1].


[1] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.

«La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz: Umbría o el ambiente opresivo de una ciudad (y 2)

Es Umbría, por otra parte, ciudad de muchos poetas, de varios «nabokoves», según comenta irónicamente el narrador (p. 28). Esa vida cultural de la ciudad, supuestamente notoria, queda parodiada a través de las continuas alusiones a los Aldeanos Críticos, reunidos en torno al Espacio Cultural El Cucamonas. Estos personajes forman la bohemia de Umbría, gente puerca, aldeana, crítica, que canta en la noche de Umbría, que bebe sus copuces en la noche de Umbría, que apura la sordidez sostenida de la noche de Umbría, que recorre los alfoces de Umbría, las zahúrdas de Umbría, protagonizando las anécdotas más oscuras y espesas. En su espectáculo, Juan denunciaba el carácter hipócrita de la ciudad: beatona en la apariencia, en sus reboticas oscuras se hacen sin embargo abortos clandestinos; los caballeros defienden públicamente el dogma y el honor, pero gustan de ir de putas o con chaperos[1]. Etcétera.

Alfred Pages, La vie de Bohème. Colección particular
Alfred Pages, La vie de Bohème. Colección particular.

La Umbría profunda, «Umbría de baraja y chistaraza» (p. 205), «aquella ciudad de seminaristas y carlistones» (p. 422), «aquella Umbría, pura brea, un cepo en el que perder la vida» (p. 519), amiga de la vida guapa, aventurera y putera, es equiparada a una fruta en descomposición, incluso a una bosta. En Umbría, señala el narrador, la vida puede ser un muro de niebla espesa, de niebla sólida. La denuncia, el insulto, el desprecio constituyen las principales señas de identidad de Umbría. Y seña de identidad es también el estar en posesión de la verdad la gente de orden, la Umbríadetodalavida defensora de la tradición, de un puritanismo enfermizo, con una piedad rayana en la insania (p. 284). Pero, a pesar de todo, Umbría es para Juan Fernández Lurgabe su escenario soñado y su ciudad amada:

Hablando con Molina también me di cuenta de que si uno ha vivido toda la vida en la misma ciudad y en la misma calle y en la misma casa, uno es esa ciudad, forma parte de ella como una gárgola, y acaba contando, lo quiera o no, le guste o no, de esa ciudad y de esa calle y de esa casa y de la gente con la que ha ido haciendo su vida y del aire, sus olores, sus ruidos, sus luces y hasta de sus comistrajos. Y a veces poco o nada más. No hay identidad que valga, no la hay, hay tribu, hay ocasionalmente mugre. En el alma. Sobre todo ahí (p. 351).

Derivas de su ciudad recuperada, y perdida sin remedio, y vuelta a recuperar. Por eso lo que desea este andasolo es marchar de la ciudad sin salir de ella, desaparecer en sus entrañas: «Tu vida está en esa ciudad, está en esa ciudad para siempre» (p. 501). Por eso evoca continuamente en sus escritos «el corazón de esta ciudad de todos los demonios, que es el suyo porque es el nuestro» (p. 102)[2].


[1] Véanse las pp. 370 y 451. Pero Juan enderezaba también sus dardos a «la Umbría rebelde y progresista y taurina y pericona y de todo» (p. 45).

[2] Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.

«La flecha del miedo» (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz: Umbría o el ambiente opresivo de una ciudad (1)

El opresivo ambiente de Umbría es un motivo reiterado obsesivamente a lo largo de la novela. La primera mención es en la página 9, identificándola simbólicamente con la niebla: «Ahí, en ese terreno, como en tantos otros, todo es brumoso, de pura niebla, signo de identidad de Umbría hecho propio: la Niebla» (p. 11). Y esa identificación se reitera en distintas ocasiones:

Umbría es la ciudad de la niebla, de las apariencias, de las ocultaciones, la ciudad del miedo también, aunque esto último sólo se aprenda con el tiempo, a base de años (pp. 103-104).

… la niebla eran ellos [los de Umbría], que eran como la niebla, una niebla espesa y asfixiante en cuyo corazón perder la vida por asfixia era más fácil de lo que parecía (p. 121).

En muchas páginas el narrador evoca las historias miserables de la vieja Umbría y de sus habitantes:

Eran gente terrible, auténticos profesionales de Umbría, gente brutal de esa que lleva el desprecio, el resentimiento, el robo y la robada, y la xenofobia en el alma (p. 14).

En esa pequeña ciudad en la que todos viven juntos desde la cuna hasta la sepultura (cfr. pp. 12 y 22), Juan se ve atrapado en una turbia red de historias ajenas y propias: «Esa es la trama de Umbría: un vago, un difuso temor, una sospecha, un mirar la vida de reojo» (p. 21). Allí se ha sentido siempre un extraño, un desclasado, un proscrito. En Umbría, explica, «No se puede ser otra cosa que uno mismo y a veces ni eso» (p. 33). El narrador habla de «aquella espesa sociedad de favores mutuos que era la Umbría castiza, la espesa, la de toda la vida, la puerca» (p. 75). Y sigue la caracterización negativa en estos términos:

El estanco y el contrabando, algo, un poco, lo justo, para no desentonar, para usar de machote. Ser o no ser machote, ahí está la cuestión: el frontón, el contrabando y san Francisco Javier, la jota y el zortziko, el pimiento del piquillo e Ignacio de Loyola, gure patro aundia, las pochas, el vascuence y Carlos VII y sus secuaces, la selva del Irati, el olentzero y los espárragos, el zaldiko maldiko y los cogollos de Tutera, la boina, los fueros ignotos, ignotos, las apuestas de hachas, el encierro y la virilidad, rampante, los santos patrones en los que no se cree, ay, ateos, ateos que rezan como posesos a sus santos de respeto (es un milagro que no haya más majarones)… (pp. 75-76)[1].

En Umbría la Bella todo el mundo se conoce de vista, y en sus socarradas tierras abundan los caciques de pueblo, los corruptos[2] y los matones, demócratas de toda la vida con alma heredada de asesinos: «Gran cosa en Umbría el pasarse, el sobrarse. Acabas con los ojos morados» (p. 95). Pero los linchamientos no son solo físicos: en esa ciudad de pacatos, hay también linchamientos sociales que causan la muerte civil del sujeto perturbador o molesto. Umbría aparece caracterizada como un pulguero monstruoso (p. 117), en el que abundan la droga, las corruptelas, los politiqueos y los bufones mamporreros de políticos corruptos, los testigos falsos, los tramposos… Una ciudad peligrosa, Umbría:

En Umbría el que tiene mano te puede cerrar la boca, los ojos, la cartera, y hasta la tapa del ataúd diciendo que es de la familia. Todo, te pueden cerrar todo, hasta el ojo del culo con sisal y a diente perro (p. 117).

El narrador, en sus monólogos hipercríticos del Lambroa, se metía con la mejor gente de Umbría, con lo más sagrado, razón por la que era vigilado de cerca. Y la persecución —paliza incluida— terminó haciéndose verdaderamente tenaz:

Umbría se me aparecía una vez más como la ciudad de los informes, el mundo de los informes, de los secretos a voces, de los espías, de los agentes secretos, de las tramas organizadas por una suerte de caballeros templarios de la noche, de cruzados de la causa, gente auténtica, altruista, guerra a los corruztos [sic], guerra, guerra al nacionalismo, guerra, Santiago y cierra España, cierra, España, guerra (pp. 125-126)[3].


[1] Más adelante leemos: «Esas cosas medio castizas, medio míticas, fardan mucho en Umbría, te dan patente de auténtico casi para siempre» (p. 110).

[2] Habla concretamente de la corrupción de Umbría, pero se indica que es la de todo el Estado (p. 109).

[3] Y añade: «No sabía entonces que no se puede ser Henry Miller pero en Umbría, Robin Hood pero en Umbría, Leo Ferré pero en Umbría. La sucesión de escenarios de Umbría estaban preparados para ser o representar, eso según el temple de que se estuviera, Sanjurjo o Mola, o un fascistón de camisa azul y pistola al cinto, o un carpintero carlistón y asesino de las cunetas o un vendedor de casullas y lo mismo, o un trabucaire, un collón, un matasiete, un trampas, un modoso tendero, un ladrón que gestiona lo del inmobiliario para que le vean en barrera de capotes y sobre todo un patán que jalea lo que le digan los curas y las jerarquías del momento, capaz de aplaudir cualquier vileza si le pagan las copas o le ponen la mano encima del lomo, pero no Leo Ferré, no» (p. 184). Cito por La flecha del miedo, Barcelona, Anagrama, 2000. Para más detalles remito a un trabajo mío anterior: Carlos Mata Induráin, «De patrañas, simulaciones, imposturas y otras historias fules: escritura y memoria en La flecha del miedo (2000), de Miguel Sánchez-Ostiz», en María José Porro Herrera (ed.), Claves y parámetros de la narrativa en la España posmoderna (1975-2000). IV Reunión Científica Internacional, Córdoba, 4, 5 y 6 de noviembre, 2002, Córdoba, Fundación PRASA, 2006, pp. 317-332.