El soneto «Ante el “Quijote” de la Academia, impreso por Ibarra», de Manuel Machado

Este soneto de Manuel Machado pertenece a la sección «Proloquios» de su recopilación poética Cadencias de cadencias (Nuevas dedicatorias), publicada en el año 1943. Se trata de una entusiasta evocación de esa joya bibliográfica que es el Quijote impreso por Joaquín Ibarra en 1780, en cuatro volúmenes, a petición de la Real Academia Española y siguiendo sus normas ortográficas y sintácticas. La valoración de esta elegante edición la sintetiza certera y magníficamente el último verso de la composición: «el mejor libro en la mejor imprenta».

El Quijote de Joaquín Ibarra (1780)
El Quijote de Joaquín Ibarra (1780).

El texto del poema es como sigue:

De Elzevirios, de Aldos y Plantinos[1]
insigne sucesor fue Ibarra un día
gloria de la española Artesanía,
sol magnificador de sus caminos…

Logra el trabajo con amor destinos
de Arte supremo. Ibarra lo sabía
y penetró con clásica maestría
del suyo los secretos peregrinos.

De Bodoni y Didot[2] rival triunfante,
la página de Ibarra el sello ostenta
claro, severo, pulcro y elegante.

Y su Quijote insigne representa
la cifra de la gloria culminante:
el mejor libro en la mejor imprenta[3].


[1] De Elzevirios, de Aldos y Plantinos: nombres de ilustres impresores clásicos con los que entronca Ibarra. Con Elzevirios alude a Lodewijk Elzevir —Luis Elzevir I— (1540-1617), fundador en Leiden (Países Bajos) de una larga dinastía de impresores holandeses que permaneció activa hasta 1712, de cuyos talleres se calcula que salieron unas 1.600 ediciones. El humanista Aldus Pius Manutius, Aldo Manuzio (Aldo Manucio en español) o Aldo el Viejo (1449-1515) fue el fundador en Venecia de la Imprenta Aldina, famosa por sus elegantes impresiones de obras clásicas y por la invención de las letras itálicas o cursivas. En fin, Christoffel Plantijn (c. 1520-1589), conocido como Christophorus Plantinus en latín y como Cristóbal Plantino en español, fue otro célebre impresor y librero flamenco. Junto con Arias Montano se encargó de la impresión de la Biblia Políglota Regia, siendo nombrado por ello «architipógrafo regio» por Felipe II. Su no menos célebre imprenta ubicada en Amberes, denominada Officina Plantiniana, se conserva en la actualidad como Museo Plantin-Moretus, por su yerno Jan Moretus, heredero de Plantino en el negocio impresor.

[2] Bodoni y Didot: se refiere a Giambattista Bodoni (1740-1813), impresor y tipógrafo italiano que creó varios tipos de letra serifa que todavía se utilizan en la actualidad (la fuente Bodoni); y a Firmin Didot (1764-1836), grabador, impresor y tipógrafo francés, miembro de la más célebre familia de impresores franceses, al que se le recuerda por sus ediciones de grabados de Giovanni Battista Piranesi y por ser el creador de la técnica de la estereotipia. Al igual que Bodoni, también da nombre a una célebre fuente tipográfica, los caracteres Didot, que tradicionalmente han constituido el tipo estándar nacional para las publicaciones francesas.

[3] Cito por Manuel Machado, Poesías completas, ed. de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 490.

«San Juan de la Cruz», soneto de Manuel Machado

Siguiendo con la serie de poemas de Manuel Machado (Sevilla, 1874-Madrid, 1947) que evocan temas y personajes de nuestros Siglos de Oro, copiaré hoy su soneto dedicado a «San Juan de la Cruz». Se trata de la composición que encabeza la sección «Horario» de su libro Cadencias de cadencias (nuevas dedicatorias), publicado en Madrid, por Editora Nacional, el año 1943.

El soneto reza como sigue:

Juan de la Cruz: Poeta del Divino
Amor. Carne del alma, estremecida
de Eternidad en flor. Nardo de vida
hacia otra Vida abierto, peregrino.

Hasta el Supremo Bien fue tu destino
alzar un alma de Beldad transida,
de la ternura por la senda erguida
y el éxtasis que pone en pie el camino.

La gloria del Amado en sus criaturas,
la soledad sonora, la callada
música[1] de divinos embelesos,

del Carmelo las sacras cumbres puras…
Todas las hizo tuyas tu mirada
en el más inefable de los besos[2].


[1] la soledad sonora, la callada / música: eco directo del «Cántico espiritual»: «… la noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora».

[2] Cito por Manuel Machado, Poesías completas, ed. de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 535. Figura publicado con variantes en el número 25, de noviembre de 1942, de la revista Escorial. Ver Ángel Manuel Aguirre, «Verso y prosa de Manuel Machado no incluido en la edición de sus Obras completas», Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 304-307, tomo I, octubre-diciembre 1975-enero 1976, p. 126.

«Alvar-Fáñez (retrato)», de Manuel Machado

Este poema de Manuel Machado (Sevilla, 1874-Madrid, 1947), «Alvar-Fáñez (retrato)», corresponde a la sección «Primitivos» de su libro Museo. El texto es uno de los 19 poemas de ese poemario que figuran en el volumen Alma. Museo. Los cantares (1907), segunda edición de Alma (1902), los cuales se distribuyen en cuatro subsecciones: «Oriente», «Primitivos», «Siglo de Oro» y «Figulinas»[1].

Monumento a Álvar Fáñez

El poema —catorce versos alejandrinos, con rima asonante á a en los 11 primeros y rima aguda á en los tres últimos— reza como sigue:

Muy leal y valiente es lo que fue Minaya;
Por eso dél se dice su claro nombre, y basta.
Hería en los más fuerte haces y de más lanzas
y, hasta el codo, de sangre de moros chorreaba,
el caballo, sudoso, toda roja la espada.

Cuando Ruy le ofrecía su quinta en la ganancia,
tornábase enojado, ni un dinero aceptaba.
Fue embajador del Cid a Alfonso por la gracia…
Mas todos sus discursos fueron estas palabras:
«Ganó a Valencia el Cid, Señor, y os la regala».

… Deste buen caballero, aquí el decir se acaba;
de Minaya Alvar-Fáñez quien quiera saber más,
lea el grande poema que fizo Per Abad
de Rodrigo Ruy Díaz Myo Cid, el de Vivar[2].


[1] Ver para más detalles Eloy Navarro Domínguez, «El “Museo” de Manuel Machado», Philologia Hispalensis, 9, 1994, pp. 17-32.

[2] Cito por Manuel Machado, Poesías completas, ed. de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 159. Mantengo la forma «Alvar» del original en el título y en el verso 12.

«Un hidalgo», soneto de Manuel Machado

Este soneto de Manuel Machado (Sevilla, 1874-Madrid, 1947), «Un hidalgo», pertenece a la sección «Siglo de Oro» de su libro Museo. El texto es uno de los 19 poemas de ese poemario incluidos en el volumen Alma. Museo. Los cantares (1907), segunda edición de Alma (1902), los cuales se distribuyen en cuatro subsecciones: «Oriente», «Primitivos», «Siglo de Oro» y «Figulinas»[1]. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española explicará el poeta a propósito de ese triple título:

He aquí un título que puede ya servir de epígrafe a toda mi obra lírica: Alma (poesías del reino interior, realidades puramente espirituales). Museo (poesía de la Historia a través de las obras de arte más famosas). Los Cantares (poesía sentimental y aun sensual, poesía de la vida rota que culmina en El mal poema)[2].

El Greco, El caballero de la mano en el pecho. Museo del Prado (Madrid)
El Greco, El caballero de la mano en el pecho. Museo del Prado (Madrid).

El soneto —de versos alejandrinos: de catorce sílabas, con una cesura al medio, 7 + 7— dice así:

En Flandes, en Italia, en el Franco Condado
y en Portugal, las armas ejercitó. Campañas,
doce; tiempo, cuarenta años. En las Españas
no hay soldado más viejo. Este viejo soldado

tiene derecho a descansar y estar ahora
paseando por bajo los arcos de la plaza
—solemne—, y entre tanto que el patrio sol desdora
sus galones —magnífico ejemplar de una raza—,

negar que la batalla de Nancy se perdiera
si el gran Duque de Alba ordenado la hubiera;
negar su hija al rico indiano pretendiente,

porque no es noble asaz Don Bela. Y, finalmente,
invocar sus innúmeras proezas militares
para pedirle unos ducados a Olivares[3].


[1] Ver para más detalles Eloy Navarro Domínguez, «El “Museo” de Manuel Machado», Philologia Hispalensis, 9, 1994, pp. 17-32.

[2] Manuel Machado, y José María Pemán, Unos versos, un alma y una época. Discursos leídos en la Real Academia Española, Madrid, Diana, 1940, p. 79; tomo la cita de Navarro Domínguez, «El “Museo” de Manuel Machado», pp. 17-18.

[3] Cito por Manuel Machado, Poesías completas, ed. de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 166. Como curiosidad, encuentro el soneto reproducido, con el epígrafe «Figuras de la Raza» precediendo al título, en La Falange. Diario de la tarde, Año I, núm. 93, Cáceres, 17 de diciembre de 1936, p. 1.

«Ante Jesús crucificado», de Manuel Machado

Vaya para hoy, martes de Semana Santa, el soneto «Ante Jesús crucificado», de Manuel Machado (Sevilla, 1874-Madrid, 1947), que pertenece a la sección «Horario» de su poemario de 1943 Cadencias de cadencias (Nuevas dedicatorias). Ilustro el poema con el Cristo de la iglesia catedral de San Bernardo (Chile), del siglo XVIII, que perteneció a las religiosas carmelitas de Santa Teresa.

Cristo de la iglesia catedral de San Bernardo (Chile), del siglo XVIII

¿Y fue, Señor, por mí, por esta podre,
ofensa de la luz, del aire estrago;
por este engendro deleznable y vago,
de vil materia repugnante odre?

¿Las torpes ansias de este bruto inerte
tal pudieron, Señor, que por él fuiste
eso tan espantosamente triste
que es, al morir, un condenado a muerte?

¿Que por mí en esa Cruz estás clavado?
¿Que por mí se horadaron tus divinas
manos y estás ahí desnudo y yerto?

¿Que por mí mana sangre tu costado?
¿Que por mí coronado estás de espinas?
¿Que por el hombre, en fin, Dios está muerto?[1]


[1] Cito por Manuel Machado, Poesías completas, edición de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 540. El poema se publicó en el número 28, de 1943, de la revista Escorial (p. 235).

Poesía de Navidad: «Bethlem», de Manuel Machado

De Manuel Machado (Sevilla, 1874-Madrid, 1947) ya ha parecido en este blog un conocido poema navideño suyo, «El Niño divino (villancico de Navidad)». Hoy copiaré su soneto «Bethlem», construido como un apóstrofe al «Señor» (v. 1), del que se pondera su eterna bondad, su amor sin condiciones al sujeto lírico a pesar de la maldad (v. 12) y las ofensas por este cometidas (vv. 1, 12 y 14). En los dos cuartetos encontramos la contraposición de la condición divina y la humana a través de algunas antítesis (pureza / mísera torpeza, vv. 3-4; grandeza / nulidad y pobreza de este gusano vil, vv. 7-8). Por lo demás, cabe destacar en el texto que la mención del apelativo «celestial cordero» (v. 10) trae aparejada una alusión a la misión redentora de Cristo («para el sacrificio señalado», v. 12), esto es, a su futura muerte en la Cruz como sacrificio expiatorio de los pecados de la humanidad.

Rafael Sanzio, Sagrada Familia del cordero (c. 1507). Museo del Prado (Madrid)
Rafael Sanzio, Sagrada Familia del cordero (c. 1507). Museo del Prado (Madrid)

El poema dice así:

Nunca, Señor, pensé que te ofendía
porque jamás creí que a tu pureza
alcanzase la mísera torpeza
de quien, aun de quererlo, ¡no podría!

Triste de mí, tampoco concebía
que pudiera caber en tu grandeza
amar la nulidad y la pobreza
de este gusano vil, que dura un día.

Pero al llegar la Navidad y verte
niño y desnudo, celestial cordero,
y para el sacrificio señalado…

Sé cuánto mi maldad pudo ofenderte
y sé también —y en ello sólo espero—
que más que te he ofendido me has amado[1].


[1] Cito por Manuel Machado, Poesías completas, edición de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 536. El poema pertenece a la sección «Horario» de la recopilación poética Cadencias de cadencias (Nuevas dedicatorias), Madrid, Editora Nacional, 1943.

Villamediana en «Son mis amores reales…» (1925), de Joaquín Dicenta (y 4)

El desenlace de Son mis amores reales…[1] va a ser consecuencia de una acción combinada de Olivares y la cegada doña Francisca Tabora (aunque luego  esta rectificará: se arrepiente de su plan de venganza e intentará salvar al conde avisando a la reina). Del acto cuarto quiero destacar la escena de los presentimientos de la reina (gavilán / paloma) y la escena en que se enfrenta a Olivares. Veamos:

ISABEL.- ¿Por quién me deja
el rey en este abandono?
¿Quién de mi esposo y del trono
continuamente me aleja?
¿Quién al rey prepara tantas
fiestas para sus recreos,
quién le empuja a galanteos
con famosas comediantas?
Decid, ¿quién la llama ardiente
de sus celos alimenta,
quién, hipócrita, le cuenta
lo que se inventa y se miente?
¿Quién le alienta en el recelo
que tiene hacia mi persona,
quién con sonrisa burlona
le entregó cierto pañuelo,
prenda hallada no sé dónde
y que se dijo encontrada
junto a una bolsa bordada
con un escudo de conde?
¿Quién, con intención liviana,
ha hecho nacer, poco a poco,
su odio contra ese loco
conde de Villamediana?
¿Quién piensa que la pasión
dentro de mi alma se esconde
y ya prepara del conde
la secreta perdición,
cayendo en el necio engaño,
en la idea vil y aciaga
de que daño que a él se haga
me traerá a mí mayor daño?
¿Ignoráis quién es el hombre
que tras mi esposo se oculta
y así me ofende y me insulta?
Pues bien: mis labios el nombre
de quien tamaños pesares
me trae, a deciros van:
es Don Gaspar de Guzmán,
conde-duque de Olivares (pp. 97-98).

Ahora es el noble-poeta quien, despechado por la reina, le dice a doña Francisca que se marcha:

VILLAMEDIANA.- Me voy de España, señora.
Y como empiezo a tener
el triste presentimiento
de que tras este momento
no he de volveros a ver,
os quiero pedir perdón
confesándome culpable
de la herida que, incurable,
lleváis en el corazón,
que ahora que otra mano diestra
hiriome con su desvío,
por la del corazón mío
vengo a comprender la vuestra.
Y de vos llego a implorar
el perdón para mi culpa,
sabiendo que la disculpa
y el perdón no ha de negar
—mirando el oculto llanto
que nos iguala en dolor—
a quien pecó por amor
quien ha sabido amar tanto (pp. 106-107).

Más adelante doña Francisca intentará salvar al conde, pero… llegará tarde. La obra culmina con la muerte de Villamediana, en escena que copio a continuación (en la que el «¡Esto es hecho!» remite a lo recogido en una carta de Góngora):

MUTACIÓN

(Llega aquí, para la Historia y para el que trata de investigar en ella, un momento que los siglos, al pasar, han dejado envuelto en las tinieblas. No se sabe con certeza quién pudo ser el matador del conde; se ignora qué clase de arma empleó la mano homicida para el asesinato, y es por estas razones por las que el escritor deja el teatro a oscuras y hace que suenen las siguientes voces en la oscuridad.)

VOZ.- ¡Detened vuestra carroza,
conde de Villamediana!

VOZ VILLAMEDIANA.- ¿Quién va?

VOZ.- ¡Tomad!

VOZ VILLAMEDIANA.- ¡Ay de mí!

VOZ HARO.- ¡Al asesino!

VOZ GÓNGORA.- ¿Qué pasa?

VOCES.- ¡Favor! ¡Favor!

VOZ VILLAMEDIANA.- ¡Esto es hecho!

VOZ GÓNGORA.- ¡ Que Dios acoja su alma!

(Y como el momento de las tinieblas históricas pasó, la luz se hace otra vez para el escenario como para la Historia.)

 

EPÍLOGO

El Mentidero de Madrid. El foro de la escena supone ser lo que hoy llamamos acera derecha de la calle Mayor. Al fondo, y como a metro y medio de altura, se ve la iglesia de San Felipe, correspondiente al convento de San Felipe el Real. Ante la puerta del templo y a todo lo largo de su muro se ve una vasta lonja o azotea, cubierta de losas de piedra y provista de una barandilla. El hueco resultante entre el piso de la lonja y la calle Mayor, que cruza en primer término la escena, lo ocupan unos cuantos compartimientos, a los que se llamaba «covachuelas». Se sube a la lonja y al templo por una escalera lateral que se ve a la izquierda, y por la derecha se pierden a la vista del espectador tanto la lonja como el edificio. Es ya de noche. Asomándose a la barandilla de la lonja y ocupando el centro de la escena, se hallan dos grupos de curiosos, formados por soldados de Flandes y de Italia, caballeros, alguaciles, estudiantes, damas, hombres y mujeres del pueblo, frailes, busconas; en una palabra, toda la clase de personajes que, según la crónica, asistían a aquel lugar a la caída de la tarde. En sus rostros se mezclan el terror y la curiosidad. Y es que en el centro de la calle está el cadáver de Villamediana, tendido, con la cabeza apoyada en una de las rodillas de don Luis de Haro, que se inclina para verle la herida. Diego, el escudero del conde, sostiene un farol cuya luz da de lleno sobre el pálido rostro del cadáver. Un fraile agustino, acaso el mismo Fray Antonio de Sotomayor, que salió en busca de Góngora para que éste salvase la vida de don Juan, acaba de dar la extremaunción al conde, y en pie, frente a él, eleva en sus manos un crucifijo. Apartado de todos está don Luis de Góngora, que, dirigiéndose al Mentidero, recita la célebre décima que se le atribuye.

Y con la recitación de la décima «Mentidero de Madrid…» cae el telón.

El epílogo, que consiste en esa larga acotación, con el recitado final de la famosa décima de (o atribuida a) Góngora, recuerda la plasmación del cuadro de Manuel Castellano .

Como hemos podido apreciar, el panorama que dibuja la pieza de Dicenta es el ya conocido: Olivares distrae al rey con fiestas y amoríos, siendo él quien gobierna en realidad (el rey no es más que conde de Barcelona…). Y el texto da entrada a numerosas anécdotas de la leyenda villamedianesca: la de la dama a la que puso las manos encima en cierta ocasión; la formulación «más castigado y menos arrepentido» (en palabras de Góngora, p. 13), etc. Cabe destacar precisamente también el papel protagónico de Góngora, como amigo y consejero de Villamediana. Asimismo, la decisiva intervención de Olivares: él es quien trama matarlo con Vergel, y este propone los nombres de Ignacio Méndez y Alonso Mateo como ejecutores del crimen[2].


[1] Las citas son por Joaquín Dicenta, Son mis amores reales…, Barcelona, Cisne, 1936.

[2] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

Villamediana en «Son mis amores reales…» (1925), de Joaquín Dicenta (2)

La acción del drama[1] comienza con el anuncio del levantamiento del destierro a Villamediana (ha estado fuera de la corte dos años por culpa de sus sátiras). La noticia de su regreso a Madrid alegra a doña Francisca Tabora. En la conversación entre varias damas de la Corte se va trazando el primer retrato del conde, «ese poeta indiscreto / que llaman Villamediana», en opinión del bufón Miguel Soplillo (p. 8):

SOPLILLO.- Lo que he contado
no encierra tan grave falta,
que es galán enamorado
y digno de ser amado
don Juan de Tassis Peralta.

LEONOR.- Es muy gentil caballero.

MARÍA.- Maestro en cortesanía.

ISABEL DE ARAGÓN.- Y es poeta.

ANTONIA.- Y pendenciero.

SOPLILLO.- Diz que maneja el acero
tan bien como la ironía.
Y por esto le da nada
echar, osado, a rodar
reputación mal ganada,
que siempre sabe dejar
para responder, la espada.
Con los osados, osado.

ISABEL.- Con los grandes, distinguido.

MARÍA.- Con los necios, enfatuado.

ANTONIA.- Con los viles, deslenguado.

LEONOR.- Y con las damas rendido.

SOPLILLO.- Para él no hay cuenta empeñada,
que toda su cuenta suma,
exactamente ajustada,
con los puntos de la pluma
y la punta de la espada (p. 9).

SonMisAmoresReales2

Cabe destacar el buen ritmo de los versos de Villamediana en diálogo amoroso con la reina:

VILLAMEDIANA.- Esta lengua cortad si al hablaros
ella os causa tamaños enojos;
si mis ojos con solo miraros
os ofenden, cegadme los ojos;
mas dejadme, señora, que luego
pueda oír vuestra voz, solamente
vuestra voz, porque no importa al ciego
no poder ver al sol si lo siente.
Mas de vos no alejadme, señora,
pues, de hacerlo, podéis estar cierta
que corriendo, al dejaros ahora,
llegaré del monarca a la puerta
y a mi rey le diré con voz fuerte,
con la más fuerte voz del dolor:
«¡Dadme muerte, señor, dadme muerte,
porque por la reina me muero de amor!» (p. 18).

Versos, como vemos, de gran musicalidad y muy efectistas[2]


[1] Las citas son por Joaquín Dicenta, Son mis amores reales…, Barcelona, Cisne, 1936.

[2] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

Villamediana en «Son mis amores reales…» (1925), de Joaquín Dicenta (1)

El autor de esta obra es Joaquín Dicenta Alonso (Madrid, 1893-Madrid, 1967), hijo de Joaquín Dicenta Benedicto. Se trata de un drama en cuatro actos y un epílogo, en verso, premiado por la Real Academia Española, estrenado en el Teatro del Centro de Madrid el 28 de abril de 1925 y publicado dos años después en la colección «El Teatro Moderno» (Madrid, Prensa Moderna, año III, 26 de febrero de 1927, núm. 78)[1].SonMisAmoresReales1

 

El papel de don Juan de Tassis y Peralta lo representó José Rumeu; Carmen Seco hizo de doña Isabel de Borbón; Carolina Fernangómez de doña Francisca Tabora; Rafael Nieto del rey Felipe IV; y Francisco Ros de don Melchor Gaspar de Guzmán. Tal como indica la acotación inicial, «La acción [es] en Madrid y en Aranjuez.— El drama comienza en abril de 1621 y termina el día 21 de agosto de 1622», es decir, con la muerte del conde de Villamediana (como suele ser habitual en todas las piezas dramáticas inspiradas por este personaje). Desde el punto de vista del estilo y la métrica, cabe destacar la musicalidad del verso de una obra que, podríamos decir, cabe encuadrar dentro del teatro histórico modernista de signo poético[2].

La acción puede resumirse brevemente así: el primer acto refiere la vuelta del conde del destierro, más enamorado de la reina si cabe que antes de su partida. El segundo acto se centra en lo relativo a la representación de La gloria de Niquea en Aranjuez y el incendio del teatro. En el acto tercero asistimos a unas fiestas de toros y cañas, en las que la reina previene a Villamediana, vía Góngora, para que salga de España. Se incluyen aquí varios motivos tópicos: el conde muestra la célebre divisa «Son mis amores reales» y el rey afirma que se los hará cuartos; cuando alguien comenta que Villamediana pica bien (en alusión al rejoneo de los toros), el monarca replica «pero muy alto» (p. 83), etc. Finalmente, el acto cuarto trae el desenlace con la muerte del conde, decretada por Olivares y sancionada por el rey.

Dicenta da entrada a los principales tópicos de la leyenda de Villamediana, comenzando por el propio título, Son mis amores reales…, que nos da ya una pista de por dónde van los tiros: Villamediana, en esta versión —al igual que en La Corte del Buen Retiro de Patricio Escosura—, está enamorado de la reina doña Isabel y eso causará su muerte. Amó a doña Francisca Tabora —reconoce él mismo—, pero ese amor por la dama portuguesa ya pasó. Olivares es enemigo de la reina y, para vengarse de ella, matará a Villamediana (es algo que se apunta desde las primeras escenas). La reina Isabel, en principio, se siente halagada por ese «amor loco», si bien en su interior se entabla una fuerte lucha que la hace debatirse entre el honor y la cordura, por un lado, y el amor y la pasión por otro. En efecto, en sus diálogos amorosos la reina reprochará al conde «aquella pasión torpe y vana» (p. 17), al tiempo que le avisa de que ese amor le llevará a la muerte; por eso le pide que se refrene y se olvide de ella[3].


[1] Las citas son por Joaquín Dicenta, Son mis amores reales…, Barcelona, Cisne, 1936.

[2] Ver para esta obra José Antonio Rodríguez Martín, «Villamediana en la poesía decimonónica», en Homenaje a Pedro Sainz Rodríguez, Vol. 2, Estudios de lengua y literatura, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986, pp. 164-165 y Yasmina Reviriego, «La figura del conde de Villamediana convertida en personaje literario de la mano de escritores de los siglos XIX y XX», en su blog Viaje al desbordante Barroco, 29 de febrero de 2016, <http://viajealdesbordantebarroco.blogspot.com.es/2016/02/la-figura-del-conde-de-villamediana.html&gt;. Rodríguez Marín concluye que «el siglo XX, a pesar de su distancia con respecto a la figura de Villamediana, también hace acopio de su espíritu y de su leyenda, para llenar páginas, en algunos casos, antológicas. […] el teatro, en un claro intento restaurador, recupera la imagen mítica del Conde» (p. 165).

[3] Ver para más detalles mi trabajo «“La verdad del caso ha sido…”: la muerte del conde de Villamediana en cuatro recreaciones dramáticas (1837-2008)», en Ignacio Arellano y Gonzalo Santonja Gómez-Agero (eds), La hora de los asesinos: crónica negra del Siglo de Oro, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2018, pp. 59-95.

«Corpus y otros cuentos» de Gabriel Miró: la incomunicación entre niños y adultos

PasiegasConCuevanaAdemás de en «Corpus», donde es el tema central, la incomunicación entre niños y adultos se refleja también en «La niña del cuévano» (pp. 80-83)[1], relato fechado en 1901. El narrador y sus compañeros, que descansan a la sombra de un árbol, ven acercarse a una niña en la que intuyen una «íntima y oscura vida de abandono y sufrimiento» (p. 81). Le preguntan por su familia: el padre ha muerto, el hermano vive lejos, el cuñado está preso, la madre y la hermana no la quieren; entonces el narrador, creyéndola desvalida, la exhorta a cultivar el amor. Pero sus palabras amorosas contrastan con la actitud de la niña, con su crueldad, que aflora primero al matar un insecto (al que el narrador dota, como en otras ocasiones, de características humanas):

Apareció un insecto, muy grave, muy grueso, de patas sutiles, con negra vestidura reluciente. Andaba despacio, pesado, como reflexivo, y nos recordaba algún conocido nuestro, respetable varón que aparentaba maquinar profundidades y es posible que no piense ni haga nada. Un grano de semilla caída del árbol hízole parar; luego tuvo desasosiego; sin embargo, debió de recibir muy gran contentamiento, según se frotaba las manos, es decir, los hilillos de sus palpos, y quedó meditando, meditando.

La rapaza tomó una aguda pedrezuela; hundiósela por la espalda, y el desdichado conocido nuestro crujió y se tumbó reventado (p. 81).

La niña del cuévano muestra así estar incapacitada para el amor: ni la quieren, ni ella quiere. El narrador, no sin cierta pedantería[2], cita a Luis Vives y sigue haciendo buenos propósitos para ganar a la niña para la causa del amor:

Y no hay mejora más bella y santa que el amor. Y pensamos en esa tarde que era bueno llevar al amor un alma reciente, tierna, que podía prenderlo con otras, creando una costumbre de amor que alcanzase a ser herencia y naturaleza (p. 83).

La anima, en efecto, a «amar de alegría». Pero este desideratum del narrador queda vacío de sentido ante las palabras y las acciones de la niña: ella solo ha aguantado el sermón pensando que le comprarían un objeto de los que vende y, así, pregunta «vibrante de enojo»: «Pero ¿me merca usted el cuévano u qué?» (p. 83; ya antes había pedido: «¡Mérqueme este cuévano!», p. 80, con lo que se dota al relato de cierta estructura circular). Además, la acción que lleva al cabo al pronunciar esa frase es todavía más desalentadora[3]:

Y sus pies aplastaron un hervidero de hormigas que sepultaban al negro y gordo insecto desgarrado por la piedra… (p. 83)[4].


[1] Citaré por Gabriel Miró, Corpus y otros cuentos, en Obras completas, 5.ª ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1969. Hay otras ediciones modernas, por ejemplo: Corpus y otros cuentos, ed. de Gregorio Torres Nebrera, en Obra completa, vol. 7, Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo / Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, 1995; Corpus y otros cuentos, ed. de Francisco Javier Díez de Revenga, Madrid, Castalia, 2004; y Corpus y otros cuentos, en Obras completas, vol. II, ed. y prólogo de Miguel Ángel Lozano Marco, Madrid, Fundación José Antonio de Castro, 2007.

[2] Él mismo se da cuenta de su tono erudito, poco adecuado para captar el interés de la niña: «Nos contuvimos un momento porque nos pareció que habíamos razonado a lo predicador, elevado y solemne» (p. 83). Ya antes había irrumpido ese tono reflexivo altisonante del narrador: «El dolor, el placer, los anhelos pasan profundamente, como ríos sepultados por estas vidas humildes, y aunque ellas no lo sepan, aunque no se den cuenta, sienten ciegamente sus ondulaciones bravías, y sus riesgos dichosos, y sus ruidos torrenciales… No; no nos apartemos distraídos; alumbremos estas aguas del misterio» (p. 82).

[3] Como destaca James H. Hoddie, «El tema de la alienación en algunos cuentos», en Unidad y universalidad en la ficción modernista de Gabriel Miró, Madrid, Orígenes, 1992, p. 29, la ironía del relato resulta más clara en diálogos entre personajes instruidos con otros que no lo están, como sucede en este caso.

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «Corpus y otros cuentos, de Gabriel Miró. Análisis temático y estructural», en Miguel Ángel Lozano y Rosa María Monzó (coords.), Actas del I Simposio Internacional «Gabriel Miró», Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1999, pp. 313-332.