El afán de verosimilitud en la novela histórica romántica española (2)

El lago de Carucedo, de Gil y CarrascoSon muy frecuentes las alusiones a la crónica en La campana de Huesca; el narrador dice haberla encontrado a orillas de las alamedas de la Isuela y se presenta como «humilde copista de esta crónica»[1], aunque completa su información con otros papeles sueltos. Ni rey ni Roque es una historia sacada de unos rollos de pergamino que el narrador simplemente transcribe y entrega a un editor para que los dé al público. Los caballeros de Játiva es el fruto de las investigaciones, durante un verano, en una biblioteca. En El lago de Carucedo un viajero escucha al barquero la historia, que está escrita en los papeles de don Atanasio, el cura[2].

Otras veces, se combina el seguimiento de una crónica y la investigación personal del narrador-autor. Veamos por ejemplo estas palabras de la conclusión de Sancho Saldaña:

Hasta aquí la crónica de que hemos extractado esta historia que, si bien la creemos agradable, no la juzgamos exenta de defectos, y sobre todo no nos satisface la manera que el cronista tiene de satisfacer ciertas dudas. También hemos notado algunos olvidos, y quizá haya algunas contradicciones; pero como nuestro deber era compilar y no corregir, nos hemos conformado en un todo con el original. Con todo, como si se concluyese aquí la historia quedaría tal vez disgustado el lector por no saber qué se hicieron algunos personajes de ella, nosotros, a fuerza de escrutinios e investigaciones, hemos hallado algunas noticias que vamos a comunicarle (p. 751)[3].


[1] «La tarea del copista se ha limitado a descifrar y poner en claro los confusos pergaminos donde por tantos siglos ha estado desconocida esta crónica, y a descargar el estilo de voces y frases ha mucho ausentes de los labios de los españoles» (p. 7).

[2] «Pareciole a nuestro viajero por extremo curioso el manuscrito, y acortando ciertas sutilezas escolásticas que el buen don Atanasio no había economizado a fuer de buen teólogo, lo adobó y compuso a su manera. Como es muy amigo nuestro y sabemos que no lo ha de tomar a mal nos atrevemos a publicarle» (p. 223). Otro ejemplo: «Estos acontecimientos, consignados en una vieja y carcomida crónica, son los que vamos a escribir, no con elegancia ni prolijidad, sino concienzuda y fielmente, entresacando los hechos de sus roídas hojas, como las abejas extraen la miel del cáliz perfumado de las flores» (El testamento de don Juan I, p. 9).

[3] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

El afán de verosimilitud en la novela histórica romántica española (1)

El narrador suele dar fe de que su novela es una «verídica historia»; los novelistas que han manejado más documentación suelen aportar, incluso, notas eruditas (el caso extremo es el de Martínez de la Rosa, aunque también Cortada y Navarro Villoslada las añaden) indicando sus fuentes, comentando aspectos lingüísticos, político-sociales y culturales de la época de su novela que resulten extraños[1] o requieran alguna aclaración, o señalando, los más escrupulosos, hasta los más pequeños desvíos de la historia real que se han permitido[2].

Por supuesto, este aspecto depende de cada autor y de su preocupación por la reconstrucción histórica del momento que le ocupa, con grados que van desde lo arqueológico de Doña Isabel de Solís a la casi nula preocupación de los entreguistas, pasando por autores que dejan ver en sus novelas una documentación seria, pero no tan excesiva que ahogue su fantasía[3]. Pero todos por igual señalarán la historicidad de lo que escriben y algunos llegarán a llamarse «historiadores verídicos».

Cronista medievalEn este sentido, un aspecto muy interesante a la hora de aumentar la verosimilitud de lo que se cuenta es el recurso tópico a la crónica o manuscrito que el autor dice seguir al pie de la letra; de esta forma la novela cuenta con «la fidelidad de la historia». Una variante es la técnica de los «papeles hallados»: el narrador-autor (aquí es difícil discernir) ha encontrado, bien en el curso de sus investigaciones, bien por pura casualidad, unos documentos que él se limita a transcribir y editar; de esta forma, la novela no se presenta como suya, sino avalada por la antigüedad de la historia o de una persona de mayor autoridad. Era un recurso habitual de la novela de caballerías, parodiado por Cervantes en el Quijote con la mención del historiador arábigo Cide Hamete Benengeli[4].


[1] Fernández y González justifica en nota el que una mujer de su Bernardo del Carpio sepa escribir en aquella época; el autor de Amor y rencor sale al paso de quienes podrían calificar de inverosímil el hecho de presentar a una mujer vistiendo y entrando en combate como un hombre.

[2] Escosura, en unas «Advertencias» al final de Ni rey ni Roque, pide disculpas por los posibles fallos históricos dado que, por las especiales circunstancias de composición (confinamiento, exilio, servicio en el ejército y en la Guardia Real), no ha podido consultar mapas o libros de historia, debiendo confiar solo en su memoria. También el autor de Edissa pide perdón por los anacronismos que haya podido introducir.

[3] Y así, abundan las descripciones de armas con sus motes y divisas, vestidos, mobiliario, ceremonias (torneos, justas, nombramiento de caballeros) y, en general, de todos aquellos elementos que contribuyen a la consecución del «color local» más o menos tópico del medievalismo romántico.

[4] Cfr. Martín de Riquer, Aproximación al «Quijote», Madrid, Salvat-Alianza, 1970, pp. 65-67. Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

La omnisciencia del narrador en la novela histórica romántica española (y 3)

Así pues, desde su omnisciencia, el narrador controla, como poderoso demiurgo, todos los aspectos de la novela (narración, descripción y diálogos) y se hace presente en sus páginas a cada momento. Lo cual no quita para que a veces decida limitar esa omnisciencia, afirmando no conocer algo (siempre pequeños detalles[1]) y también suprimir algún diálogo poco interesante o alguna descripción que resulta repetitiva o demasiado truculenta. Esta «pereza narrativa» se manifiesta con frases de este jaez: «no es dable describir…», «no hay palabras para mostrar…», «imposible sería pintar…», «no nos detendremos en…», «dejamos a la consideración del lector…», «largo y prolijo fuera retratar…», «sería narración verdaderamente interminable…». Comentaré a continuación algunos ejemplos concretos.

El narrador de La campana de Huesca escamotea unas descripciones que dice están en la crónica que sigue (pp. 54-55); el de La conquista de Valencia por el Cid tiene que solicitar la ayuda de Virgilio y de los «trovadores del Tay y del Sena» porque no puede describir la «tierna escena» de la entrevista entre el héroe y doña Jimena[2]. Parece que el encuentro de los amantes ofrece especiales dificultades, pues también se excusa el narrador de El golpe en vago cuando Isabel y Carlos se reúnen definitivamente: «Estas escenas de rara ocurrencia en la vida humana poseen una intensidad, una elevación de sentimientos que no pueden expresar las descripciones» (p. 1117). En Bernardo del Carpio se rehúsa describir una escena de horror (un niño devorado por los lobos, p. 445). No se nos describe un baile aldeano en La heredera de Sangumí por ser muy similar a «lo que vemos en nuestros días» (p. 1138). En Sancho Saldaña, en fin, el narrador menciona un torneo: «Pero como ya se ha descrito muchas veces este género de pasatiempos, y nadie ignora en lo qué consistían, nos contentaremos con decir…» (p. 688).

Torneo

En definitiva, el narrador de la novela histórica romántica española es tan sencillo que apenas ofrece características especialmente interesantes que comentar[3].


[1] Son frecuentes las expresiones del tipo «no podemos asegurar…», «no sé decir…», «sospechamos…», etc. Por ejemplo, en La heredera de Sangumí el narrador señala en nota que ha revuelto varios papeles para saber cuál era el romance que cantaba Matilde, pero que le ha resultado imposible averiguarlo (p. 1169).

[2] Más adelante ocurre algo similar con el encuentro de Jimena con sus hijas después de larga ausencia: «No es posible pintar con el colorido de la verdad esta escena; las almas sensibles adivinarán los transportes y suavísimas conmociones que experimentaron» (pp. 316-317).

[3] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

La omnisciencia del narrador en la novela histórica romántica española (2)

Es muy frecuente la comunicación entre narrador y lector (los dos, como he indicado en la entrada anterior, son ajenos al tiempo de la narración), por medio de frases del tipo «como se imaginará el discreto lector», «si no lo ha olvidado el lector», «como puede suponer quien esto leyere», etc. En ocasiones, el narrador no se refiere a un lector implícito en general, sino que habla concretamente a «los maridos» o a «las lectoras»[1]. A veces finge acompañar al lector mostrándole los personajes, escenarios y acciones de la novela. Esa relación se marca todavía más con el uso y abuso de otras expresiones que van señalando a cada paso la presencia del narrador: «según vimos», «como dijimos»[2], «nuestro héroe», «un viejo conocido nuestro», «como ya señalé hace poco».

Libros antiguos

En definitiva, el narrador se encarga de manejar todos los hilos del relato: nos ofrece al principio un cuadro general con la situación histórica de la época en que sitúa su novela e introduce de vez en cuando pequeños resúmenes para facilitar la ambientación[3]; da la palabra a los personajes para que hablen (normalmente por medio de diálogos largos y un tanto afectados, aunque siempre hay excepciones) o bien se recrea en largas y frecuentes descripciones (del paisaje, de armas, de vestidos) que ralentizan algún tanto el tempo de la novela, acelerado por la sucesión de lances y aventuras; o introduce algún toque de humor (que no son muy frecuentes en este tipo de obras); o abandona a un personaje para seguir a otro[4]; o intercala historias secundarias, a veces con muy poca relación con la principal, o incluye digresiones y afirmaciones generalizadoras de tipo moral, político o literario. Es, en fin, un narrador que deja muy poco margen para la participación activa del lector; como señala Pozzi, el lector implícito de El doncel de don Enrique el Doliente —y su conclusión es válida para las otras novelas— resulta muy sencillo:

Sus conocimientos —determinados de manera explícita por el texto— se reducen a una familiaridad superficial con la vida cotidiana del siglo XIX; ignora por completo cualquier aspecto histórico o cultural del siglo XV. Es, además, un lector corto de memoria y de exigua capacidad inferencial. El narrador le proporciona todo lo necesario para la construcción de la imagen que abarca la obra; en cierto sentido, le entrega una imagen ya digerida e interpretada: le recuerda datos; marca con explicitez los acontecimientos significativos; y comenta su importancia dentro de la trama. El lector añade poco de su parte, queda «sobrecodificado», su papel sobredeterminado y, por lo tanto, carece de libertad en este tipo de novela; se subyuga a la voluntad del narrador, quien constituye la «autoridad suprema»[5].


[1] «Mas pienso que no haya de desagradar a las lectoras el saber que Aznar, a pesar de su crueldad, trató toda su vida amorosísimamente a Castana» (La campana de Huesca, p. 569); «Mi más cándida lectora lo hubiera comprendido», escribe Fernández y González (La mancha de sangre, p. 36), y también Teresa Arróniz y Bosch se dirige en particular a «nuestras lindas lectoras» (El testamento de don Juan I, p. 87).

[2] Es muy frecuente que el narrador emplee el plural de modestia.

[3] El capítulo IV de Edissa es una «Advertencia histórica» sobre la situación de los judíos en aquella época; el primer capítulo de la segunda parte de Pedro de Hidalgo se titula «Breve reseña histórica para el mejor conocimiento de los hechos venideros».

[4] «Mas la ilación de los sucesos nos ha apartado de un personaje a quien debemos seguir aún breves momentos para que no aclare algún punto de alta importancia para el final de esta historia» (Los caballeros de Játiva, p. 279).

[5] Gabriela Pozzi, «El lector en la novela histórica: El doncel», en Discurso y lector en la novela del siglo XIX (1834-1876), Amsterdam / Atlanta, Rodopi, 1990, p. 142. Me parece acertada su explicación de este fenómeno: «Con la novela histórica comienza el renacimiento decimonónico de la novela y la creación de un nuevo público burgués y pequeño burgués; era de esperar que el entrenamiento del lectorado comenzara con papeles sencillos cuyo desempeño no exigiera un alto grado de competencia literaria» (p. 43). Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.

Aspectos estructurales de la novela histórica romántica española

La novela histórica romántica española no es muy complicada en lo que al manejo de técnicas se refiere; no existen —no pueden existir en este momento incipiente de la novela moderna— grandes complicaciones narrativas; es más, el escritor de este subgénero histórico cuenta con una larga serie de recursos repetidos una y otra vez en estas novelas a modo de clichés, muchos de los cuales están tomados de las novelas de Walter Scott. Pues bien, son estos recursos y técnicas lo que voy a estudiar en las próximas entradas, separándolos en cuatro grandes grupos, según correspondan al narrador, a la caracterización de los personajes, a la intriga o al tratamiento del tiempo y el espacio.

El corpus de obras que he manejado para tratar de establecer los recursos de la novela histórica romántica española está formado por cerca de una treintena de títulos[1]:

-Alcalá y Menezo, Ángel, Pedro de Hidalgo o El castillo de Tíscar, 2.ª ed., prólogo de Juan de Mata Carriazo, Sevilla, Editorial Católica Española, 1945.

-Andrés Tomé, Calixto de, Edissa o Los israelitas de Segovia, Cuenca, Imprenta de Manuel Mariana, 1875.

-Arróniz y Bosch, Teresa, El testamento de don Juan I. Novela histórica original, 2.ª ed., Madrid, Imprenta de Salustiano Ríos y C.ª, 1855.

-C., G. de, Amor y rencor o sea Pachecos y Palomeques, Barcelona, Imprenta de Juan Oliveres, 1833.

-Campión, Arturo, Don García Almorabid. Crónica del siglo XIII, Tolosa, Casa editorial de Eusebio López, 1889.

-Cánovas del Castillo, Antonio, La campana de Huesca, prólogo de Serafín Estébanez Calderón, Madrid, Tipografía de Manuel G. Hernández, 1886.

-Cortada y Sala, Juan, El templario y la villana, Barcelona, Imprenta de Brusi, 1840, 2 tomos.

-Cortada y Sala, Juan, La heredera de Sangumí. Romance épico del siglo XII, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 1123-1278.

-Cortada y Sala, Juan, El rapto de doña Almodis, Barcelona, Don Juan Francisco Piferrer, 1836.

-Escalante, Amós de, Ave, Maris Stella, en Obras escogidas de don Amós de Escalante, II, Madrid, Atlas, 1956 (BAE, 94), pp. 5-162.

-Escosura, Patricio de la, Ni rey ni Roque. Episodio histórico del reinado de Felipe II, año 1595, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 753-881.

-Espronceda, José de, Sancho Saldaña o El castellano de Cuéllar. Novela histórica original del siglo XIII, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 489-751.

-Estébanez Calderón, Serafín, Cristianos y moriscos. Novela lastimosa, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 1595-1627.

-García de Villalta, José, El golpe en vago. Cuento de la decimaoctava centuria, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 883-1121.

-Fernández y González, Manuel, Bernardo del Carpio. Leyenda histórica original, Madrid, publicada bajo la dirección de don Joaquín Morales, 1858.

-Fernández y González, Manuel, La mancha de sangre. Novela original, 2.ª ed., Madrid, Imprenta de don Fernando Gaspar, editor, 1858.

-Gil y Carrasco, Enrique, El lago de Carucedo. Tradición popular, en Obras completas de Enrique Gil y Carrasco, II, Madrid, Atlas, 1954 (BAE, 74), pp. 219-250.

-Gil y Carrasco, Enrique, El señor de Bembibre. Novela original, ed. de Jean-Louis Picoche, Madrid, Castalia, 1986.

-Larra, Mariano José de, El doncel de don Enrique el Doliente. Historia caballeresca del siglo XV, ed. de José Luis Varela, Madrid, Cátedra, 1984.

El doncel de don Enrique el Doliente, de Larra

-López Soler, Ramón, Los bandos de Castilla o El caballero del Cisne. Novela original española, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 37-217.

-López Soler, Ramón, Jaime el Barbudo, ed. de Enrique Rubio Cremades y María de los Ángeles Ayala Aracil, Sabadell, Caballo-Dragón, 1988.

-Martínez de la Rosa, Francisco, Doña Isabel de Solís, reina de Granada. Novela histórica, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 1279-1593.

-Navarro Villoslada, Francisco, Doña Blanca de Navarra. Crónica del siglo XV, Madrid, Giner, 1975.

-Navarro Villoslada, Francisco, Doña Urraca de Castilla. Memorias de tres canónigos. Novela histórica original, Madrid, Apostolado de la Prensa, 1945.

-Navarro Villoslada, Francisco, Amaya o los vascos en el siglo VIII. Novela histórica, San Sebastián, Ttarttalo Ediciones, 1991.

-Perales, Juan Bautista, Los caballeros de Játiva. Los héroes de Montesa, Valencia, Librería de Pascual Aguilar, 1878.

-Trueba y Cossío, Telesforo de, Gómez Arias o Los moros de las Alpujarras, traducción libre de Mariano Torrente Madrid, Oficina de Moreno, 1831.

-Vayo, Estanislao de Cosca, La conquista de Valencia por el Cid. Novela histórica original, en Felicidad Buendía (ed.), Antología de la novela histórica romántica española (1830-1844), Madrid, Aguilar, 1963, pp. 219-320.

Evidentemente, solo podré ejemplificar cada característica con una o dos citas, remitiendo a veces a otros lugares para más ejemplos[2].


[1] Citaré de forma abreviada, solo con el título de la novela y el número de página, que corresponde siempre a la edición señalada en este corpus.

[2] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Estructuras y técnicas narrativas de la novela histórica romántica española (1830-1870)», en Kurt Spang, Ignacio Arellano y Carlos Mata (eds.), La novela histórica. Teoría y comentarios, Pamplona, Eunsa, 1995, pp. 145-198; 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1998, pp. 113-151.