De José María Pemán (Cádiz, 1897-Cádiz, 1981) he traído al blog un par de poemas navideños, a saber, su «Villancico de las manos vacías» y su «Oración del Año Nuevo». Pero, para el tema de la presencia de Sevilla en la literatura, debemos recordar El barrio de Santa Cruz (Itinerario lírico), Jerez de la Frontera, Nueva Litografía Jerezana, 1931, que incluye 28 composiciones dedicadas a la evocación poética de ese barrio sevillano. Tiempo habrá de volver sobre este poemario. Pero hoy quiero recordar su soneto titulado «Tema de invierno», perteneciente a la sección «Otras poesías andaluzas»(1929-1937) de Obras completas, I. Poesía (1947). En esta composición el yo lírico, tras retratar en los cuartetos una Sevilla invernal, evoca en los tercetos un amor pasado del que solo quedan algunos recuerdos («los dejos de un amor y una aventura», v. 10), que van en consonancia con «la tarde gris y oscura» (v. 9).
Vista de la Catedral de Sevilla al atardecer.
Flota, muerta, Sevilla sobre el río y su alma, hecha de olores y cantares, anda por los vecinos olivares huyendo, errante, sobre el viento frío.
Se fueron ya los mágicos añiles de las tardes de agosto y los calores, ahora que la Maestranza tiene flores, llorosas de humedad, en los toriles.
Quedan sólo en la tarde gris y oscura los dejos de un amor y una aventura: una copla de celos dolorida,
unas nubes sangrientamente rojas y un clavel que, en el libro de mi vida, pondré, como señal, entre dos hojas[1].
[1] Cito por Poetas del Novecientos. Entre el Modernismo y la Vanguardia [Antología]. Tomo I: De Fernando Fortún a Rafael Porlán, ed. de José Luis García Martín, Madrid Fundación BSCH, 2001, p. 252.
El otro día transcribía el «Villancico de las manos vacías», de José María Pemán (Cádiz, 1897-Cádiz, 1981); y para hoy, día de Año Nuevo y Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, traigo su «Oración del Año Nuevo», que reza —nunca mejor dicho— así:
Señor: para este día del Año Nuevo te pido —antes que la alegría, antes que el gozo claro y encendido, antes que la azucena y que las rosas— una curiosidad ancha y serena, un asombro pueril frente a las cosas…
Quiero que ante el afán de mi mirada enamorada y pura todo tenga un misterio de alborada que me deslumbre a fuerza de blancura.
Quiero ser el espejo con que el río convierte en gozo nuevo la ribera; quiero asombrarme del estío y enamorarme de la primavera.
Señor y padre mío: dame el frescor de esa pradera llana, riégame del rocío de tu mejor mañana.
Hazme nuevo, Señor; y ante el cielo y los campos y la flor, haz que mi asombro desvelado diga: Señor: ésta es la rosa, ésta es la espiga… ¡y esto que lleva dentro es el amor![1]
[1] Cito por José María Pemán, Poesía esencial, estudio preliminar y selección de José Enrique Salcedo Mendoza, Motril (Granada), Imprenta Comercial, 2002, pp. 114-115.
Siguiendo con los poemas de Navidad, copiaré hoy el «Villancico de las manos vacías», de José María Pemán (Cádiz, 1897-Cádiz, 1981), que se une a otros suyos de temática navideña como «Villancico del pescador de truchas» o «Meditación ante un nacimiento de cartón y barro», composiciones estas dos incluidas en Poesía sacra (Madrid, Escelicer, 1940). El villancico que ahora nos ocupa ha sido comentado por Katarzyna Madyjewska:
El tema navideño reaparece en «Villancico de las manos vacías» (1965) en forma y ritmo popular, y con una mezcla de antítesis parecida al poema anterior [se refiere a «Meditación ante un nacimiento de cartón y barro»]. En esta ocasión el sujeto lírico introduce el motivo navideño en su situación presente. Prescinde de notas circunstanciales para referirse a una paradoja que experimenta en sí. El poema se divide en dos partes que corresponden a dos posturas vitales, como un antes y después, en los que el Niño Jesús se convierte en el único punto de referencia. […] Otras antítesis se perciben en: «noche clara y alba fría», «con sangre y nieve en los pies». La última contraposición hace eco colorístico de la «rosa» y el «lirio». El juego de contrastes tan propio de la poesía meditativa, lleva a representar la oposición de la belleza y felicidad propias, frente a las divinas. Incluso la «mano» y el «corazón» unidos por la figura divina expresan este planteamiento[1].
Carlo Dolci, El Niño Jesús con una corona de flores (1663). Museo Nacional Thyssen- Bornemisza (Madrid, España).
Se trata de un poema suelto incluido en las antologías pemanianas, que dice así:
Yo tenía tanta rosa de alegría, tanto lirio de ilusión, que entre mano y corazón el Niño no me cabía…
Dejé las rosas primero. Con una mano vacía —noche clara y alba fría— me eché a andar por el sendero.
Dejé los lirios después. Libre de mentiras bellas, me eché a andar tras las estrellas con sangre y nieve en los pies.
Y sin aquella alegría, pero con otra ilusión, llena la mano y vacía, cómo Jesús me cabía —¡y cómo me sonreía!— entre mano y corazón[2].
[1] Katarzyna Madyjewska, La poesía lírica de José María Pemán, tesis doctoral dirigida por José Paulino Ayuso, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2006, p. 174.
[2] Lo cito por José María Pemán, Poesía esencial, estudio preliminar y selección de José Enrique Salcedo Mendoza, Motril (Granada), Imprenta Comercial, 2002, pp. 146-147.
A modo de conclusión de esta serie de entradas dedicadas a las piezas dramáticas sobre San Francisco Javier de Genaro Xavier Vallejos y José María Pemán, añadiré unas palabras comparando ambas obras[1]. En el caso de Volcán de amor, obra escrita en ocasión del Centenario de la canonización de 1922, podemos decir que el propósito que guía a su autor es la exaltación misional, mientras que en El Divino Impaciente prevalece el mensaje ideológico-propagandístico, quizá no buscado deliberadamente, pero derivado de la conflictiva situación de la España de 1933[2]. Las dos coinciden en exaltar el afán evangelizador de San Francisco Javier (mostrando, por ejemplo, sus debates con los brahmanes de la India) y en presentar la figura de don Álvaro de Ataide como villano antagonista. En líneas generales, las dos obras se ajustan a los hechos históricos conocidos —que conforman el telón de fondo sobre el que se presentan sus respectivas acciones—, pero entran en ellas diversas licencias, permitidas en una obra literaria.
Desde el punto de vista dramático, la pieza de Vallejos se caracteriza por su mayor unidad dramática, que va unida a una concentración de la acción en el tiempo y en el espacio, mientras que la de Pemán está formada por una sucesión de escenas independientes entre sí (el autor confiesa que dudó si subtitular el drama retablo o estampas, «por su técnica un poco deslabazada»[3]): hay más variedad en los escenarios (París, Roma, Lisboa, India, Japón, Sanchón…) y abarca un periodo de tiempo mucho más amplio. Volcán de amor está escrita en su mayor parte en prosa, con algunos pocos pasajes en verso (los versos se utilizan para subrayar algunos momentos de especial intensidad dramática o emotiva), mientras que El Divino Impaciente, todo en verso, ofrece un aire de sonora musicalidad, en la línea del teatro de Zorrilla, Marquina o Villaespesa, pero posee también una notable intensidad lírica. Una diferencia significativa estriba en el hecho de que en la pieza de Vallejos, pensada para ser representada en colegios, seminarios, casas de formación, etc., no intervienen mujeres, todos los papeles son masculinos, mientras que en la de Pemán, nacida para su estreno en los circuitos comerciales, se añade una trama amoroso-sentimental a través del personaje de Leonor, prometida y luego esposa de Atayde.
En cualquier caso, estas son las dos obras más importantes del siglo XX que se han acercado a la figura señera de San Francisco Javier, el santo navarro más universal, que encarna el prototipo de misionero y que sigue siendo a día de hoy un personaje que constituye un modelo válido tanto para creyentes como no creyentes, pues simboliza unos valores morales y unos criterios de vida que tienen plena vigencia[4].
[1] Comparación ya apuntada en Ignacio Elizalde, Navarra en las literaturas románicas (española, francesa, italiana y portuguesa), tomo III, Siglos XVIII, XIX y XX, Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1977, pp. 453-454.
[2] Las dos obras pueden leerse juntas en esta edición: Genaro Xavier Vallejos, Volcán de Amor, y José María Pemán, El Divino Impaciente, prólogo de Alfredo López Vallejos, Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003.
[3] Introducción a El Divino Impaciente, en Obras de José María Pemán, tomo IV, Teatro, Madrid, Edibesa, 1997, p. 17.
[4] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.
Como hemos podido ver en las entradas anteriores, en El Divino Impaciente[1] de Pemán se plantea la misma oposición entre Javier y Atayde que ya encontrábamos en Volcán de amor de Genaro Javier Vallejos. Una idea repetida a lo largo del drama es, precisamente, que los mercaderes, llevados del interés material y con un comportamiento sin escrúpulos, pueden desacreditar el laborioso trabajo de los misioneros. La distinta visión que de los indios tienen unos y otros, mercaderes y religiosos, apunta en un diálogo (Acto II, Cuadro Primero) entre don Martín Alonso de Sousa, Atayde y Javier:
ATAYDE.- Solo de tu mano depende, Padre Javier, mi ida a Oriente.
JAVIER.- Bien, hermano: ¿pero irás como cristiano o irás como mercader? Porque si en mí está el lograr la licencia, me resisto a que traspases el mar para desacreditar, ante los negros, a Cristo.
DON MARTÍN.- (Acercándose a Javier y Atayde, cuyo diálogo ha oído.) Cuando ese ardor que hoy le embarga, le pase, Padre, a la larga ya verá que los infieles no sirven más que en la carga de galeras y bajeles. Solo hay que ver prisioneros en ellos.
JAVIER.- Con esas leyes de egoísmos altaneros, lo que hagan los misioneros lo desharán los virreyes.
DON MARTÍN.- Son unos pobres paganos, sin religión.
JAVIER.- Son hermanos; siguen la ley natural… Acaso muchos cristianos no pueden decir igual. Ellos viven al mandar de su instinto, como potros. Saben creer o matar… ¡pero no saben andar a medias, como vosotros! Si los voy a bautizar es por hacerlos más sanos, mas cuenten que, con mis manos, os bautizara lo mismo si hubiera un otro bautismo para los malos cristianos (pp. 222-224).
En otro orden de cosas, merece la pena destacar la escena del Acto II, Cuadro Segundo en la que Javier sale a mendigar por las calles de Malaca acompañado de un coro de niños que repiten cantando la doctrina aprendida (esta era una práctica habitual en la predicación del santo: enseñar a los niños, que a su vez transmitían luego a sus familiares el mensaje recibido):
VOCES LEJANAS DE NIÑOS.- (Con tono salmodioso, parecido al de las coplas de los campanilleros.)
Se encontraba la Virgen María en el oratorio haciendo oración; por la puerta se le ha entrado un ángel vestido de blanco que parece un sol.
LA VOZ DEL PADRE JAVIER.- (Lejos.) ¡Una limosnita, hermanos! ¡No se me hagan de rogar! ¡Ayuden todos a dar a Cristo nuevos cristianos!
(Toques de campanillas, cada vez más cercanos.)
PADRE COSME.- ¡El Padre Javier!
MANSILLA.- El mismo. Allí viene mendigando, con sus niños, y cantando versillos del catecismo.
VOCES DE NIÑOS.- (Más cerca.) Dios te salve —le dijo—, María, llena eres de gracia a los ojos de Dios: entre las mujeres bendita Tú eres y bendito el fruto de tu Encarnación.
(Toques de campanilla.)
PADRE COSME.- ¡Qué lindas voces de oro!
[…]
(Entra el Padre Javier por la derecha. Trae la sotana sucia y desgarrada. Una campanilla en una mano. Le rodea un grupo de niños, algunos negros y otros de tipo malayo.)
JAVIER.- (No bien ha entrado, antes de acercarse al grupo de los que ya estaban en escena, despide a los niños dándoles a besar la mano.)
Y ahora, hijos míos, volad a vuestra casa… Y ¡cuidado con el juego!
(Cuando ya han salido todos todavía se dirige hacia ellos.)
¡Y recordad las cosas que os he enseñado! (pp. 250-252)[2].
[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.
[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.
El Divino Impaciente[1] se presenta bajo el subtítulo de Poema dramático en verso, dividido en un prólogo, tres actos y un epílogo. Es una pieza bastante extensa y, como se indica en las ediciones impresas, «por necesidades de adaptación escénica, [el texto] se representa con notables abreviaciones». Examinemos someramente la acción. El Prólogo ocurre en el Colegio de Santa Bárbara de París. Varios estudiantes comentan la expansión portuguesa y española por el mundo, lo que da pie para que apunte ya el carácter ambicioso de Javier, quien siente envidia de no haber sido el primero en llegar a las Indias. Después, los estudiantes traman una burla a Javier y al «santón cojitranco de Loyola», introduciendo una mujer en el colegio. Ignacio comenta que espera «milagros de santidad» por parte de Javier si es capaz de domar su vanidad. Asimismo, se anticipan ya aquí los futuros roces entre Javier y Atayde.
La acción del Acto I ocurre en Roma, en la Casa de la Compañía de Jesús. Se decide que Javier irá como misionero con Mascareñas por la enfermedad de Bobadilla. Destaca el famoso romance de los consejos que ofrece Ignacio a Javier antes de partir, parlamento que comienza «Yo te bendigo, Javier…».
El Cuadro Primero del Acto II nos traslada a Lisboa, al Palacio Real. Atayde también quiere ir a la India, lo que sirve para plasmar la oposición entre los motivos que guían a los misioneros y a los mercaderes. Se da la noticia de que Javier ha sido nombrado Nuncio Apostólico de Su Santidad y se introduce la trama amorosa relacionada con Leonor, la prometida de Atayde (Javier lo obliga a que se case con ella antes de partir). El Cuadro Segundo nos sitúa en Malaca y en él apuntará el carácter seductor del Oriente. Por el diálogo inicial se nos informa de la llegada del santo a la India y de sus primeras misiones, en las que se ayuda de los niños para extender su predicación; más tarde se nos refiere el milagro consistente en la resurrección de un niño. Sigue, por otra parte, su enfrentamiento con Atayde (de nuevo la oposición misioneros/mercaderes, que recorre la obra a modo de leitmotiv), quien planifica una trampa para acabar con el jesuita.
El Cuadro Primero del Acto III ocurre en Macassar: Javier dialoga con el jefe indio encargado de asesinarlo, según el plan ideado por Atayde, y debate también con un brahmán: según enseña, todos los indios, sean parias o brahmanes, son iguales. Tras lograr desenmascarar a Atayde, predica su mensaje evangélico entre los indios. El Cuadro Segundo (que se suprime en la representación) se ambienta en el muelle de Malaca y nos muestra a Javier a punto de marchar hacia Japón, mientras que en el Cuadro Tercero el autor nos lo presenta ya en Funay: los jesuitas se enfrentan a los bonzos japoneses y aparecen dispuestos al martirio.
En fin, el Epílogo traslada la acción al Castillo de Javier, en Navarra, pero el dramaturgo crea a través de la iluminación otro espacio dramático, que es la playa de Sanchón, donde tiene lugar la muerte del santo[2].
[1] Cito por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.
[2] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.
El gaditano José María Pemán (1897-1981) fue poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, orador[1]… Para el teatro compuso algunos dramas históricos como Cuando las Cortes de Cádiz (1934), Cisneros (1934), La Santa Virreina (1939) o Metternich (1942), además de la pieza que ahora nos interesa, con la que arrancó su carrera teatral. El Divino Impaciente fue estrenado en el Teatro Beatriz de Madrid el día 22 de septiembre de 1933 y alcanzaría un éxito inmenso de crítica y público, tanto en España como en Europa e Hispanoamérica. En 1934, cuatro compañías lo representaban simultáneamente por toda España y al publicarse como libro las ventas superaron, en un solo año, los cien mil ejemplares. Además, obtuvo el Premio «Espinosa Cortina», que la Real Academia Española concede cada cinco años a la mejor comedia del quinquenio.
La génesis de la obra la evoca con detalle el propio escritor en la «Confesión general» que sirvió de Introducción a sus Obras Completas. El Padre benedictino Rafael Alcocer había llegado a Cádiz para dictar una conferencia, y con ese motivo Pemán y él tuvieron ocasión de mantener largas conversaciones:
… la charla recayó sobre el teatro religioso. Hablamos de Claudel, de las ideas de Maritain en Art et Scholastique y, sobre todo, de los «juegos y milagros», tan sabrosos y medievales, de Henri Gheon. Me incitaba él a intentar algo parecido en España, y traía encargo del empresario teatral Manuel Herrera Oria de decirme que estaba a mi disposición para montar cualquier obra que yo hiciese en ese sentido. Yo objetaba la conveniencia de injertar toda esa modernidad en nuestra vieja tradición, puesto que la teníamos tan larga e interesante como es la de nuestras «comedias de santos». Luego repasamos temas. Se habló de San Ignacio, de San Juan de la Cruz, de San Francisco de Borja. Yo me incliné por San Francisco Javier. Le encontraba la ventaja de que la movilidad de su vida aseguraba ya, aun en manos de un inexperto, la movilidad dramática… De este modo nació la primera idea de El Divino Impaciente[2].
Pemán siempre negó que su obra tuviera una intencionalidad ideológico-política, es decir, que fuera deliberadamente oportunista y polémica, aunque es evidente que el tema y la acción que presenta no se podían considerar desligados de las circunstancias de persecución religiosa que se vivían en el país en 1933. Afirma, en efecto, que no nació como un desafío a los enemigos de España y de Dios, sino que estaba escrita «con una ingenua voluntad de arte pacífico y puro»[3], si bien acepta que el ambiente político-religioso de aquel entonces favoreció el enorme éxito que alcanzó. Además, en esa misma «Confesión general» evoca Pemán detalles muy interesantes relacionados con el estreno. Por ejemplo, el consejo que dio a Alfonso Muñoz, el actor que hacía el papel de San Francisco Javier, indicándole que debía recitar los versos como si fueran los de un capitán o hidalgo del Siglo de Oro, como los del Tenorio: «Muñoz dio a su personaje un acento de humanidad, de intrepidez, que ganó al público»[4]. Y también apunta algunas de las razones del éxito de una obra que le salió «inesperadamente teatral», como por ejemplo la versificación, que es «fácil, redonda, fluida»[5]. Graciosa es la confesión de que alguna vez comentó en la intimidad que El Divino Impaciente era de algún modo «el Tenorio de las beatas», y también su comentario de que acudió a ver la obra todo el «público de teatro» y todo el «público de novena»[6].
[1] Sobre el autor pueden verse los trabajos de Gonzalo Álvarez Chillida, José María Pemán. Pensamiento y trayectoria de un monárquico (1897-1941), Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1996 y José María Pemán: un contrarrevolucionario en la crisis española del siglo XX, Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma, 1991; Manuel Bustos Rodríguez (ed.), Pemán en su tiempo (1897-1981), Cádiz, Academia Provincial de Bellas Artes, 1997; Joaquín Calvo Sotelo, «José María Pemán (1897-1981)», Boletín de la Real Academia Española, año LXVIII, tomo LXI, septiembre-diciembre de 1981, pp. 351-363; Marisa Ciriza, Biografía de Pemán, Madrid, Editora Nacional, 1974; Joaquín Entrambasaguas, «José María Pemán», Cuadernos de Literatura Contemporánea, núm. 8, 1943, pp. 153-156; y Eusebio Ferrer Hortet, José María Pemán: 83 años de España, prólogo de Luis María Anson, Madrid, Palabra, 1993, además del volumen colectivo En torno a Pemán, Cádiz, Diputación Provincial de Cádiz, 1974; para su teatro, Nicolás González Ruiz, «El teatro de José María Pemán», Cuadernos de Literatura Contemporánea, 8, 1943, pp. 181-186, y acerca de El Divino Impaciente, Javier Tusell y Gonzalo Álvarez Chillida, «Un éxito teatral: El divino impaciente», en Pemán: un trayecto intelectual desde la extrema derecha hasta la democracia, Barcelona, Planeta, 1998, pp. 33-36, y Mariano de Paco de Moya, «El estreno de El Divino Impaciente de José María Pemán», en Antonio Lara (coord.), Homenaje a Elena Catena, Madrid, Castalia, 2001, pp. 385-394. Citaré por la edición de Pamplona, Fundación Diario de Navarra, 2003, con prólogo de Alfredo López Vallejos.
[2] Introducción a El Divino Impaciente, en Obras de José María Pemán, tomo IV, Teatro, Madrid, Edibesa, 1997, p. 16.
[6] Ver para más detalles Carlos Mata Induráin, «San Francisco Javier en el teatro español del siglo XX: Volcán de amor (1922) de Vallejos y El divino impaciente (1933) de Pemán», en Ignacio Arellano, Alejandro González Acosta y Arnulfo Herrera (eds.), San Francisco Javier entre dos continentes, Madrid / Frankfurt am Main, Iberoamericana / Vervuert, 2007, pp. 133-150.
José María Pemán (Cádiz, 1897-Cádiz, 1981) formó parte del grupo de literatos (Fermín Yzurdiaga, Eugenio d’Ors, Ángel María Pascual, Manuel Iribarren…) que, en tiempos de la guerra civil, se reunió en Pamplona en torno a Jerarquía. Revista negra de la Falange, publicada entre comienzos de 1937 y el otoño de 1938)[1]. En esta ficha que le dedica Andrés Amorós tenemos recogidos los datos esenciales relativos a su obra:
PEMÁN, José María (Cádiz, 1897-1981). Escritor de amplio registro: poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, orador, etc. Sin embargo, su clara adscripción ideológica le ha valido que suela aparecer, en los manuales, como una figura más monolítica de lo que en realidad fue. En la inmediata posguerra ocupó el puesto de director de la Real Academia Española, que luego cedió caballerosamente. Alcanzó gran éxito, antes de la guerra, con el drama histórico El divino impaciente (1933), sobre la figura de San Francisco Javier. Las derechas lo convirtieron en bandera frente al A.M.D.G. de Pérez de Ayala, y la polémica fue muy grande. Otro motivo de escándalo: su obra poética Poema de la Bestia y el Ángel (1938) suele citarse como ejemplo máximo de la adhesión triunfal al régimen de Franco, en lo que algunos califican de «literatura fascista». Se reveló como novelista de humor en Romance del fantasma y doña Juanita (1927). A esta obra siguieron: Volaterías (1932), De Madrid a Oviedo (1933) y Señor de su ánimo (1943). Pemán fue también uno de los más grandes oradores de su tiempo, dentro de una elocuencia florida de escuela tradicional.
En el teatro siguió fiel al drama histórico: Cuando las Cortes de Cádiz (1934) y Cisneros (1934). Comedias costumbristas son La casa (1946) y Callados como muertos (1952). Farsas castizas, con enredo y humor andaluz, son Los tres etcéteras de don Simón (1958) y La viudita naviera (1960). Después de la guerra se convirtió en el autor favorito de la alta burguesía, con sus comedias suaves, ingeniosas, que triunfaban en el madrileño Teatro Lara. Pemán siguió fiel siempre a sus ideas patrióticas, católicas y tradicionalistas: «¡Soy cristiano y español, que es ser dos veces cristiano…!» Suele confundírsele con la fidelidad absoluta al régimen de Franco. No es justo. Pemán fue siempre monárquico, eso sí, y eso le colocó no pocas veces frente a la Falange y al Movimiento Nacional. Su origen gaditano le inclinaba hacia un liberalismo nada revolucionario, pero poco acorde con el generalísimo. La finura innata de su espíritu andaluz se expresaba mejor que nunca, quizá, en muchos de sus artículos, que solía publicar en el diario ABC[2].
De su relación con Navarra quedan algunas huellas literarias. La más importante es, sin duda alguna, su drama El divino impaciente (1933), sobre la figura universal de San Francisco de Javier. Pero ahora nos interesa mencionar que, entre sus composiciones líricas, hay una dedicada a Irache (podemos imaginar que inspirada por alguna visita al monasterio con sus amigos navarros).
La reproduzco a continuación:
IRACHE
In Irache once were hanging Chains that Sancho broke…
Muros de Irache, colgaban fuertes cadenas al sol. En las Navas de Tolosa el rey Sancho las rompió.
Muros de Irache, a los pies cabalgaba, puesto el sol. Un madrigal suspirante cantaba una tierna voz.
Muros de Irache, colgaban ayer cadenas al sol: cuando el rey Sancho hacía señales de su valor, y Juan de Yepes hablaba sabias palabras de Dios.
Muros de Irache, a los pies, cuando iba de vuelta yo, en la flor de un madrigal prendieron mi corazón[3].
[1] Este texto se publicó originalmente, con el mismo título, en Amigos de Irache. Boletín de la Asociación de Amigos del Monasterio de Irache, año IX, núm. 7, septiembre de 2004, pp. 12-13.
[2] Andrés Amorós, en Diccionario de literatura española e hispanoamericana, dirigido por Ricardo Gullón, Madrid, Alianza Editorial, 1993, p. 1230. En fin, para más información sobre la vida y la obra de José María Pemán, remito a estos trabajos: Gonzalo Álvarez Chillida, José María Pemán. Pensamiento y trayectoria de un monárquico (1897-1941), Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1996 y José María Pemán: un contrarrevolucionario en la crisis española del siglo XX, Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma, 1991; Marisa Ciriza, Biografía de Pemán, Madrid, Editora Nacional, 1974; Eusebio Ferrer Hortet, José María Pemán: 83 años de España, prólogo de Luis María Ansón, Madrid, Palabra, 1993; Fernando Sánchez García, La narrativa de José María Pemán, Sevilla, Alfar, 1999; y Javier Tusell y Gonzalo Álvarez Chillida, Pemán: un trayecto intelectual desde la extrema derecha hasta la democracia, Barcelona, Planeta, 1998.
[3] Cito por José María Pemán, Obras completas, tomo I, Poesía, Madrid, Escelicer, 1947, pp. 554-555.