A partir de su ordenación sacerdotal en 1651, Calderón se dedica solo a escribir fiestas para palacio —además de los autos sacramentales. Esta etapa supone el modelo más propiamente barroco del teatro aurisecular, en su fusión de sistemas de signos espectaculares (música, poesía, escenografía, pintura…). Son piezas de fantasía, fábulas y fiestas musicales como El jardín de Falerina, El castillo de Lindabridis, El golfo de las sirenas… con fastuosa escenografía, autómatas, iluminación y música, grandes espectáculos que solo hallan cabida en el Coliseo de Palacio. El desarrollo de este tipo de comedias va asociado a la construcción del Buen Retiro, con su teatro, y a las maravillosas puestas en escena de ingenieros italianos como Cosme Lotti, llamado en Madrid «el hechicero» por la habilidad de sus efectos, como la imitación de las tormentas marinas o erupciones volcánicas en el escenario.
Cosme Lotti, Apolo entronizado. Morgan Library, núm. de inventario 1982.75:687.
Goethe lamentaba que Shakespeare no hubiera podido conocer a Calderón; pensaba que el mismo autor de Hamlet podría haber aprendido del español; los románticos alemanes lo exaltaron a las más altas cimas del teatro universal; Beckett, Camus, Falla o García Lorca, entre otros, lo admiraron; en su misma patria, sin embargo, la recepción de su obra ha sufrido extrañas incomprensiones. La valoración moderna de Calderón ha sido, en parte, la historia de un falseamiento de la persona y la obra del poeta, gravado por muchos estereotipos. Hay que insistir, en cambio, en la imagen mucho más justa de un Calderón que es, desde su espacio histórico propio, un dramaturgo universal, consciente de los valores y las crisis de su tiempo, que refleja en un teatro de múltiples mundos capaces de incitar a la reflexión, al goce estético y a la emoción del espectador de nuestros días[1].
[1] Recupero este texto de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin, «Calderón de la Barca. Un maestro en el olvido», Nuestro Tiempo. Revista cultural y de cuestiones actuales de la Universidad de Navarra, 700, otoño de 2018, pp. 36-43. La biografía del dramaturgo más completa y reciente es la de Don William Cruickshank, Calderón de la Barca: su carrera secular, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Gredos, 2011.
Hay cierta inclinación entre los estudiosos a percibir aspectos feministas en la obra de Lope o de Tirso, mientras que de Calderón se ha llegado a escribir que «no suele tener buena mano a la hora de poner en escena a mujeres jóvenes» (Hugo Friedrich); o, como fantaseaba Menéndez Pelayo: «Las damas de Calderón tienen siempre algo de hombrunas. No hay jamás en Calderón esa sutilísima comprensión de la naturaleza femenil», otros tópicos que nada significan. Porque en la obra de Calderón hay toda clase de mujeres, según el género dramático y las tramas que definen los papeles femeninos —y los masculinos—, cuya coherencia dramática exige a menudo acciones y desenlaces que pueden considerar «intolerables» las sensibilidades modernas que desplacen anacrónicamente las circunstancias de un texto. No es lo mismo la heroína cómica de La dama duende que la pervertida Ana Bolena de La cisma de Ingalaterra o la ejemplar Cenobia de La gran Cenobia. Que Calderón presente un ejemplo de soberbia y tiranía como Semíramis en La hija del aire —que poco se diferencia de los tiranos masculinos—, caracterizada por su pasión de mandar, no significa en el poeta ni una postura antifeminista ni feminista de reivindicación del poder femenino.
Artista desconocido, Ana Bolena (1570). National Portrait Gallery (Londres).
Cada drama tiene su lógica interna. Cientos de mujeres actúan en las comedias de Calderón: el lector o espectador podrá hallar en estas obras la compasión por la víctima y la justicia contra el agresor (El alcalde de Zalamea, El Tuzaní de la Alpujarra), la inteligencia y el ingenio (La dama duende), la pedantería cultilatiniparla (No hay burlas con el amor), la malvada ambición (La cisma de Ingalaterra), el modelo de buena reina (La gran Cenobia), y otros muchos matices y condiciones[1].
[1] Recupero este texto de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin, «Calderón de la Barca. Un maestro en el olvido», Nuestro Tiempo. Revista cultural y de cuestiones actuales de la Universidad de Navarra, 700, otoño de 2018, pp. 36-43. La biografía del dramaturgo más completa y reciente es la de Don William Cruickshank, Calderón de la Barca: su carrera secular, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Gredos, 2011.
Lejos de ser un aburrido malhumorado, Calderón tenía fama de hombre chistoso y de gran ingenio. El portugués Pedro José Suppico, en sus Apotegmas políticos y morales, documenta la actuación de Calderón —y otros poetas— en una comedia burlesca improvisada titulada La creación del mundo, en la que Calderón representaba a Adán y Vélez de Guevara al Padre Eterno, al cual Adán había robado unas peras, robo que disculpaba Calderón con tal lujo de palabras que acabó cansando al Padre Eterno, quien arrojó al suelo la bola del mundo que era su emblema, diciendo:
Por Cristo crucificado que, como soy pecador, me pesa de haber criado un Adán tan hablador.
La anécdota evidencia que Calderón y Vélez eran considerados los poetas más chistosos e ingeniosos de la Corte, los más aptos para estos juegos de diversión jocosa.
La dama duende (2013), dirección de Miguel Narros.
La extraordinaria destreza cómica de Calderón se desarrolla en las comedias de capa y espada (La dama duende, No hay burlas con el amor, El agua mansa… y decenas más), mundos primaverales en los que triunfan la juventud y el ingenio, el honor se rinde al humor y a la risa, y el amor domina en un vertiginoso sucederse de peripecias. El extremo de lo jocoso en el teatro del Siglo de Oro lo representa el género de la comedia burlesca, también llamada de disparates, de chanza o de chistes, piezas de humorismo absurdo y carnavalesco. A Calderón se debe precisamente la mejor comedia burlesca del Siglo de Oro, Céfalo y Pocris, burla de una historia narrada por Ovidio en las Metamorfosis, sometida al registro ridículo y a la serie de disparates, con todo tipo de juegos y chistes, desde la parodia inicial en que un personaje es despeñado por un borrico desbocado. También merece la pena recordar en este terreno sus entremeses (Las carnestolendas, El desafío de Juan Rana…), piezas breves muy elaboradas en sus medios cómicos[1].
[1] Recupero este texto de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin, «Calderón de la Barca. Un maestro en el olvido», Nuestro Tiempo. Revista cultural y de cuestiones actuales de la Universidad de Navarra, 700, otoño de 2018, pp. 36-43. La biografía del dramaturgo más completa y reciente es la de Don William Cruickshank, Calderón de la Barca: su carrera secular, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Gredos, 2011.
Una de las paradojas curiosas que han afectado a Calderón tiene que ver con la tragedia. Por una parte, ha sido tomado a menudo como escritor rígido, cruel y trágico, pero por otro lado se ha negado que en el teatro del Siglo de Oro español haya tragedias, lo que dejaría a Calderón en un terreno inexistente. Se argumenta que no es posible la tragedia en un universo —como la España del Siglo de Oro— que cree en un Dios ordenador y justo y un más allá en que todo desorden se subsana, pero tal argumento se basa en una postura arbitraria que solo considera trágico el desamparo del hombre en un cosmos sin sentido. El cristianismo es una visión antitrágica del mundo, pues ofrece al hombre la seguridad del reposo final en Dios, pero la acción teatral puede contemplar la destrucción de un héroe trágico en términos que provoquen la compasión y el temor del oyente, como ya pedía Aristóteles.
Nadie podrá negar la cualidad trágica a piezas tan admirables como El mayor monstruo del mundo, cuyo protagonista, Herodes, ordena matar a su mujer en el caso de que él muera, porque no soporta la idea de que ella pertenezca a otro, ejemplo de una conducta egoísta, obsesionada por la propia pasión y que, por medio de un esquema que mezcla el destino y la responsabilidad, desemboca en un comprensible desenlace trágico, provocando hoy como ayer la emoción en el espectador; o El médico de su honra, una de las obras peor entendidas en la historia del teatro universal. Pocos estudiosos han conseguido comprender de qué trata exactamente este drama de honor, perjudicado por la visión rutinaria de un marido violento y asesino que protagoniza lo que hoy se denominaría un crimen de género, lectura falsa que ignora la tragedia del protagonista don Gutierre, escindido entre el amor por su esposa y la obligación de la honra, obligación impuesta por el sistema social, y de la que los mismos ejecutores protestan, como Juan Roca en El pintor de su deshonra:
¡Mal haya el primero, amén, que hizo ley tan rigurosa! ¿El honor que nace mío, esclavo de otro? Eso no.
El honor resulta así metáfora de cierta opresión ideológica y social, un tipo de condicionamiento que existe hoy con tanta fuerza como en el siglo XVII, perfectamente comprensible para cualquier espectador actual que no se instale en el prejuicio.
Constante universal y actual es también otro de los grandes temas calderonianos, el de la lucha generacional. Las figuras paternas muestran a menudo en Calderón una incapacidad para afrontar el riesgo de la vida, para aceptar la contingencia esencial del ser humano: los «padres» carecen de valor para enfrentarse con sinceridad a los embates de múltiples violencias. Piezas que responden a este tema básico son La devoción de la cruz, Los cabellos de Absalón, La vida es sueño… En esta última, quizá la comedia más famosa de Calderón, todo el discurso del rey Basilio justificando haber encarcelado a Segismundo culmina en la verdadera razón: el miedo a ser destronado y vencido por su hijo:
… yo rendido a sus pies me había de ver, ¡con qué congoja lo digo!, siendo alfombra de sus plantas las canas del rostro mío…
También resulta nuclear otra de las grandes claves de Calderón: la libertad —y por tanto la responsabilidad— del hombre frente a su conducta. El destino en que el que cree Basilio nunca puede doblegar la libertad del individuo: la voluntad de Segismundo obedece finalmente a su libre albedrío, y no está determinada por los astros. La dramaturgia de Calderón —como la obra de Cervantes— es, fundamentalmente, la dramaturgia de la libertad.
Lejos de toda complacencia con el poder, cuando este da lugar a abusos injustos Calderón explora los territorios de la opresión política y social, la rebelión y la libertad, el enfrentamiento étnico y religioso, la intolerancia, etc. Nuevamente un complejo de temas de vigencia universal y bien actuales: basta ver El Tuzaní de la Alpujarra, El alcalde de Zalamea o La cisma de Ingalaterra[1].
[1] Recupero este texto de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin, «Calderón de la Barca. Un maestro en el olvido», Nuestro Tiempo. Revista cultural y de cuestiones actuales de la Universidad de Navarra, 700, otoño de 2018, pp. 36-43. La biografía del dramaturgo más completa y reciente es la de Don William Cruickshank, Calderón de la Barca: su carrera secular, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Gredos, 2011.
Desde Menéndez Pelayo —poco afecto al barroco de Calderón— hasta algunos «intelectuales progresistas» de los más recientes, al poeta se le ha atribuido tópicamente y leyendo mal sus obras —o sin haberlas leído— una defensa fanática del sistema inquisitorial e imperialista, un talante áspero, un apoyo activo del cruel código del honor llamado por antonomasia calderoniano…, rasgos todos que tomados absolutamente resultan falsos.
Muy al contrario, en una exploración plenamente moderna se perciben en las obras de don Pedro numerosos elementos de crítica social y política, a la vez que muestra la más alta capacidad cómica de su generación en las comedias de diversión o en los entremeses. Para quien lo haya leído, Calderón se presenta como un poeta polígrafo, capaz de todo el arco dramático, siempre innovador y siempre problemático, actual y universal[1].
[1] Recupero este texto de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin, «Calderón de la Barca. Un maestro en el olvido», Nuestro Tiempo. Revista cultural y de cuestiones actuales de la Universidad de Navarra, 700, otoño de 2018, pp. 36-43. La biografía del dramaturgo más completa y reciente es la de Don William Cruickshank, Calderón de la Barca: su carrera secular, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Gredos, 2011.
Se ha dicho que la biografía de Calderón es una biografía del silencio, seguramente por comparación tópica con la accidentada vida personal de Lope de Vega o la más aventurera de Cervantes, con su cautiverio y sus fugas de Argel. El supuesto silencio contribuyó a esbozar la imagen falsa de un Calderón insociable, que ha alejado a muchos posibles lectores y espectadores de una de las obras mayores del teatro universal: pecado mortal de malos estudiosos y de aceptadores de tópicos que con mucho trabajo se va desmontando, esfuerzo al que, entre otros investigadores, ha dedicado su tarea el Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO) de la Universidad de Navarra.
Pedro Calderón de la Barca pertenece a una familia de ascendencia montañesa, lo que significa, en el marco social de la España de la época, y en palabras del mismo poeta, una «mediana sangre», calidad de hidalgo limpio de sangre, aunque no de alta nobleza. Su padre, don Diego Calderón, desempeña el puesto de secretario del Consejo y Contaduría de Hacienda. Su madre, doña Ana María de Henao, pertenece también al mundo de la burocracia cortesana. Pedro, uno de los seis hijos del hogar familiar, viene al mundo el 17 de enero de 1600. Estudia en el Colegio Imperial de los jesuitas, y luego en la Universidad de Alcalá de Henares, centros de prestigio y de rigor intelectual que proporcionan a Calderón una amplia cultura, que se advierte en su obra, sobre todo en géneros como los autos sacramentales, muy propicios a la exploración moral, filosófica y religiosa.
El padre (viudo desde 1610) casa en segundas nupcias con Juana Freyle en mayo de 1614. El nuevo matrimonio es breve: en noviembre de 1615 muere don Diego dejando un testamento que provoca litigios entre hijos y viuda. Los hermanos Calderón pasan estrecheces económicas. En 1621 aseguran en una declaración notarial encontrarse «enfermos y desnudos», con gran necesidad de curarse y vestirse. En 1623 venden el cargo paterno de secretario del Consejo de Hacienda, por 15.500 ducados, cantidad importante que solventa los problemas económicos de la familia.
Pedro Calderón va participando en justas y certámenes literarios, como los celebrados con motivo de la beatificación y canonización de san Isidro Labrador, y se da a conocer como poeta. En 1623 prueba el género dramático y estrena su primera obra, Amor, honor y poder, representada en Palacio. A partir de este momento la producción teatral de don Pedro aumenta continuamente con espléndidas comedias: de 1629 son La dama duende y Casa con dos puertas mala es de guardar. En la década de los treinta Calderón ya es el poeta favorito de la Corte. En esos años se estaba construyendo el nuevo palacio del Buen Retiro, que sería escenario de sucesivos estrenos calderonianos, y a esa época pertenecen piezas comerciales tan importantes como La vida es sueño, El médico de su honra o El alcalde de Zalamea.
Participa en diversas campañas militares de la guerra de Cataluña (en la que muere su hermano José) hasta su retiro del ejército en 1642. En este momento, sin que podamos precisar con exactitud la fecha, le nace un hijo natural, Pedro José, que debió de morir en la infancia. Calderón se ordena sacerdote en 1651, y desde entonces limita su producción teatral a las fiestas de Corte y a los autos sacramentales. Lo nombran capellán de los Reyes Nuevos de la catedral de Toledo, cargo del que toma posesión en 1653.
Con el nombramiento de capellán de honor del rey (febrero de 1663) se traslada de nuevo a Madrid. La muerte de Felipe IV en 1665 trae un nuevo periodo de luto y un nuevo cierre de los teatros. El Consejo de Castilla no favorece las representaciones palaciegas, que seguirán interrumpidas hasta 1670, cuando Calderón estrena Fieras afemina amor en el Coliseo del Buen Retiro. Su última comedia, Hado y divisa de Leonido y Marfisa, la estrena en el carnaval de 1680. Estaba trabajando en el segundo auto del corpus del año siguiente (La divina Filotea) cuando le sobrevino la muerte el 25 de mayo de 1681[1].
[1] Recupero este texto de Ignacio Arellano y Carlos Mata Induráin, «Calderón de la Barca. Un maestro en el olvido», Nuestro Tiempo. Revista cultural y de cuestiones actuales de la Universidad de Navarra, 700, otoño de 2018, pp. 36-43. La biografía del dramaturgo más completa y reciente es la de Don William Cruickshank, Calderón de la Barca: su carrera secular, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Gredos, 2011.
Antes de analizar la refundición de No hay cosa como callar llevada a cabo por Manuel Bretón de los Herreros convendrá recordar algunos datos esenciales relativos a la pieza calderoniana original.
La obra de Calderón se publicó originalmente en la Parte diez y siete de comedias nuevas y escogidas de los mejores ingenios de Europa (Madrid, Melchor Sánchez, 1662)[1]. Su redacción puede datarse hacia el invierno de 1638-1639[2]. No se conservan datos de representaciones en el siglo XVII, pero sí se documentan varias en el XVIII, algunas de ellas con el título La banda y la venera[3]. El protagonista de No hay cosa como callar, don Juan de Mendoza, es un burlador cínico, bellaco y locuaz, que constituye un eslabón bastante temprano en la larga cadena de recreaciones del mítico personaje del burlador don Juan[4]. La crítica ha discutido en torno a la adscripción genérica de No hay cosa como callar: ¿comedia de capa y espada o drama serio?; y, muy en relación con lo anterior, la interpretación global del texto y de su desenlace: ¿final feliz, más o menos convencional, o no tan feliz, con un casamiento forzado y un desenlace que queda irresuelto[5] y abre paso (en la línea de las ideas de Wilson y Wardropper) a una previsible tragedia futura? Cito a este respecto unas palabras de un trabajo mío anterior:
Creo que lo que ha suscitado las variadas interpretaciones y asimismo las distintas consideraciones genéricas de la pieza se deriva de la siguiente circunstancia: No hay cosa como callar es «externamente», esto es, en lo que se refiere a la ambientación (urbana, cercana al aquí y ahora del espectador del XVII), al enredo y a los elementos constructivos que maneja en el desarrollo de la acción, una comedia perfectamente asimilable al grupo de las de capa y espada. Tenemos una típica estructura pentagonal (dos damas y tres galanes), que dará lugar a sucesivos enredos de amores, celos y amistades traicionadas; tenemos también tres duelos en la calle (en el primero, don Juan ayuda a don Diego, que se veía acometido por tres contrarios, y esta detención le impide ir en seguimiento de la hermosa desconocida que acaba de ver en la iglesia; en el segundo, don Diego deja herido a un rival y debe refugiarse en casa de un embajador amigo, lo que propicia que su hermana Leonor quede sola en el domicilio familiar la noche del incendio; en el tercer duelo, a las puertas de la casa de Marcela, se enfrentan don Diego y don Juan y este se ve obligado a entrarse en casa de Leonor, circunstancia que propicia la reunión final de todos los personajes para el desenlace). Además, sucede el nocturno incendio de la casa de Leonor, que hace que deba salir medio desnuda y resguardarse en el domicilio de su vecino don Pedro; el vuelco del coche de Marcela, que será llevada a casa de don Diego para ser atendida, de resultas de lo cual el joven quedará enamorado de ella; hay ocultaciones de la personalidad de distintos personajes (don Juan relata a su compañero de armas don Luis la violación de una dama, circunstancia celebrada festivamente por este, ignorante de que se trata de su prometida…); tapadas (Marcela, celosa, sigue a don Juan al sospechar que una nueva pasión lo domina; Leonor acude tapada primero a ver a su hermano don Diego, y luego a casa de Marcela…); objetos de gran valor simbólico como la venera con un retrato femenino (la que Leonor consigue arrancar del cuello a su agresor la noche de la violación y que es su único testigo, la única pista fiable que tiene para identificarlo, y que irá pasando de mano en mano), etc., etc.[6]
Todos los mencionados son elementos, claramente, de comedia de enredo, a los que habría que sumar todavía diversas casualidades que se producen[7] (así, el regreso de don Juan a su casa, de noche, para recuperar su hoja de servicios) y otros incidentes dramáticos que impulsan los diversos enredos de la acción. Seguía explicando en ese trabajo:
Sin embargo, todo ello se complica con la introducción de un elemento que viene a distorsionar esa estructura y a variar esa tonalidad de comedia de capa y espada. Me refiero, claro está, a la violación de Leonor por parte de don Juan (aunque ella no conocerá hasta bastante más adelante la identidad de su agresor), asalto brutal que ocurre al final del acto primero. Insisto: es esta combinación de ambiente, estructura y recursos de comedia de capa y espada con una tonalidad seria lo que ha desconcertado a parte de la crítica. Ciertamente, la acción de No hay cosa como callar no desemboca en tragedia (más allá de la enorme tragedia que supone la violación de la dama), ni hay propiamente una situación de riesgo trágico para los personajes; pero también es cierto que la acción se tiñe de una tonalidad seria inusual en las comedias de capa y espada[8].
Al final, la acción no nos conduce al territorio de la tragedia[9]; sin embargo, tampoco estamos ante una comedia en la que prevalezca la tonalidad cómica, que existe indudablemente, pero que no es continuada y no afecta a la mayoría de los personajes (no todos ellos son agentes cómicos). En el desenlace, cuando Leonor ya ha conseguido identificar a su violador y se encuentra en posición ventajosa para desenmascararlo, ella se decide a romper su silencio:
LEONOR.- Yo diré eso; que aunque el silencio adoré, ya no es deidad el silencio, que hablar en tiempo es virtud, si es vicio el hablar sin tiempo (vv. 3372b-3376);
y se dispone entonces a contar en presencia de todos lo sucedido aquella trágica noche del incendio de su casa. Sin embargo, don Juan, al ver peligrar su consideración, le pide en un aparte que se calle y le ofrece el matrimonio. Todos los personajes implicados, enterados al menos de que hay algo raro atingente al honor, coinciden en señalar que, dadas las circunstancias, «no hay cosa callar» (es la formulación del título que irán repitiendo ahora todos a modo de estribillo o leit motiv). Don Juan da su mano a la ultrajada víctima de su lujuria, y con ese pacto de silencio que se establece entre ambos (pacto que se extiende a todos los demás presentes) se salva el honor, queda restaurado ese valor que había sido transgredido, y se resuelve así el aspecto social del problema, aunque sabemos que las dos personas que van a casarse no se aman. Es más, don Juan no ofrece su mano llevado de un arrepentimiento sincero, sino por miedo a que los demás conozcan su innoble proceder y su cobardía. Leonor, que estaba dispuesta a retirarse a la paz del claustro, acepta esa solución que le reintegra el honor, aunque su dignidad personal ha quedado bastante maltrecha en el camino. Como varios críticos han puesto de relieve, parece claro que en el desenlace de esta comedia triunfa el honor, mientras que el amor queda sacrificado en las aras del silencio, que vuelve a ser la deidad que lo preside todo. Citaré de nuevo de mi trabajo anterior, que he seguido en toda esta reflexión:
En definitiva, podría decirse que No hay cosa como callar es una comedia bastante compleja, en el sentido de que bajo la apariencia o envoltura de una comedia de capa y espada se esconde un drama serio y, más aún, la impresión que deja en sus lectores (y en sus potenciales espectadores) es más bien la de una pieza de tonalidad intensamente dramática. Ni siquiera la acumulación de lances y peripecias (muy numerosos) provocados por sus múltiples enredos, ni tampoco los chistes del criado Barzoque (no demasiados, ciertamente) consiguen crear una atmósfera globalmente cómica. Lo reitero: la impresión predominante se acerca más al territorio de lo serio que al de lo cómico, y este aspecto de la tonalidad que capta el receptor (que empatiza con Leonor y siente rechazo por don Juan) me parece muy significativo: sin que se llegue a la tragedia, el regusto que nos deja la obra es agridulce[10].
[1] Sigo aquí lo escrito por mí en otro trabajo: Carlos Mata Induráin, «“Llorar los ojos y callar los labios”: la retórica del silencio en No hay cosa como callar», Anuario calderoniano, 3, 2010, pp. 259-274, donde el lector interesado encontrará la bibliografía esencial. Ver también las aportaciones más recientes de Ignacio Arellano, «No hay cosa como callar de Calderón: honor, secreto y género», Rilce. Revista de Filología Hispánica, 29.3, 2013, pp. 617-638 y «Abuso de poder, violencia de género y convención trágica: el desenlace de No hay cosa como callar de Calderón», en Ignacio Arellano (ed.), Estéticas del Barroco. Conferencias ofrecidas a Enrica Cancelliere, New York, Instituto de Estudios Auriseculares (IDEA), 2019, pp. 15-28; de Juan Manuel Escudero Baztán, «Dislocaciones genéricas calderonianas: el llamativo caso de No hay cosa como callar», Anuario calderoniano, 6, 2013, pp. 75-93; de Adrián J. Sáez, «Reescritura e intertextualidad en Calderón: No hay cosa como callar», Criticón, 117, 2013, pp. 159-176; y de Marc Vitse, «No hay cosa como callar, pieza límite», en Antonio Sánchez Jiménez (ed.), Calderón frente a los géneros dramáticos, Madrid, Ediciones del Orto, 2015, pp. 27-43, «Juan de Mendoza y Leonor de Silva: a vueltas con la ubicación taxonómica de No hay cosa como callar de Calderón», Anuario Calderoniano, 13, 2020, pp. 343-370 y «Apostillas a la comedia No hay cosa como callar de Calderón», Anagnórisis. Revista de investigación teatral, 21, 2020, pp. 366-397.
[2] Ver Harry W. Hilborn, A Chronology of the Plays of D. Pedro Calderón de la Barca, Toronto, The University of Toronto Press, 1938, pp. 35 y 41.
[3] Ver Ada M. Coe, Catálogo bibliográfico y crítico de las comedias anunciadas en los periódicos de Madrid desde 1661 hasta 1819, Baltimore, The Johns Hopkins Press, 1935.
[4] Ver Kathleen Costales, «Don Juan domesticado o la desmitificación del tipo en No hay cosa como callar de Calderón», Bulletin of the Comediantes, 61.1, 2009, pp. 109-128.
[5] Ver Teresa S. Soufas, «“Happy ending” as Irresolution in Calderon’s No hay cosa como callar», Forum for Modern Languages Studies (Oxford), XXIX, 2, 1988, pp. 163-174.
[6] Mata Induráin, «“Llorar los ojos y callar los labios”…», pp. 262-263.
[7] Ver David J. Hildner, «Chronos y Kairos en el argumento calderoniano: el caso de No hay cosa como callar», en Gilbert Paolini (ed.), La Chispa ‘93 Selected Proceedings. The Fourteenth Louisiana Conf. on Hispanic Langs. & Lits.,New Orleans, Tulane University Press, 1993, pp. 115-120.
[8] Mata Induráin, «“Llorar los ojos y callar los labios”…», p. 263.
[9] Ver Frank P. Casa, «El tema de la violación sexual en la comedia», en Ysla Campbell (ed.), El escritor y la escena. Actas del I Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 1993, pp. 203-212; y también Barbara Mujica, «The Rapist and His Victim: Calderon’s No hay cosa como callar», Hispania, 62, 1979, pp. 30-46, y Kathleen Costales, «“Honesta Venus” o “demonio vestido de mujer”: la percepción y el violador en No hay cosa como callar», Bulletin of the Comediantes, 55.1, 2003, pp. 129-153. El hecho de que los personajes sean solteros es una circunstancia que facilita el final feliz propio de la comedia.
Traigo hoy al blog este poema en elogio de Calderón, salido de la pluma de Marcos Zapata Mañas (Ainzón, Zaragoza, 1842-Madrid, 1913), dramaturgo y poeta que alguna vez usó el seudónimo de Mefisto. La mayor parte de la producción dramática de este escritor aragonés son obras musicales, ya se trate de dramas líricos: La abadía del Rosario (1880), Un regalo de boda (1885) y La campana milagrosa (1888), ya de zarzuelas: El anillo de hierro (1878), Camoens (1879), El reloj de la lucerna (1884) y Covadonga (1901), escrita esta última en colaboración con Eusebio Sierra. Su producción incluye también algunos dramas históricos, como La capilla de Lanuza (1871), El castillo de Simancas (1873) o El solitario de Yuste (1877). En 1902 publicó un volumen de Poesías, con prólogo de Santiago Ramón y Cajal.
La calidad literaria del poema calderoniano no es (no vamos a engañarnos) excelsa; pero el texto de Zapata constituye un testimonio de la estima en que se tenía a don Pedro Calderón de la Barca por aquel tiempo (décadas finales del siglo XIX y comienzos del XX). El estilo, musical y rotundo («la pluma como un buril / y el alma como un volcán», leemos por ejemplo en los vv. 4-5; y también: «Entonces la tempestad / zumba y revienta en su lira», en los vv. 29-30), es similar al de otras piezas semejantes, también grandilocuentes, escritas en la época post-romántica en loor del dramaturgo madrileño. En atención a ese carácter testimonial de época, y también por ser —creo— pieza poco o nada conocida, la transcribo aquí, sin necesidad de mayor comento, más allá de destacar el hermanamiento en el genio que se hace de Calderón y Cervantes en la última estrofa.
Retrato de Pedro Calderón de la Barca por Pedro de Villafranca, grabado calcográfico, Madrid, 1676 (Biblioteca Nacional de España, Madrid).
El texto del poema es como sigue:
Un rasgo en cada perfil, un poema en cada plan, el arranque varonil, la pluma como un buril y el alma como un volcán.
Luz, color, canto, armonía, inteligencia, pasión, torrentes de poesía, mundos de filosofía… ¡ahí tenéis a Calderón!
No hay en la Naturaleza ni estética, ni sentido, maravilla ni grandeza, que no haya al cabo tenido aposento en su cabeza.
¿Dice con tiernos primores melancólicos amores? Y son sus endechas suaves el arrullo de las aves y el perfume de las flores.
¿No pinta imágenes bellas y cuadros de placidez? Le dan fulgor las estrellas, la luna su palidez y el astro rey sus centellas.
¿Qué nervio, qué majestad no hay en él, cuando le inspira la trágica humanidad? Entonces la tempestad zumba y revienta en su lira.
Entonces, sobre la escena de las musas españolas su acento robusto truena como el hervor de las olas sobre la frágil arena.
¡Sus dramas son colosales, su pensamiento infinito, y sus versos inmortales retratos esculturales y figuras de granito!
¡Su numen rico y fecundo al mundo entero recrea, que eternos son en el mundo su Alcalde de Zalamea y el Príncipe Segismundo!
¡Oh, bendita la nación que cuenta como gigantes de su fama y galardón, en la novela a Cervantes y en el drama a Calderón![1]
[1] Marcos Zapata, Poesías, con un prólogo del Doctor S. Ramón y Cajal, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1902, pp. 65-66.
En QH el «gracioso» Morfuz juega con los nombres propios (confunde a Efraín con a freír, p. 660b[1]; rey Jabín con rey Jabón, Sísara con Chicharra, dios Bahalín con dios Badil, p. 661a). En un determinado momento cae prisionero de los soldados de Sísara, que lo han encontrado desmandado, pero él replica que iba mandado y muy mandado por sus amos. Cuando Sísara le pregunta cómo se llama, responde con lógica aplastante que él nunca se llama a sí mismo, que son otros los que le llaman. Nuevos juegos de palabras: al verse amenazado con la muerte, afirma que adorará, no solo al dios Badil, sino al dios Badil y Tenaza (p. 668a); también juega con el nombre Haber y el infinitivo del verbo haber (haber ‘tener dinero, ser rico’ manda tanto como su amo, Haber, p. 668b). A propósito de este, indica Morfuz:
Presumo que anda […] dando a entender que él también huye de ti, y que en su casa sin su voluntad te alojas, ya que no te limonadas ni garapiñas (p. 668b).
El alojas, interpretado no como segunda persona del singular del verbo alojar, sino como ‘bebida de agua y miel’ permite la introducción jocosa de otros refrigerios similares: limonadas, garapiñas (también considerados como formas verbales: te alojas / te limonadas / [te] garapiñas). Al final, Sísara ordena que se le dé una salvaguardia, un salvoconducto para circular por el territorio por él contralado, y Morfuz entiende que le dan una gordasalva (p. 669b).
Artemisia Gentileschi,Yael y Sísara (c. 1620). Museo de Bellas Artes, Budapest.
El humor en ER se concentra en el pasaje de la «ollitragedia» (p. 1095a); Zafio es el villano simple encargado de llevar la comida al campo a los segadores. Cuando destapa la olla, solo puede servirles el caldo del guisado. Trata de explicar que por el camino tropezó y dio con la olla en el suelo, y que solo pudo recoger el caldo, en tanto que los bocados de carne fueron absorbidos por la tierra. Por último, confiesa que se fue comiendo todos lo bocados uno tras otro: él fue sacando los bocados como si fuesen presos encerrados en la cárcel de la olla y él la visita general que los ponía en libertad (p. 1095b). De la misma forma, se ha bebido el vino y ha llenado la bota con agua. También manifiesta celos porque su esposa trata con consideración (demasiada, según él) al huésped invitado, Lucero.
Mucho menos frecuentes son estos rasgos humorísticos en autos como Las Órdenes Militares o La Hidalga del valle (en este último, algunos comentarios del Placer, sirviente en la casa de Joaquín, que habla en sayagués y juega en alguna ocasión del vocablo, como en la interpretación literal de la frase hecha hacer de su capa un sayo,p. 122a). En El cubo de la Almudena, cabe destacar el personaje de Alcuzcuz, cuya habla es entre sayaguesa y aljamiada y hace chistes tópicos acerca del poco caudal del madrileño Manzanares, «humilde arroyo, / que trae vanidad de río»; el «gracioso» aconseja a la ciudad «vender puente o comprar río» (p. 570b). Otro aspecto que se explota es su cobardía (sale «armado ridículamente», acot. en p. 577a); o su gusto por el vino, pese a que los moros lo tienen por veneno (pp. 580a y 584a, donde también se remonta, en concatenación festiva, desde el sarmiento hasta el vino, pasando por cepo ‘cepa’, pámpano, agraz, uva y mostillo).
En definitiva, los elementos humorísticos presentes en estos autos son bastante numerosos, aunque, como concluye García Ruiz, su presencia no sea requisito indispensable. Creo que cabe relacionar esa presencia humorística con el mayor o menor contenido teológico de cada auto. Para González los autos marianos no presentan tantas complicaciones filosóficas como otros, pues su tema es más restringido. Si damos por bueno este aserto, podemos aventurar que sería el menor acarreo de datos eruditos, la existencia de menos paráfrasis de pasajes bíblicos, etc., lo que permite la entrada, en mayor proporción, de lo humorístico. Por otra parte, la localización parcial de la acción en el campo, con la introducción de personajes rústicos (pastores, segadores, villanos, todos ellos en la órbita del simple o del gracioso, especialmente en ER y PS) aumenta las posibilidades cómicas de estos autos[2].
[1] Todas las citas corresponden a Pedro Calderón de la Barca, Obras completas, tomo III, Autos sacramentales, ed. de Ángel Valbuena Prat, 2.ª reimp. de la 2.ª ed., Madrid, Aguilar, 1991. En lo que sigue emplearé las abreviaturas de las Concordancias de Flasche: HV(=La Hidalga del valle), MC (=A María el corazón), ER (=Las espigas de Ruth), QH (=¿Quién hallará mujer fuerte?),FC (=La primer Flor del Carmelo), PS (Primero y segundo Isaac), CA (=El cubo de la Almudena) y OM (=Las Órdenes Militares).
[2] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Imaginería barroca en los autos marianos de Calderón», en Ignacio Arellano, Juan Manuel Escudero, Blanca Oteiza y M. Carmen Pinillos (eds.), Divinas y humanas letras. Doctrina y poesía en los autos sacramentales de Calderón, Kassel, Edition Reichenberger, 1997, pp. 253-287.
Son bastante frecuentes en casi todos los examinados. Víctor García Ruiz ha revisado la función y el sentido de los elementos cómicos en los autos en un artículo[1] cuyos principales puntos de vista voy a resumir. Tras plantear el hecho de que en varios autos existe «un personaje que dice algunas graciosidades, más o menos chocantes, en pleno mundo alegórico, y que trae a la mente al gracioso de la comedia»[2], afirma que el marco del humor es muy distinto en los autos y en las comedias. El elemento cómico no es una exigencia genérica en el auto, y por consiguiente, es poco predecible, de ahí que sea un error hablar de gracioso en el auto; se trata de «algunos personajes que dicen algunas gracias en algunos autos», cuya presencia supone algo así como un «alivio gracioso» en el desarrollo de la alegoría y de los contenidos del auto. A continuación analiza los recursos humorísticos presentes en algunos autos mitológicos, concluyendo que los que aparecen son siempre «los eternos recursos de lo risible»[3], y que en el conjunto de cada auto son minoritarios. No existe en ninguno de ellos un «gracioso puro» cuya misión sea hacer reír; es más, el personaje que dice las gracias es muchas veces un personaje serio. No está de acuerdo con Leavitt, para quién es cómico el labrador de El gran teatro del mundo. Y concluye:
Como se ve, estamos ante una gama de procedimientos fenomenológicamente idénticos a los de la comedia. Pero funcionalmente distintos porque el gracioso de comedia se constituye como personaje cómico con esos recursos dentro de una estructura cómica mientras que en el auto, por su distinta morfología genérica, lo cómico es potestativo, puede no darse y de hecho lo más corriente es que no se dé. […] En suma, pienso que lo cómico en los autos se da en forma aleatoria, ligado a ciertos personajes propicios y funcionalmente serios, y según las técnicas habituales, no las funciones, del gracioso de la comedia[4].
En muchos autos marianos encontramos un personaje que presenta características similares a las del «gracioso» (en adelante lo denominaré así por economía lingüística, aunque coincida con García Ruiz en que no es propiamente tal): el Simplicio de La primer Flor del Carmelo y el personaje del mismo nombre de Primero y segundo Isaac, Morfuz en ¿Quién hallará mujer fuerte?, el Placer en pasajes muy concretos de La Hidalga del valle o Alcuzcuz en El cubo de la Almudena.
Dejando aparte la comicidad de situación, derivada muchas veces del carácter cobarde, glotón o celoso de estos personajes, el humor se basa sobre todo en comentarios que explotan la comicidad verbal, a través de fáciles juegos de palabras, de disociaciones jocosas o de la ruptura del significado de frases hechas, interpretando literalmente cada uno de sus elementos componentes. La complejidad varía en cada caso: algunos chistes son muy sencillos, y consisten únicamente en prevaricaciones lingüísticas (en la loa de La Hidalga del valle, el Contento confunde bañuelos con libelos, p. 114a)[5].El Simplicio de FC juega disociando el nombre de David=el que da la vid, y remontándose jocosamente a través del pámpano, el sarmiento, las uvas, el lagar, las cubas y el mosto, concluye que David es ‘el que da el vino’ (p. 642).
Algo más complejo es su chiste con la expresión pan de perro (p. 649b). Para comprenderlo es necesario que resuma brevemente la situación en que se enuncia: Jorán informa a Nabal de que David, que viene huyendo de la furia de Saúl, pide socorros para él y sus soldados, que se mueren de hambre. Nabal lo rechaza, diciendo: «Ni aun ese pan, que a los perros / arrojo, daré a David» (p. 649a). Es entonces, al quedarse solo, cuando comenta Simplicio: «¿Pan de perro no le dan? / Él nos dará pan de perro». La expresión repetida, pan de perro, está usada con sentido distinto en cada ocasión: a David no le dan pan de perro, es decir, las sobras del pan que se echa como desperdicio a los perros; y el «gracioso» teme que, en represalia, David les dé a ellos pan de perro, que es figurativamente el daño que se hace a alguien, por alusión al pan con zarazas ‘masa de vidrio molido, con agujas, veneno, etc.’ que suele darse a los perros para matarlos.
Guercino, Giovan Francesco Barbieri, Saúl atacando a David (1646). Gallerie Nazionali di Arte Antica di Roma, Palazzo Barberini.
También se llama Simplicio el «gracioso» de PS; Eliazer le enseña que un criado no debe molestar nunca a su dueño: «nuestro oficio / solo es ver, oír y callar». Simplicio replica que él no puede estarse viendo a su amo comiendo y bebiendo, mientras el permanece allí «sin comello ni bebello» (jugando con el sentido literal y el figurado de la frase, p. 806a). Poco después, sus juegos de derivación dan casi en trabalenguas: «¿Y quien a una idolatrita / quita la idolatración?» (p. 806b). Más tarde, cuando Eliazer le manda que busque un pozo de agua, muestra sus dudas sobre si será capaz de encontrarla, «que es acción para mí extraña / buscar agua» (p. 812b; sin duda que Simplicio mostraría mucha mayor diligencia si le mandase buscar una bota de vino). A veces sus juegos de palabras son sencillos, como cuando interpreta literalmente el sentido de la expresión dar el gozo en el pozo (p. 816a), a veces más complicados: Eliazer ha pedido agua a Habra y esta se niega, hace oídos sordos a la petición. Simplicio apostilla: «Esta es por quien se dijo, / pues las orejas se tapa / y no da agua, que no vale / sus orejas llenas de agua» (p. 814b), nueva interpretación literal de una frase hecha, no valer uno sus orejas llenas de agua, usada para indicar que alguien es ‘muy despreciable’[6].
[2] García Ruiz, «Elementos cómicos en los autos de Calderón: función y sentido», p. 129.
[3] García Ruiz, «Elementos cómicos en los autos de Calderón: función y sentido», p. 134.
[4] García Ruiz, «Elementos cómicos en los autos de Calderón: función y sentido», p. 141.
[5] Todas las citas corresponden a Pedro Calderón de la Barca, Obras completas, tomo III, Autos sacramentales, ed. de Ángel Valbuena Prat, 2.ª reimp. de la 2.ª ed., Madrid, Aguilar, 1991. En lo que sigue emplearé las abreviaturas de las Concordancias de Flasche: HV(=La Hidalga del valle), MC (=A María el corazón), ER (=Las espigas de Ruth), QH (=¿Quién hallará mujer fuerte?),FC (=La primer Flor del Carmelo), PS (Primero y segundo Isaac), CA (=El cubo de la Almudena) y OM (=Las Órdenes Militares).
[6] Remito para más detalles a Carlos Mata Induráin, «Imaginería barroca en los autos marianos de Calderón», en Ignacio Arellano, Juan Manuel Escudero, Blanca Oteiza y M. Carmen Pinillos (eds.), Divinas y humanas letras. Doctrina y poesía en los autos sacramentales de Calderón, Kassel, Edition Reichenberger, 1997, pp. 253-287.