De Josefina de la Torre (1907-2002), poeta canaria de la Generación del 27, he traído al blog estos días sus poemas «¡Gritar, gritar a la luna…», «¡Cómo temblaban mis labios…» y «Qué repetido deseo…». A su poemario Medida del tiempo (inédito hasta 1989) pertenece este soneto, de tono dolorido y gran fuerza expresiva:
José Gutiérrez Solana, [Mujer ante el espejo] (1963). Calcografía Nacional (Madrid), núm. de inventario: E-6724.
Cuando veo mi imagen reflejada en la luna impasible del espejo, siento cómo me duele su reflejo tan fiel a mi verdad enajenada.
Esta forma que late y se rebela, un tiempo fue de amor y fue de vida; y aún hoy, que huellas saben de su huida, queda una voz para su luz en vela.
Pero un día vendrá el irremediable que a este espejo me asome, ya acabada. Y la raíz de fuego insobornable
que crece en mi interior, aún no saciada, conmoverá la cárcel indomable con su llanto de ruina abandonada[1].
[1] Lo cito por Mujeres del 27. Antología poética, introducción y edición de José Luis Ferris, 6.ª impresión de la 1.ª ed., Barcelona, Planeta, 2025, p. 289.
Tras «¡Gritar, gritar a la luna…» y «¡Cómo temblaban mis labios…», de Josefina de la Torre (1907-2002), poeta canaria de la Generación del 27, añado hoy «Qué repetido deseo…», también de Poemas de la isla (1930). Se construye con versos octosílabos, que presentan algunas rimas asonantes, de forma esporádica.
La dormeuse (1932), de Tamara de Lempicka. Colección privada.
Qué repetido deseo, todo igual y siempre el mismo, distinto y otro, inconsciente, confundido y tan preciso, se me va quedando dentro escondido y dueño solo, perdido y presente siempre. Altas noches, muros largos, patios de la madrugada. Y mi deseo rodando —número de circo— libre. Una y otra vez, alerta dando la voz en mis sienes, centinela de mi pecho, fiel compañero constante. Qué repetido deseo tan inseguro y tan firme, ignorada certidumbre. Distancia, viento y espacio[1].
[1] Lo cito por Mujeres del 27. Antología poética, introducción y edición de José Luis Ferris, 6.ª impresión de la 1.ª ed., Barcelona, Planeta, 2025, p. 283.
Copiaba ayer el poema «¡Gritar, gritar a la luna…», de Josefina de la Torre (Las Palmas de Gran Canaria, 1907-Madrid, 2002), poeta de la Generación del 27, y hoy traigo otra composición, esta de Poemas de la isla (1930). Se construye con versos octosílabos, varios de ellos con rima asonante en é o, pero la estructura métrica no es la de un romance. Las repeticiones paralelísticas contribuyen también a crear un ritmo que tiene la gracia de la poesía popular.
Paisaje de labios, de Patrik Molntuss.
¡Cómo temblaban mis labios al despertarme mi sueño! ¡Qué parado mi deseo! Mi pensamiento, qué libre por los caminos del viento. Cuando cerraba los ojos, el día los iba abriendo; yo recogiendo mi imagen, él desdoblando su anhelo. ¡Cómo temblaban mis labios a la sombra de mi sueño![1]
[1] Lo cito por Mujeres del 27. Antología poética, introducción y edición de José Luis Ferris, 6.ª impresión de la 1.ª ed., Barcelona, Planeta, 2025, pp. 282-283.
Josefina de la Torre Millares (Las Palmas de Gran Canaria, 1907-Madrid, 2002) forma parte de la nómina amplia de la Generación del 27, y también del grupo de «Las Sinsombrero». Además de poeta, fue novelista, cantante lírica, actriz y guionista. Entre sus títulos poéticos se cuentan Versos y estampas (Málaga, Litoral, 1927), Poemas de la isla (Barcelona, Altés, 1930), Marzo incompleto (en la revista Azor, 1933, con otras ediciones posteriores en 1947 y 1968), Poemas de la isla, en edición de Lázaro Santana (en la Biblioteca Básica Canaria de la Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1989), que incluye los tres libros anteriores más el inédito Medida del tiempo, o Poemas (Santa Cruz de Tenerife, Idea, 2003 y Santa Cruz de Tenerife, Interseptem, 2004). En 2020 se ha publicado su Poesía completa(Madrid, Torremozas), en edición de Fran Garcerá, en dos volúmenes, que recogen su obra poética de 1916 a 1925 y de 1936 a 1989. Se incluye aquí Mi dolor, poemario inédito hasta entonces escrito tras la muerte de su marido en 1980.
Su poema —un romance, forma estrófica tradicional cara a la poeta— que comienza «¡Gritar, gritar a la luna…» pertenece a Medida del tiempo (1989), y dice así:
¡Gritar, gritar a la luna estática sobre el cielo! Luz de abierta noche amarga y rebeldías sin ecos… ¡Lanzar la voz que despierte todas las cuerdas del viento! Claro mar del horizonte, velero que arriba al puerto… Conquista de lo imposible en los brazos del encuentro. Rotas las cadenas muertas, libre de espacios el vuelo. Pero la noche es violenta y es violento su desvelo. ¡Ay, el dolor que no puede ni ser dolor ni ser duelo! Altas y abiertas ventanas como pupilas de ciego se van tragando las sombras enhebradas de lamentos. Entre las sábanas frías la línea recta del cuerpo hace estremecer de angustia las tinieblas de lo incierto. Y en el hueco del oído donde se afianza lo eterno, acompasado y monótono marca segundos el péndulo[1].
[1] Lo cito por Mujeres del 27. Antología poética, introducción y edición de José Luis Ferris, 6.ª impresión de la 1.ª ed., Barcelona, Planeta, 2025, p. 288. En el verso 12 prefiero transcribir «el vuelo», frente a la lectura «al vuelo» que trae esta edición.
De Ernestina de Champourcin (Vitoria, 1905-Madrid 1999), poeta de la Generación del 27 y perteneciente al grupo de «Las Sinsombrero», esposa de Juan José Domenchina, ya había transcrito aquí su poema navideño «Contemplación de María». Como bien escribe José Luis Ferris, «Ernestina de Champourcin fue, con distancia, una de las poetas más prolíficas de su generación, con más de veinte libros publicados y una extensa lista de poemas diseminados, desde los años veinte, por múltiples y prestigiosos diarios y revistas»[1]. Vaya para hoy este bello soneto de La voz en el viento (1931), «construido con una retórica que tiene en el símbolo cancioneril o místico su base, aquí destinada a la expresión del amor humano, que a la altura de 1930 constituye para Champourcín uno de sus temas poéticos preferidos»[2].
Búscame en ti. La flecha de mi vida ha clavado sus rumbos en tu pecho y esquivo entre tus brazos el acecho de las cien rutas que mi paso olvida.
Despójame del ansia desmedida que abrasaba mi espíritu en barbecho. El roce de tus manos ha deshecho la audacia de mi frente envanecida.
Navegaré en tus pulsos. Dicha inerte del silencio total. Ávida muerte donde renacen, tuyos, mis sentidos.
Ahoga entre tus labios mi tristeza, y esta inquietud punzante que ya empieza a taladrar mi sien con sus latidos[3].
[1] José Luis Ferris, en Mujeres del 27. Antología poética, 6.ª impresión de la 1.ª ed., Barcelona, Planeta, 2025, p. 255.
[2] Francisco Javier Díez de Revenga, en Poetas del 27. Antología comentada, introducción de Víctor García de la Concha, Madrid, Espasa Calpe, 1998, p. 631.
[3] Lo cito por Poetas del 27. Antología comentada, pp. 630-631. En el verso 3 edito «tus» en vez de la lectura «sus» que trae la transcripción de Díez de Revenga.
Vaya para hoy este breve poema de María Victoria Atencia (Málaga, 1931- ), uno de los muchos suyos en los que encontramos reminiscencias de nuestros clásicos. Aquí, de la Celestina (recordemos las palabras de Calisto, en el Acto I; cuando Sempronio le pregunta ¿Tú no eres cristiano?, él responde: «¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo»).
El poema es el segundo de la sección «En el joyero Tiffanyʼs» de su poemario El coleccionista (1979):
Escribió en su poema mi nombre, ya inmortal, y me subió con él en su carro de fuego. de por vida o por muerte —conceptos revisables— en Melibea creo y de Calisto soy[1].
[1] Cito por María Victoria Atencia, La señal. Poesía 1961-1989, prólogo de Clara Janés, edición de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento de Málaga, 1991, p. 128.
En entradas anteriores he transcrito aquí algunas composiciones de Tratado de urbanismo de Ángel González (Oviedo, 1925-Madrid, 2008), poeta de la Generación del 50 o del medio siglo, del que estamos celebrando el centenario de su nacimiento. A «Inventario de lugares propicios al amor», «Soneto para cantar una ausencia» y «Soneto para imaginarte con exactitud» añado hoy «Canción de invierno y de verano», que es el noveno poema de la sección «Intermedio de canciones, sonetos y otras músicas», del mismo libro. Dice así:
Cuando es invierno en el mar del Norte es verano en Valparaíso. Los barcos hacen sonar sus sirenas al entrar en el puerto de Bremen con jirones de niebla y de hielo en sus cabos, mientras los balandros soleados arrastran por la superficie del Pacífico Sur bellas bañistas.
Eso sucede en el mismo tiempo, pero jamás en el mismo día.
Porque cuando es de día en el mar del Norte —brumas y sombras absorbiendo restos de sucia luz— es de noche en Valparaíso —rutilantes estrellas lanzando agudos dardos a las olas dormidas.
Cómo dudar que nos quisimos, que me seguía tu pensamiento y mi voz te buscaba —detrás, muy cerca, iba mi boca. Nos quisimos, es cierto, y yo sé cuánto: primaveras, veranos, soles, lunas.
Un cambio de tema apreciamos en «Del sonoro silencio de los seres»[1] (el título forma un bello endecasílabo aliterativo), que reitera en forma anafórica los elementos «como» y también «y decidme». Nos habla este poema de «ese sonoro silencio que todo lo puebla», de la «estirpe sonora» de los seres, cada uno de los cuales tendrá «una fe llena de recogimiento que descubre lo sublime y lo escancia en su propio vaso». En el fondo de los seres, opina el poeta, se oculta algo sublime y secreto, una música acariciadora. Amadoz es «de los que todavía confían en el hombre / y han plantado su esperanza sin huir de este desierto que nos duele»; el poeta, ahora, tiene fe en el hombre:
Siempre existe alguien que recoge el depósito ignorado que todos llevamos, siempre existe el que descubre más allá del ensueño y se ofrece creador y conmovido por la dicha de la vibración de todos los tiempos para que los demás nos unamos mítica y solidariamente.
En el siguiente poema, sin título explícito (el primer verso es «De nuestro estar en el mundo…»), el lema apunta hacia dos temas queridos del poeta: la muerte que llama a la puerta y un «nuevo amor» que es la posible trascendencia más allá del final de nuestros días. Tras la espera de la vida terrena, se aspira a un «nuevo ciclo libre de noches y días / […] / en la inmensa ola del no tiempo» (la eternidad); se confía en «la opaca luz del más allá» y, frente a las dudas y titubeos de poemas anteriores, se afirma, aquí ya claramente, la existencia de un ser trascendente que permite al hombre superar su muerte física:
… caminamos rendidamente silenciosos hacia Alguien que nos adivina, callado, al final de la estancia abierta, en eterna espera.
… La muerte llama a la puerta celosa, intransparente, de la mano nos lleva.
«Acordes para la muerte de un amigo» también lleva un lema relativo a la presencia de la muerte-sombra; el hombre sigue siendo ese «nómada transeúnte” de poemas anteriores, ahora «con las pupilas rotas por los años» y «con las manos tronchadas», pero que desea a toda costa «saltar los goznes de la vida». Tras repetir la expresión «quién podrá mirar su propia muerte», concluye: «difícil es rendirse y MORIR EN LA MUERTE DEL OTRO»[2].
«Epitafio para un sueño» es un breve poema de homenaje a Gabriel Celaya, basado en la anáfora de «En el sueño…», que evoca «su recia y humilde pasión» de poeta. En fin, el libro se cierra con el «Poema sinfónico para amantes de lujo», transmitido a través de una primera persona que corresponde —una vez más— a un extraño pasajero o peregrino:
Me desposé con el viento, dije adiós a todo, amante, me sentí lleno de libertad.
Además de ser la evocación del encuentro de unos amantes en la playa en una «noche soleada», el poema alude indirectamente a la muerte de lady Diana Spencer, Diana de Gales (acaba con una referencia a Althorp, que es una propiedad de la familia Spencer al norte de Londres donde reposa el cadáver de Diana). Las alusiones clásicas (Circe, Olimpo) se mezclan aquí con otras contemporáneas (Elton John, Teresa de Calcuta).
Así concluye este poemario de Amadoz, unitario y coherente en sus temas e imágenes, como todos los suyos. Igualmente, desde el punto de vista de la expresividad poética, las continuas anáforas, y las frecuentes repeticiones de frases (a veces obsesivas) son los elementos principales que crean el ritmo poético en todas estas composiciones[3].
[1] Este poemario no fue publicado previamente de forma exenta, sino que quedó incorporado directamente al conjunto de su Obra poética(1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
[2] Destaco la fuerza expresiva de «estar como una luz desflorecida que ya no tiene aroma».
[3] Para más detalles remito a mi trabajo «José Luis Amadoz, poeta “aprendiz de brujo”: cincuenta años de coherencia poética (1955-2005)», introducción a José Luis Amadoz, Obra poética (1955-2005), Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana, 2006.
Vaya para hoy un nuevo poema de María Victoria Atencia (Málaga, 1931- ), recientemente galardonada con el Premio Nacional de las Letras Españolas 2025, que se suma a las composiciones «Blanca niña, muerta, habla con su padre», «Sazón» y «Epitafio para una muchacha» transcritas en los días anteriores. «Las palomas» (fechado el 6 de diciembre de 1975) forma parte de su poemario Los sueños (1976).
Con un tiempo lentísimo los paseos del parque se desplazan en torno a las palomas mientras a mi padre me acercan, lo rebasan y siguen y nuevamente tornan en su giro, rozándolo, y grito y no me oigo y las palomas vuelan sin que me queden fuerzas que detengan el parque, sin que me queden gestos que mi padre aperciba, y alcance a comprender que preciso el seguro refugio de sus brazos. Mis manos desoladas buscan en los bolsillos algo que me ilusione —regaliz o altramuces dulces— y cuando quiero en el suelo sentarme, me hace daño una piedra[1].
[1] Cito por María Victoria Atencia, La señal. Poesía 1961-1989, prólogo de Clara Janés, edición de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento de Málaga, 1991, p. 55.
En días pasados he transcrito aquí los poemas «Blanca niña, muerta, habla con su padre» y «Sazón» de María Victoria Atencia (Málaga, 1931- ), que acaba de ser galardonada con el Premio Nacional de las Letras Españolas 2025. Hoy traigo una de las composiciones más conocidas y celebradas de la poeta malagueña, su «Epitafio para una muchacha», perteneciente a su poemario Cañada de los Ingleses (1961).
Ofelia (1851-1852), de John Everett Millais. Tate Gallery (Londres).
Porque te fue negado el tiempo de la dicha tu corazón descansa tan ajeno a las rosas. Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico y la tierra no supo lo firme de tu paso.
Aquí empieza tu siembra y acaba juntamente —tal se entierra a un vencido al final del combate—, donde el agua en noviembre calará tu ternura y el ladrido de un perro tenga voz de presagio.
Quieta tu vida toda al tacto de la muerte, que a las semillas puede y cercena los brotes, te quedaste en capullo sin abrir, y ya nunca sabrás el estallido floral de primavera[1].
[1] Cito por María Victoria Atencia, La señal. Poesía 1961-1989, prólogo de Clara Janés, edición de Rafael León, Málaga, Ayuntamiento de Málaga, 1991, p. 394. En esta edición, el segundo verso de la tercera estrofa comienza con «el tacto»; restituyo la lectura correcta, «al tacto».