El Cid como mito literario español

El tema del Cid como mito literario español, esto es, la presencia de este personaje en la literatura española, constituye una materia verdaderamente extensa. Rodrigo Díaz de Vivar es, probablemente, el personaje histórico español que más versiones literarias ha generado, y así se ha afirmado taxativamente: «El Cid es la figura histórica sobre la que más se ha escrito en la literatura española»[1], escriben Francisco López Estrada y Jorge Roselló Rodríguez. Por su parte, Francisco Javier Díez de Revenga ha estudiado la vigencia de los temas cidianos hasta bien entrado el siglo XX, así como sus múltiples valores simbólicos:

Es posible que no exista ningún otro personaje de la historia y de la literatura medieval españolas que tenga una repercusión tan variada y tan constante en la poesía del siglo XX, y al mismo tiempo que haya experimentado interpretaciones de lo más variado, según los tiempos, según las tendencias, según las ideologías. Pero entre todas, éstas que nos ha transmitido la poesía del siglo XX destacan por su lirismo, por su emoción, por su entusiasmo, por la nostalgia de un tiempo, de una época, que a muchos conduce a la reflexión humana y humanística, desde la lealtad al exilio. Y es que la poesía, querámoslo o no, también nos transmite, con su ficción, una imagen determinada y precisa, pero multiforme, del famoso cortesano de Alfonso VI[2].

El Cid Campeador

Tenemos, pues, que el Cid es un héroe mítico: buen vasallo, buen capitán, buen esposo, buen padre… Pero, a diferencia de lo que sucede con otros grandes mitos españoles, que son eminentemente literarios (don Quijote, don Juan, Celestina, por citar la famosa triada estudiada por Gustavo de Maeztu), el Cid Rodrigo Díaz de Vivar tiene una consideración especial, pues este personaje se nos presenta, al menos, con una triple dimensión:

1) el personaje histórico: Rodrigo Díaz de Vivar, un guerrero castellano del siglo XI con una existencia bien documentada, que nació después de 1040, sufrió dos destierros, llegó a conquistar la importante ciudad de Valencia y murió en el año 1099 (para unos, un fiel vasallo de su rey; para otros, un señor de la guerra, un mercenario, casi un forajido que hace de la frontera su medio de vida);

2) el personaje literario: desde fechas muy tempranas, desde poco después de su muerte (e incluso en su propia vida), ese personaje histórico, real, dio lugar a numerosas recreaciones literarias, con obras en las que es protagonista o tiene una intervención destacada, empezando por el Cantar de mio Cid, pero también muchas otras después, hasta nuestros días, en distintos siglos y en los tres grandes géneros (narrativa, lírica y teatro); este Cid literario supera al Cid histórico;

y 3) el personaje legendario: al Cid histórico y al Cid literario hay que sumar el Cid de la leyenda, que se sitúa a caballo de los dos anteriores. Me refiero a ese Cid que, según el Romancero (romance «Ya se parte don Rodrigo, / que de Vivar se apellida…»), peregrinando a Santiago de Compostela se encuentra con un gafo (leproso) y, no pudiendo asistirlo materialmente, le ofrece la mejor ayuda que puede darle, la de la caridad cristiana; y así, no solo come de la misma escudilla que él, sino que no tiene inconveniente en compartir la cama con el gafo, sin temor a contagiarse de la terrible enfermedad; al final, se descubrirá que ese leproso es en realidad san Lázaro, quien vaticina a Rodrigo sus futuras hazañas y victorias:

—San Lázaro soy, Rodrigo,
yo, que a hablar te venía;
yo soy el gafo que tú
por Dios tanto bien hacías.
Rodrigo, Dios bien te quiere;
otorgado te tenía
que lo que tú comenzares
en lides o en otra guisa,
lo cumplirás a tu honra
y crecerá cada día.
De todos serás temido,
de cristianos y morisma,
y que los tus enemigos
empecerte no podrían.
Morirás tú muerte honrada,
no tu persona vencida,
tú serás el vencedor,
Dios su bendición te envía.

Hay que indicar, en todo caso, que las fronteras entre el Cid literario y el Cid legendario son a veces borrosas: la literatura convierte en mito al personaje histórico y, a su vez, los componentes legendarios del mito son transmitidos a través de las versiones literarias[3].


[1] Francisco López Estrada y Jorge Roselló Rodríguez, en su edición de El Cid Campeador, Madrid, Castalia, 2002, p. 8.

[2] Francisco Javier Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior (ficción e imagen)», Estudios Románicos, 13-14, 2001-2002, p. 85.

[3] Para más detalles ver Carlos Mata Induráin, «El Cid burlesco del Siglo de Oro: el revés paródico de un mito literario español», en Sara Rojo et al. (eds.), Anais do V Congresso Brasileiro de Hispanistas / I Congresso Internacional da Associação Brasileira de Hispanistas, Belo Horizonte (MG), Faculdade de Letras da Universidade Federal de Minas Gerais, 2009, pp. 408-416.

Rafael Alberti y el mito del Cid: «Como leales vasallos» (y 4)

En la primera entrada de esta serie exponía los datos esenciales sobre la serie de ocho poemas  «Como leales vasallos», perteneciente a Entre el clavel y a espada, y ofrecía también algunas valoraciones de la crítica. Luego, en sendas entradas, analicé los poemas primero y segundo, tercero y cuarto y quinto y sexto. Paso ahora a examinar los dos últimos[1]. Veamos:

7

En estas tierras agenas verán las moradas cómmo se fazen,
afarto verán por los ojos cómmo se gana el pane.

D U R A S, las tierras ajenas.
Ellas agrandan los muertos,
ellas.

Triste, es más triste llegar
que lo que se deja.
Ellas agrandan el llanto,
ellas.

Cuando duele el corazón,
callan ellas.

Crecen hostiles los trigos
para el que llega.

Si dice: —Mira qué árbol
como aquel…
                            Todos recelan.

¡El mar! ¡El mar! ¡Cuántas olas
que no regresan!

              Andan los días e las noches, que vagar non se dan…

Copio el comentario de Francisco Javier Díez de Revenga:

A la dura vida del exilio está dedicado el poema 7, y a la incomprensión de aquellos que han de recibir a los desterrados, que miran con recelo a los que vienen, obligados, de otras tierras. La dureza de la existencia diaria, la necesidad de sobrevivir, la soledad, la incomprensión, el aislamiento, hacen aún más duro el exilio. Las tierras ajenas y la necesidad de ganarse la vida en ellas de unos versos del Poema de Mío Cid desencadenan esta bella canción elegíaca y realista[2].

Además de la conciencia de enajenación, subrayada estilísticamente por la repetición de «ellas», las tierras del destierro, en el final del poema la presencia del mar introduce otra nota de lejanía y nostalgia: no son las suyas olas que unen, sino olas que separan y alejan de la patria amada.

8

… ca echados somos de tierra,
mas a grand ondra tornaremos a Castiella.

S E volverá el mar de tierra.

Ese mar que fue mar,
¿por qué se seca?

Se harán llanuras las olas.

Ese mar que fue mar,
¿por qué abre sendas?

Se irán alzando ventanas.

Ese mar que fue mar,
¿por qué se alegra?

Darán portazos las puertas.

Ese mar que fue mar,
¿por qué resuena?

Se irán abriendo jardines.

Ese mar que fue mar,
¿por qué verdea?

El mar, que tiene otra orilla,
también la ha vuelto de tierra.

Ese mar que fue mar,
¿para quién siembra banderas?

                     Sonando van sus nuevas todas a todas partes…
                     Siempre vos serviremos como leales vasallos…

De nuevo en palabras de Díez de Revenga:

El último poema, el 8, contiene la esperanza del retorno, como se canta en el Poema de Mío Cid, cuando se asegura que se regresará con honra a Castilla. La esperanza de Alberti está en el mar, cuya imagen se reitera en casi todos los versos de la canción, con recuperación de algún motivo preferido por el poeta, como lo es «la otra orilla», que se combina, como señaló Argente, con la subversión gozosa del orden establecido: el mar se vuelve de tierra[3].

Y sigue explicando que la cita final, «Como leales vasallos», es la que sirve para dar título a toda la colección: «con su lección de fidelidad a un ideal por encima de todo: el ejemplo del Cid adquiere de esta forma un importante contenido ético»[4]. Faltaría explicar que esta frase procede de unas palabras puestas en boca de Álvar Fáñez en la Crónica de Veinte Reyes: «Convusco iremos, Çid, por yermos e por poblados, / ca nunca vos fallesçeremos en quanto seamos bivos e sanos / convusco despenderemos las mulas e los cavallos / e los averes e los paños / siempre vos serviremos como leales amigos e vasallos».

Como hemos podido apreciar —a lo largo de varias entradas—, esta serie de ocho poemas nos muestra uno de los acercamientos de Rafael Alberti al mito del Cid. Lo más destacado en ellos es la profunda identificación que se produce entre el desterrado del siglo XI y el exiliado del XX. Se trata, sin duda, de una asimilación personal, íntima, total, de la historia del Cid, personaje que encarna unos valores y unas vivencias que lo convierten en perfecto modelo cargado de un hondo simbolismo para el poeta y para muchos otros españoles que conocieron la amarga realidad del destierro tras la derrota republicana del 39[5].


[1] Reproduzco los poemas tomándolos de Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada [1939-1940], Barcelona / Caracas / México, Seix Barral, 1978, pp. 129-140. En nota al pie se explica que: «(Todos los versos en cursiva son del Cantar de Mío Cid)». Quien mejor los ha estudiado, y aquí aprovecho abundantemente sus comentarios, es Francisco Javier Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior (ficción e imagen)», Estudios Románicos, 13-14, 2001-2002, pp. 77-84; y «Poema, realidad y mito: el Cid y los poetas del siglo XX», en Gonzalo Santonja (coord.), El Cid. Historia, literatura y leyenda, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, pp. 119-121. Ver también Concha Argente del Castillo, Rafael Alberti, poesía del destierro, Granada, Universidad de Granada, 1986, pp. 52-53.

[2] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 82.

[3] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 83.

[4] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 84.

[5] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Del destierro al exilio: la mirada de Alberti al mito del Cid (“Como leales vasallos”, Entre el clavel y la espada, en Ignacio Arellano, Víctor García Ruiz y Carmen Saralegui (eds.), Ars bene docendi. Homenaje al Profesor Kurt Spang, Pamplona, Eunsa, 2009, pp. 391-404.

Rafael Alberti y el mito del Cid: «Como leales vasallos» (3)

En la primera entrada de esta serie exponía los datos esenciales sobre los ocho poemas que forman la sección «Como leales vasallos», perteneciente a Entre el clavel y a espada, y ofrecía también algunas valoraciones de la crítica. Luego, en sendas entradas, analicé los poemas primero y segundo y tercero y cuarto. Paso ahora a examinar los poemas quinto y sexto[1]. Veamos:

5

Yo lo veo que estades vos en ida
e nos de vos partir nos hemos en vida.

E R A S hermosa…
                                 Y lo eres,
con un tajo en la garganta.

Sin comparación…
                                     Si digo
que como tu frente de sierras altas,
que como tu pecho de llanos fríos,
que como tus ojos de velas claras,
que como tu sangre de pino ardiendo,
que como tú tendida,
que como tú levantada…

Si me atrevo a compararte,
¿con quién te compararía?

                                          Desventurada.

Sin comparación…
                                      Y hermosa,

con un tajo en la garganta.

                     La rencura mayor non se me puede olbidar.

Opina Concha Argente del Castillo que este quinto poema de la serie recuerda el elogio de España que Alfonso X el Sabio incluye en su Crónica General de España, con ocasión de la conquista musulmana. Díez de Revenga matiza: «En realidad, es el recuerdo de la patria el que conduce al exiliado a imaginarla desdichada no por su propia naturaleza, sino por su situación presente. […] pasado y presente abren este poema dramático que concibe a España como una mujer cuyas realidades fisiológicas son partes de su rica y espléndida naturaleza hoy ajada, hoy herida»[2]; y añade que el poema se remata «con aires de desgarrada copla popular». Las repeticiones estilísticas, y la estructura circular, intensifican el tono dramático de esta composición, en la que se pone de relieve que la amada patria es tan desventurada cuan hermosa.

                                 6

                  … que nadi nol diessen posada,
e aquel que gela diesse sopiesse vera palabra
que perderié los averes e más los ojos de la cara…

¿Q U I E N E S son los que se marchan?

                                    —Cerrad las puertas de casa.

¿Los que con la frente alta
van arrancando crujidos
de amor, de temor y rabia?

                                    —Ni pan, ni silla, ni agua.

¿Esos que por donde pasan
muerden de remordimiento
la luz que no alumbró clara?

                                    —Ni hoz, ni pico ni azada.

Serios, como la amenaza
constante, como la sombra
de las conciencias nubladas.

                                    —Ni tierra para su alma.

Están cerrados los mapas.
En un huracán de sangre,
rueda una llave de plata.

                                          Arribado an las naves, fuera eran exidos…

Evoca este poema el famoso episodio de la «niña de nuef años» del Cantar, y las leyes del rey que impiden prestar ayuda a los desterrados. «La aplicación a la situación personal de Alberti y los suyos es, entonces, directa», sentencia Díez de Revenga[3].


[1] Reproduzco los poemas tomándolos de Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada [1939-1940], Barcelona / Caracas / México, Seix Barral, 1978, pp. 129-140. En nota al pie se explica que: «(Todos los versos en cursiva son del Cantar de Mío Cid)». Quien mejor los ha estudiado, y aquí aprovecho abundantemente sus comentarios, es Francisco Javier Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior (ficción e imagen)», Estudios Románicos, 13-14, 2001-2002, pp. 77-84; y «Poema, realidad y mito: el Cid y los poetas del siglo XX», en Gonzalo Santonja (coord.), El Cid. Historia, literatura y leyenda, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, pp. 119-121. Ver también Concha Argente del Castillo, Rafael Alberti, poesía del destierro, Granada, Universidad de Granada, 1986, pp. 52-53.

[2] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», pp. 80-81.

[3] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 81. Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Del destierro al exilio: la mirada de Alberti al mito del Cid (“Como leales vasallos”, Entre el clavel y la espada)», en Ignacio Arellano, Víctor García Ruiz y Carmen Saralegui (eds.), Ars bene docendi. Homenaje al Profesor Kurt Spang, Pamplona, Eunsa, 2009, pp. 391-404.

Rafael Alberti y el mito del Cid: «Como leales vasallos» (2)

En la primera entrada de esta serie exponía los datos esenciales sobre la serie de ocho poemas «Como leales vasallos», perteneciente a Entre el clavel y a espada, y ofrecía también algunas valoraciones de la crítica. En otra entrada analizaba los dos primeros poemas. Paso ahora a examinar los poemas tercero y cuarto[1]. Veamos:

3

Los hinojos e las manos en tierra los fincó,
las yerbas del campo a dientes las tomó…

H I N C A D O. Así.
                       Y en los dientes,
el corazón, y en los labios,
contra tu tierra con sangre,
todo su sabor amargo.
Dolor a muerto en la lengua,
sabor a desenterrado,
gusto a puñal por la espalda,
sabor a crimen, a mano
con gusto a sombra en la sombra,
sabor a toro engañado,
gusto a león exprimido,
sabor a sueño,
sabor a llanto,
susto a solo vientre hueco,
a hombre arrancado de cuajo,
sabor a mar triste, a triste
árbol sin sabor a árbol.

Amarga ha de ser la vuelta,
pero sin sabor amargo.

                     Esto me an buolto mios enemigos malos.

Este tercer poema alude a los mestureros que encizañaron la relación del Cid con Alfonso VI (así lo pone de relieve el verso del Cantar citado en su final), y se cierra con una aparente contradicción, una amargura pero sin sabor amargo. Díez de Revenga ha escrito certeras palabras, evocando la simbólica ceremonia vasallática de morder la hierba (en señal de sumisión), recogida por el Cantar en el momento en que el Cid se reencuentra con el rey Alfonso, ya reconciliados (así lo expresan los dos versos del Cantar que abren el poema):

Hay un episodio en el Poema de Mío Cid especialmente emotivo, cuando el Campeador, de rodillas en el campo, en el momento de su reencuentro con Alfonso VI, muestra su gozo por la presencia del rey ante quien se postra. Alberti realiza una espléndida interpretación de la escena, y de los versos del Poema extrae sensaciones muy poderosas de amargura fijadas al sentimiento del gusto y diseminadas en una serie de símbolos del destierro, modificando, con autoridad poética, el significado de los versos iniciales, haciéndolos acordes ahora con el verso final reproducido. España aparece en el trasfondo de los versos en una configuración que se irá intensificando en los poemas siguientes. El toro, el león, el mar son imágenes suficientemente explícitas en un contexto de especial crudeza[2].

Acto de vasallaje

                                 4

Vio puertas abiertas e uços sin cañados,
alcándaras vázias sin pielles e sin mantos…

V I los campos.
                              Y perderse los soldados.
Vi la mar.              
                               Y perderse los soldados.
Vi los cielos.         
                               Y perderse los soldados.
Perderse tu corazón.
                               No los soldados.

                                   A quém descubriestes las telas del coraçón?

Como señala Díez de Revenga, es un poema de guerra, de sencilla estructura marcada por el paralelismo y la repetición, en el que los versos introductorios (versos 3-4 del Cantar) «devuelven al poeta a la España de la guerra recién perdida, provocadora, en definitiva, del destierro»[3].


[1] Reproduzco los poemas tomándolos de Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada [1939-1940], Barcelona / Caracas / México, Seix Barral, 1978, pp. 129-140. En nota al pie se explica que: «(Todos los versos en cursiva son del Cantar de Mío Cid)». Quien mejor los ha estudiado, y aquí aprovecho abundantemente sus comentarios, es Francisco Javier Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior (ficción e imagen)», Estudios Románicos, 13-14, 2001-2002, pp. 77-84; y «Poema, realidad y mito: el Cid y los poetas del siglo XX», en Gonzalo Santonja (coord.), El Cid. Historia, literatura y leyenda, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, pp. 119-121. Ver también Concha Argente del Castillo, Rafael Alberti, poesía del destierro, Granada, Universidad de Granada, 1986, pp. 52-53.

[2] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 79.

[3] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 80. Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Del destierro al exilio: la mirada de Alberti al mito del Cid (“Como leales vasallos”, Entre el clavel y la espada)», en Ignacio Arellano, Víctor García Ruiz y Carmen Saralegui (eds.), Ars bene docendi. Homenaje al Profesor Kurt Spang, Pamplona, Eunsa, 2009, pp. 391-404.

Rafael Alberti y el mito del Cid: «Como leales vasallos» (1)

En una entrada anterior exponía los datos esenciales sobre la serie de ocho poemas «Como leales vasallos», perteneciente a Entre el clavel y a espada, y ofrecía también algunas valoraciones de la crítica. Pasemos ahora a examinar cada una de las composiciones[1], comenzando por las dos que dan inicio a la serie. Citaré primero cada texto (todo ellos se abren y se cierran con sendas citas del Cantar de mio Cid), añadiendo después algunos comentarios y valoraciones. Veamos:

                                 1

Convusco iremos, Cid, por yermos e por poblados,
ca nunca vos fallesceremos en quanto seamos sanos…

L O S gallos. Cantar querían.
Hubieran querido.
                                  ¡Madre!

La noche. Morir quería.
Hubiera querido.
                                  ¡Madre!

Nos vamos. Quedar queríamos.
¡Cómo quisiéramos!
                                  ¡Madre!

Los pueblos. ¡Si se vinieran!
Se hubieran venido.
                                  ¡Madre!

Los llanos. ¡Qué andar de prisa!
Andan. Andarían.
                                  ¡Madre!

Los ríos. Partir, corriendo.
Veloces los ríos.
                                  ¡Madre!

Lo aires. Marchar volando.
Vuelan. Volarían.
                                  ¡Madre!

Nosotros. Contigo sólo.
Vamos. Iríamos.
                                  ¡Madre!

Tú, tú, tú. ¿Con quién, con quién?
Hubieras venido.
                                  ¡Madre!

                 A los mediados gallos pienssan de ensellar…

Como escribe Díez de Revenga, «en el primer poema aparecen los gallos […], y con ellos el amanecer, símbolo del comienzo, del comienzo en este caso del destierro. Los aires de canción popular, la métrica breve y los paralelismos crean un ambiente de emoción nada contenida»[2]. Habría que recordar que la presencia de los gallos de Cardeña es un motivo recurrente en los textos y poemas de los autores del 27. Aquí, el rasgo estilístico más marcado es la repetición de la palabra madre, que simboliza todo lo que el desterrado/exiliado deja atrás: el amor, el cariño, la protección, la casa familiar… Todo lo que se ven obligados a abandonar —los hombres del Cid, los exiliados republicanos españoles del 39— y no saben si volverán a encontrar a su regreso (ni siquiera saben si habrá la posibilidad de un regreso). En definitiva, el poema inicial subraya la sensación de desarraigo.

Marcos Hiráldez Acosta, Jura del rey Alfonso VI en Santa Gadea (1864).
Palacio del Senado (Madrid, España), Fondo Histórico.

                                        2

De los sos ojos tan fuertemientre llorando
tornaba la cabeça i estávalos catando.

L U E G O, la vi despeinarse
bajo los arcos del agua,
arcos que ya son de sangre.

Con luz de lluvia la quise.

¡Qué sofocación tan grande:
bajo los arcos, doblada,
y hacia la mar, alejarse!

              Dexado ha heredades e casas e palaçios…

En esta segunda composición, lo más destacado es el contraste entre agua/lluvia y sangre, esos arcos de lluvia convertidos en arcos de sangre. Sigue insistiendo el poeta en la idea del marchar, del alejarse, dejando algo atrás[3]. El pronombre «la», de «la vi», puede remitir a la mujer amada, que es, en cualquier caso, símbolo o personificación de España, como se percibirá con mayor claridad en los poemas siguientes[4].


[1] Reproduzco los poemas tomándolos de Rafael Alberti, Entre el clavel y la espada [1939-1940], Barcelona / Caracas / México, Seix Barral, 1978, pp. 129-140. En nota al pie se explica que: «(Todos los versos en cursiva son del Cantar de Mío Cid)». Quien mejor los ha estudiado, y aquí aprovecho abundantemente sus comentarios, es Francisco Javier Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior (ficción e imagen)», Estudios Románicos, 13-14, 2001-2002, pp. 77-84; y «Poema, realidad y mito: el Cid y los poetas del siglo XX», en Gonzalo Santonja (coord.), El Cid. Historia, literatura y leyenda, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, pp. 119-121. Ver también Concha Argente del Castillo, Rafael Alberti, poesía del destierro, Granada, Universidad de Granada, 1986, pp. 52-53.

[2] Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 78.

[3] Escribe Díez de Revenga, «El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior…», p. 79: «En el segundo de los poemas, recordando los primeros versos conservados del Cantar, se produce una reacción visionaria, según ha visto Argente del Castillo, pero cuya evidencia deja pocas dudas a la interpretación sólidamente contextualizada por el texto de inicio y el de final».

[4] Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Del destierro al exilio: la mirada de Alberti al mito del Cid (“Como leales vasallos”, Entre el clavel y la espada)», en Ignacio Arellano, Víctor García Ruiz y Carmen Saralegui (eds.), Ars bene docendi. Homenaje al Profesor Kurt Spang, Pamplona, Eunsa, 2009, pp. 391-404.

Del destierro al exilio: la mirada de Rafael Alberti al mito del Cid

En una entrada anterior quedaron apuntadas algunas someras notas sobre la presencia del Cid en los poetas del 27 y en el exilio republicano español. Me propongo ahora un sencillo comentario —a través de sucesivas entradas— de unos poemas en los que Rafael Alberti ofrece su personal mirada al mito del Cid. Me refiero a las ocho composiciones que forman la serie «Como leales vasallos», incluida como sección séptima de Entre el clavel y la espada (1941). Este poemario, junto con Vida bilingüe de un refugiado español en Francia, reúne las primeras muestras de la poesía albertiana del exilio, que fueron valoradas por Kurt Spang con estas palabras:

Con la obra Vida bilingüe…, escrita en 1939-40 en París, empieza la poesía comprometida del destierro. Todavía se nota la influencia directa de los acontecimientos históricos. En las obras siguientes Alberti se aleja cada vez más de los sucesos de la guerra y ya no se considera exclusivamente como poeta al servicio de la revolución. Su poesía será creación «entre clavel y espada». Empieza el libro Entre el clavel y la espada diciendo: «Si mi nombre no fuera un compromiso, una palabra dada […], tú, libro, que ahora vas a abrirte, lo harías solamente bajo un signo de flor, lejos de él la fija espada que lo alerta». Allí se manifiesta claramente el deseo de volver a la poesía sin compromiso, pero también en el destierro Alberti se considera obligado a la adhesión a las ideas comunistas[1].

Rafael Alberti, Como leales vasallos (1951)
Rafael Alberti, Como leales vasallos (1951). Gouache y pastel.

En el caso de los poemas de «Como leales vasallos», lo que prevalece es una identificación íntima entre dos vivencias personales muy similares: la del destierro del héroe castellano, injustamente apartado por su monarca, y la del exilio del poeta gaditano, que también debe abandonar la madre patria tras la derrota republicana en la guerra civil de 1936-1939. Veremos enseguida cómo Alberti reelabora de una forma muy personal la materia cidiana.

Como ya queda indicado, «Como leales vasallos» constituye el apartado séptimo de Entre el clavel y la espada, primer poemario albertiano publicado en el exilio (Buenos Aires, 1941). En efecto, este libro escrito en «Francia, el mar, Argentina, 1939-1940» se abre con una dedicatoria «A Pablo Neruda», y consta de dos «Prólogos», más las secciones «Sonetos corporales», «Diálogo entre Venus y Príapo», «Metamorfosis del clavel», «Toro en el mar», «De los álamos y los sauces», «Del pensamiento en un jardín», «Como leales vasallos» y «Final de plata amargo». No es el único acercamiento del poeta del Puerto de Santa María a la materia cidiana. En efecto, años después escribiría el texto de Cantar de Mio Cid: cantata heroica en tres episodios, que se conserva inédita en la Biblioteca Nacional de España[2]. No olvidemos tampoco que María Teresa León, su esposa, escribió sendas biografías noveladas, amenas y didácticas, de tono poético, sobre don Rodrigo y doña Jimena: Rodrigo Díaz de Vivar. El Cid Campeador (1954) y Doña Jimena Díaz de Vivar. Gran señora de todos los deberes (1960)[3].

La serie cidiana formada por los ocho poemas «Como leales vasallos» ha sido valorada por Francisco Javier Díez de Revenga con estas palabras:

Una de las primeras imágenes de Alberti en su poesía del exilio queda simbolizada por la figura del Cid caminando hacia el destierro con los suyos «como leales vasallos», en una de las secciones de Entre el clavel y la espada, […] en la que incluye […] una suite completa, titulada «Como leales vasallos» dedicada al Cid y a su significación como desterrado. Se trata de una serie de ocho poemas breves, comenzados y acabados todos ellos por versos muy significativos del Poema de Mío Cid. La vivencia poética de los momentos cidianos son recordados [sic] con una técnica de collage[4].

Esta misma característica técnica, así como la identificación entre autor y personaje evocado, ha sido destacada igualmente por Eladio Mateos:

Muy pronto también la materia cidiana entrará en sus poemas, que encuentran apoyo en los versos viejos del Poema de Mío Cid para expresar la desolación del exilio. […] «Como leales vasallos» es una paráfrasis de la historia de Rodrigo Díaz en el momento de su destierro de Castilla. Alberti encabeza y cierra cada uno de los ocho poemas que componen la sección con una cita del poema medieval, siempre escogiendo los versos más tristes y dramáticos del texto, los que expresan el dolor o la «rencura mayor» que sufren los republicanos españoles, como debieron sufrir los infanzones castellanos. No hay rastro aquí de la grandeza del héroe, el Cid es un hombre despojado a quien amarga la boca el mismo sabor que al poeta[5].


[1] Kurt Spang, Inquietud y nostalgia. La poesía de Rafael Alberti, 2.ª ed., Pamplona, Eunsa, 1991, pp. 110-111. Para Alberti y el destierro, ver Catherine G. Bellver, Rafael Alberti en sus horas de destierro, Salamanca, Publicaciones del Colegio de España, 1984. Para el Cid histórico, Ramón Menéndez Pidal, La España del Cid, 6.ª ed., Madrid, Espasa Calpe, 1969, 2 vols.; Jules Horrent, Historia y poesía en torno al «Cantar del Cid», Barcelona, Ariel, 1973; Richard Fletcher, El Cid, Madrid, Nerea, 1989; Gonzalo Martínez Díez, El Cid histórico, Barcelona, Planeta, 1999; Francisco Javier Peña Pérez, El Cid Campeador. Historia, leyenda y mito, Burgos, Dossoles, 2000; Gonzalo Santonja (coord.), El Cid. Historia, literatura y leyenda, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio; y Diego Catalán, El Cid en la historia y en sus documentos, Madrid, Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2002, entre otros trabajos. Para la recepción del Cantar y del personaje del Cid, ver Francisco López Estrada, Panorama crítico sobre el «Poema del Cid», Madrid, Castalia, 1982; Christoph Rodiek, La recepción internacional del Cid, Madrid, Gredos, 1995; Manuel González Jiménez, «El Cid, personaje histórico, personaje literario», en César Hernández Alonso (coord.), Actas del Congreso Internacional El Cid, poema e historia (12-16 de julio, 1999), Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 2000, pp. 319-321; y Luis Galván, El «Poema del Cid» en España, 1779-1936: recepción, mediación, historia de la filología, Pamplona, Eunsa, 2001.

[2] Cfr. Eladio Mateos, «El segundo destierro del Cid: Rodrigo Díaz de Vivar en el exilio español de 1939», en Gonzalo Santonja (coord.), El Cid. Historia, literatura y leyenda, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, p. 138: «La impronta del primer cantar del Poema de Mío Cid en la obra de Rafael Alberti es enorme durante los años siguientes e irá más allá de una simple identificación con el personaje literario del desterrado, cuyo tema vuelve a retomar en una cantata escénica de finales de los años 40, inédita e inacabada, a la que debía poner música otro exiliado español, el compositor Julián Bautista. Hay en toda su producción primera del exilio un retorno al neopopulismo que supone una vuelta a las formas primitivas de la tradición poética española que nace con el texto fundacional del Poema».

[3] Francisco Javier Díez de Revenga hace notar la coincidencia temporal de estos proyectos de Alberti y María Teresa León. No olvidemos que María Teresa era sobrina de María Goyri, esposa de Ramón Menéndez Pidal. Escribe Díez de Revenga, 2001, p. 110: «No es de extrañar que Alberti estuviese muy próximo al héroe castellano, sobre todo si tenemos en cuenta que dos de las más entrañables biografías que sobre el Cid y Doña Jimena se escribieron jamás salieron de la pluma de María Teresa León. En efecto, la mujer de Rafael Alberti, María Teresa León Goyri, era sobrina de Doña María Goyri, la esposa de Don Ramón Menéndez Pidal, y por lo tanto prima hermana de Jimena Menéndez-Pidal, a la que le unió entrañable relación familiar y amistosa. Y hay que señalar ya lo que une a María Teresa con el Cid y con Jimena: el destierro, ya que desde el destierro están escritas ambas biografías, y desde el destierro están escritos los poemas de Rafael Alberti, que se integran en su primer libro del exilio» («El Poema de mío Cid y su proyección artística posterior (ficción e imagen)», Estudios Románicos, 13-14, 2001-2002, pp. 77-78). Ver Margarita Smerdou Altolaguirre, Margarita, «María Teresa León y doña Jimena, señoras de todos los deberes», en Gonzalo Santonja (coord.), El Cid. Historia, literatura y leyenda, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, pp. 125-130.

[4] Francisco Javier Díez de Revenga, «Trayectoria poética de Rafael Alberti», Cervantes, 4, 2003/I, p. 145.

[5] Mateos, «El segundo destierro del Cid…», p. 138. Para más detalles remito a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Del destierro al exilio: la mirada de Alberti al mito del Cid (“Como leales vasallos”, Entre el clavel y la espada)», en Ignacio Arellano, Víctor García Ruiz y Carmen Saralegui (eds.), Ars bene docendi. Homenaje al Profesor Kurt Spang, Pamplona, Eunsa, 2009, pp. 391-404.

La «niña de nuef años»: del «Cantar de mío Cid» a Manuel Machado y María Teresa León

En medio del dolor de la partida de Rodrigo Díaz de Vivar y su mesnada al destierro, la ternura se hace presente, en forma de compasión mutua, en el célebre episodio de la «niña de nuef años»:

El Campeador     adeliñó a su posada
así commo llegó a la puorta,     fallóla bien çerrada,
por miedo del rey Alfons,     que assí lo pararan:
que si no la quebrantás,     que non gela abriessen por nada.
Los de mio Cid     a altas vozes llaman,
los de dentro     non les querién tornar palabra.
Aguijó mio Çid,     a la puerta se llegaua,
sacó el pie del estribera,     una ferídal’ dava;
non se abre la puerta,     ca bien era çerrada.
Una niña de nuef años     a ojo se parava:
«¡Ya Campeador,     en buena çinxiestes espada!
El rey lo ha vedado,     anoch dél entró su carta,
con grant recabdo     e fuertemientre seellada.
Non vos osariemos     abrir nin coger por nada;
si non, perderiemos     los averes e las casas,
e aun demás     los ojos de las caras.
Çid, en el nuestro mal     vos non ganades nada;
mas el Criador vos vala     con todas sus vertudes santas.»
Esto la niña dixo     e tornós’ pora su casa.
Ya lo vede el Çid     que del rey non avié graçia.
Partios’ dela puerta,     por Burgos aguijaba,
llegó a Santa María,     luego descavalga;
fincó los inojos,     de coraçón rogava (vv. 31-53)[1].

El Cid con la niña de nueve años

La versión prosificada de Alfonso Reyes dice así:

El Campeador se dirigió a su posada; llegó a la puerta, pero se encontró con que la habían cerrado en acatamiento al rey Alfonso, y habían dispuesto primero dejarla romper que abrirla. La gente del Cid comenzó a llamar a voces; y los de adentro, que no querían responder. El Cid aguijó su caballo y, sacando el pie del estribo, golpeó la puerta; pero la puerta, bien remachada, no cedía.

A esto se acerca una niña de unos nueve años:

—¡Oh, Campeador, que en buena hora ceñiste espada! Sábete que el rey lo ha vedado, y que anoche llegó su orden con prevenciones muy severas y autorizadas por sello real. Por nada en el mundo osaremos abriros nuestras puertas ni daros acogida, porque perderíamos nuestros bienes y casa, amén de los ojos de la cara. ¡Oh, Cid: nada ganarías en nuestro mal! Sigue, pues, tu camino, y válgate el Creador con todos sus santos.

Así dijo la niña, y se entró en su casa. Comprende el Cid que no puede esperar gracia del rey y, alejándose de la puerta, cabalga por Burgos hasta la iglesia de Santa María, donde se apea del caballo y, de hinojos, comienza a orar.

Es este un pasaje en que el primitivo autor supo condensar a la perfección el dolor de la partida en los desterrados y el dolor también de los burgaleses, que no pueden ayudarles, so pena de recibir graves castigos. El contraste magnífico entre el aspecto aguerrido de los recios hombres de armas castellanos y el carácter delicado y desvalido de la niña, lo supo evocar magistralmente Manuel Machado en su poema «Castilla», de Alma (1900). Los versos son de sobra conocidos, pero merece la pena copiarlos aquí de nuevo:

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga.

Cerrado está el mesón a piedra y lodo…
Nadie responde. Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder… ¡Quema el sol, el aire abrasa!

A los terribles golpes,
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde… Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules y en los ojos lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.

—Buen Cid, pasad… El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja…
Idos. El cielo os colme de venturas…
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!

Calla la niña y llora sin gemido…
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: «¡En marcha!»

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
—polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga[2].

Menos conocida es, quizá, la recreación que del mismo episodio hace María Teresa León en una breve biografía novelada de Rodrigo Díaz de Vivar:

La ciudad de Burgos los recibe con todas las ventanas ciegas. No hay un alma por las calles de hielo. Parecen las casas más chicas, más pobres con sus puertas vencidas de miseria y sus techos de paja. A todas ellas ha llamado el miedo para que no se abra ninguna. Y ninguna se abre porque el pregón del rey ha sido leído cada cuatro esquinas y parece que aún tiembla en el aire:

«Prohibimos…»

El Cid y sus caballeros cruzan la ciudad. Pero se han detenido ante una puerta. Rodrigo golpea con la empuñadura de su espada. Ante el asombro de todos, se abre dando paso a una niña. Es de tan poca estatura que al acercarse al estribo del Campeador ninguno puede calcular qué edad tiene. Su cara menuda levanta hacia el Cid unos ojos oscuros, y su voz, algo temblona, comienza.

—Buen Cid, pasad de largo. No nos atrevemos a daros asilo. El rey ha pregonado que perderemos vidas y haciendas si tal hiciésemos. Marchad, buen Cid; en nuestro mal no ganáis nada.

Se le queda el Cid mirándola tan frágil, tan pequeña, tan valiente. Lleva sobre su cuerpecillo una saya desteñida; por la espalda le cae el pelo suelto; a la cintura, una escarcelilla con un trozo de pan. Sus caballeros y soldados tienen hambre. El viento sopla; viento norte helado. El Cid mira a la niña, a las casas de Burgos y, levantando su mano oculta en el guantelete de hierro, ordena:

—¡En marcha!

La niña los mira pasar desde su infancia valiente y a su vez levanta la mano para despedirlos.

El tropel de guerreros y caballos se dirige al arenal de Arlanzón[3].

Tal es la recreación que se hace en el capítulo VIII, pero lo que resulta más interesante, en mi opinión, es que, en el capítulo final, el XXI, titulado «Muere el Cid Campeador», el moribundo Rodrigo, en diálogo con su esposa Jimena, se acuerda emotivamente de aquella «niña de nuef años» de Burgos:

—¿Ves, Jimena, cuántas riquezas conquistó mi brazo? Pues me gusta recrearme en el recuerdo de los tiempos aquellos cuando te dejé pobre en Cardeña. Hoy todos tienen miedo ante mí. Éramos entonces infanzones sin fortuna. Yo me iba desterrado. Estaban cerradas las puertas y ventanas de Burgos. Sólo una niña se atrevió a rogarme que no les hiciese mal… ¿Qué pensará ahora de mí aquella niña? No sólo no hice mal sino que por mi tuvieron bien todos los reinos cristianos[4].


[1] Cito por Cantar de mio Cid, texto antiguo de Ramón Menéndez Pidal, prosificación moderna de Alfonso Reyes, prólogo de Martín de Riquer, edición y guía de lectura de Juan Carlos Conde, Madrid, Espasa Calpe, 2006.

[2] Cito por Manuel Machado, Alma. Apolo, estudio y edición de Alfredo Carballo Picazo, Madrid, Ediciones Alcalá, 1967, pp. 150-151. Con ligeros cambios en la puntuación en Manuel Machado, Poesías completas, ed. de Antonio Fernández Ferrer, Sevilla, Renacimiento, 1993, p. 27-28.

[3] Cito por El Cid Campeador, aclaración y vocabulario de María Teresa León, 5.ª ed., Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1978, pp. 43-44.

[4] El Cid Campeador, aclaración y vocabulario de María Teresa León, pp. 119-120.

«Como la uña de la carne»: dolor y ternura en el «Cantar de mio Cid»

En el Cantar de mio Cid, un episodio que rezuma ternura, y a la vez hondo dolor, es el de la separación de Rodrigo Díaz de Vivar de su esposa doña Jimena y sus hijas, a las que deja en el monasterio de San Pedro de Cardeña cuando, tras haber sido desterrado por el rey Alfonso VI, se dispone a partir a la frontera a pelear con los moros. Sabemos que la despedida del guerrero y su esposa constituye un topos de la épica (baste recordar la despedida de Héctor y Andrómaca en La Ilíada), pero aquí ese momento está transido de una especial delicadeza poética, que humaniza notablemente al héroe castellano:

Afevos doña Ximena     con sus fijas dó va llegando;
señas dueñas las traen     e adúzenlas en los braços.
Ant’el Campeador doña Ximena     fincó los inojos amos,
llorava de los ojos,     quísol besar las manos:
«¡Merced, Campeador,     en ora buena fostes nado!
Por malos mestureros     de tierra sodes echado.
¡Merced, ya Çid,     barba tan complida!
Fem’ ante vós     yo e vuestras ffijas,
iffantes son     e de días chicas,
con aquestas mis dueñas     de quien so yo servida.
Yo lo veo     que estades vós en ida
e nós de vos     partir nos hemos en vida.
¡Dandnos consejo     por amor de santa María!»
Enclinó las manos     la barba vellida,
a las sues fijas     en braço’ las prendía,
llególas al coraçón,     ca mucho las quería.
Llora de los ojos, tan fuerte mientre sospira:
«¡Ya doña Ximena,     la mi mugier complida,
commo a la mie alma     yo tanto vos quería!
Ya lo veedes     que partir nos emos en vida,
yo iré y vós     fincaredes remanida.
¡Plega a Dios     e a santa María,
que aun con mis manos     case estas mis fijas,
o que dé ventura     y algunos días vida,
e vós, mugier ondrada,     de mí seades servida!» (vv. 262-284)[1].

El Cid se despide de su esposa y sus hijas

Y poco más adelante, cuando ya es inminente la partida, el dolor de la separación —expresa bellamente el anónimo poeta— es como el que se produce cuando la uña se desprende de la carne:

La oraçión fecha,     la missa acabada la an,
salieron de la eglesia,     ya quieren cavalgar.
El Çid a doña Ximena     ívala abraçar;
doña Ximena al Çid     la manol’ va besar,
llorando de los ojos,     que non sabe qué se far.
E él a las niñas     tornólas a catar:
«A Dios vos acomiendo     e al Padre spirital;
agora nos partimos,     ¡Dios sabe el ajuntar!»
Llorando de los ojos,     que non vidiestes atal,
assís’ parten unos d’otros     commo la uña de la carne (vv. 366-375).

Rodrigo parte rumbo a la incertidumbre de la guerra, sin tener seguridad del regreso, sin saber si volverá a encontrarse con su familia en este mundo. No es de extrañar la cordial identificación que con el personaje del Cid sintieron muchos de los poetas del 27 y otros exiliados republicanos tras la Guerra Civil: igual que Rodrigo, ellos hubieron de marcharse para ganar el pan lejos de una patria a la que amaban profundamente y a la que no sabían si alguna vez podrían regresar…

En el Cantar de mio Cid, como es normal que suceda, ocupa un lugar destacado la descripción de hechos de armas (batalla de Alcocer, conquista de Valencia…), pues Rodrigo es un señor de la guerra, y aparece lógicamente caracterizado como valiente guerrero y buen estratega; pero, como he tratado de mostrar con un ejemplo ilustrativo, también hay lugar para abordar la dimensión humana del personaje, un hombre maduro y cabal, un héroe mesurado, incluso en los momentos de mayor dolor. Y es que don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, queda retratado como un héroe perfecto: es el perfecto vasallo y hombre de armas, pero también el perfecto esposo y padre. En el proceso de mitificación del héroe castellano, el primitivo autor no deja de lado esos otros aspectos correspondientes al ámbito de su vida familiar. De esta forma, con la inclusión de algunas escenas particularmente emotivas, poesía y ternura, sensibilidad literaria y sensibilidad humana, se dan la mano en el Cantar.


[1] Cito por Cantar de mio Cid, texto antiguo de Ramón Menéndez Pidal, prosificación moderna de Alfonso Reyes, prólogo de Martín de Riquer, edición y guía de lectura de Juan Carlos Conde, Madrid, Espasa Calpe, 2006.

«El caballero del Cid», de José Luis Olaizola: valoración final

El caballero del Cid, de José Luis OlaizolaEn otro orden de cosas, hay que destacar que el autor sabe imbricar con acierto los dos planos de la narración, los elementos históricos y los de ficción. No es solo que el Cid, en medio de sus campañas en el Levante, halle tiempo para interesarse por las cuitas amorosas de Efrén; también doña Jimena y sus damas siguen con interés la hermosa historia de amor que viven, con muchas dificultades, Efrén y Rucayya. En fin, cuando el muchacho logra encontrar el famoso tesoro que buscaba, los hombres del Cid lo venden y con el dinero obtenido compran armas para el ejército, que servirán para la conquista definitiva de Valencia. Por medio de pequeños detalles como estos se fusionan ambos planos de la obra.

La novela, en la que no han faltado las aventuras y los amores, termina con un desafío, un duelo caballeresco en el que van a estar en juego el honor de un caballero cristiano y el alma de una delicada doncella. En efecto, al final, Efrén desafía a Abid Muzzafar por felón y traidor; este ordena a un sayón que le rompa al joven dos dedos de la mano derecha y dos costillas (para asegurarse de combatir con ventaja), pero cuando pelean el tercer viernes de junio de 1089, el joven logra vencer y, en lugar de perdonar a su enemigo, lo degüella, dejándose llevar por el odio. Entonces Rucayya le dice que no puede ser su esposa, por haber matado a su hermano, que le pedía clemencia. Efrén se da cuenta de que va a perder para siempre el único amor de su vida y decide profesar en Cardeña, de la misma forma que su amada va a hacerlo en las benedictinas de Estella. La melancolía tiñe su alma y siente un total despego por la vida, de forma que ahora pelea temerariamente en las luchas del Cid. Pero será el propio don Rodrigo quien facilite a Efrén la solución para un final feliz, al ordenarle que saque a Rucayya del convento y se case con ella. Los vendedores de noticias —nos dicen las últimas líneas del relato— hablan de un caballero indomable que combate con una sola mano y que marcha con el ánimo muy alegre hacia Navarra…

El final es abierto, pero esperanzado: no se cuenta el desenlace definitivo, pero se adivina la posibilidad real (facilitada por el Cid) de la unión feliz de Efrén y Rucayya. Es a lo que apuntan las palabras que leemos en la contracubierta del libro: «El caballero del Cid, novela con toda la frescura de los romances fronterizos y de las primeras novelas artúricas, transportará al lector a aquel tiempo en que Europa era aún tan joven que el más grande de los héroes épicos hacía un alto en su guerrear para propiciar que la historia de amor del más gentil de sus caballeros tuviera un alegre final». Es esta, en suma, una novela amena y fácil de leer, con buenas dosis de amores y aventuras, que puede contribuir a acercar, de forma indirecta, al conocimiento del personaje del Cid entre un público amplio.

La ambientación histórica en «El caballero del Cid» de José Luis Olaizola

Aunque la novela no resulta farragosa en la inclusión de datos históricos, sí que transmite al lector los necesarios para que se haga cargo de la situación en aquel momento: se ofrece, por ejemplo, una explicación de la enemistad del Cid con el conde García Ordóñez (p. 73), que es «el más feroz enemigo que tuvo nunca el Campeador»; se dan datos, también, sobre la relación entre el Cid y el rey Alfonso VI.

La jura en Santa Gadea

Así, fue la derrota de don Alfonso en Sagrajas lo que le hizo pensar en la necesidad de recurrir al Cid en su lucha contra los almorávides, dispensando al vasallo de la ira regia; se alude a la posterior reconciliación en Toledo, cuando el Cid muerde la hierba del prado (acto de sumisión vasallática que recoge el Cantar de mio Cid); se pone de manifiesto la división de Al-Andalus en reinos de taifas, con reyes enfrentados entre sí, que han de pagar parias al Cid para que sea su protector; se alude al relajo de la corte de Toledo (pp. 88-89) y, en el otro lado, a la ola puritana que supuso la llegada de los almorávides, encabezados por el emir Ben Yussuf; se incluyen datos sobre la mesnada del Cid, que alcanza primero la cantidad de mil hombres, para aumentar luego hasta los siete mil; y, en fin, se introducen otras alusiones al conde Berenguer de Barcelona (una de las hijas del Cid, María, terminará casando con un sobrino suyo), al proyecto de conquista del Levante peninsular, etc.

Como en otras novelas ambientadas en la Edad Media, abundan las referencias a creencias supersticiosas: la Paciana es aficionada a los sueños y la astrología y, de hecho, traza la carta astral de Efrén, que armoniza a Venus y Júpiter; cierta importancia alcanza un sueño que ha tenido Efrén, en el que vio un caballo zaino (es el que monta el Cid cuando se conocen y el que aquel terminará regalándole) y una doncella con una cruz al cuello (es Rucayya, la muchacha de la que se va a enamorar): el sueño se hace realidad en el momento en que sale a cabalgar llevando a la joven a la grupa. También podemos mencionar el personaje de Ermelinda la gallega, una sanadora que ha fijado el centro de gravitación del Cid de forma tal, que nunca le puede alcanzar el hierro de sus enemigos (pp. 67 y 94). También se recogen otros augurios y profecías: así, el judío Elifaz vaticinó al Cid un futuro prometedor por donde se levanta el sol; o, cuando Efrén parte con otros caballeros a enfrentarse en duelo con Abid Muzzafar, una bandada de cuervos les cruza por el lado izquierdo, algo interpretado como un mal agüero.