La comedia neoclásica o moratiniana (y 2)

Las comedias neoclásicas son sentimentales, pero no líricas; de ahí que se prefiera la prosa al verso[1]. Sus autores pretenden moralizar, dar una lección provechosa al auditorio (es un género con marcado afán didáctico: verdad y virtud, retomando las antes palabras de Leandro Fernández de Moratín citadas en otra entrada, son conceptos claves). Están ajustadas a las normas y a la regla de las tres unidades y se persigue la verosimilitud. Se desarrollan en ambientes urbanos y sus protagonistas pertenecen a la clase burguesa[2]. Junto a esta comedia de costumbres burguesas (en la línea de Molière), encontraremos también la denominada comedia lacrimosa o sentimental, que muestra ya cierto espíritu prerromántico.

La comedia lacrimosa

Leandro Fernández de Moratín es el autor más conocido e importante y, según ya señalé, el que con sus obras caracteriza toda la comedia neoclásica. Podría extrañarnos que con solo cinco comedias pudiera concitar en su tiempo tantos admiradores (llegaron a llamarle «el Molière español») y también tantos detractores. Es algo que debemos explicar en su contexto histórico-literario. Efectivamente, el teatro español, a mediados del siglo XVIII, había llegado a un estado de extrema postración y se hacía necesaria una rápida reforma. De esta manera, resulta más fácil de entender que sus cinco piezas fuesen suficientes para colocarlo en la cima de la comedia neoclásica, pues fue el único autor representativo con cierto grado de calidad estética, el suficiente para hacerle merecedor del calificativo de «padre de la comedia moderna»[3].


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

[2] Ver Loreto Busquets, «Iluminismo e ideal burgués en El sí de las niñas», Segismundo, 37-38, 1983, pp. 61-88.

[3] Para la «Modernidad de Moratín», ver Fernando Lázaro Carreter, estudio preliminar a la edición de El sí de las niñas de Jesús Pérez Magallón (Barcelona, Crítica, 1994), pp. IX-XI.

La comedia neoclásica o moratiniana (1)

En el siglo XVIII los preceptistas distinguían claramente dos géneros teatrales, la tragedia y la comedia[1]. Los límites entre uno y otro estaban netamente marcados, así que la separación era obligada. Y si en otra entrada anterior he señalado que la tragedia del XVIII no gozó en general de mucho éxito, habrá que decir ahora que algo más afortunada —pero tampoco demasiado— fue la comedia neoclásica.

El sí de las niñas, de MoratínEn efecto, a la larga resultó también un intento fallido. El único autor capaz de arraigar entre el público fue Leandro Fernández de Moratín, cuyas obras se estrenaron tardíamente: su primera comedia subió a las tablas en 1790. El panorama está dominado por su figura hasta tal punto, que el conjunto de la comedia neoclásica suele a veces recibir el nombre de comedia moratiniana. Ello se debe a que él consiguió fijar una fórmula característica del Neoclasicismo[2]. ¿Cuáles son sus rasgos? En primer lugar, una crítica social moderada, dentro de unos límites no escandalosos; en segundo término, la aparición de unos caracteres idealizados (no hay estudios psicológicos completos, sino tipos que no evolucionan a lo largo de la pieza: conocemos cómo son y cómo van a reaccionar los personajes en cada momento). Esto no quiere decir que se trate de una comedia de caracteres; significa simplemente que el autor ha conseguido retratar con mucho detalle a distintos tipos, esto es, ha llegado a una universalización de los personajes.

Otra característica es la simplificación de la intriga, evitándose las complicaciones argumentales típicas del Barroco. Se eliminan los episodios subalternos para ceñirse a lo esencial. Igualmente, se sigue un desarrollo cronológico lineal, sin desvíos ni saltos atrás que puedan complicar la trama y despistar al espectador.




[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

[2] Una buena síntesis de «La poética dramática de Moratín» se encontrará en el prólogo de Jesús Pérez Magallón a su edición de El sí de las niñas, Barcelona, Crítica, 1994, pp. 5-30.

La tragedia neoclásica en España (y 2)

Teatro completo de Nicolás Fernández de MoratínSea como sea, las tragedias neoclásicas españolas son obras con ausencia de sentido teatral y de emoción[1]. La imposición de las tres unidades constriñe la libertad creadora del artista. Es un género eminentemente culto, no apto para todos, para un público heterogéneo. Ante la supuesta inexistencia de una tradición de tragedia en España, se toman otros ejemplos: en efecto, junto a los modelos franceses, se utilizan también los italianos y clásicos. La tragedia neoclásica española tocó primero temas de la antigüedad clásica, de ambientación oriental o bíblica. Luego se centró en la historia nacional, dando paso a la llamada «tragedia original española» (por ejemplo, la Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín, de 1770). Son piezas que ponderan la virtud, el patriotismo y la nobleza, con un universo dramático donde solo tienen cabida los sentimientos sublimes. El tema preferido será la lucha por la libertad que lleva al más heroico sacrificio (se establece un juego dialéctico libertad / tiranía).

Los nombres que cabe recordar son los de Agustín Montiano y Luyando, Juan José López Sedano, Nicolás Fernández de Moratín, Cándido María Trigueros, Ignacio López de Ayala o Vicente García de la Huerta. También Gaspar Melchor de Jovellanos, José Cadalso, Nicasio Álvarez Cienfuegos o Manuel José Quintana cultivaron en alguna ocasión la tragedia.

Considerada en conjunto, la tragedia neoclásica fracasó en su intentó de renovar el teatro español, sobre todo por la enorme distancia entre el gusto de la minoría ilustrada y el del pueblo.


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de MoratínEl sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

La tragedia neoclásica en España (1)

La tragedia neoclásica en España es, en palabras de Francisco Ruiz Ramón, la «historia de un fracaso»[1]. El corpus lo forman un conjunto de obras con un objetivo muy distinto del de la comedia: no pretenden divertir, sino enseñar, pero lo que consiguieron fue, por lo general, aburrir. Como siempre, la tragedia constituía el género más valorado por los preceptistas y el que era capaz de consagrar a un escritor; de ahí que la mayoría de los ilustrados con pretensiones y ambiciones literarias se dediquen a ella.

Orígenes de la tragedia neoclásica española, de José J. Berbel RodríguezEl XVIII no continúa, salvo excepciones, la tradición barroca, sino que enraíza en la tragedia francesa, aunque los personajes pertenezcan casi siempre a la historia española. Los dramaturgos barrocos no habían mantenido la regla de las tres unidades, ni el decoro, ni la distinción de géneros (permitían la inclusión en la tragedia de elementos cómicos), etc. La tragedia del Barroco era todo lo contrario de lo que los neoclásicos consideraban teatro. Como ya he apuntado, ahora se vuelven los ojos a la tragedia francesa y, en consecuencia, se empleará el verso largo (endecasílabos, romances heroicos) y sin rima, frente a la polimetría característica del Barroco. El verso va en consonancia con la elevación del registro lingüístico en la tragedia.

Los ilustrados buscarán sus argumentos tanto en la antigüedad clásica como en la antigüedad nacional. La mayoría de las tragedias francesas apuntaban a sucesos franceses contemporáneos: la acción solía estar situada en la antigüedad, pero los temas tratados eran de actualidad. Pues bien, este mismo rasgo se observa en la tragedia española, que señala hacia aspectos de la sociedad contemporánea, con un importante componente político: se aprecia una intención política en estas obras (exaltación del despotismo político borbónico). Además, los protagonistas son ofrecidos al público como modelos de conducta.


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de MoratínEl sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

La comedia de la decadencia del Barroco en España

Hay que señalar que los primeros cincuenta años del siglo XVIII son postbarrocos en el teatro: hay una clara pervivencia de las formas del XVII[1]. Los epígonos del Barroco mantienen en el siglo XVIII formas caducas, sin la calidad literaria de sus predecesores. No interesa la imitación de Lope o de Tirso, sino la de Calderón, al que todos tienen por modelo. La mayoría de ellos no escriben piezas originales, sino que tienden a la refundición y la rescritura de obras antiguas que se intentan revivir con representaciones de más o menos éxito. No surgen fórmulas nuevas que sustituyan el éxito de las anteriores (tramoya, lances, enredos…). El teatro neoclásico, cuando hace aparición, no despierta el entusiasmo de las masas.

Sin embargo, resulta también evidente que las fórmulas barrocas están ya agotadas: los autores carecen de creatividad, de originalidad y de genio; se da una repetición casi mecánica de esquemas que han perdido vigor y fuerza expresiva; la intriga se complica hasta límites insospechados. Es un teatro sobrecargado de recursos escénicos, música, tramoyas, etc. Hay un gusto exagerado por la aparatosidad (comedias de santos, de bandoleros, heroicas, de magia…).

Loas completas de Bances CandamoEn esta etapa de transición se representan los autores del XVII: Calderón, Moreto, Rojas Zorrilla, Solís, Matos Fragoso, pero curiosamente Lope y Tirso apenas interesan. El último autor barroco destacado es Francisco Antonio de Bances Candamo, dramaturgo oficial de Carlos II, que vive entre 1662 y 1704 y presenta un teatro de transición. Además de varias comedias y autos sacramentales, dejó una obra teórica (de preceptiva dramática) titulada Teatro de los teatros de los pasados y presentes siglos.

En el terreno de los géneros de éxito popular debemos destacar las comedias de santos y de magia; las comedias heroicas y militares; y las comedias sentimentales. Es un corpus de obras de escasa calidad literaria y un gusto exagerado por los excesos. Autores representativos de estas tendencias son Luciano Francisco Comella, Gaspar Zavala y Zamora o Antonio Valladares y Sotomayor. La pata de cabra, comedia de magia debida a Juan de Grimaldi, fue uno de los mayores éxitos de todo el teatro dieciochesco.


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

Algo más sobre el teatro en España en tiempos de la Ilustración

Por otra parte, el teatro tenía que enfrentarse a dificultades de orden material, ya que solo había teatros estables en las grandes ciudades[1]. La actividad era intensa sobre todo en Madrid: destacan el teatro del palacio del Buen Retiro, el Teatro del Príncipe y el de la Cruz, así como el de los Caños del Peral (para la ópera italiana y el arte lírico en general). Fueron famosas las disputas entre chorizos (asiduos del Teatro del Príncipe), polacos (del de la Cruz) y panduros (de los Caños del Peral). El espectáculo teatral duraba —como en el siglo XVII— entre tres y cuatro horas. En esa época triunfaron actores célebres, como Isidoro Máiquez[2].

Isidoro Máiquez, por Goya

De la misma forma que se establecen claras fronteras entre las clases sociales, el teatro mantiene también las fronteras literarias entre tragedia y comedia, no permitiéndose su mezcla. Un personaje que había existido en el teatro anterior —con una importancia muy destacada— va a desaparecer ahora de la escena: el gracioso o figura del donaire. Efectivamente, no tiene cabida en la tragedia, por innecesario, mientras que en la comedia su función como agente de la comicidad se divide entre varios personajes.

El conjunto del teatro del siglo XVIII se puede clasificar en varios apartados: 1) la comedia de la decadencia del Barroco; 2) los géneros de éxito popular; 3) el teatro menor (el sainete y las obras musicales); 4) la tragedia neoclásica; y 5) la comedia neoclásica, cuyo mayor exponente es Leandro Fernández de Moratín. Dedicaré las próximas entradas a examinar por separado cada uno de ellos.


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

[2] Ver Emilio Cotarelo y Mori, Isidoro Máiquez y el teatro de su tiempo, Madrid, Imp. de José Perales y Martínez, 1902.

El teatro ilustrado, instrumento para la educación

La concepción que de la literatura tiene la Ilustración es la de un instrumento de educación del pueblo, manejado por el estrato social superior (los gobernantes e intelectuales)[1]. Es decir, los ilustrados conciben el teatro al servicio de la instrucción pública, tal como explicita Leandro Fernández de Moratín con estas palabras:

Un mal teatro es capaz de perder las costumbres públicas, y cuando éstas llegan a corromperse, es muy difícil mantener el imperio legítimo de las leyes, obligándolas a luchar continuamente con una multitud pervertida e ignorante.

En este sentido, el teatro neoclásico mantiene una postura política conservadora que pretende influir positivamente sobre la masa; el problema es que el público no acudía a ver ese teatro neoclásico, sino que llenaba las salas para aplaudir las obras barrocas o postbarrocas. El teatro neoclásico gozó de un fuerte apoyo gubernamental: los escritores, a través de la escritura de dramas, accedían a puestos políticos o a cargos en el funcionariado. Además, las obras estaban sujetas a la censura, que era doble: de las autoridades civiles y de las religiosas.

Censura

A lo largo del siglo XVIII, las representaciones teatrales conocen dificultades debidas a los ataques de los moralistas, llegando a sumarse cinco prohibiciones oficiales: en 1723, 1731, 1755, 1779 y 1800.


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

La polémica por los autos sacramentales en el siglo XVIII

Fue en este terreno, efectivamente, donde más se agudizó la polémica antibarroca en el siglo XVIII español[1]. En el auto sacramental, además de desorden literario encontraban los ilustrados una peligrosa mezcla de lo sagrado y lo profano. El auto es esencialmente una obra religiosa, pero los autores tardíos habían ido introduciendo cada vez más elementos entretenidos y ridículos[2]. Las propias procesiones del Corpus (día en que se solían representar los autos) se habían convertido en una fiesta semiprofana.

Tarasca del Corpus

Para los ilustrados, esa mezcolanza de lo sacro y lo profano, de lo religioso con lo popular y hasta grosero[3], en un ambiente festivo de escaso recogimiento y devoción, resultaba disparatada. Pensaban que tal mezcla podía ser motivo de escarnio, irreverencia y aun de sacrilegio, y por ello desataron una dura campaña de ataque contra el auto sacramental. Tres años antes Clavijo y Fajardo había solicitado ya su prohibición por ser «farsas espirituales, ofensivas para el catolicismo y para la razón». La polémica en torno a los autos sacramentales culminaría al ser suprimidos por real cédula de 11 de junio de 1765[4].


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de MoratínEl sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.

[2] Por ejemplo, solía aparecer en los autos, a imitación de lo que sucede en la comedia, un gracioso, papel que correspondía al Pensamiento humano o al Sueño.

[3] Nasarre los consideraba una «monstruosa amalgama entre lo sagrado y lo profano».

[4] Para la etapa final de desarrollo de los autos y las circunstancias de la prohibición, puede verse Ignacio Arellano y J. Enrique Duarte, El auto sacramental, Madrid, Ediciones del Laberinto, 2003, pp. 151-163, capítulo titulado «El agotamiento del auto».

Las polémicas teatrales en el siglo XVIII

Las polémicas teatrales fueron constantes en España durante el siglo XVIII[1]: los partidarios del teatro barroco postulan la absoluta libertad creadora del dramaturgo (lances diversos, predominio de la acción, presencia de elementos fantásticos…) frente a los clasicistas (seguidores de Boileau y Luzán), que predican la sumisión a las tres unidades, el decoro, la verosimilitud, la enseñanza moral y, en suma, el veto a la fantasía. Para estos últimos, la perfección se obtiene ante todo con la sumisión a la regla de las tres unidades (de lugar, de tiempo y de acción). A su juicio, no es posible la mezcla de elementos trágicos y cómicos en una misma obra, mixtura habitual en las piezas del XVII. Los neoclásicos estuvieron apoyados oficialmente en el reinado de Carlos III (1759-1788).

Carlos III de España

Defensores de la estética barroca fueron Vicente García de la Huerta, Juan Cristóbal Romea y Tapia o el P. Pedro Estala, jesuita. De la neoclásica, Agustín Montiano y Luyando, Blas Antonio Nasarre, Luis José Velázquez, Nicolás Fernández de Moratín y su hijo Leandro Fernández de Moratín, José Clavijo y Fajardo y Francisco Mariano Nifo.

Al igual que sucedía en el territorio de la poesía, se producen una serie de luchas teóricas en contra del teatro barroco y a favor de un nuevo estilo. Así, Blas Antonio Nasarre escribe una Disertación sobre las comedias españolas, obra que se posiciona frente al teatro de Lope y Calderón; criticaba la comedia barroca por no tener en cuenta las tres unidades, pilar básico del neoclasicismo teatral. También Agustín Montiano y Luyando redactó un Discurso sobre las comedias españolas, que dedicó a defender el mantenimiento de las tres unidades frente al desorden y el carácter «desarreglado» de las obras barrocas.

Por su parte, Nicolás Fernández de Moratín dio a conocer el Desengaño al teatro español, donde criticaba igualmente el teatro barroco y en especial uno de sus géneros, el de los autos sacramentales (en su opinión, el más absurdo). Pero este asunto bien merece una entrada aparte…


[1] Texto extractado, con ligeros retoques, de la introducción a Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. de Mariela Insúa y Carlos Mata Induráin, Madrid, Editex, 2012.