Por debajo de la “cáscara” cómica y aparentemente intrascendente, hay en el relato de Sender[1] un meollo de contenido más hondo que deja en el lector un poso de angustia y dolor, no exento de cierto sentido trágico. Ciertamente, la metamorfosis de doña Catalina es solo la anécdota externa, pero está cargada de valor simbólico: Cervantes, en Esquivias, vive en medio de un mundo de gallinas, valga decirlo así, inmerso en una realidad prosaica y cotidiana —opresiva también— que coarta su libertad como escritor y como persona. En este sentido, la acción de doña Catalina cortando las alas del halcón herido que cuida su marido constituye una metáfora transparente de esa realidad que cercena la libertad del escritor, impidiéndole volar a regiones más altas. Así, la formulación «Cervantes repetía que sería injusticia hacer esclava a un ave a quien Dios había hecho libre» (p. 28) recuerda claramente las palabras de don Quijote en el episodio de la liberación de los galeotes: «… porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres» (Quijote, II, 22). Al final, el halcón se recupera y logra escapar volando hacia las alturas (pp. 67-68), anticipando el final de la novela y el destino del escritor:
Y Cervantes salió aquel día de Esquivias y no volvió nunca. Sin los majuelos. Se fue a Andalucía a reunir víveres para la expedición de la Invencible, que fue vencida poco después. Sabido es el soneto que escribió más tarde, burlándose del duque de Medinasidonia y el que dedicó a Felipe II. De aquellos dos sonetos estaba Cervantes justamente satisfecho. Él que tanto empeño puso en escribir poesía (p. 111)[2].
Como vamos viendo, la presencia de los animales, con un valor simbólico, es constante en la obra, y se extiende más allá de la gallinificación de doña Catalina. Así, otro símbolo muy notable es el de la gallina herida por un gato; tras el asalto al gallinero, esta gallina ha quedado muy maltrecha y todas las demás la picotean (p. 76). Cervantes, en su manquedad, se identifica con ella:
Veía Cervantes su propia mano manca por heridas de guerra y recordaba el arcabuzazo en el pecho. Creía hallar alguna congruencia en la actitud de toda aquella gente con él. Tampoco él se podía valer con las dos manos (p. 77).
Durante el día seguía preocupándole lo que sucedía en el corral con la gallina herida. Si reflexionaba un poco no tardaba en comprender que en la casa, y tal vez en la vida, pasaba lo mismo con él. Sabiéndolo manco, deseaban hacerle sentir su vulnerabilidad, tal vez (pp. 78-79).
Y es que, en efecto, él se siente ninguneado por los familiares de doña Catalina, que ni aprecian el valor heroico de sus heridas recibidas en combate, ni consideran el oficio de escritor un trabajo, una ocupación rentable en términos de dineros:
Iban haciéndose las cosas difíciles para Cervantes y no sólo por la metamorfosis de doña Catalina. Algunos comenzaban a pensar que Cervantes no trabajaba, no hacía nada dentro ni fuera de la casa (p. 69).
Por el contrario, constantemente se le recuerda que el abuelo de Catalina tuvo un próspero negocio de venta de pollos y huevos (cierta vez logró vender 600 gallinas a los polleros de Valdemoro), del que todos se sienten muy orgullosos. Para su familia política el dinero es más importante que el valor. Por ejemplo, tienen un pariente arrendador de alcabalas que ha hecho dinero, y doña Catalina comenta: «Ese, vale mucho» (p. 70); y su hermano clérigo añade: «Ese arbitrista no se anda en Galateas ni galateos» (p. 70), dardo envenenado contra Cervantes, porque por esos días está pensando en redactar la segunda parte de La Galatea (pero no se decide, entre otras cosas porque no se atreve a usar para escribir «unas resmas de estracilla que había en la casa y que figuraban también en el contrato de boda», p. 61; se alude otra vez a ellas en la p. 104). La situación hace que Cervantes se sienta consternado: «Tenía el deseo de marcharse de Esquivias cuanto antes, pero no sabía cómo» (p. 91).
Pero todavía hay más, y se trata de algo más grave: el hermano clérigo de doña Catalina, del que se destaca su «sordidez» (p. 25), simboliza una España autoritaria en el que no hay lugar para los seres marginales, sean estos gitanos (ver pp. 26 y 47), moriscos[3] o conversos. En este sentido, la novela de Sender no pasa por alto el tema de los antecedentes conversos de Miguel de Cervantes, con varias alusiones explícitas, que se acumulan en la parte final del relato:
No tardaron en descubrir que Cervantes rehusaba a veces comer carne de cerdo. No todas las clases de carne de cerdo. Por ejemplo, el jamón serrano bien curado, cuando tenían un pernil colgado en la despensa, le gustaba y, en las tardes de invierno, una loncha con un poco de tomate en conserva, un trozo de pan y medio vaso de vino era una buena merienda que le entonaba. Quedarse entonces al amor del fuego una hora sin hacer nada, soñando y dormitando, era una delicia (p. 79).
Aquella tarde el clérigo dijo al hidalgo: «Mi cuñado don Miguel de Cervantes viene de conversos.» Cervantes era rubio, de frente despejada y expresión abierta. Es verdad que tenía una nariz corva y afilada y los labios gruesos y saledizos, aunque la boca era pequeña. En todo caso, el carácter de Cervantes, un poco solitario y evasivo, distaba del de otros escritores que no venían de conversos, como por ejemplo Lope de Vega (p. 80).
Un día se dio cuenta Cervantes de que la transformación de doña Catalina era menos sensacional para sus amigos que la sospecha creciente de haber habido judíos en su linaje. No era Cervantes judío, pero venía de conversos (p. 92).
Había pensado también seriamente Cervantes en salir para Indias, común refugio de los desventurados. Pero para conseguir la autorización necesitaba una justificación de limpieza de sangre, porque había recelo y ojeriza con los sospechosos de judaísmo e incluso con los conversos de reciente data. Esta era una ley nueva (p. 94).
Cervantes sabía un poco de árabe y más hebreo, aunque en ninguno de esos idiomas era maestro. Algunos pasajes de Ezequiel podía leerlos en el idioma original, pero aquella era una virtud no comunicable (pp. 101-102).
Un día, el párroco se permitió una alusión que alarmó un poco a Cervantes. Habló de los que preferían el aceite a la grasa de tocino para freír huevos. Luego le preguntó a Cervantes si el nombre Ana era judío y lo que quería decir (p. 106).
Comenzaba el clérigo a mirar de reojo a Cervantes por alguna de las siguientes causas. Por haberse enterado de que tenía una hija natural nacida de sus amores con la comediante Ana Franca (una hija a quien Cervantes amaba y que se llamaba Isabel de Saavedra). Por su arrepentimiento de haber casado a la hermana joven con un converso o hijo o nieto de conversos veinte años más viejo y manco. Por haber averiguado que, antes de ir Cervantes a Italia, mató a un hombre en duelo por lo cual fue condenado a diez años de destierro y a la amputación de la mano derecha, sentencia que afortunadamente no se cumplió. O, simplemente, porque recelaba de aquel interés varias veces manifestado por los majuelos de Seseña (p. 106)[4].
[1] Cito por Ramón J. Sender, Las gallinas de Cervantes, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2002.
[2] Los majuelos aludidos formaban parte también de la dote aportada por la novia. Luego se refiere a los célebres sonetos que comienzan «Vimos en julio otra Semana Santa…» y «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza…», dedicado este segundo al túmulo de Felipe II en la catedral de Sevilla.
[3] La primera alusión, aparentemente casual e inocente, ocurre al hablar de unos guarismos («Por entonces, supo [la sobrina de doña Catalina] que los guarismos eran de origen árabe, y les tomó ojeriza. Eran moriscos, es decir, cosa del diablo», p. 54). La Inquisición se menciona varias veces (ver por ejemplo p. 67).
[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una recreación cervantina: Las gallinas de Cervantes, novela corta de Ramón J. Sender (1967)», en Maira Angélica Pandolfi, Márcio Roberto Pereira, Marcos Hidemi de Lima y Wellington R. Fioruci (eds.), Confluências Transatlânticas. Narrativa Contemporânea Ibérica e Ibero-Americana, Campinas (São Paulo), Mercado de Letras, 2021, pp. 313-336.