Lope de Vega, entre el estudio y la oración

Lope es nombrado clérigo de Evangelio, pero el grado tarda en llegar, así que vuelve a Madrid para llevarse a Toledo a su hija Marcela[1]. Seguramente es ahora cuando recoge en la casa madrileña de Francos a los hijos supervivientes tenidos con Micaela de Luján: Marcela y Lopito. Finalmente, con la salud algo quebrantada, es ordenado de presbítero en Toledo el 24 de mayo de 1614. A primeros de junio ya está de vuelta en Madrid, donde canta misa en el convento de los Carmelitas Descalzos.

Convento de los Carmelitas Descalzos en Madrid

En una epístola dirigida A don Antonio Hurtado de Mendoza resume su jornada diaria, repartida entre el estudio y el oratorio:

Entre los libros me amanece el día,
hasta la hora que del alto cielo
Dios mismo baja a la bajeza mía,
y cuando nuestra luz con pies de hielo
la noche eclipsa, lo que al rezo sobra
su parte, con las musas me desvelo…

Y Pérez de Montalbán, en la Fama póstuma, ponderará el modélico vivir durante años del sacerdote Lope:

Con este concierto de vida pasó Lope muchos años, viviendo siempre con tanta atención a su conciencia, con tanto respeto a su estado, con tanto despego al siglo, con tanto afecto a la virtud, con tanto descuido de su vida y con tanto cuidado de su muerte, que parece que la deseaba o la suponía muy cerca, porque con mucho tiempo hizo su testamento.


[1] El texto de esta entrada está extractado del libro de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin Vida y obra de Lope de Vega, Madrid, Homolegens, 2011. Se reproduce aquí con ligeros retoques.

Lope se prepara para el sacerdocio

El escritor recibiría, en efecto, las órdenes menores en Madrid, en marzo de 1614, y el día 12 marchaba a Toledo para ordenarse de presbítero[1].

Toledo

Pero Lope es incorregible, y mientras espera en la imperial ciudad para ordenarse, se aloja… ¡en casa de su antigua amante Jerónima de Burgos!, tal como le cuenta al duque de Sessa:

Aquí me ha recibido y aposentado la señora Gerarda con muchas caricias. Está mucho menos entretenida y más hermosa. Besa los pies de Vuestra Excelencia y me manda le escriba mil recados.

[…]

Mi vida es esta; y los pasos, de la posada a la iglesia; rezar dos horas, que ya me obligan, y a la noche hablar un rato, mientras llega la del sueño, con algún amigo; y porque quien todo lo niega todo lo confiesa, también me divierto de mis tristezas con la amiga del buen nombre, que ya tiene esto de gusto para Vuestra Excelencia, porque no hay cosa que suene a los oídos de quien ama como el nombre de lo que quiere, aunque sea en sujeto ajeno.

[…]

La tal persona [Jerónima] está fresca y buena.

Se ha tratado de justificar este episodio diciendo que, si Lope está en contacto en Toledo con Jerónima de Burgos, es para favorecer el interés amoroso que el de Sessa siente por la cómica, no por razones personales, es decir, no como galán. Pero con todos los antecedentes señalados, tal explicación resulta poco creíble. El solo hecho de convivir en la misma casa que su antigua amante, cuando estaba a punto de recibir la dignidad sacerdotal, era ya de por sí una idea, cuando menos, bastante peregrina…


[1] El texto de esta entrada está extractado del libro de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin Vida y obra de Lope de Vega, Madrid, Homolegens, 2011. Se reproduce aquí con ligeros retoques.

1614, nueva crisis religiosa de Lope

Lope de VegaEn el año de 1614, doblada ya la cincuentena, una nueva crisis de conciencia lleva a Lope a ordenarse sacerdote[1]. Algunos críticos califican esta decisión de loca y descabellada, pero otros biógrafos, como por ejemplo Entrambasguas, rechazan que tal decisión obedezca a un impulso momentáneo y frívolo, o que el escritor la tome por asegurar el bienestar económico. Sería más bien el resultado de un lento desarrollo psicológico. Pérez de Montalbán, en la Fama póstuma, la explica como consecuencia del desengaño sufrido tras la muerte de su esposa Juana de Guardo:

Sintió la madre la falta de su hijo [Carlos Félix] con tan verdadera fatiga, que nunca volvió en su antigua salud y a la primera enfermedad murió en ocho días, que una calentura sobre una pesadumbre de derecho pide la mortaja. Quizá para más bien de la difunta y para mayor desengaño de Lope, que viendo en aquella profanada belleza desteñida la púrpura de sus mejillas, ajada la nieve de su frente, macilento el color de su semblante, quebrados los cristales de sus ojos, traspilladas las perlas de sus dientes, helados los marfiles de sus miembros y desconocidas las señas de sus faiciones, se resolvió a no admitir tercero casamiento y a buscar nuevo modo de vida humana que le asegurase la divina. Para cuyo efeto dejó de raíz cuantos estorbos le pudieran embarazar en el siglo, retirose de las ocasiones más leves, trató solo del remedio de su alma; solicitó el hábito de la Sagrada Orden Tercera, entró en la congregación del Caballero de Gracia, acudió al servicio de los hospitales, ejercitose en muchas obras de misericordia, visitó el templo de Nuestra Señora de Atocha, de quien era muy apasionado, los sábados por voto y todos los días por devoción, y últimamente, resuelto a lo mejor se fue a Toledo y volvió sacerdote.

El propio Lope rememora su decisión de ordenarse sacerdote en su Epístola al doctor Matías de Porras:

Aunque con tanta indignidad cobarde,
el ánimo dispuse al sacerdocio,
porque este asilo me defienda y guarde.

Paso la vida en soledades tristes,
creciendo de mis males el aumento
desde los bienes que perder me vistes,

si bien el nuevo oficio me da aliento,
que si por él no fuera, de mis años
cayera por la tierra el fundamento.

Y en la epístola a Amarilis, le escribe:

Dejé las galas que seglar vestía;
ordeneme, Amarilis, que importaba
el ordenarme a la desorden mía.


[1] El texto de esta entrada está extractado del libro de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin Vida y obra de Lope de Vega, Madrid, Homolegens, 2011. Se reproduce aquí con ligeros retoques.

Cervantes y don Quijote, armas y letras

En cuanto a su quehacer, Cervantes responde al modelo del «soldado-poeta» que maneja con igual soltura la pluma y la espada, que une en su persona las armas y las letras, lo mismo, por cierto, que su personaje don Quijote[1]. En efecto, los dos son poetas en el sentido etimológico del término (‘hacedores, inventores de ficciones’), en tanto crean mundos nuevos con las palabras: Cervantes en su brillante producción literaria, don Quijote al renombrar continuamente la realidad, o inventar una realidad nueva gracias al poder mágico de la palabra. Y también son los dos poetas en sentido estricto, esto es, ambos componen versos (muchas veces con reminiscencias garcilasistas).

La pluma y la espada

Respecto a las armas, en Quijote, I, 18 leemos que «nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza» (p. 197); en I, 37 argumenta el hidalgo manchego: «Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen» (p. 442); el capítulo I, 38 se titula: «Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras» y desarrolla esa materia por extenso; y en II, 6 insiste don Quijote ante el ama y la sobrina:

—Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte (p. 676).


[1] Reproduzco aquí, con ligeros retoques, el texto de Mariela Insúa Cereceda y Carlos Mata Induráin, El Quijote. Miguel de Cervantes [guía de lectura del Quijote], Pamplona, Cénlit Ediciones, 2006. Las citas del Quijote corresponden a la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Crítica, 1998 (con revisiones posteriores).

Retrato físico de Miguel de Cervantes

El retrato físico de Cervantes presenta algunos rasgos que lo aproximan, en cierto sentido, a la imagen que todos tenemos de su inmortal personaje, el seco y avellanado don Quijote[1]. Del escritor se conserva en la Real Academia Española un famoso retrato atribuido a Juan de Jáuregui.

Retrato de Cervantes atribuido a Juan de Jáuregui

Sin embargo, la mejor plasmación de sus rasgos nos la da él mismo cuando se autorretrata con palabras en el «Prólogo al lector» de las Novelas ejemplares:

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria[2].


[1] Reproduzco aquí, con ligeros retoques, el texto de Mariela Insúa Cereceda y Carlos Mata Induráin, El Quijote. Miguel de Cervantes [guía de lectura del Quijote], Pamplona, Cénlit Ediciones, 2006.

[2] Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, ed. de Harry Sieber, Madrid, Cátedra, 1980, vol. I, p. 51.

El «Persiles», una narrativa en libertad

Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ed. C. Romero MuñozA lo largo de diversas entradas he pretendido iluminar someramente algunos aspectos del arte narrativo de Cervantes en el Persiles. Aunque de forma esquemática, he tratado de mostrar cómo Cervantes se nos revela en su novela póstuma, igual que en el Quijote, como un maestro insuperable en el arte de narrar. En su última obra, que pone en práctica su teoría de la novela de aventuras ideal, ofrece un portentoso dominio de numerosos recursos técnicos y estructurales, que contribuyen a su riqueza y complejidad. Puede decirse que el Persiles constituye una síntesis, no solo de diversos temas y registros narrativos (realista, idealista, caballeresco, pastoril, picaresco…), sino también de artes y géneros (lírica, dramática, emblemática, pintura, alegoría…), de estilos y técnicas (la admiración, lo maravilloso, los comentarios metaliterarios, la onomástica elocuente…), etc. Todo ello convierte a esta obra en un paradigma señero del arte narrativo barroco.

Además, como sucede siempre con Cervantes, están presentes los matices, siempre la ironía y la ambigüedad, el juego y la parodia, el distanciamiento y el perspectivismo. Porque eso es precisamente Cervantes: una narrativa en libertad. En cualquier caso, si todo lo apuntado no nos parece suficiente mérito, si aún nos queda alguna duda para acercarnos al Persiles, todavía cabe mencionar otro argumento para invitar a su lectura: se trata de una fascinante novela de aventuras, en la que el autor no da respiro ni por un momento a sus personajes ni a nosotros, los lectores, que, guiados por su sabia mano, tenemos ocasión de adentrarnos en auténticos laberintos de amor y de belleza.

Leamos, pues, el Persiles siquiera por el puro placer de disfrutar de una bella historia que se multiplica, como en un prisma multicolor, en otras mil historias bellas bellamente contadas, y sintamos la misma fruición que Cervantes sentiría al escribirla. Porque, a fin de cuentas, a algo tan simple como esto se reduce en última instancia la esencia del arte narrativo: alguien (un autor) que disfruta contando una historia interesante y otro alguien (un lector) que experimenta el gozo de leer esa historia[1].


[1] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «El Persiles de Cervantes, paradigma del arte narrativo barroco», en Ignacio Arellano y Eduardo Godoy (eds.), Temas del Barroco hispánico, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2004, pp. 197-219.

Onomástica elocuente y objetos simbólicos en el «Persiles»

No es solo que Cervantes juegue a veces en el Persiles con el nombre de algunos de sus personajes, sino que, como ha estudiado Dominique Reyre[1], hay una estructura onomástica que articula toda la novela (nombres de personajes virtuosos, que comportan idealización, frente a nombres de personajes viciosos, que suponen degradación). Baste recordar el valor simbólico del nombre de los protagonistas, Persiles (silencio, sigilo) y Sigismunda (signo celeste de limpieza), y también Periandro (el hombre peregrino, el homo viator por antonomasia) y Auristela (estrella de oro, que es su luz y guía)[2].

Tenemos el caso de un personaje con un nombre bello, Rosamunda, y un carácter negativo; sin embargo, esa divergencia excepcional queda explicitada por medio de un juego de palabras: «¡Oh Rosamunda, o por mejor decir, rosa inmunda!, porque munda ni lo fuiste, ni lo eres, ni lo serás en tu vida, si vivieses más años que los mismos tiempos» (p. 711a)[3].

A lo largo de la novela encontramos una serie de objetos que llevan asociada una importante carga simbólica: el arco de Antonio el mozo (quien nunca yerra su tiro al dispararlo), la cruz de diamantes y perlas de Auristela… (que connota su alta posición social, es signo cristiano por excelencia y sirve además para la anagnórisis), etc.[4]

Cruz de diamantes


[1] Ver Dominique Reyre, «Estudio onomástico», en Jean-Marc Pelorson, El desafío del «Persiles», Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 2003, pp. 95-127.

[2] Recuérdese además lo dicho en una entrada anterior a propósito de Belarminia.

[3] Cito el Persiles por la edición de Florencio Sevilla Arroyo en Miguel de Cervantes, Obras completas, Madrid, Castalia, 1999.

[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «El Persiles de Cervantes, paradigma del arte narrativo barroco», en Ignacio Arellano y Eduardo Godoy (eds.), Temas del Barroco hispánico, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2004, pp. 197-219.

Elementos de la tradición animalística en el «Persiles»

(Hoy cumple un año esta «Ínsula Barañaria». Han sido 365 días de actividad ininterrumpida, a razón de una entrada diaria en el blog. Muchas gracias a todos los lectores, asiduos o esporádicos, por vuestro interés en estas sencillas notas sobre literatura, y también por vuestros amables y provechosos comentarios. Ha sido, sin duda, un esfuerzo grande, pero ha merecido, sigue mereciendo, la pena… Por otra parte, he disfrutado preparando y adaptando todos estos materiales. De momento, tenemos ánimo para seguir, por lo menos, un año más. Gracias de nuevo a todos y un amistoso abrazo.- Carlos, Gobernador de la Ínsula Barañaria.)

Además de la materia mitológica, de la Antigüedad clásica y de la Biblia, también se incorporan al Persiles diversos elementos de la tradición animalística; así la alusión a las grullas, en boca de Antonio el padre:

Desa manera será menester que usemos de la industria que usan las grullas, cuando, mudando regiones, pasan por el monte Limabo, en el cual las están aguardando una aves de rapiña para que les sirvan de pasto; pero ellas, previniendo este peligro, pasan de noche, y llevan una piedra cada una en la boca, para que les impida el canto y escusen de ser sentidas» (p. 777b)[1].

La grulla, emblema de la vigilancia

O al armiño, en el aforismo de Belarminia: «La mujer ha de ser como el armiño, dejándose antes prender que enlodarse» (p. 804b; nótese, por cierto, que esto lo dice Bel-arminia, nombre simbólico que podríamos interpretar ‘bella y pura como el armiño’)[2].

Detalle de La dama del armiño


[1] Cito el Persiles por la edición de Florencio Sevilla Arroyo en Miguel de Cervantes, Obras completas, Madrid, Castalia, 1999.

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «El Persiles de Cervantes, paradigma del arte narrativo barroco», en Ignacio Arellano y Eduardo Godoy (eds.), Temas del Barroco hispánico, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2004, pp. 197-219.

Elementos mitológicos y de la Antigüedad clásica en el «Persiles»

Encontramos en el Persiles un aprovechamiento importante de la mitología, del mundo bíblico y de la Antigüedad clásica que contribuye a su ornato. Por ejemplo, se alude al mito de Apolo y Dafne:

Ya estaba Arnaldo en el esquife de la nave, y ya llegaba a la orilla, cuando se adelantó Periandro a recebille; pero Auristela no se movió del lugar donde primero puso el pie, y aun quisiera que allí se le hincaran en el suelo y se volvieran en torcidas raíces, como se volvieron los de la hija de Peneo, cuando el ligero corredor Apolo la seguía (p. 712b)[1].

Apolo y Dafne

Y también encontramos la inversión del mito, cuando Antonio el mozo es requerido de amores por la lasciva Rosamunda: «Ves aquí, ¡oh nuevo cazador, más hermoso que Apolo!, otra nueva Dafne que no te huye, sino que te sigue» (p. 718b).

Otro mito utilizado es el de Argos, gigante de cien ojos, emblema de la vigilancia atenta. Antonio el mozo lo es por vigilar la belleza de Auristela, Transila y Constanza: «Servíales de Argos el mozo Antonio, de lo que sirvió el pastor de Anfriso. Eran los ojos de los dos [Mauricio y Antonio] centinelas no dormidas, pues por sus cuartos la hacían a las mansas y hermosas ovejuelas que debajo de su solicitud y vigilancia se amparaban» (p. 720b). De forma semejante, Periandro es Argos de la belleza de Auristela: «este Argos de esta ternera de Auristela» (p. 731b).

Otro personaje mitológico aludido es Ganimedes, para connotar ‘belleza masculina’: «¿Quién puede ser este luchador, este esgrimidor, este corredor y saltador, este Ganimedes, este lindo…» (p. 731b), referido a Periandro; «No ha de enamorar el amante con las gracias de otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si no canta bien, no le traiga quien la cante; si no es demasiado gentilhombre, no se acompañe con Ganimedes» (p. 760b). En III, 21 llega Andrea Marulo para ver a Isabela: «Venga, venga —replicó Isabela— ese putativo Ganimedes, ese contrahecho Adonis, y déme la mano de esposo, libre, sano y sin cautela» (p. 801b).

A su vez, el consejero del rey que expulsará a los moriscos es equiparado a un Atlante, en boca del jadraque (p. 786a). En otra ocasión, mientras pasan un río, cae Feliz Flora al agua, y la saca Antonio, estableciéndose la comparación con Europa: «… tras quien se abalanzó con no creída presteza el cortés Antonio, y sobre sus hombros, como a otra nueva Europa, la puso en la seca arena de la contraria ribera» (p. 792b). Croriano dormido tiene la misma hermosura del dios del amor, es un «hermoso Cupido» (p. 795b), y la impresión que causa en Ruperta es la misma que la que produce el escudo de Medusa: «halló en él la propiedad del escudo de Medusa, que la convirtió en mármol» (p. 795b). En III, 15 hay una alusión a Hércules y Deyanira (pp. 791b-792a), a propósito de las camisas hechizadas, «ricas por el lienzo, y por la labor vistosas», enviadas por Lorena a Domicio.

Por lo que toca a alusiones al mundo clásico y bíblico, en II, 17 Sinforosa abandonada por Periandro es equiparada a «otra engañada y nueva Dido» (p. 753a). La belleza de Auristela, que en Roma sigue causando total admiración, queda equiparada a la de la diosa del amor: «—Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Eneas» (p. 807b). En IV, 1 el español autor de Flor de aforismos peregrinos afirma reunir las propiedades de Marte con las de Mercurio y Apolo porque mezcla en su persona las armas y las letras (p. 804a). En fin, Ruperta disponiéndose a asesinar a Croriano, el matador de su esposo, evoca en su discurso para darse aliento la historia bíblica de Judit y Holofernes (p. 795a; algo muy adecuado, porque ya quedó dicho que Ruperta conserva la cabeza de su esposo)[2].


[1] Cito el Persiles por la edición de Florencio Sevilla Arroyo en Miguel de Cervantes, Obras completas, Madrid, Castalia, 1999.

[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «El Persiles de Cervantes, paradigma del arte narrativo barroco», en Ignacio Arellano y Eduardo Godoy (eds.), Temas del Barroco hispánico, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2004, pp. 197-219.

Elementos pictóricos y visuales en el «Persiles»

Además de las imágenes emblemáticas ya señaladas en la entrada anterior, hay otros aspectos que guardan relación con lo pictórico y lo visual en el Persiles:

1) El lienzo de Periandro: en III, 1 Periandro pide a un pintor que pinte los principales casos de su historia, de forma que mostrar el lienzo le excusa de contarla por lo menudo. Así se hará, y Antonio el mozo será el encargado de declarar las pinturas ante diversos auditorios.

2) Los retratos de Auristela, que dan lugar a varias consideraciones de tono neoplatónico: ella está impresa en el alma de Periandro (y de Arnaldo) mejor que pintada en la tabla; su belleza divina queda agraviada por el pincel humano, etc. Por un retrato de Auristela compiten el duque de Nemurs y Arnaldo en IV, 2-3 y en IV, 6, con sus armas primero y con sus bienes después.

En este apartado podemos englobar también algunos pasajes con alto valor visual-simbólico. Recordemos, por ejemplo, el momento en que Antonio dispara su flecha contra Cenotia y yerra el blanco, para dar al maledicente Clodio atravesándole boca y lengua (la lengua y la espada, aquí la lengua y la flecha, constituyen un emblema de la maledicencia).

Flecha que atraviesa la boca

Transila, para defender su honestidad y evitar el rito de violación matrimonial vigente en su tierra, sale «con una lanza terciada en las manos, […] hermosa como el sol, brava como una leona y airada como una tigre» (p. 709b[1]), en palabras de su padre Mauricio. Llamativa es también la descripción de otra mujer varonil, Sulpicia, sobrina de Cratilo y esposa de Lampidio, que busca vengar a su esposo muerto:

En fin, pisando muertos y hollando heridos, pasaron los míos adelante, y en el castillo de popa hallaron puestas en escuadrón hasta doce hermosísimas mujeres, y delante dellas una, que mostraba ser su capitana, armada de un coselete blanco, y tan terso y limpio que pudiera servir de espejo, a quererse mirar en él; traía puesta la gola, pero no las escarcelas ni los brazaletes; el morrión sí, que era de hechura de una enroscada sierpe, a quien adornaban infinitas y diversas piezas de colores varios; tenía un venablo en las manos, tachonado de arriba abajo con clavos de oro, con una gran cuchilla de agudo y luciente acero forjada, con que se mostraba tan briosa y tan gallarda que bastó a detener su vista la furia de mis soldados, que con admirada atención se pusieron a mirarla (p. 748a)[2].


[1] Cito el Persiles por la edición de Florencio Sevilla Arroyo en Miguel de Cervantes, Obras completas, Madrid, Castalia, 1999.

[2] Esta descripción recuerda la que figura al comienzo del relato de Heliodoro. Ver Heliodoro, Las Etiópicas o Teágenes y Cariclea, introducción, traducción y notas de Emilio Crespo Güemes, Madrid, Gredos, 1979. Sulpicia reaparece en II, 18, con los mismos rasgos distintivos: «una hermosísima mujer, armada de unas armas blancas, a quien no podían acabar de encubrir un velo negro con que venían cubiertas» (p. 754b). Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «El Persiles de Cervantes, paradigma del arte narrativo barroco», en Ignacio Arellano y Eduardo Godoy (eds.), Temas del Barroco hispánico, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2004, pp. 197-219.